Gusanos de arena de Dune (21 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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La joven pareció avergonzada.

—Las censoras sugieren que necesito mayor concentración.

—Entonces empléate a fondo. Necesitamos todas las Reverendas Madres que podamos encontrar. —Lanzó una ojeada al ominoso robot de combate—. La guerra va a peor.

— o O o —

Murbella se dio cuenta de que no podía descansar, no podía perder el tiempo. Convocó a sus consejeras, Kiria, Janess, Laera y Acadia. Las mujeres llegaron esperando una reunión, pero Murbella las hizo salir con ella de la torre de Central.

—Preparad un tóptero. Partiremos inmediatamente hacia el cinturón desértico.

Laera, que llevaba un montón de informes, no se tomó bien la noticia.

—Pero, madre comandante, lleva fuera mucho tiempo. Muchos documentos requieren su atención. Debe tomar decisiones, dar el adecuado…

—Yo decido cuáles son las prioridades.

Kiria se tragó sus palabras con mirada de desprecio, porque vio que la comandante hablaba completamente en serio. Todas subieron al ornitóptero vacío y esperaron mientras se realizaban los preparativos para el despegue. Murbella no podía esperar.

—Si no viene un piloto enseguida yo misma pilotaré esta cosa.

Le enviaron un joven piloto inmediatamente.

Cuando el tóptero despegó por fin, Murbella se volvió hacia sus consejeras y se explicó.

—La Cofradía exige un precio desorbitado por las naves de guerra que está construyendo. Ix únicamente acepta el pago en melange, y ahora que las soopiedras de Buzzell ya no son económicamente viables, todo depende de la especia. Es la única moneda lo bastante importante que tenemos para apaciguar a la Cofradía.

—¿Apaciguar? —espetó Kiria—. ¿Qué desatino es este? Tendríamos que conquistarlos y obligarlos a producir las naves y las armas que necesitamos ¿Es que somos las únicas que comprenden la amenaza? ¡Las máquinas pensantes se acercan!

A Janess esta sugerencia la dejó perpleja.

—Atacar a la Cofradía solo serviría para provocar una guerra civil abierta, y en estos momentos no nos lo podemos permitir.

—¿Tenemos los suficientes recursos que gastar en esas naves? —preguntó Laera—. Ya hemos forzado nuestro crédito con el Banco de la Cofradía más allá de sus límites.

—Todos nos enfrentamos a un enemigo común —dijo la vieja Accadia—. Sin duda la Cofradía e Ix estarán dispuestos a…

Murbella apretó los puños.

—Esto no tiene nada que ver con el altruismo o la avaricia. Por muy buenas intenciones que tengan, los recursos y los materiales no aparecen espontáneamente como un arco iris tras la lluvia. Hay que alimentar a las poblaciones, hay que pagar el combustible de las naves, hay que producir y consumir energía. El dinero es solo un símbolo, pero la economía es el motor que mueve toda la máquina. Hay que pagar al barquero.

El tóptero se desplazaba veloz por los cielos, azotado por los vientos secos y el polvo, aunque aún no veían el desierto. Murbella miró al exterior por la ventanilla curva, convencida de que la última vez las dunas aún no llegaban a aquella altura del continente. Eran como una antimarea, una sequedad absoluta que avanzaba en ondas. En el corazón del desierto, los gusanos crecían y se reproducían, manteniendo el ciclo en una espiral en perpetuo crecimiento.

La madre comandante se volvió hacia la mujer que tenía detrás.

—Laera, necesito un informe completo sobre nuestras operaciones de extracción de especia. Necesito cifras. ¿Cuántas toneladas de melange recogemos? ¿Cuánta tenemos en nuestros stocks? ¿Cuánta podemos exportar?

—Producimos suficiente para cubrir nuestras necesidades, madre comandante. Nuestras inversiones siguen empleándose en ampliar las excavaciones, pero los gastos se han incrementado de forma drástica.

Kiria musitó amargamente algo sobre los ixianos y sus interminables facturas.

—Quizá habrá que traer obreros extraplanetarios —señaló Janess—. Es un obstáculo que se puede superar.

El tóptero descendió hacia una columna de polvo y arena que arrojaba un recolector. A su alrededor, como lobos rodeando a un animal herido, varios gusanos de arena se acercaban atraídos por las vibraciones. Ya estaban empezando a retirarse, los mineros corrían y las alas de acarreo se preparaban para levantar la maquinaria pesada cuando los gusanos se acercaran demasiado.

—Exprimid el desierto —dijo Murbella—, extraed hasta el último gramo de especia.

—Hace tiempo a la Bestia Rabban se le asignó la misma tarea, en tiempos de Muad’Dib —dijo Accadia—, y fracasó estrepitosamente.

—Rabban no tenía el respaldo de la Hermandad. —Vio que Laera, Janess y Kiria hacían cálculos mentales. ¿Cuántos obreros podían derivarse a la zona desértica? ¿Cuántos prospectores y caza tesoros extraplanetarios podían permitirse tener en Casa Capitular? ¿Cuánta especia necesitarían para que la Cofradía y los ixianos siguieran produciendo las armas y naves que tan desesperadamente necesitaban?

El piloto, que hasta entonces había guardado silencio, habló.

—Ya que estamos aquí, madre comandante, ¿desea que las lleve a la instalación de investigación del desierto? El equipo de planetólogos está estudiando el ciclo de los gusanos, la extensión del desierto y los parámetros necesarios para una recolección más efectiva de la especia.

—«Para que el éxito sea posible primero es necesario comprender» —dijo Laera, citando directamente de la antigua Biblia Católica Naranja.

—Sí, inspeccionaré la estación. La investigación es necesaria, pero en tiempos como estos, debe ser una investigación práctica. No tenemos tiempo para estudios frívolos ideados por los caprichos de un científico extraplanetario.

El piloto dio la vuelta con el tóptero y se alejó por el desierto a toda velocidad. En el horizonte, una pared de roca negra semienterrada, un bastión seguro donde los gusanos no podían aventurarse.

La estación de Shakkad debía su nombre a Shakkad el Sabio, un mandatario de antes de la Yihad Butleriana. Perdido casi en la bruma de la leyenda, el químico de Shakkad fue el primer hombre de la historia que reconoció las propiedades geriátricas de la melange. Ahora, un grupo de cincuenta científicos, hermanas y su personal de soporte vivía y trabajaba lejos de la torre central de Casa Capitular y de cualquier interferencia exterior. Colocaban artilugios para tomar mediciones del clima, salían a las dunas para medir los cambios químicos que se producían durante las explosiones de especia y seguían el crecimiento y movimiento de los gusanos.

Cuando el tóptero se detuvo en un saliente plano de roca que hacía las veces de improvisada pista de aterrizaje, un grupo de científicos salió a recibirlas. Un equipo de inspección, polvoriento y castigado por los vientos, regresaba en esos momentos de los límites del desierto, donde habían colocado postes de muestreo e instrumentos para medir el clima. Vestían con destiltrajes, reproducciones exactas de los que en otro tiempo llevaron los fremen.

La mayoría de los científicos de la estación Shakkad eran hombres, y varios de los de mayor edad habían hecho breves expediciones al calcinado Rakis. Tres décadas habían pasado desde la destrucción del planeta desértico, y a aquellas alturas muy pocos científicos podían decir que conocían personalmente a los gusanos ni las condiciones del Dune original.

—¿En qué podemos ayudarla, madre comandante? —preguntó el director de la estación, un extraplanetario que se subió sus gafas protectoras polvorientas sobre la cabeza. Los ojos sabios del individuo ya tenían un matiz ligeramente azulado. La especia formaba parte de su dieta cotidiana desde que llegó a la estación. Su cuerpo despedía un desagradable olor a sucio, como si se hubiera tomado su trabajo en aquel cinturón desértico sin agua tan en serio que descuidaba su aseo regular.

—Ayúdenos consiguiendo más melange —contestó Murbella directamente.

—¿Tienen sus equipos todo lo que necesitan? —preguntó Laera—. ¿Necesitan suministros o trabajadores adicionales?

—No, no. Solo necesitamos soledad y libertad para hacer nuestro trabajo. Oh, y tiempo.

—Puedo darle los dos primeros, pero tiempo es un lujo que ninguno de nosotros posee.

31

Podemos conquistar a nuestro enemigo, desde luego. Pero, ¿vale la pena lograr la victoria sin comprender los fallos de nuestro oponente? Es la parte más interesante.

E
RASMO
, Cuadernos de laboratorio

La catedral con base mecánica de Sincronía era una simple manifestación de lo que podía llegar a ser el resto de la galaxia. Omnius estaba satisfecho con los avances que la flota de máquinas pensantes había hecho en unos pocos años, pero Erasmo sabía que aún quedaba mucho por hacer.

La voz de Omnius retumbó con más fuerza de la necesaria, como a veces le gustaba hacer.

—La Nueva Hermandad es quien opone mayor resistencia, pero sé cómo derrotarla. Las naves de reconocimiento han verificado el emplazamiento secreto de Casa Capitular, y ya he enviado sondas con epidemias hacia allí. Esas mujeres pronto se habrán extinguido. —Omnius parecía aburrido—. ¿Quieres que despliegue el mapa de sistemas estelares para que sepas cuántos hemos conquistado? No ha habido ni un solo fracaso.

Los datos penetraron en la mente de Erasmo, tanto si quería verlos como si no. En el pasado, el robot independiente siempre pudo decidir lo que quería o no descargar de la supermente. Sin embargo, cada vez más Omnius encontraba la forma de soslayar las capacidades de decisión del robot e introducía los datos por fuerza en sus sistemas internos, evitando los múltiples firewalls.

—Eso son solo victorias simbólicas —dijo Erasmo, cambiando deliberadamente a su disfraz de anciana arrugada con ropa de jardinería—. Me complace que hayamos llegado al límite del Imperio Antiguo, pero aún no hemos ganado esta guerra. He pasado milenios estudiando a estos humanos obstinados y de recursos. No des por sentada la victoria hasta que no la tengamos en la mano. Recuerda lo que pasó la última vez.

El bufido de incredulidad de Omnius resonó por toda Sincronía.

—Por definición somos mejores que los defectuosos humanos. —A través de un millar de ojos espías, miró a Erasmo y su disfraz maternal—. ¿Por qué insistes en llevar ese disfraz embarazoso? Te hace parecer débil.

—Mi cuerpo físico no determina mi fuerza. Es mi mente la que me hace ser lo que soy.

—Tampoco me interesa tu mente. Solo quiero ganar esta guerra. Debo ganar. Necesito ganar. ¿Dónde está la no-nave? ¿Dónde está mi kwisatz haderach?

—Hablas con el mismo tono autoritario que el barón Harkonnen. ¿Estás imitándolo inconscientemente?

—Tú me diste las proyecciones matemáticas, Erasmo. ¿Dónde está el superhombre? Contesta.

El robot rio.

—Ya tienes a Paolo.

—Tu profecía también garantizaba que habría un kwisatz en la no-nave. Quiero las dos versiones… redundancia para asegurar la victoria. Y no quiero que los humanos tengan uno. Quiero controlarlos a los dos.

—Encontraremos la no-nave. Ya sabemos que hay muchas cosas intrigantes a bordo, incluido un maestro tleilaxu. Podría ser el único que queda con vida, y me gustaría mucho hablar con él… al igual que a ti. Quiero que ese maestro vea cómo los Danzarines Rostro nos han dado forma, nos han moldeado hasta convertirnos prácticamente en dioses. O al menos, más que los humanos.

—Seguiremos lanzando nuestra red. Y encontraremos esa nave.

Por toda la ciudad, en una dramática manifestación de la impaciencia de Omnius, los elevados edificios, las estructuras de metal se desplomaron sobre sí mismas. Al robot independiente no le impresionó el estruendo, o el temblor del suelo bajo sus pies. Había presenciado manifestaciones semejantes en demasiadas ocasiones. Para bien o, las más de las veces, para mal, Omnius disfrutaba con el espectáculo, aunque Erasmo trataba de controlar sus excesos. El futuro dependía de ello… el futuro que él había ideado.

Rebuscó entre las proyecciones que había digerido a partir de trillones de datos. Todos los resultados estaban coloreados exactamente para encajar en las profecías que él mismo había formulado. Omnius se las creía todas. Aquella supermente tan crédula se confiaba demasiado en las informaciones filtradas, y el robot jugaba como quería.

Con los parámetros adecuados, Erasmo estaba absolutamente convencido de que los milenios que tenían por delante saldrían como tenían que salir.

32

Aquellos que ven no siempre comprenden. Los que dicen entender a veces son los más ciegos.

O
RÁCULO
DEL
T
IEMPO

Lo que quedaba de la antigua forma corpórea de Norma Cenva estaba confinado en el interior de una cámara que había construidlo y modificado a su alrededor a lo largo de miles de años. Pero su mente no conocía barreras físicas. Era un generador biológico de pensamiento puro, conectada a la carne de forma muy leve. El Oráculo del Tiempo.

Sus vínculos mentales con el tejido del universo le daban la capacidad de viajar a cualquier lugar, además de otras infinitas posibilidades. El Oráculo podía ver pasado y futuro, aunque su visión no era siempre precisa. Su cerebro era tal que podía tocar el infinito y casi —casi— aprehenderlo.

Su enemigo, la supermente, había extendido una vasta red electrónica por el tejido espacial, un complejo mapa de taquiones que la mayoría de los humanos no podían ver. Omnius lo utilizaba para buscar a su presa, pero por el momento no había logrado atrapar la no-nave.

Tiempo atrás, Norma había creado el precursor de la Cofradía como medio de combatir a las máquinas pensantes. La Cofradía había seguido su propio camino, independientemente de Norma, que se había dedicado a expandirse por el cosmos. La política entre los planetas, las luchas de poder entre la facción de los navegantes y los administradores humanos, el monopolio sobre artículos valiosos, las soopiedras, la tecnología de los ixianos, la melange… estos problemas no le atañían.

Velar por la humanidad le exigía una importante inversión de moneda mental. Norma percibía la agitación de la Civilización, estaba al tanto del gran cisma de la Cofradía. De haber recordado cómo se hablaba con gentes tan insignificantes, habría castigado a los administradores por provocar aquella crisis. A Norma le resultaba agotador buscar términos lo bastante sencillos para hacerse entender incluso entre sus avanzados navegantes. Tenía que hacer que entendieran cuál era el verdadero Enemigo, para que pudieran compartir la carga con ella.

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