Graceling (37 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Graceling
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Cuando se hizo de día, el terreno se había vuelto tan abrupto que era impracticable para el caballo. Katsa no quería matarlo, pero no le quedó más remedio que planteárselo, y se dijo que aprovecharía la piel para obtener cuero. No obstante, si lo dejaban suelto, deambularía por las estribaciones y daría una pista a los soldados que lo encontraran sobre el paradero de las fugitivas. Por otro lado, si lo mataba, les sería imposible deshacerse de todo el cuerpo y tendrían que abandonar los restos en la ladera, como alimento de alimañas y carroñeros; si los soldados encontraban los huesos pelados, sería una señal mucho más precisa para indicarles su posición y la dirección tomada, que si se topaban con un animal vivo. Con cierto alivio, Katsa decidió dejarlo vivo. Le quitó, pues, las alforjas, la silla y la brida, le desearon mucha suerte y lo animaron a alejarse.

Siguieron el ascenso a pie ayudándose con las manos; Katsa auxiliaba a Gramilla en los tramos más empinados y la aupaba a rocas demasiado grandes para trepar por ellas. Por suerte, el día que bajó las murallas de su castillo descolgándose por las sábanas, Gramilla se puso unas buenas botas. Sin embargo, no dejaba de tropezarse con los vuelos del andrajoso vestido. Al fin, Katsa le cortó la falda y preparó una especie de pantalón tosco. A partir de ahí, la niña avanzó más deprisa y sin tantas dificultades. El cuero de la silla era más duro de lo que Katsa había imaginado, por lo que tuvo que luchar a brazo partido con él por las noches, mientras Gramilla dormía. Finalmente, decidió cortar cuatro medias perneras para la chiquilla, una para cada parte inferior de las piernas y las otras dos para los muslos, y las unió con correas por encima de los pantalones. Ofrecía un aspecto muy cómico, pero la protegía en cierta manera contra el frío y la humedad. Y eso era necesario porque a medida que ascendían, esforzándose mucho, cada vez nevaba con mayor frecuencia.

* * *

La comida escaseaba. Por ello, Katsa no desestimaba ningún animal; si algo se movía, lo cazaba. Ella comía poco y le daba casi todo a Gramilla, que lo engullía con voracidad. Con las primeras luces de cada amanecer, Katsa le quitaba las botas a la niña y le examinaba los pies, por si tenía ampollas, y las manos para asegurarse de que no había señales de congelación en los dedos; le untaba con ungüento la piel agrietada y le tendía la cantimplora con agua cada vez que hacían un alto para descansar. Y esos altos se producían con mucha asiduidad porque Katsa sospechaba que la cría preferiría desplomarse antes que admitir que estaba cansada.

Ella no sentía cansancio y notaba la fuerza de brazos y piernas, así como su agilidad y presteza habituales. En cambio, la agobiaba mucho la lentitud del paso que llevaban y, a veces, le entraban ganas de echarse al hombro a la niña y subir la ladera de la montaña corriendo a toda velocidad. Sin embargo, intuía que, para superar finalmente esas montañas, iba a necesitar hasta la última brizna de la fuerza que su gracia le proporcionaba y, por ende, no debía agotarse antes de tiempo. Así que dominó la impaciencia lo mejor que pudo y concentró todas las energías en cuidar a la princesa.

A decir verdad, el puma fue un regalo al aparecer, precisamente, cuando empezaba la primera tormenta de nieve seria que afrontaron.

Las nubes se acumulaban sin cesar, la tempestad se estuvo preparando a lo largo de la tarde, y los copos de nieve fueron en aumento y se hicieron punzantes. Katsa se detuvo a acampar en el primer sitio factible que encontró: una cresta profunda en la montaña, protegida por un saliente rocoso. Gramilla buscó leña y ella, con la daga metida en el cinturón, salió a buscar algo para comer.

Fue camino arriba y dio con una trocha que había por encima de la capa rocosa que formaba el techo de su refugio. Alerta a cualquier movimiento que se produjera, se encaminó hacia un grupo de los árboles de aquellas montañas, que crecían rectos hacia el cielo y cuyas raíces se aferraban más a las piedras que a la tierra.

Lo primero que percibió fue una leve oscilación por el rabillo del ojo, una oscilación de color marrón, en lo alto de un árbol, que se curvaba y se mecía; un movimiento de algún modo distinto a la forma en que se movería la rama de un árbol. Y aquella rama se mecía de forma rara... En realidad se cimbreaba, pero no como agitada por el viento, sino como si algo grande la hundiera bajo su peso.

El cuerpo de Katsa reaccionó más deprisa que la mente al identificar al depredador y reconociéndose a sí misma como la presa y, al instante, la joven tenía la daga en la mano. El gran felino saltó rugiendo y Katsa le lanzó la daga al vientre para, acto seguido, arrojarse al suelo y rodar sobre sí misma, pero las garras del felino le laceraron un hombro. El animal se le tiró encima con rapidez, la empujó con las enormes zarpas y la inmovilizó de espaldas en el suelo, gruñendo, enseñando los dientes y asestando zarpazos tan deprisa, que Katsa se las vio y se las deseó para no acabar con el pecho y el cuello hechos trizas. Se debatió con la fuerza que le proporcionaba la desesperación, empujando con los antebrazos y apartando la cabeza en el preciso momento en que los dientes de la bestia daban una dentellada donde un momento antes ella tenía la cara. El felino le asestó un zarpazo brutal en el torso y se le lanzó a la garganta; Katsa lo aferró por la nuca chillando al tiempo que se apartaba del rostro las mandíbulas que no paraban de dar dentelladas, y el animal se empinó sobre ella y le propinó zarpazos en los brazos. A todo esto, Katsa vio brillar algo en el vientre del felino y se acordó de la daga. El puma volvió a atacar intentando morderla, pero ella lo esquivó y le asestó un puñetazo en el hocico; retrocedió un instante, sorprendido, y en ese breve lapso la joven alargó la mano hacia la daga, desesperada; la fiera atacó una vez más, pero Katsa le clavó el arma en la garganta.

El animal emitió un sonido horrible y una especie de borboteo; después se desplomó sobre la joven y las zarpas se le espatarraron a los costados de Katsa. El silencio cayó sobre la montaña; el puma estaba muerto. Katsa le dio un empujón y se lo quitó de encima; se incorporó sobre el codo derecho y se limpió con nieve la cálida sangre del animal que le cegaba los ojos. Al tantearse el hombro izquierdo, hizo un gesto de dolor y contuvo una enorme y repentina irritación, porque pensó que a lo mejor tenía una herida que las obligaría a retrasarse. Entonces se desató la chaqueta y resopló con fastidio al ver los desgarrones del pecho que le escocían tanto como los del hombro. Y descubrió más tajos y desgarrones por los pinchazos que sentía a cada movimiento que hacía: cortes pequeños en el cuello, a lo largo del estómago y en los brazos, y tajos más profundos en los muslos, donde el felino la había sujetado con las garras traseras.

Bien, no había motivo para quedarse allí tirada compadeciéndose de sí misma, mientras nevaba con mayor intensidad. El enfrentamiento le había ocasionado heridas y molestias, pero también les había proporcionado comida que les duraría bastante tiempo, así como pieles para la chaqueta que tanto necesitaba Gramilla.

Se puso de pie y se quedó mirando el enorme felino que yacía muerto y ensangrentado ante ella. La cola... Sí, eso era lo que había visto de reojo meciéndose y enroscándose en el árbol; el primer indicio que le había salvado la vida. De cabeza a cola, el animal era más largo que lo que ella medía de estatura, y Katsa imaginó que también pesaría bastante más que ella; el cuello era grueso y fornido; los hombros y el lomo, muy musculosos; los dientes, tan largos como los dedos de la joven, y las garras, más largas aún. Se le ocurrió que no lo había hecho tan mal en esa pelea a pesar de lo que Gramilla pensaría cuando la viera. Aquél no era el tipo de animal que habría elegido para enfrentarse en un combate mano a mano. Podría haberla matado.

Mientras un soplo de aire le arrojaba copiosos copos de nieve a la cara, cayó en la cuenta de que hacía mucho rato que había dejado sola a la niña. De manera que extrajo la daga del cuello del puma, la limpió en la nieve y se la metió en el cinturón. Luego giró al felino boca arriba, le asió las patas delanteras, una con cada mano, y, apretando los dientes para aguantar el dolor del hombro, arrastró al animal cuesta abajo, hacia la cueva.

* * *

Cuando Gramilla la vio llegar, echó a correr desde el campamento para ir a buscarla. La niña abrió los ojos de par en par y emitió un sonido ininteligible, como si se ahogara.

—Estoy bien, pequeña. Sólo me arañó.

—Estás llena de sangre.

—Casi toda es del puma.

La chiquilla meneó la cabeza y separó los jirones de la destrozada chaqueta de Katsa.

—¡Por todos los mares! —exclamó al verle los desgarrones del pecho—. Por todos los mares —repitió en un susurro, ante las heridas en los hombros, los brazos y el estómago de la joven—. Tendremos que coser algunos de estos cortes. Vamos a limpiarte las heridas; yo cogeré las medicinas.

* * *

Esa noche se apretujaron en el campamento; mientras tanto la fogata caldeaba el reducido espacio, cocinaba los filetes de carne de puma y secaba la piel leonada que pronto se convertiría en la chaqueta de Gramilla. La niña se ocupó de vigilar la carne que se asaba; y en cuanto al resto se lo llevarían congelado y les serviría durante el ascenso.

Nevaba cada vez con más fuerza; el viento arremolinaba los copos y los echaba a la lumbre, donde siseaban y se deshacían. Si la tormenta duraba, allí estaban bastante cómodas. Comida, agua, un techo y una lumbre; tenían cuanto necesitaban. Katsa cambió de postura para que el calor de las llamas le llegara y le secara la andrajosa ropa que había vuelto a ponerse después de lavarla, porque no tenía otra cosa con qué vestirse.

Mientras tanto se dedicaba a elaborar el arco largo que había empezado a preparar hacía unos días: dobló el cuerpo combado para probar la resistencia; cortó un trozo de cuerda para encordarlo y ató un extremo a una punta del arco y tiró con fuerza para llegar a la otra punta.

Al hacer ese movimiento, gimió a causa del dolor del hombro y por el que sintió en uno de los cortes del muslo al presionarlo con el arco.

—Si estar herido es esto, nunca entenderé por qué a Po le gusta tanto luchar conmigo. Si es así como se encuentra después de pelear, no lo entiendo.

—Ni yo entiendo casi nada de lo que hacéis ninguno de los dos —dijo la chiquilla.

Katsa se puso de pie y tensó la cuerda para probar. Luego recogió una de las flechas que había hecho con el cuchillo, la encajó en el arco y, en medio de la nevada, disparó a modo de prueba hacia un árbol que había enfrente de la cueva. La flecha se clavó en el tronco con un impacto seco y se hundió bastante.

—No está mal —opinó Katsa—. Servirá. —Salió a la intemperie y sacó de un tirón la flecha hincada en la madera; regresó al refugio, se sentó y se puso a construir más flechas—. Tengo que admitir que cambiaría un filete de carne de puma por una simple zanahoria o por una patata. ¿Te imaginas qué lujo será tomar una comida en una posada una vez que estemos en Meridia, princesa?

Gramilla se limitó a mirarla y siguió masticando la carne, sin responder. El viento gimió y el manto de nieve que se acumulaba fuera de la cueva ganó espesor. Katsa hizo otro tiro de prueba y salió bajo la tormenta a recoger la flecha. Cuando regresó y golpeó con las botas las paredes de piedra para quitarse la nieve de los pies, reparó en que Gramilla seguía observándola.

—¿Qué pasa, pequeña?

Gramilla hizo un gesto con la cabeza. Masticó un trozo de carne y se lo tragó. Acto seguido, retiró de la lumbre un filete, se lo pasó a Katsa y le dijo:

—No te comportas como si estuvieras herida. —Katsa se encogió de hombros. Mordió el trozo de carne y arrugó la nariz—. Yo también me he permitido fantasear con un trozo de pan —comentó Gramilla.

Katsa se echó a reír. La niña y la cazadora del felino se sentaron juntas, amigablemente, y escucharon el viento que soplaba fuera de la cueva de la montaña y arrastraba la nieve.

Capítulo 30

L
a niña estaba exhausta; más abrigada gracias a la piel del puma, pero exhausta. Era un eterno y agotador caminar pendiente arriba, mientras las piedras le resbalaban bajo los pies y la hacían retroceder cuando lo que intentaba era avanzar; era la empinada pendiente de roca por la que no podía trepar a menos que Katsa la empujara por detrás; era la desesperación de saber que, después de remontar esa subida, habría otra igual de empinada u otro río de piedras que se deslizarían cuando ella tratara de trepar; era la nieve que le empapaba las botas y el viento que se le colaba por los resquicios de las ropas, y eran los lobos y los felinos que siempre aparecían de repente, bufando o gruñendo, lanzándose contra ellas desde las rocas. Katsa manejaba rápida el arco, y los animales acababan siempre muertos antes de alcanzarlas, a veces incluso antes de que Gramilla se hubiera dado cuenta de su presencia. Pero a la joven no se le escapaba lo mucho que tardaba la niña en volver a respirar a un ritmo normal tras uno de esos ataques feroces, y era consciente de que el agotamiento de la chiquilla no se debía sólo al esfuerzo físico, sino al miedo.

Para la graceling resultaba casi insoportable aflojar el paso aún más, pero lo hizo porque no había más remedio.

«El rescate no serviría de nada si se nos muere», le había dicho Oll la noche en que rescataron al príncipe Tealiff. Si Gramilla se derrumbaba en esas montañas, Katsa sería la responsable.

Nevaba copiosamente, casi de manera constante; pero a pesar de la tormenta, siguieron adelante sin hacer un alto. Por ello, Katsa le tapó a la niña las manos y la cara con pieles, de forma que sólo se le veían los ojos. Gracias el mapa, sabía que en el desfiladero de Grella no había árboles, aunque, dada la altitud, ya no los habría antes de llegar al ventoso paso entre las cumbres. Así pues, se dispuso a preparar las raquetas en previsión de que cuando las necesitara, no encontrara madera para montarlas. Pero decidió hacer un único par. Ignoraba qué tipo de terreno había en el desfiladero, pero se hacía una idea respecto al viento y al frío; por consiguiente, no sería un sitio por donde avanzar despacio si no querían morir congeladas, de modo que imaginó que tendría que llevar a cuestas a la niña.

Por la noche, Gramilla se quedaba dormida de inmediato, agotada; de vez en cuando gimoteaba en sueños, como si tuviera pesadillas. Katsa la vigilaba y mantenía encendida la fogata mientras unía tablillas de madera e intentaba no pensar en Po, cosa que no lograba casi nunca.

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