Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
—¡Y yo escribo novelas! —terció el otro policía—. ¡Pero todavía no me han publicado ninguna, así que será mejor que os lo advierta: estoy de
maaaaal
humor!
—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Ford, con los ojos medio fuera de las órbitas.
—No lo sé —dijo Zaphod—, me parece que me gustaba más cuando disparaban.
—De manera que, o venís sin armar jaleo —volvió a gritar uno de los policías—, u os hacemos salir a base de descargas.
—¿Qué preferís vosotros? —gritó Ford.
Un microsegundo después, el aire empezó a hervir otra vez a su alrededor, cuando los rayos de las Mat-O-Mata empezaron a dar en el ordenador que tenían delante.
Durante varios segundos las ráfagas continuaron con insoportable intensidad.
Cuando se interrumpieron, hubo unos segundos de silencio casi absoluto mientras se apagaban los ecos.
—¿Seguís ahí? —gritó uno de los policías.
—Sí —respondieron ellos.
—No nos ha gustado nada hacer eso —dijo el otro policía.
—Ya nos hemos dado cuenta —gritó Ford.
—¡Escucha una cosa, Beeblebrox, y será mejor que atiendas bien!
—¿Por qué? —gritó Zaphod.
—¡Porque es algo muy sensato, muy interesante y muy humano! —gritó el policía—. Veamos: ¡o bien os entregáis todos ahora mismo, dejando que os golpeemos un poco, aunque no mucho, desde luego, porque somos firmemente contrarios a la violencia innecesaria, o hacemos volar este planeta y posiblemente uno o dos más con que nos crucemos al marcharnos!
—¡Pero eso es una locura! —gritó Trillian—. ¡No haríais una cosa así!
—¡Claro que lo haríamos! —gritó el policía, y le preguntó a su compañero—: ¿Verdad?
—¡Pues claro que lo haríamos, sin duda! —respondió el otro.
—Pero ¿por qué? —preguntó Trillian.
—¡Porque hay cosas que deben hacerse aunque se sea un policía liberal e ilustrado que lo sepa todo acerca de la sensibilidad y esas cosas!
—Yo, simplemente, no creo a esos tipos —murmuró Ford, meneando la cabeza.
—¿Volvemos a dispararles un poco? —le preguntó un policía al otro.
—Sí, ¿por qué no?
Volvieron a soltar otra andanada eléctrica.
El ruido y el calor eran absolutamente fantásticos. Poco a poco, el ordenador empezaba a desintegrarse. La parte delantera casi se había fundido, y gruesos arroyuelos de metal derretido corrían hacia donde estaban agazapados los fugitivos. Se retiraron un poco más y aguardaron el final.
Pero el final nunca llegó, al menos entonces.
La andanada se cortó bruscamente, y el súbito silencio que siguió quedó realzado por un par de gorgoteos sofocados y sendos golpes secos.
Los cuatro se miraron mutuamente.
—¿Qué ha pasado? —dijo Arthur.
—Han parado —le contestó Zaphod, encogiéndose de hombros.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Quieres ir a preguntárselo?
—No.
Esperaron.
—¡Eh! —gritó Ford.
No respondieron.
—¡Qué raro!
—A lo mejor es una trampa.
—No son lo bastante inteligentes.
—¿Qué fueron esos golpes secos?
—No sé.
Aguardaron unos segundos más.
—Muy bien —dijo Ford—, voy a echar una ojeada.
Miró a los demás.
—¿Es que nadie va a decir:
No, tú no puedes ir, deja que vaya en tu lugar
?
Todos los demás menearon la cabeza.
—Bueno, vale —dijo, poniéndose en pie. Durante un momento no pasó nada.
Luego, al cabo de un segundo o así, siguió sin pasar nada.
Ford atisbó entre la espesa humareda que se elevaba del ordenador en llamas.
Con cautela, salió al descubierto. Siguió sin pasar nada.
Entre el humo, vio a unos veinte metros el cuerpo vestido con un traje espacial de uno de los policías. Estaba tendido en el suelo, en un montón arrugado. A veinte metros, en dirección contraria, yacía el segundo hombre. No había nadie más a la vista.
Eso le pareció sumamente raro a Ford.
Lenta, nerviosamente, se acercó al primero. Al aproximarse, el cuerpo inmóvil ofrecía un aspecto tranquilizador, y quieto e indiferente estaba cuando llegó a su lado y puso el pie sobre la pistola Mat-O-Mata, que aún colgaba de sus dedos inertes.
Se agachó y la recogió, sin encontrar resistencia.
Era evidente que el policía estaba muerto.
Un rápido examen demostró que procedía de Blagulon Kappa: era un ser orgánico que respiraba metano y cuya supervivencia en la tenue atmósfera de oxígeno de Magrathea dependía del traje espacial.
El pequeño ordenador del mecanismo de mantenimiento vital que llevaba en la mochila parecía haber estallado de improviso.
Ford husmeó en su interior con asombro considerable. Aquellos diminutos ordenadores de traje solían estar alimentados por el ordenador principal de la nave, con el que estaban directamente conectados por medio del subeta. Semejante mecanismo era a prueba de fallos en toda circunstancia, a menos que algo fracasara totalmente en la retroacción, cosa que no se conocía.
Se acercó deprisa hacia el otro cuerpo y descubrió que le había ocurrido exactamente el mismo accidente inconcebible, probablemente al mismo tiempo.
Llamó a los demás para que lo vieran. Llegaron y compartieron su asombro, pero no su curiosidad.
—Salgamos a escape de este agujero —dijo Zaphod—. Si lo que creo que busco está aquí, no lo quiero.
Cogió la segunda pistola Mat-O-Mata, arrasó un ordenador contable, absolutamente inofensivo, y salió precipitadamente al pasillo, seguido de los demás. Casi destruyó un aerodeslizador que los esperaba a unos metros de distancia.
El aerodeslizador estaba vacío, pero Arthur lo reconoció: era el de Slartibartfast.
Había una nota para él sujeta a una parte de sus escasos instrumentos de conducción.
En la nota había trazada una flecha que apuntaba a uno de los mandos.
Decía:
Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.
El aerodeslizador los impulsó a velocidades que excedían de R17 por los túneles de acero que llevaban a la pasmosa superficie del planeta, ahora sumida en otro lóbrego crepúsculo matinal. Una horrible luz grisácea petrificaba la tierra.
R es una medida de velocidad, considerada como razonable para viajar y compatible con la salud, con el bienestar mental y con un retraso no mayor de unos cinco minutos. Por tanto, es una figura casi infinitamente variable según las circunstancias, ya que los dos primeros factores no sólo varían con la velocidad considerada como absoluta, sino también con el conocimiento del tercer factor. A menos que se maneje con tranquilidad, tal ecuación puede producir considerable tensión, úlceras e incluso la muerte.
R17 no es una velocidad fija, pero sí muy alta.
El aerodeslizador surcó el espacio a R17 y aún más, dejando a sus ocupantes cerca del Corazón de Oro, que estaba severamente plantado en la superficie helada como un hueso calcinado, y luego se precipitó en la dirección por donde los había traído, probablemente para ocuparse de importantes asuntos particulares.
Entraron los cuatro a la nave, tiritando.
Junto a ella, había otra.
Era la nave patrulla de Blagulon Kappa, bulbosa y con forma de tiburón, de color verde pizarra y apagado; tenía escritos unos caracteres negros, de varios tamaños y diversas cotas de hostilidad. La leyenda informaba a todo aquel que se tomara la molestia de leerla de la procedencia de la nave, de a qué sección de la policía estaba asignada y de adónde debían acoplarse los repuestos de energía.
En cierto modo parecía anormalmente oscura y silenciosa, hasta para una nave cuyos dos tripulantes yacían asfixiados en aquel momento en una habitación llena de humo a varios kilómetros por debajo del suelo. Era una de esas cosas extrañas que resultan imposibles de explicar o definir, pero que pueden notarse cuando una nave está completamente muerta.
Ford lo notó y lo encontró de lo más misterioso: una nave y dos policías habían muerto de forma espontánea. Según su experiencia, el Universo no actuaba de aquel modo.
Los demás también lo notaron, pero sintieron con mayor fuerza el frío intenso y corrieron al Corazón de Oro padeciendo de un ataque agudo de falta de curiosidad.
Ford se quedó a examinar la nave de Blagulon. Al acercarse, casi tropezó con un cuerpo de acero que yacía inerte en el polvo frío.
—¡Marvin! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo?
—No te sientas en la obligación de reparar en mí, por favor —se oyó una voz monótona y apagada.
—Pero ¿cómo estás, hombre de metal? —inquirió Ford.
—Muy deprimido.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé —dijo Marvin—. Es algo nuevo para mí.
—Pero ¿por qué estás tumbado de bruces en el polvo? —le preguntó Ford, tiritando y poniéndose en cuclillas junto a él.
—Es una manera muy eficaz de sentirse desgraciado —dijo Marvin—. No finjas que quieres charlar conmigo, sé que me odias.
—No, no te odio.
—Sí, me odias, como todo el mundo. Eso forma parte de la configuración del Universo. Sólo tengo que hablar con alguien y enseguida empieza a odiarme. Hasta los robots me odian. Si te limitas a ignorarme, creo que me marcharé.
Se puso en pie de un salto y miró resueltamente en dirección contraria.
—Esa nave me odiaba —dijo en tono desdeñoso, señalando a la nave de la policía.
—¿Esa nave? —dijo Ford, súbitamente alborotado—. ¿Qué le ha pasado? ¿Lo sabes?
—Me odiaba porque le hablé.
—¡Que le
hablaste
! —exclamó Ford—. ¿Qué quieres decir con eso de que le hablaste?
—Algo muy simple. Me aburría mucho y me sentía muy deprimido, así que me acerqué y me conecté a la toma externa del ordenador. Hablé un buen rato con él y le expliqué mi opinión sobre el Universo —dijo Marvin.
—¿Y qué pasó? —insistió Ford.
—Se suicidó —dijo Marvin, echando a andar con aire majestuoso hacia el Corazón de Oro.
Aquella noche, mientras el Corazón de Oro procuraba poner varios años luz entre su propio casco y la Nebulosa Cabeza de Caballo, Zaphod holgazaneaba bajo la pequeña palmera del puente tratando de ponerse en forma el cerebro con enormes detonadores gargáricos pangalácticos; Ford y Trillian estaban sentados en un rincón hablando de la vida y de los problemas que suscita; y Arthur se llevó a la cama el ejemplar de Ford de la
Guía del autoestopista galáctico
. Pensó que, como iba a vivir por allí, sería mejor aprender algo al respecto.
Se topó con un artículo que decía:
«
La historia de todas las civilizaciones importantes de la galaxia tiende a pasar por tres etapas diferentes y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde.
»Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta:
¿Cómo podemos comer?
; la segunda, por la pregunta:
¿Por qué comemos?
; y la tercera, por la pregunta:
¿Dónde vamos a almorzar?
»
No siguió adelante porque el intercomunicador de la nave se puso en funcionamiento.
—¡Hola, terráqueo! ¿Tienes hambre, muchacho? —dijo la voz de Zaphod.
—Pues…, bueno, sí. Me apetece picar un poco —dijo Arthur.
—De acuerdo, chico, aguanta firme —le dijo Zaphod—. Tomaremos un bocado en el restaurante del Fin del Mundo.
[1]
El título completo del presidente es Presidente del Gobierno Galáctico Imperial.
Se mantiene el término Imperial, aunque ya sea un anacronismo. El emperador hereditario está casi muerto, y lo ha estado durante siglos. En los últimos momentos del coma final se le encerró en un campo de éxtasis, donde se conserva en un estado de inmutabilidad perpetua. Hace mucho que han muerto todos sus herederos, lo que significa que, a falta de una drástica conmoción política, el poder ha descendido efectivamente un par de peldaños de la escalera jerárquica, y ahora parece ostentarlo una corporación que solía obrar simplemente como consejera del Emperador: una asamblea gubernamental electa, encabezada por un presidente elegido por tal asamblea. En realidad, no reside en dicho lugar.
El presidente, en particular, es un títere: no ejerce poder real alguno. En apariencia, es nombrado por el gobierno, pero las dotes que se le exige demostrar no son las de mando, sino las del desafuero calculado con finura. Por tal motivo, la designación del presidente siempre es polémica, pues tal cargo siempre requiere un carácter molesto pero fascinante. El trabajo del presidente no es el ejercicio del poder, sino desviar la atención de él. Según tales criterios, Zaphod Beeblebrox es uno de los presidentes con más éxito que la Galaxia haya tenido jamás: ya ha pasado dos de sus diez años presidenciales en la cárcel por estafa. Poquísima gente comprende que el presidente y el gobierno no tengan prácticamente poder alguno, y entre esas pocas personas sólo seis saben de dónde emana el máximo poder político. Y los demás creen en secreto que el proceso último de tomar las decisiones lo lleva a cabo un ordenador. No pueden estar más equivocados.
[2]
El nombre original de Ford Prefect sólo puede pronunciarse en un oscuro dialecto betelgeusiano, ya prácticamente extinto desde el Gran Desastre del Hrung Desintegrador de la Gal./Sid. del año 03758, que arrasó todas las antiguas comunidades praxibetelianas de Betelgeuse Siete. El padre de Ford fue el único hombre del planeta que sobrevivió al Gran Desastre Desintegrador, debido a una coincidencia extraordinaria que él nunca pudo explicar de manera satisfactoria. Todo el episodio está envuelto en un profundo misterio; en realidad, nadie supo nunca qué era un Hrung ni por qué había elegido estrellarse contra Betelgeuse Siete en particular. El padre de Ford, que desechaba con un gesto magnánimo las nubes de sospecha que inevitablemente le rodeaban, se fue a vivir a Betelgeuse Cinco, donde fue padre y tío de Ford; en memoria de su raza ya extinta, lo bautizó en la antigua lengua praxibeteliana.
Como Ford jamás aprendió a pronunciar su nombre original, su padre terminó muriendo de vergüenza, que en algunas partes de la Galaxia es una enfermedad incurable. Sus compañeros de escuela le pusieron el sobrenombre de IX, que traducido de la lengua de Betelgeuse Cinco significa: «Muchacho que no sabe explicar de manera satisfactoria lo que es un Hrung, ni tampoco por qué decidió chocar contra Betelgeuse Siete».