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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (41 page)

BOOK: Graceling
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Con la bolsa del dinero por fin en la mano, el marinero retrocedió un par de pasos, la abrió y la sacudió de forma que le cayeron en la palma unas cuantas monedas de oro. Las examinó a la luz de la luna y después a la luz de la fogata que brillaba débilmente en tierra.

—Esto es oro lenita —dijo—. No sólo sois unos ladrones, sino ladrones que han robado a hombres lenitas.

—Condúcenos ante tu capitán y deja que sea él quien decida si acepta o no nuestro oro. Si lo haces, una pieza de la bolsa será tuya, sea cual fuere la decisión que tome él.

Katsa esperó mientras el muchacho se lo pensaba. A decir verdad, poco importaba si aceptaba sus condiciones o se negaba a colaborar, porque no iba a encontrar un barco más adecuado para sus propósitos que aquél. Estaba decidida a viajar en él de un modo u otro, aunque tuviera que atizar un porrazo al chico y subirlo a rastras por la pasarela mientras hacía oscilar el anillo de Po ante las narices de los guardias.

—De acuerdo —accedió el chico, que eligió una moneda del montón que tenía en la palma de la mano y se la guardó en la chaqueta—. Os llevaré ante la capitana Faun, pero os garantizo que iréis a parar de cabeza al calabozo del barco por robo. No creerá que habéis conseguido esto de forma honrada y no tenemos tiempo para dar parte a las autoridades de la ciudad sobre vosotros.

—¿Has dicho la capitana?

—El detalle no le había pasado por alto a Katsa—. ¿Tenéis a una mujer como capitán?

—Una mujer, sí. Y tocada por la gracia.

Así que la capitana era una graceling. Katsa no habría sabido decir cuál de las dos cosas le había sorprendido más.

—¿Este barco es del rey, entonces?

—Es de ella.

—¿Cómo...?

—En Lenidia las personas tocadas por la gracia son libres, no son propiedad del rey. —La joven recordó entonces que Po le había explicado esa particularidad—. ¿Venís o vamos a quedarnos aquí charlando? —inquirió el chico.

—¿Qué don tiene?

El chico se apartó a un lado y les hizo señas con el cuchillo para que fueran delante.

—¡Vamos! —apremió.

Así que Katsa y Gramilla se adelantaron por el pantalán, pero la joven esperó a que le diera una respuesta. Porque antes de llegar donde estaban los guardias, quería saber si esa capitana era una mentalista o tal vez una buena luchadora, y decidir si seguían adelante o empujaba al chico al agua y huían.

Un poco más adelante, los guardias charlaban y se reían de algo gracioso. Agitada por el viento, la llama de la antorcha que uno de ellos sostenía en la mano oscilaba y arrojaba destellos sobre aquellos rostros rudos, los torsos fornidos y las espadas desenvainadas...

Gramilla soltó un grito ahogado apenas audible, pero Katsa la oyó y, al mirar de soslayo a la niña, vio que estaba asustada. La joven le puso la mano en el hombro y se lo apretó.

—Será un don para la natación —dijo, como sin darle importancia, al muchacho que iba detrás de ellas—, o alguna habilidad para la navegación. ¿Me equivoco?

—Su gracia es la razón de que zarpemos hoy en plena noche —comentó el chico—. Percibe las tormentas antes de que descarguen, así que salimos ahora para dejar atrás una ventisca que se acerca por el este. Una pronosticadora del tiempo...

Los dones relacionados con la presciencia eran mejores que los mentalistas; mejores con mucho, pero aun así el descubrimiento le produjo a Katsa un escalofrío en la columna vertebral. En cualquier caso, la profesión de esa capitana era acorde con su don y en nada adversa a los propósitos de Katsa, sino que hasta podría ser ventajosa. Conocería a esa tal capitana Faun y calibraría su valía antes de decidir qué contarle y qué no. Los guardias los miraron con atención al verlos aproximarse. Uno de ellos les acercó la antorcha a la cara. Katsa pegó la barbilla al cuello de la chaqueta y le sostuvo la mirada con el único ojo que se le veía.

—¿Qué nos traes a bordo, Jem? —preguntó el hombre.

—Los llevo a presencia de la capitana —contestó el chico.

—¿Prisioneros tal vez?

—Prisioneros o pasajeros. La capitana decidirá.

El guardia hizo una seña a uno de sus compañeros.

—Ve con ellos, Oso —ordenó—. Cuida de que nuestro joven Jem no corra peligro alguno.

—Puedo arreglármelas solo —replicó el muchacho.

—Pues claro que sí, pero Oso también puede arreglárselas solo y contigo, con tus dos prisioneros y llevar una espada y una luz, todo al mismo tiempo. Y, además, mantener a salvo a nuestra capitana.

Quizá Jem estuvo a punto de protestar, pero ante la mención de la capitana se limitó a asentir con la cabeza. De manera que se puso al frente del grupo y condujo a Katsa y a Gramilla por la pasarela que subía al barco. Oso cerraba la marcha balanceando la espada con una mano y sosteniendo un farol con la otra; era uno de los hombres más grandes que Katsa había visto en su vida. Al acceder a la cubierta de la nave, los marineros se hicieron a un lado, en parte para mirar a los dos pequeños y desaliñados desconocidos, y en parte para esquivar a Oso.

—¿Qué es esto, Jem? —preguntaban.

—Vamos a ver a la capitana —respondía el chico una y otra vez, y los hombres se alejaban y retomaban sus quehaceres.

La cubierta era larga y estaba abarrotada de hombres atareados, que se abrían paso a empujones, y de formas desconocidas que surgían borrosas todo en derredor y producían sombras raras iluminadas por la luz del farol de Oso. A todo esto, una vela descendió de súbito al descolgarse de su confinamiento en las jarcias; ondeó por encima de la cabeza de Katsa, fulgurando con un luminoso color gris que le daba el aspecto de un ave colosal que intentara romper la correa que la sujetaba, para alzar el vuelo hacia el cielo; pero entonces volvió a subir con igual ímpetu hasta quedar plegada y atada en su sitio. Katsa no sabía lo que significaba todo aquello, toda esa actividad, pero experimentaba una especie de excitación por lo que tenía de extraño, por la urgencia, por las voces que gritaban órdenes que no conocía, por el viento racheado y por el suelo que daba bandazos y se mecía.

Pese a ello, sólo necesitó dar un par de pasos para acostumbrarse a la inclinación y al balanceo de la cubierta. Gramilla no se sentía tan cómoda como ella y, además, su continua sensación de alarma ante los acontecimientos que se sucedían alrededor no la ayudaba a mantener el equilibrio. Finalmente, Katsa agarró a la niña y la arrimó contra sí; Gramilla se apoyó en ella, aliviada, y dejó que su protectora asumiera la tarea de mantenerla derecha. Al fin Jem se detuvo delante de una abertura en el suelo de la cubierta.

—Seguidme —indicó.

Sujetó el cuchillo entre los dientes, se introdujo en la oscuridad de la abertura y desapareció. Katsa fue tras él, confiando en que la escalera que no veía se le materializara bajo manos y pies, aunque hizo un alto, y, girándose, ayudó a la niña a bajar los peldaños. Oso fue el último en bajar; la luz del farol proyectaba las sombras de los cuatro contra las paredes del angosto corredor al que conducía la escalera.

Mientras seguían a la oscura silueta de Jem pasillo adelante, Gramilla se arrimó a Katsa y le recostó el rostro contra el pecho. Sí, ahí abajo el aire estaba viciado y era desagradable. Katsa había oído decir que la gente se acostumbraba a los barcos; por consiguiente, hasta que Gramilla lo estuviera, la ayudaría a mantenerse derecha y a respirar adecuadamente.

Jem iba dejando atrás puertas pintadas de negro y se encaminaba hacia un rectángulo de luz anaranjada que Katsa imaginó que conducía al alojamiento de la capitana graceling. Del hueco iluminado salían voces, y una de ellas era firme, autoritaria y femenina. Cuando llegaron a la puerta, la conversación cesó. Desde su posición detrás del muchacho, Katsa oyó la voz de la mujer:

—¿Qué ocurre, Jem ?

—Con su permiso, capitana. Estos dos chicos emeridios quieren comprar pasaje para el oeste, pero no me fío de su oro.

—¿Y qué tiene de malo ese oro?

—Es oro lenita, capitana, y en mi opinión, llevan más de lo que deberían tener.

—Hazlos pasar y enséñame las monedas —ordenó la mujer.

Siguieron a Jem al interior de una estancia bien iluminada que a Katsa le recordó uno de los cuartos de trabajo de Raffin, siempre abarrotados de libros abiertos, botellas con líquidos de colores raros y experimentos extraños que ella no entendía. Aunque aquí, en lugar de libros, había mapas y cartas de navegación, y en vez de botellas, el espacio lo ocupaban instrumentos de cobre y de oro, desconocidos también para ella; en lugar de hierbas, había cuerdas, sogas, ganchos, redes... Objetos que la joven sabía que eran propios de los barcos, pero que, al igual que le ocurría con los experimentos de Raffin, no tenía la menor idea de su finalidad. Una cama estrecha ocupaba un rincón del cuarto, con un arcón a los pies. En eso también se parecía al laboratorio de Raffin, porque de vez en cuando su primo se quedaba a dormir allí, en una cama que instaló a propósito para esas noches, en las que tenía la mente más centrada en el trabajo que en su comodidad.

La capitana estaba de pie junto a una mesa y, a su lado, había un marinero casi tan grande como Oso; tenían un mapa desplegado ante ambos. Ella era una mujer madura, que había pasado la edad de engendrar hijos, de cabello de un color gris acerado, sujeto en un moño bajo; vestía como los otros marineros: pantalón y chaqueta de color marrón, botas recias y un cuchillo al cinto; el ojo izquierdo era gris claro y el derecho, de una tonalidad azul tan intensa como el que Katsa llevaba descubierto; la expresión de la mujer era severa y la mirada que asestó a los supuestos chicos desconocidos, penetrante e intensa. Por primera vez, en aquel camarote iluminado y con los centelleantes ojos de la capitana clavados en ellas, Katsa tuvo la impresión de que los disfraces ya no les servían de nada.

Jem soltó las monedas de Katsa en la mano extendida de la capitana.

—Hay muchas más en esta bolsa, capitana.

La mujer examinó el oro que sostenía en la mano y después entornó los ojos y escudriñó a Katsa y a Gramilla.

—¿De dónde lo habéis sacado?

—Somos amigos del príncipe Granemalion, de Lenidia —contestó Katsa—. El oro es suyo.

—Oh, sí, amigos del príncipe Po, claro —resopló con sorna el corpulento marinero que estaba junto a la capitana.

—Si le habéis robado a nuestro príncipe... —insinuó Jem.

Pero la capitana Faun lo hizo callar, alzando una mano, y después miró a Katsa con tanta dureza que la joven sintió como si los ojos de la mujer le escarbaran el cráneo hasta el fondo. Le observó la chaqueta, el cinturón, los pantalones y las botas, y ella se sintió desnuda bajo la mirada inquisitiva e inteligente de aquellos iris desiguales.

—¿Esperas que me crea que el príncipe Po dio una bolsa de oro a dos andrajosos muchachos emeridios? —preguntó por fin la capitana.

—Creo que ya sabe que no somos unos muchachos emeridios —contestó Katsa al tiempo que se llevaba la mano hacia el cuello de la chaqueta—. Me dio su anillo para que nos creyeran.

Se sacó el cordón por la cabeza y sostuvo el anillo en alto para que Faun lo viera. Reparó en el gesto conmocionado de la mujer, pero las voces indignadas de Jem y Oso la alertaron de que se iba a armar una buena en el camarote. Los dos hombres se abalanzaron sobre ella, Jem blandiendo el cuchillo y Oso, la espada; el marinero que estaba al lado de la capitana también había desenvainado un arma.

Po podría haberle advertido de que la locura se apoderaba de sus compatriotas al ver un anillo suyo; no obstante, en ese momento tenía que actuar y después ya pensaría en la irritación que sentía. Envió a Gramilla hacia un rincón, de forma que interpuso su propio cuerpo entre la niña y todos los demás que se encontraban en el camarote, se volvió e interceptó el brazo con el que Jem empuñaba el cuchillo con tanta fuerza que el chico soltó un grito y dejó caer el arma al suelo. Katsa lo zancadilleó, esquivó la arremetida de Oso con la espada y le lanzó un punterazo contra la cabeza. Cuando el corpachón del marinero se desplomó en el suelo, Katsa empuñaba ya el cuchillo de Jem sosteniéndolo pegado al cuello del chico; entonces ensartó con la punta del pie la espada de Oso, la impulsó en el aire, la asió con la mano libre y la enfiló hacia el tercer marinero, que se encontraba fuera del alcance del arma, con el cuchillo en la mano, a punto de saltar sobre ella. El anillo todavía se balanceaba en el cordón, en la misma mano con la que Katsa sujetaba la espada, y era la joya lo que mantenía fija la atención de la capitana.

—Quieto ahí —le dijo Katsa al marinero que quedaba en pie—. No quiero hacerte daño, y no somos ladrones.

—El príncipe Po jamás habría entregado ese anillo a un galopín emeridio —jadeó Jem.

—Y tú tienes en muy poco a tu príncipe graceling si crees que un golfillo emeridio podría haberle robado —replicó Katsa, que le clavó la rodilla en la espalda.

—De acuerdo —intervino la capitana—. Ya está bien. Tire esas armas, señora, y suelte a mi hombre.

—Como ese otro tipo se me acerque, acabará dormido junto a Oso —advirtió Katsa.

—Vuelve aquí, Parche, y baja ese cuchillo —ordenó la capitana al marinero—. ¡Hazlo! —insistió en tono cortante ante la vacilación del hombre; éste asestó a Katsa una mirada desagradable, pero obedeció.

La joven tiró las armas al suelo y Jem se puso de pie, se frotó la nuca y le lanzó una ojeada ceñuda. A Katsa se le ocurrieron unas cuantas perlas que le gustaría soltarle a Po y se colgó de nuevo el anillo al cuello.

—¿Qué le ha hecho exactamente a Oso? —preguntó la capitana.

—Volverá en sí enseguida.

—Más vale.

—Lo hará.

—Y ahora, explíquese —exigió la mujer—. Lo último que supimos de nuestro príncipe fue que se encontraba en Terramedia, en la corte del rey Randa, entrenándose con usted si no me equivoco.

En éstas se oyó un ruido en el rincón; todos se volvieron hacia allí y vieron que Gramilla estaba de rodillas, acurrucada contra la pared, vomitando en el suelo. Katsa se le acercó y la ayudó a incorporarse, y la niña se aferró a ella con torpeza.

—El suelo se mueve.

—Sí, ya te acostumbrarás —repuso Katsa.

—¿Cuándo? ¿Cuándo me acostumbraré a este movimiento?

—Ven, pequeña.

Katsa la llevó prácticamente en vilo a presencia de la mujer.

—Capitana Faun, ésta es la princesa Gramilla de Monmar —la presentó—, prima de Po. Y como ya ha deducido, yo soy Katsa de Terramedia. —Y también imagino que a ese ojo no le ocurre absolutamente nada —comentó la capitana.

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