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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (39 page)

BOOK: Graceling
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Katsa se acurrucó, sin dejar de tiritar, y contempló las llamas mientras ponía todo su empeño en hacer caso omiso de los dolorosos pinchazos que notaba en los dedos de las manos y las punzadas en los pies.

—No, no te vayas —susurró al ver que Gramilla se levantaba para ir a buscar más leña—. Caliéntate primero. Quédate y entra en calor.

La joven alimentó el fuego, despacio; inclinada sobre la fogata y a medida que las llamas cobraron fuerza, los temblores empezaron a remitir. Contempló a la pequeña, que estaba sentada en el suelo con los brazos ceñidos alrededor de las piernas. Mantenía los ojos cerrados y la cara apoyada en las rodillas; las mejillas surcadas de lágrimas. Pero estaba viva.

—Qué necia soy —susurró Katsa—. Qué necia.

Haciendo un gran esfuerzo se puso de pie y fue de árbol en árbol para recoger más leña. Le molestaban los huesos; las manos y los pies eran un puro dolor. Quizá ser una necia era lo mejor que había podido pasar, porque de haber sabido lo dura que resultaría la travesía por las montañas, a lo mejor no lo habría intentado.

Regresó al campamento y echó leña a la fogata. Esa noche tendrían una gran hoguera; disfrutarían de una hoguera tan enorme que todo Meridia la podría divisar. Arrastrando los pies, se acercó a la niña y le cogió las manos para examinarle los dedos.

—¿Los sientes? —preguntó—. ¿Puedes moverlos?

Gramilla asintió con la cabeza. Katsa tiró hacia sí de las alforjas y tras rebuscar un poco encontró las medicinas. Y enseguida aplicó el ungüento curativo preparado por Raffin en las agrietadas y sangrantes manos de la pequeña.

—Y ahora veamos los pies, princesa. —Les dio un masaje para que le entraran en calor y volvió a calzarle las botas—. Has cruzado indemne el desfiladero de Grella, Gramilla. Eres una chica muy fuerte.

La niña se le echó a los brazos, le besó la mejilla y se quedó abrazada a ella. Si a Katsa le hubiera quedado una pizca de energía para asombrarse, se habría quedado pasmada. En cambio, estrechó contra sí a la pequeña, embotada.

Ambas continuaron abrazadas, y los cuerpos fueron recuperando el calor. Cuando la joven se acostó esa noche junto a la rugiente hoguera, con la pequeña acurrucada entre los brazos, ni siquiera el dolor de las manos y de los pies habrían podido mantenerla despierta.

TERCERA PARTE

El Mundo Cambiante

Capítulo 31

L
a posada se hallaba en lo que allí, al sur de Meridia, pasaba por ser un claro, pero que en cualquier otro sitio se habría considerado bosque. Había un espacio despejado entre robles y arces lo bastante amplio para albergar la hostería, un establo, un granero y una pequeña huerta, y el hueco a cielo abierto dejaba pasar la suficiente luz del sol para que en las ventanas del edificio se reflejaran los árboles que lo rodeaban.

No había ajetreo en la casa, aunque tampoco estaba vacía. El tránsito por Meridia era continuo en cualquier época del año, incluso iniciado ya el invierno y pese a hallarse en los aledaños de las montañas. Los caballos de tiro se afanaban camino del norte arrastrando carros cargados de barriles de sidra monmarda, o de madera noble de los bosques emeridios o de hielo de las cumbres orientales de Meridia. Los mercaderes llevaban tomates, uvas, albaricoques, joyería y adornos procedentes de Lenidia, así como pescado que sólo se capturaba en los mares de ese reino, y transportaban las mercancías hacia el norte por las calzadas que partían de las ciudades portuarias emeridias hasta Terramedia, y de allí a Oestia, Nordicia y Elestia. Desde estos mismos reinos, salían en dirección sur peces de agua dulce, grano, heno, maíz, patatas, zanahorias —todas las cosas que deseaba la gente que vivía en los bosques—, así como hierbas para condimentar, plantas medicinales, manzanas, peras y caballos que se embarcaban para trasladarlos a Lenidia y Monmar.

En ese momento había en el patio de la posada un carro cargado hasta arriba de barriles. A su lado, un mercader daba patadas en el suelo y se soplaba las manos. Los barriles no estaban marcados, y el aspecto del mercader era corriente, sin destacar en nada; vestía ropas normales y ninguno de los seis caballos de tiro llevaba marca de hierro ni adornos que indicaran de qué reino procedía. El posadero irrumpió en el patio con sus hijos, a los que indicó con gestos que se ocuparan de los caballos. Le gritó algo al mercader y las palabras se convirtieron en vaho en el aire. El mercader respondió del mismo modo, pero no alzó lo suficiente la voz para que llegara a la densa fronda que rodeaba el claro, desde donde Katsa y Gramilla observaban, agachadas.

—Es probable que sea monmardo y haya venido de alguno de los puertos, en viaje a través de Meridia — susurró Gramilla—. Lleva el carro muy lleno. Si procediera de uno de los otros reinos, ¿no crees que a estas alturas habría vendido algo de lo que quiera que transporte? A no ser que viniera de Lenidia, por supuesto. Pero por su aspecto no parece lenita, ¿verdad?

Katsa rebuscó en los mapas y repuso:

—Eso poco importa. Aunque lleguemos a la conclusión de que es de Nordicia o de Oestia, no sabemos quién más se hospeda en la posada ni quién llegará en cualquier momento. No podemos correr ese riesgo, al menos hasta que comprobemos si alguno de los bulos de tu padre se ha propagado hasta Meridia. Hemos pasado semanas en la montaña, pequeña, de modo que no tenemos la menor idea de lo que la gente ha oído contar.

—Es posible que el bulo no haya llegado tan lejos. Estamos a una distancia considerable de los puertos y del desfiladero, aparte de que este lugar está aislado.

—Cierto, pero tampoco nos interesa darles de qué hablar y que la noticia se difunda desfiladero de montaña arriba o llegue hasta las ciudades portuarias. Cuanto menos sepa Leck dónde hemos estado, mejor.

—En tal caso, no será seguro entrar en ninguna posada. Tendremos que ir desde aquí hasta Lenidia sin que nos vea nadie. —Katsa estudió los mapas y no contestó—. A menos que planees matar a todo aquel que nos vea —rezongó la niña—. Oh, Katsa, mira... Esa chica lleva huevos. Mmmm, haría lo que fuera por comerme uno.

Katsa observó a la chica que llevaba la cabeza descubierta y tiritaba, mientras se dirigía deprisa desde el granero hasta la posada, llevando colgado de un brazo un cesto de huevos. El posadero la llamó y le hizo gestos para que se acercara, y la chica, soltando el cesto al pie de un gran árbol, echó a correr hacia el hombre. El mercader y el posadero le pasaron una bolsa tras otra, y ella se las cargó a la espalda y en los hombros, hasta que Katsa casi no la veía, tapada como estaba por tantos bultos. La criada se encaminó a trompicones hacia la casa; poco después volvió a salir y los dos hombres la cargaron de nuevo.

Katsa contó los árboles dispersos que había entre su escondrijo y el cesto de huevos, y echó un vistazo a los restos de productos helados de la huerta. Entonces rebuscó otra vez en los mapas y sacó la lista de contactos que el Consejo tenía en Meridia.

—Sé dónde estamos —afirmó—. Hay una ciudad no muy lejos de aquí, quizás a unos dos días a pie. Según Raffin, hay un minorista que es simpatizante del Consejo. Creo que podríamos ir allí sin correr riesgos.

—Que sea simpatizante del Consejo no quita que sea incapaz de discernir la verdad de cualquier bulo que Leck esté propagando.

—Cierto —convino Katsa—. Pero necesitamos ropa e información. Y a ti te hace falta un baño caliente. Si fuera factible llegar a Lenidia sin toparnos con nadie, lo haríamos, pero es imposible. Y puestas a fiarnos de alguien, preferiría que fuera un simpatizante del Consejo.

—A ti te hace tanta falta un largo baño caliente como a mí —comentó Gramilla.

—Me hace falta un baño tanto como a ti, sí —sonrió Katsa—. Pero en mi caso no es necesario que sea caliente. No estoy dispuesta a meterte en cualquier poza helada para que enfermes y te mueras después de haber sobrevivido a todo lo que te has visto sometida. Y ahora, pequeña —añadió al ver que el mercader y el posadero se cargaban algunas bolsas al hombro y se iban hacia la entrada de la posada—, no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.

—¿Dónde...? —murmuró Gramilla.

Pero la graceling, al resguardo de los enormes troncos y sin dejar de asomarse para vigilar la puerta y las ventanas de la posada, ya se desplazaba de árbol en árbol a la velocidad de un rayo.

Cuando poco después la joven y la niña reemprendían el viaje a través de la espesura emeridia, Katsa llevaba cuatro huevos metidos en una manga y una calabaza helada sobre el hombro. Esa noche la cena tuvo tintes de celebración.

Poco podía hacer Katsa para mejorar su aspecto o el de Gramilla cuando llegó el momento de llamar a la puerta del minorista, excepto limpiarse lo mejor posible la mugre y el polvo que llevaban en la cara, trenzar de mala manera el enredijo que era la melena de la niña y esperar a que oscureciera. Hacía demasiado frío para que Gramilla se despojara del remedo de chaqueta hecha con diferentes pieles, y ella misma, de las pieles de lobo que la cubrían; además, por impresionantes que pudieran resultar, eran menos sobrecogedoras que la chaqueta ensangrentada y desgarrada que ocultaban debajo de ellas.

Fue fácil localizar al minorista, ya que el edificio que albergaba su negocio era el más grande y ajetreado de la ciudad, salvo la posada. Ese individuo era un hombre de estatura y constitución medias; tenía una esposa resuelta y sensata, y un desmesurado número de hijos, cuyas edades abarcaban una amplia gama, desde los más pequeños hasta los que contaban los mismos años que Katsa e incluso mayores que ella. O al menos eso dedujo la joven mientras Gramilla y ella esperaban entre los árboles, a las afueras de la ciudad, que cayera la noche. El comercio era grande, y la casa pintada de marrón que se alzaba encima y detrás de éste, enorme; como no podía ser de otro modo para albergar a tantos hijos, fue la conclusión de Katsa. A medida que avanzaba el día y cuantos más niños salían del edificio para alimentar a las gallinas, o ayudar a los mercaderes a descargar los productos, a jugar y a pelear y a organizar trifulcas en el patio, la joven deseó que ese contacto del Consejo no se hubiera tomado tan al pie de la letra cumplir con su deber de procrear. Porque no sólo tendrían que esperar hasta que la quietud cayera sobre la ciudad, sino hasta que la mayoría de los hijos del minorista se durmieran si quería que la aparición de ellas dos en la vivienda no ocasionara un alboroto.

Cuando casi todas las casas estuvieron a oscuras y sólo se vio luz en una ventana del hogar del simpatizante del Consejo, Katsa y Gramilla salieron del abrigo de los árboles. Cruzaron el patio y se acercaron con sigilo a la puerta trasera. La joven se envolvió el puño con la manga y llamó a la sólida hoja de madera emeridia haciendo el menor ruido posible, pero confiando en que la oyeran. Un momento después la luz que se divisaba en la ventana se desplazó y enseguida en la puerta se abrió una rendija, mientras el minorista atisbaba por el resquicio a la luz de una vela que llevaba en la mano. Miró de arriba abajo a las dos figuras menudas y envueltas en pieles que había en el umbral de su casa, y sujetó el pestillo con mano firme.

—Si buscáis comida o cama encontraréis la posada al inicio de la calzada —masculló, malhumorado.

La primera pregunta que debía hacer Katsa era la más arriesgada y se armó de valor ante una respuesta indeseada.

—Lo que buscamos es información. ¿Le ha llegado alguna noticia de Monmar?

—Nada desde hace meses. En este rincón del bosque casi no tenemos noticias de Monmar.

Katsa dejó de contener la respiración y le pidió:

—Acérqueme la luz a la cara, minorista.

El hombre refunfuñó, pero extendió el brazo por el resquicio de la puerta y sostuvo la vela delante del rostro de Katsa. Primero entornó los ojos, pero enseguida los abrió de par en par y su actitud cambió por completo. En un instante había abierto la puerta, las había hecho pasar y echaba el pestillo tras ellas.

—Le pido disculpas, mi señora. —Le indicó una mesa y retiró las sillas—. Por favor, siéntese. ¡Marta! —llamó a su mujer, vuelto hacia la habitación contigua—. Trae comida —ordenó a la desconcertada esposa que apareció en el umbral—. Y más luz. Y despierta a...

—No —lo interrumpió Katsa con brusquedad—. No, por favor, no despierte a nadie. Nadie debe saber que estoy aquí.

—Por supuesto, mi señora. Tiene que perdonar mi... mi...

—No nos esperaba —lo tranquilizó Katsa—. Lo comprendemos.

—Por supuesto, por supuesto. Nos llegó la noticia de lo ocurrido en la corte del rey Randa, mi señora, y estábamos enterados de que pasaría por Meridia con el príncipe lenita. Pero en algún punto del camino los rumores les perdieron el rastro.

La mujer regresó a la estancia con apresuramiento y colocó una bandeja con pan y queso en la mesa. La seguía una joven de la edad de Katsa, más o menos, cargada con vasos y un jarro; un muchacho joven y más alto incluso que Raffin cerraba la marcha y se ocupó de encender las antorchas de las paredes alrededor de la mesa. Katsa oyó un quedo suspiro y echó un vistazo a Gramilla. La niña miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, el pan y el queso que había en la mesa delante de ella, dándose cuenta de que Katsa la observaba.

—Pan... —susurró.

—Come, pequeña, come —le dijo Katsa, que no pudo por menos de sonreír.

—¡Claro, señorita! —intervino la mujer—. Coma todo cuanto quiera.

Katsa esperó a que todo el mundo se hubiera sentado y que Gramilla tuviera la boca llena de pan y queso, y entonces se dirigió a ambos:

—Necesitamos información. Necesitamos consejo. Necesitamos tomar un baño y algo de ropa, preferiblemente de chico, de la que puedan desprenderse. Y sobre todo, que nuestra presencia en esta ciudad quede en secreto.

—Estamos a su servicio, mi señora —contestó el minorista.

—En esta casa tenemos ropa de sobra para equipar a un ejército —añadió la esposa—. Así como todas las provisiones que necesite de la tienda. Y le proporcionaremos un caballo si quiere uno. Puede tener la seguridad de que guardaremos silencio, mi señora. Sabemos lo que ha hecho con su Consejo y haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para ayudarla.

—Se lo agradecemos.

—¿Qué información busca, mi señora? —se interesó el hombre—. Apenas nos han llegado noticias de cualquiera de los reinos.

Katsa miró a Gramilla, que comía pan y queso como una descosida.

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