Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
—En la superficie, no —dijo Zaphod.
—Muy bien, supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás aquí sólo por su arqueología industrial. ¿Qué es lo que buscas?
Una de las cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en la misma dirección para ver qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada en particular.
—Pues he venido en parte por curiosidad —dijo Zaphod en tono frívolo—, y en parte por sed de aventuras, pero principalmente creo que por fama y dinero…
Ford le lanzó una mirada virulenta. Le daba la muy sólida impresión de que Zaphod no tenía la más mínima idea de por qué había ido allí.
—¿Sabes una cosa? —dijo Trillian, estremeciéndose—, no me gusta nada el aspecto del planeta.
—¡Bah! No hagas caso —le aconsejó Zaphod—. Con toda la riqueza del antiguo Imperio Galáctico escondida en alguna parte, puede permitirse esa apariencia desaliñada.
Tonterías, pensó Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de alguna civilización antigua ya convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de cosas sumamente improbables, era imposible que allí se guardasen grandes tesoros y riquezas en cualquier forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de hombros.
—Creo que es un planeta muerto —dijo.
En la actualidad, la fatiga y la tensión nerviosa constituyen serios problemas sociales en todas las partes de la galaxia, y para que tal situación no se agrave es por lo que se revelarán de antemano los hechos siguientes:
El planeta en cuestión es efectivamente el legendario Magrathea.
El mortífero ataque con proyectiles teledirigidos que iba a desencadenarse a continuación por un antiguo dispositivo automático de defensa, se resolverá simplemente en la ruptura de tres tazas de café y de una jaula de ratones, en ciertas magulladuras de alguien en el antebrazo, en la intempestiva creación y súbito fallecimiento de un tiesto de petunias y de una ballena inocente.
Con el fin de preservar cierta sensación de misterio, aún no se harán revelaciones concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el antebrazo. Este hecho puede convertirse con toda seguridad en tema de
suspense
porque no tiene importancia alguna.
Tras comenzar el día de manera bastante agitada, Arthur empezaba a reunir los fragmentos en que había quedado reducida su mente tras las conmociones de la jornada anterior. Encontró una máquina Nutrimática que le proveyó de una taza de plástico llena de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té. La manera en que funcionaba era muy interesante. Cuando se apretaba el botón de «Bebida», la máquina hacía un reconocimiento rápido, pero muy detallado, de los gustos del sujeto, para luego realizar un análisis espectroscópico de su metabolismo y enviar tenues señales experimentales a las zonas neurálgicas de los centros del gusto del cerebro con el fin de averiguar lo que era de su agrado. Sin embargo, nadie sabía exactamente por qué lo hacía, porque de modo invariable siempre suministraba una taza de líquido que era casi, pero no del todo, enteramente distinto del té. La Nutrimática se proyectó y fabricó en la Compañía Cibernética Sirius, cuyo departamento de reclamaciones ocupa en estos momentos todas las grandes áreas de tierra más importantes del sistema estelar de Sirius Tau.
Arthur bebió el líquido y lo encontró tonificante. Volvió a mirar a las pantallas y vio pasar otros centenares de kilómetros de yermos grises. De pronto se le ocurrió hacer una pregunta que le estaba preocupando.
—¿No hay peligro?
—Magrathea está muerto desde hace cinco millones de años —dijo Zaphod—. Claro que no hay peligro. A estas alturas, incluso los fantasmas deben haber sentado la cabeza y tendrán familia.
En ese momento, un sonido extraño e inexplicable retembló por el puente: un ruido de fanfarria lejana, un rumor sordo, agudo, inmaterial. Precedió a una voz igualmente sorda, aguda e inmaterial.
—
Se os saluda…
—dijo la voz. Les hablaba alguien del planeta muerto.
—¡Ordenador! —gritó Zaphod.
—¡Hola, chicos!
—¿Qué fotón es ése?
—Pues no es más que una cinta de unos cinco millones de años que han puesto para nosotros.
—¿Cómo? ¿Una grabación?
—¡Chsss! —dijo Ford—. Sigue hablando.
La voz era vieja, cortés, casi encantadora, pero tenía un inequívoco matiz de amenaza.
—
Éste es un aviso grabado
—dijo—
, pues me temo que en este momento no existamos ninguno de nosotros. El Consejo comercial de Magrathea os agradece vuestra estimada visita…
—¡Una voz del antiguo Magrathea! —gritó Zaphod.
—Muy bien, muy bien —dijo Ford.
—
…pero lamenta
—prosiguió la voz—
que el planeta esté temporalmente retira
do de los negocios. Gracias. Si tenéis la bondad de dejar vuestro nombre y la dirección de un planeta donde se os pueda localizar, decidlo cuando oigáis la señal.
Siguió un breve zumbido; luego, silencio.
—Quieren librarse de nosotros —dijo nerviosamente Trillian—. ¿Qué hacemos?
—No es más que una grabación —dijo Zaphod—. Seguimos adelante. ¿Entendido, ordenador?
—Entendido —contestó el ordenador, dando a la nave un empuje veloz.
Esperaron.
Al cabo de un segundo más o menos, volvieron a oír la fanfarria, y luego la voz.
—
Nos complace comunicaros que tan pronto como reanudemos el trabajo, anunciaremos en todas las revistas de moda y suplementos en color cuándo podrán nuestros clientes volver a elegir entre todo lo mejor de nuestra geografía contemporánea.
—La amenaza que había en la voz adoptó un matiz más cortante—
. Entretanto, agradecemos a nuestros clientes su amable interés, pidiéndoles que se marchen. Ahora mismo.
Arthur volvió la cabeza para mirar las caras nerviosas de sus compañeros.
—Bueno, entonces creo que será mejor que nos vayamos, ¿no?
—¡Chsss! —dijo Zaphod—. No hay absolutamente nada que temer.
—Entonces, ¿por qué está todo el mundo tan nervioso?
—¡Sólo están interesados! —gritó Zaphod—. ¡Ordenador!, inicia un descenso en la atmósfera y prepárate para aterrizar.
Esta vez, la fanfarria era bastante rutinaria y la voz claramente fría.
—
Resulta muy grato
—dijo—
que vuestro entusiasmo por nuestro planeta permanezca intacto, por lo que nos gustaría comunicaros que los proyectiles teledirigidos que en estos momentos apuntan a vuestra nave forman parte de un servicio especial que aplicamos a nuestros clientes más entusiastas, y que las ojivas nucleares de que todos están provistos no son, por supuesto, más que un detalle de cortesía. Esperamos que sigáis siendo nuestros clientes en las vidas futuras… Gracias.
La voz se interrumpió bruscamente.
—¡Oh! —dijo Trillian.
—Hmm —dijo Arthur.
—¿Y bien? —dijo Ford.
—Pero ¿es que no os entra en la cabeza? —dijo Zaphod—. No es más que un mensaje grabado. De hace millones de años. A nosotros no nos concierne, ¿entendido?
—¿Qué me dices de los proyectiles teledirigidos? —preguntó tranquilamente Trillian.
—¿Proyectiles? No me hagas reír.
Ford dio un golpecito a Zaphod en el hombro y señaló a la pantalla trasera. Detrás de ellos, en la lejanía, dos dardos plateados ascendían por la atmósfera hacia la nave. Una rápida ampliación de imagen los enfocó claramente: dos cohetes macizos y auténticos que surcaban el cielo como un trueno. La rapidez de su aparición era pasmosa.
—Me parece que van a hacer lo posible para que nos concierna —dijo Ford.
Zaphod los miraba fijamente, asombrado.
—¡Oye, esto es tremendo! —exclamó—. ¡Ahí abajo hay alguien que quiere matarnos!
—Tremendo —repitió Arthur.
—Pero ¿no comprendes lo que eso significa?
—Sí. Vamos a morir.
—Sí, pero aparte de eso.
—¿
Aparte
de qué?
—¡Significa que debemos haber encontrado algo!
—¿Y cuándo podemos dejarlo?
Segundo a segundo, la imagen de los proyectiles crecía en la pantalla. Ya habían virado y se dirigían en línea recta a su objetivo, de manera que lo único que ahora veían de ellos eran las ojivas nucleares, con la cabeza por delante.
—Tengo curiosidad —dijo Trillian—, por saber qué vamos a hacer.
—Mantenernos tranquilos —le contestó Zaphod.
—¿Eso es todo? —gritó Arthur.
—No, también vamos a… hmm…, ¡a realizar una operación evasiva! —dijo Zaphod con un repentino acceso de pánico—. ¡Ordenador! ¿Qué operación evasiva podemos realizar?
—Hmm, me temo que ninguna, muchachos —dijo el ordenador.
—…o algo así…, hmm… —dijo Zaphod.
—Parece que hay algo que entorpece mis circuitos de dirección —explicó animadamente el ordenador—. Recibiremos el impacto a menos cuarenta y cinco segundos. Por favor, llamadme Eddie, si eso os ayuda a tranquilizaros.
Zaphod trató de correr en varias direcciones igualmente decisivas al mismo tiempo.
—¡Muy bien! —dijo—. Hmm…, tenemos que hacernos con el control manual de la nave.
—¿Sabes manejarla? —le preguntó Ford en tono agradable.
—No, ¿y tú?
—No.
—¿Sabes tú, Trillian?
—No.
—Estupendo —dijo Zaphod, tranquilizándose—. Lo haremos juntos.
—Yo tampoco sé —dijo Arthur, que pensaba que ya era hora de afirmarse.
—Me lo figuraba —dijo Zaphod—. Muy bien; ordenador, quiero pleno control manual de la nave.
—Ya lo tienes —dijo el ordenador.
Se abrieron unos anchos pupitres llenos de paneles y de ellos surgieron filas de consolas de mando, lanzando sobre los tripulantes una lluvia de trozos de la envoltura de poliestireno dilatado y bolas de celofán arrugado: los controles nunca se habían utilizado antes.
Zaphod los miró con ojos frenéticos.
—Muy bien, Ford —dijo—, dale todo hacia atrás y diez grados a estribor. O algo así…
—Buena suerte, chicos —gorjeó el ordenador—, impacto a menos treinta segundos…
Ford se precipitó de un salto ante los controles; sólo unos cuantos le decían algo, así que los manipuló. La nave se estremeció y crujió mientras sus cohetes de propulsión a chorro intentaban ir en todas direcciones al mismo tiempo. Soltó la mitad y la nave viró en un estrecho arco volviendo por donde había venido, directamente hacia los proyectiles que se acercaban.
Balones de aire almohadillaron las paredes en el preciso instante en que todos se vieron arrojados contra ellas. Durante unos segundos, la fuerza de la inercia los aplastó, dejándolos jadeantes, incapaces de moverse. Zaphod luchó por liberarse con furiosa desesperación, y finalmente logró asestar una patada brutal a una palanca pequeña que formaba parte del circuito de dirección.
La palanca se rompió. La nave giró bruscamente y salió disparada hacia arriba. Los tripulantes se desperdigaron violentamente por la cabina. El ejemplar de Ford de la
Guía del autoestopista galáctico
chocó contra otra sección de la consola de mandos, con el doble resultado de que la guía empezó a explicar a cualquiera que quisiese oírla la mejor forma de sacar de Antares glándulas de periquitos antereanos de contrabando (una glándula de periquito ensartada en un palillo es una exquisitez escandalosa pero muy solicitada después de un cóctel, y con frecuencia las adquieren por fuertes sumas de dinero unos idiotas riquísimos que quieren impresionar a otros riquísimos idiotas), y de pronto cayó la nave del cielo como una piedra.
Desde luego, fue más o menos en ese momento cuando uno de los tripulantes sufrió una magulladura desagradable en el brazo. Esto debe hacerse notar porque, como ya se ha dicho, por lo demás escaparon completamente ilesos, y los mortíferos proyectiles nucleares no llegaron a alcanzar la nave. La seguridad de la tripulación queda absolutamente asegurada.
—Impacto a menos veinte segundos, chicos… —dijo el ordenador.
—¡Entonces vuelve a conectar los puñeteros motores! —gritó Zaphod a voz en cuello.
—Pues claro, muchachos —dijo el ordenador.
Con un tenue rugido los motores volvieron a encenderse, la nave dejó de caer, se enderezó suavemente y se dirigió otra vez hacia los proyectiles.
El ordenador empezó a cantar.
—
Cuando camines bajo la tormenta…
—gimoteó con voz nasal—
, lleva la cabeza alta…
Zaphod le gritó que cerrara el pico, pero su voz se perdió en el estruendo de su inminente destrucción, que con toda razón consideraban inevitable.
—
Y no… tengas miedo… de la oscuridad
—canturreó Eddie con voz lastimera.
Al enderezarse, la nave quedó al revés, y como estaban tumbados en el techo, a sus tripulantes les resultaba totalmente imposible manipular los circuitos de dirección.
—
Al final de la tormenta…
—cantó Eddie con voz suave.
Los dos proyectiles llenaron las pantallas al acercarse estruendosamente hacia la nave.
—
…hay un cielo dorado…
Pero por una suerte extraordinaria aún no habían modificado del todo su trayectoria de acuerdo con los caprichosos virajes de la nave, y pasaron justo por debajo de ella.
—
Y la dulce canción plateada de la alondra…
Impacto revisado dentro de quince segundos, tíos…
Camina contra el viento…
Los proyectiles chirriaron al virar en redondo y proseguir su persecución.
—Ya está —dijo Arthur al verlos—. Ahora sí que vamos a morir, ¿verdad?
—¡Ojalá dejaras de decir eso! —gritó Ford.
—Pero vamos a morir, ¿no?
—Sí.
—
Camina bajo la lluvia…
—cantó Eddie.
A Arthur se le ocurrió una idea. Se puso en pie a duras penas.
—¿Por qué no conecta alguien eso de la Energía de la Improbabilidad? —dijo—. Tal vez podamos alcanzarla.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Zaphod—. Sin una programación adecuada podría pasar cualquier cosa.
—¡Y qué importa eso a estas alturas! —gritó Arthur.
—
Aunque tus sueños se pierdan y se desvanezcan…
Arthur logró salir de una de las molduras provocativamente regordetas de la pared curva, por el ángulo del techo.
—
Camina, camina, con el corazón lleno de esperanza…
—¿Sabe alguien por qué no puede Arthur conectar la Energía de la Improbabilidad? —gritó Trillian.