Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
Zaphod lo miró con rencor.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Y me despiertas de mi sueño perfecto para mostrarme el de otro?
Se sentó resoplando.
—¿Qué es esa serie de valles de allá? —preguntó.
—El contraste —le explicó Ford—. Lo hemos visto.
—No te hemos despertado antes —le dijo Trillian—. El último planeta estaba lleno de peces hasta la rodilla.
—¿Peces?
—A cierta gente le gustan las cosas más raras.
—Y antes de eso —terció Ford— tuvimos platino. Un poco soso. Pero pensamos que te gustaría ver éste.
Hacia donde mirasen, mares luminosos destellaban con una sólida llamarada.
—Muy bonito —comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo apareció un enorme número verde de catálogo. Osciló y cambió, y cuando volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
—¡Uf! —dijeron a coro.
El mar era púrpura. La playa en la que se encontraban se componía de guijarros amarillos y verdes: gemas tremendamente preciosas, podría asegurarse. A lo lejos, las crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas. Más cerca, se levantaba una mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas plateadas.
En el cielo apareció un letrero enorme que sustituía al número de catálogo. Decía:
Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede complacerte. No somos orgullosos.
Y quinientas mujeres completamente desnudas cayeron del cielo en paracaídas.
Al cabo de un momento la escena se desvaneció, dejándolos en una pradera primaveral llena de vacas.
—¡Uf! —exclamó Zaphod—. ¡Mis cerebros!
—¿Quieres hablar de ello? —le dijo Ford.
—Sí, muy bien —aceptó Zaphod, y los tres se sentaron ignorando las escenas que surgían y se disipaban a su alrededor.
—Esto es lo que me figuro —empezó a decir Zaphod—. Sea lo que sea lo que le ha ocurrido a mi mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un modo que no podrían detectar las pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía saber nada al respecto. Qué locura, ¿verdad?
Los otros dos asintieron con la cabeza.
—De manera que me pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo no pueda decirle a nadie que lo sé, ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí mismo? La respuesta es: no lo sé. Es evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y empiezo a adivinar. ¿Cuándo decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de la muerte del presidente Yooden Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
—Sí —dijo Ford—, aquel sujeto que conocimos de muchachos, el capitán arcturiano. Tenía gracia. Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión. Decía que eras el chico más impresionante que había conocido.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Trillian.
—Historia antigua —le contestó Ford—, de cuando éramos muchachos en Betelgeuse. Los megaviones arcturianos llevaban la mayor parte de su voluminosa carga entre el Centro Galáctico y las regiones periféricas. Los exploradores comerciales de Betelgeuse descubrían los mercados y los arcturianos los abastecían. Había muchas dificultades con los piratas del espacio antes de que los aniquilaran en las guerras Dordellis, y los megaviones tenían que dotarse de los escudos defensivos más fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves enormes, realmente descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta eclipsaban al sol.
—Un día, el joven Zaphod decidió atacar uno con una
scooter
de tres propulsores a chorro proyectada para trabajar en la estratosfera. No era más que un crío. Le dije que lo olvidara, que era el asunto más descabellado que había oído jamás. Yo lo acompañé en la expedición, porque había apostado un buen dinero a que no lo haría, y no quería que volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a su tripropulsor, que él había preparado convirtiéndolo en algo completamente distinto, recorrimos tres parsecs en cosa de semanas, entramos todavía no sé cómo en un megavión, avanzamos hacia el puente blandiendo pistolas de juguete y pedimos castañas. No he visto cosa más absurda. Perdí un año de dinero para gastos. ¿Y para qué? Para castañas.
—El capitán era un tipo realmente impresionante, Yooden Vranx —dijo Zaphod—. Nos dio comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos teletransportó. Al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse. Era un tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una pausa.
En aquellos momentos, la escena que les envolvía se llenó de oscuridad. Una niebla negra se levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se movían furtivamente entre las sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos que unos seres ilusorios hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a bastante gente le hubiera gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por una suma de dinero.
—Ford —dijo Zaphod en voz baja.
—Justo antes de morir, Yooden vino a verme.
—¿Cómo? Nunca me lo has dicho.
—No.
—¿Qué te dijo? ¿Para qué fue a verte?
—Me contó lo del Corazón de Oro. La idea de que yo lo robara se le ocurrió a él.
—¿A
él
?
—Sí —dijo Zaphod—, y la única posibilidad de robarlo era en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un momento, boquiabierto de asombro, y luego soltó una estrepitosa carcajada.
—¿Quieres decirme que te presentaste a la Presidencia de la Galaxia sólo para robar esa nave?
—Eso es —admitió Zaphod, con la especie de sonrisa que hace que a mucha gente se la encierre en una habitación de paredes acolchadas.
—Pero ¿por qué? —le preguntó Ford—. ¿Por qué era tan importante poseerla?
—No lo sé —respondió Zaphod—, creo que si supiera conscientemente por qué era tan importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en las pantallas de las pruebas cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden me contó un montón de cosas que aún siguen bloqueadas.
—De modo que crees que te hiciste un lío en tu propio cerebro como resultado de la conversación que Yooden mantuvo contigo…
—Tenía una endiablada capacidad de convicción.
—Sí, pero Zaphod, viejo amigo, es preciso que cuides de ti mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió de hombros.
—¿No tienes ninguna idea de las razones de todo esto? —le preguntó Ford.
Zaphod lo pensó mucho y pareció sentir dudas.
—No —dijo al fin—, me parece que no voy a permitirme descubrir ninguno de mis secretos. Sin embargo —añadió, tras pensarlo un poco más—, lo comprendo. No confiaría en mí mismo ni para escupir a una rata.
Un momento después, el último planeta del catálogo desapareció bajo sus plantas y el mundo real volvió a aparecer.
Estaban sentados en una lujosa sala de espera llena de mesas con tablero de cristal y premios de proyectos.
Un magratheano de gran talla estaba en pie delante de ellos.
—Los ratones os verán ahora —les dijo.
—Así que ahí lo tienes —dijo Slartibartfast, haciendo un intento débil y superficial de ordenar el asombroso revoltijo de su despacho. Cogió una hoja de papel de un montón, pero luego no se le ocurrió ningún otro sitio para ponerla, de manera que volvió a depositarla encima del montón original, que se derrumbó enseguida—. Pensamiento Profundo proyectó la Tierra, nosotros la construimos y vosotros la habitasteis.
—Y los vogones llegaron y la destruyeron cinco minutos antes de que concluyera el programa —añadió Arthur, no sin amargura.
—Sí —dijo el anciano, haciendo una pausa para mirar desalentado por la habitación—. Diez millones de años de planificación y de trabajo echados a perder como si nada. Diez millones de años, terráqueo… ¿Te imaginas un período de tiempo semejante? En ese tiempo, una civilización galáctica podría desarrollarse cinco veces a partir de un simple gusano. Echados a perder.
Hizo una pausa.
—Bueno, para ti eso es burocracia —añadió.
—Mire usted —dijo Arthur con aire pensativo—, todo esto explica un montón de cosas. Durante toda mi vida he tenido la sensación extraña e inexplicable de que en el mundo estaba pasando algo importante, incluso siniestro, y que nadie iba a decirme de qué se trataba.
—No —dijo el anciano—, eso no es más que paranoia absolutamente normal. Todo el mundo la tiene en el Universo.
—¿Todo el mundo? —repitió Arthur—. ¡Pues si todo el mundo la tiene, quizá posea algún sentido! Tal vez en algún sitio, fuera del Universo que conocemos…
—Quizá. ¿A quién le importa? —dijo Slartibartfast antes de que Arthur se emocionara demasiado, y prosiguió—: Tal vez esté viejo y cansado, pero siempre he pensado que las posibilidades de descubrir lo que realmente pasa son tan absurdamente remotas, que lo único que puede hacerse es decir: olvídalo y mantente ocupado. Fíjate en mí: yo proyecto líneas costeras. Me dieron un premio por Noruega.
Revolvió entre un montón de despojos y sacó un gran bloque de perspex y un modelo de Noruega montado sobre él.
—¿Qué sentido tiene esto? —prosiguió—. No se me ocurre ninguno. Toda la vida he estado haciendo fiordos. Durante un momento pasajero se pusieron de moda y me dieron un premio importante.
Se encogió de hombros, le dio vueltas en las manos y lo tiró descuidadamente a un lado, pero con el suficiente tiento para que cayera en un sitio blando.
—En la Tierra de recambio que estamos construyendo me han encomendado África, y la estoy haciendo con muchos fiordos, porque me gustan y soy lo bastante anticuado para pensar que dan un delicioso toque barroco a un continente. Y me dicen que no es lo bastante ecuatorial. ¡Ecuatorial! —emitió una ronca carcajada—. ¿Qué importa eso? Desde luego, la ciencia ha logrado cosas maravillosas, pero yo preferiría, con mucho, ser feliz a tener razón.
—¿Y lo es?
—No. Ahí reside todo el fracaso, por supuesto.
—Lástima —dijo Arthur con simpatía—. De otro modo, parecía una buena forma de vida.
Una pequeña luz blanca destelló en un punto de la pared.
—Vamos —dijo Slartibartfast—, tienes que ver a los ratones. Tu llegada al planeta ha causado una expectación considerable. Según tengo entendido, la han saludado como el tercer acontecimiento más improbable de la historia del Universo.
—¿Cuáles fueron los dos primeros?
—Bueno, probablemente no fueron más que coincidencias —dijo con indiferencia Slartibartfast. Abrió la puerta y esperó a que Arthur lo siguiera.
Arthur miró alrededor una vez más, y luego inspeccionó su apariencia, la ropa sudada y desaliñada con la que se había tumbado en el barro el jueves por la mañana.
—Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida —murmuró para sí.
—¿Cómo dices? —le preguntó suavemente el anciano.
—Nada, nada —contestó Arthur—, sólo era una broma.
Desde luego, es bien sabido que unas palabras dichas a la ligera pueden costar más de una vida, pero no siempre se aprecia el problema en toda su envergadura.
Por ejemplo, en el mismo momento en que Arthur dijo «Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida», un extraño agujero se abrió en el tejido del continuo espacio-tiempo y llevó sus palabras a un pasado muy remoto, por las extensiones casi infinitas del espacio, hasta una Galaxia lejana donde seres extraños y guerreros estaban al borde de una formidable batalla interestelar.
Los dos dirigentes rivales se reunían por última vez.
Un silencio temeroso cayó sobre la mesa de conferencias cuando el jefe de los vl’hurgos, resplandeciente con sus enjoyados pantalones cortos de batalla, de color negro, miró fijamente al dirigente g’gugvuntt, sentado en cuclillas frente a él entre una nube de fragantes vapores verdes, y, con un millón de bruñidos cruceros estelares, provistos de armas horribles y dispuestos a desencadenar la muerte eléctrica a su sola voz de mando, exigió a la vil criatura que retirara lo que había dicho de su madre.
La criatura se removió entre sus vapores tórridos y malsanos, y en aquel preciso momento las palabras
Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida
flotaron por la mesa de conferencias.
Lamentablemente, en la lengua vl’hurga aquél era el insulto más terrible que pudiera imaginarse, y no quedó otro remedio que librar una guerra horrible durante siglos.
Al cabo de unos miles de años, después de que su Galaxia quedara diezmada, se comprendió que todo el asunto había sido un lamentable error, y las dos flotas contendientes arreglaron las pocas diferencias que aún tenían con el fin de lanzar un ataque conjunto contra nuestra propia Galaxia, a la que ahora se consideraba sin sombra de duda como el origen del comentario ofensivo.
Durante miles de años más, las poderosas naves surcaron la vacía desolación del espacio y, finalmente, se lanzaron contra el primer planeta con el que se cruzaron —dio la casualidad de que era la Tierra—, donde debido a un tremendo error de bulto, toda la flota de guerra fue accidentalmente tragada por un perro pequeño.
Aquellos que estudian la compleja interrelación de causa y efecto en la historia del Universo, dicen que esa clase de cosas ocurren a todas horas, pero que somos incapaces de prevenirlas.
—Cosas de la vida —dicen.
Al cabo de un corto viaje en el aerodeslizador, Arthur y el anciano de Magrathea llegaron a una puerta. Salieron del vehículo y entraron a una sala de espera llena de mesas con tableros de cristal y premios de perspex. Casi enseguida se encendió una luz encima de la puerta del otro extremo de la habitación, y pasaron.
—¡Arthur! ¡Estás sano y salvo! —gritó una voz.
—¿Lo estoy? —dijo Arthur, bastante sorprendido—. Estupendo.
La iluminación era más bien débil y tardó un momento en ver a Ford, a Trillian y a Zaphod sentados en torno a una amplia mesa muy bien provista con platos exóticos, extrañas carnes dulces y frutas raras. Tenían los carrillos llenos.
—¿Qué os ha sucedido? —les preguntó Arthur.
—Pues nuestros anfitriones —dijo Zaphod, atacando una buena ración de tejido muscular a la plancha— nos han lanzado gases, nos han dado muchas sorpresas, se han portado de manera misteriosa y ahora nos han ofrecido una espléndida comida para resarcirnos. Toma —añadió, sacando de una fuente un trozo de carne maloliente—, come un poco de chuleta de rino vegano. Es deliciosa, si da la casualidad de que te gustan estas cosas.