Guía del autoestopista galáctico (7 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
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Sabía que seguía escuchando las gárgaras ululantes, sólo que ahora parecían en cierto modo un inglés absolutamente correcto.

6


Aú aú gárgara aú aú aú gárgara aú gárgara aú aú gárgara gárgara gárgara aú gárgara gárgara gárgara aú srrl uuuurf
debería divertirse. Repito el mensaje. Habla el capitán, de manera que dejad lo que estéis haciendo y prestad atención. En primer lugar, en los instrumentos veo que tenemos dos
autoestopistas
a bordo. ¡Hola!, dondequiera que estéis. Sólo quiero que quede absolutamente claro que no sois bienvenidos para nada. He trabajado mucho para llegar a donde estoy ahora, y no me he convertido en capitán de una nave constructora vogona sólo para hacer con ella servicio de taxi a un cargamento de gorrones degenerados. He enviado a un grupo para buscaros, y en cuanto os encuentren os echaré de la nave. Si tenéis mucha suerte quizás os lea algunos poemas míos.

«En segundo lugar, estamos a punto de entrar en el hiperespacio de camino a la Estrella Barnard. Al llegar nos quedaremos setenta y dos horas en el muelle para aprovisionar, y nadie abandonará la nave durante ese tiempo. Repito, se cancelan todos los permisos para bajar al planeta. Acabo de tener una desdichada aventura amorosa y no veo por qué tenga que divertirse nadie. Fin del mensaje.»

Cesó el ruido.

Para su vergüenza, Arthur descubrió que estaba tirado en el suelo hecho un ovillo con los brazos tapándose la cabeza. Sonrió débilmente.

—Un hombre encantador —dijo—. Ojalá tuviera yo una hija para prohibirle que se casara con un…

—No lo necesitarías —le interrumpió Ford—. Los vogones tienen tanto atractivo sexual como un accidente de carretera. No, no te muevas —dijo cuando Arthur empezó a enderezarse—; será mejor que te prepares para el salto al hiperespacio. Es tan desagradable como estar borracho.

—¿Y qué tiene de desagradable el estar borracho?

—Pues que luego pides un vaso de agua.

Arthur se quedó pensándolo.

—Ford —le dijo.

—¿Sí?

—¿Qué está haciendo ese pez en mi oído?

—Traduce para ti. Es un pez Babel. Míralo en el libro, si quieres.

Le pasó la
Guía del autoestopista galáctico
y luego se hizo un ovillo, poniéndose en posición fetal para prepararse para el salto.

En aquel momento, a Arthur se le abrió la tapa de los sesos.

Sus ojos se volvieron del revés. Los pies se le empezaron a salir por la grieta de la cabeza.

La habitación se plegó en torno a él, giró, dejó de existir y él se quedó resbalando en su propio ombligo.

Entraban en el hiperespacio.

El pez Babel
—dijo en voz baja la
Guía del autoestopista galáctico— es pequeño, amarillo, parece una sanguijuela y es la criatura más rara del Universo. Se alimenta de la energía de las ondas cerebrales que recibe no del que lo lleva, sino de los que están a su alrededor. Absorbe todas las frecuencias mentales inconscientes de dicha energía de las ondas cerebrales para nutrirse de ellas. Entonces, excreta en la mente del que lo lleva una matriz telepática formada de la combinación de las frecuencias del pensamiento consciente con señales nerviosas obtenidas de los centros del lenguaje del cerebro que las ha suministrado. El resultado práctico de todo esto, es que si uno se introduce un pez Babel en el oído, puede entender al instante todo lo que se diga en cualquier lenguaje. Las formas lingüísticas que se oyen en realidad, descifran la matriz de la onda cerebral introducida en la mente por el pez Babel.

»Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de la no existencia de Dios.

»Su argumento es más o menos el siguiente: "Me niego a demostrar que existo", dice Dios, "porque la demostración anula la fe, y sin fe no soy nada."

»"Pero", dice el hombre, "el pez Babel es una revelación brusca, ¿no es así? No puede haber evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís, y por lo tanto, según Vuestros propios argumentos, Vos no. Quod erat demonstrandum."

»"¡Válgame Dios!", dice Dios, "no había pensado en eso", y súbitamente desaparece en un soplo de lógica.

»"Bueno, eso era fácil", dice el hombre, que vuelve a hacer lo mismo para demostrar que lo negro es blanco y resulta muerto al cruzar el siguiente paso cebra.

»La mayoría de los principales teólogos afirma que tal argumento es un montón de patrañas, pero eso no impidió que Oolon Colluphid hiciese una pequeña fortuna al utilizarlo como tema central de su libro
Todo lo que le hace callar a Dios
, que fue un éxito de ventas.

»Entretanto, el pobre pez Babel, al derribar eficazmente todas las barreras de comunicación entre las diferentes razas y culturas, ha producido más guerras y más sangre que ninguna otra cosa en la historia de la creación.»

Arthur dejó escapar un gruñido sordo. Se horrorizó al descubrir que el salto al hiperespacio no lo había matado. Ahora se encontraba a seis años-luz del lugar donde habría estado la Tierra si no hubiese dejado de existir.

La Tierra.

Por su mente llena de náuseas vagaban estremecedoras visiones de la Tierra. Su imaginación no tenía medios para asimilar la impresión de que el planeta ya no existiera: era demasiado grande. Avivó sus sentimientos pensando que sus padres y su hermana habían desaparecido. No reaccionó. Pensó en toda la gente a quien había querido. No reaccionó. Entonces pensó en un absoluto desconocido que dos días antes había estado detrás de él en la cola del supermercado, y sintió una súbita punzada: el supermercado había desaparecido, junto con todos los que estaban en él. ¡La Columna de Nelson había desaparecido! La Columna de Nelson había desaparecido, y no se oiría ningún grito porque no había quedado nadie para darlo. De ahora en adelante, la Columna de Nelson sólo existiría en su imaginación; en su cabeza, encerrada en aquella húmeda y maloliente nave espacial forrada de acero. Le envolvió una oleada de claustrofobia.

Inglaterra ya no existía. Eso lo comprendió; en cierto modo, lo entendió. Volvió a intentarlo. Norteamérica ha desaparecido, pensó. No pudo hacerse a la idea. Decidió empezar de nuevo por lo más pequeño. Nueva York ha desaparecido. No reaccionó. De todas formas, nunca había creído que existiera de verdad. El dólar se ha hundido para siempre, pensó. Experimentó un leve temblor. Todas las películas de Bogart han desaparecido, se dijo para sí, y eso le produjo un efecto desagradable. McDonald’s, pensó. Ya no existen cosas como las hamburguesas de McDonald’s.

Se desvaneció. Un segundo después, cuando volvió en sí, descubrió que lloraba por su madre.

Se puso en pie de un salto violento.

—¡Ford!

Ford levantó la vista del rincón donde estaba sentado y, dejando de canturrear en voz baja, dijo:

—¿Sí?

—Si eres un investigador de ese libro y has estado en la Tierra, debes haber recogido datos sobre ella.

—Bueno, sí, pude ampliar un poco el artículo original.

—Entonces, déjame ver lo que dice esta edición; tengo que verlo.

—Sí, muy bien —se lo volvió a pasar.

Arthur lo sostuvo con fuerza, tratando de que le dejaran de temblar las manos. Pulsó el registro de la página en cuestión. La pantalla destelló, y salieron rayas que se resolvieron en una página impresa. Arthur la miró fijamente.

—¡No hay artículo! —estalló.

Ford miró por encima del hombro.

—Sí, lo hay —dijo—; ahí, al fondo de la pantalla, justo debajo de
Excéntrica Gallumbits, la puta de tres tetas de Eroticón 6
.

Arthur siguió el dedo de Ford y vio dónde señalaba. Por un momento siguió sin comprender, luego su cerebro estuvo a punto de estallar.

—¡Cómo! ¡
Inofensiva!
¿Eso es todo lo que tiene que decir?
¡Inofensiva!
¡Una palabra!

Ford se encogió de hombros.

—Bueno, hay cien mil millones de estrellas en la Galaxia, y los microprocesadores del libro sólo tienen una capacidad limitada de espacio, y, desde luego, nadie sabía mucho de la Tierra.

—¡Por amor de Dios! Espero que hayas podido rectificarlo un poco.

—Pues claro, he podido transmitir al editor un artículo nuevo. Tendrá que reducirlo un poco, pero de todos modos será una mejora.

—¿Y qué dirá entonces? —le preguntó Arthur.


Fundamentalmente inofensiva
—admitió Ford, tosiendo con cierto embarazo.


¡Fundamentalmente inofensiva!
—gritó Arthur.

—¿Qué ha sido ese ruido? —susurró Ford.

—Era yo, que gritaba —gritó Arthur.

—¡No! ¡Cállate! —exclamó Ford—. Creo que estamos en apuros.

—¡
Crees
que estamos en apuros!

Al otro lado de la puerta se oían pasos de marcha.

—¿Los dentrassis? —murmuró Arthur.

—No, son botas con suela de acero —dijo Ford.

Llamaron a la puerta con un golpe corto y seco.

—Entonces, ¿quiénes son? —preguntó Arthur.

—Pues si tenemos suerte —contestó Ford—, sólo serán los vogones, que vendrán a arrojarnos al espacio.

—¿Y si no tenemos suerte?

—Si no tenemos suerte —repuso sombríamente Ford—, el capitán quizá cumpla su amenaza de leernos primero algunos poemas suyos…

7

La poesía vogona ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre las peores del Universo. El segundo corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su principal poeta, Grunthos el Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla verde que me descubrí en el sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron de hemorragia interna, y el presidente del Consejo Inhabilitador de las Artes de la Galdia Media se salvó, perdiendo una pierna en la huida. Se dice que Grunthos quedó «decepcionado» por la acogida que había tenido el poema, y estaba a punto de iniciar la lectura de su poema épico en doce tomos titulado «Mis gorjeos de baño favoritos», cuando su propio intestino grueso, en un desesperado esfuerzo por salvar la vida y la civilización, le saltó derecho al cuello y le estranguló.

La peor de todas las poesías pereció junto con su creadora, Paula Nancy Millstone Jennings, de Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la destrucción del planeta Tierra.

Prostetnic Vogon Jeltz esbozó una lentísima sonrisa. Lo hizo no tanto para causar impresión como para recordar la secuencia de movimientos musculares. Había lanzado un tremendo grito terapéutico a sus prisioneros, y ahora se encontraba muy relajado y dispuesto a cometer alguna pequeña crueldad.

Los prisioneros se sentaban en los sillones para la Apreciación de la Poesía: atados con correas. Los vogones no se hacían ilusiones respecto a la acogida general que recibían sus obras. Sus primeras incursiones en la composición formaban parte de una obstinada insistencia para que se les aceptara como una raza convenientemente culta y civilizada, pero ahora lo único que les hacía persistir era un puro retorcimiento mental.

El sudor corría fríamente por la frente de Ford Prefect, deslizándose por los electrodos fijados a sus sienes. Los electrodos estaban conectados a la batería de un equipo electrónico —intensificadores de imágenes, moduladores rítmicos, residualizadores aliterativos y demás basura—, proyectado para intensificar la experiencia del poema y garantizar que no se perdiera ni un solo matiz de la idea del poeta.

Arthur Dent temblaba en su asiento. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero sabía que no le gustaba nada de lo que había pasado hasta el momento, y no creía que las cosas fueran a cambiar.

El vogón empezó a leer un hediondo pasaje de su propia invención.

—¡Oh!, irrinquieta gruflebugle… —comenzó a relatar. Los espasmos empezaron a atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había imaginado.

—…tus micturadones son para mí / Como plurnas manchigraznas sobre una plívida abeja.

—¡Aaaaaaarggggghhhhhh! —exclamó Ford Prefect, torciendo la cabeza hacia atrás al sentirse golpeado por oleadas de dolor. A su lado veía débilmente a Arthur, que se bamboleaba reclinado en su asiento. Apretó los dientes.

—Groop, a ti te imploro —prosiguió el implacable vogón—, mi gándula bolarina.

Su voz se alzaba llegando a un tono horrible, estridente y apasionado.

—Y asperio me acolses con crujientes ligabujas, / O te rasgaré la verruguería con mi bérgano, ¡espera y verás!

—¡N­n­n­n­n­n­n­n­n­n­i­i­i­i­i­i­i­u­u­u­u­u­u­u­u­g­g­g­g­g­g­h­h­h­h­h! —gritó Ford Prefect, sufriendo un espasmo final cuando la ampliación electrónica del último verso le dio de lleno en las sienes. Perdió el sentido.

Arthur se arrellanó en el asiento.

—Y ahora, terráqueos… —zumbó el vogón, que ignoraba que Ford Prefect procedía en realidad de un planeta pequeño de las cercanías de Betelgeuse, aunque si lo hubiera sabido no le habría importado—, os presento una elección sencilla. O morir en el vacío del espacio, o… —hizo una pausa para producir un efecto melodramático— decirme qué os ha parecido mi poema.

Se recostó en un enorme sillón de cuero con forma de murciélago y los contempló. Volvió a sonreír como antes. Ford trataba de tomar aliento. Se pasó la lengua seca por los ásperos labios y lanzó un quejido.

—En realidad, a mí me ha gustado mucho —manifestó Arthur en tono vivaz. Ford se volvió hacia él con la boca abierta. Era un enfoque que no se le había ocurrido.

El vogón enarcó sorprendido una ceja que le oscureció eficazmente la nariz, y por lo tanto no era mala cosa.

—¡Pero bueno…! —murmuró con perplejidad considerable.

—Pues sí —dijo Arthur—, creo que ciertas imágenes metafísicas tienen realmente una eficacia singular.

Ford siguió con la vista fija en él, ordenando sus ideas con lentitud ante aquel concepto totalmente nuevo. ¿Iban a salir de aquello por la cara?

—Sí, continúa… —le invitó el vogón.

—Pues…, y, hmm…, también hay interesantes ideas rítmicas —prosiguió Arthur—, que parecen el contrapunto de…, hmm… hmm…

Titubeó.

Ford acudió rápidamente en su ayuda, sugiriendo:

—…el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental de… hmm…

Titubeó a su vez, pero Arthur ya estaba listo de nuevo:

—…la humanidad del…

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