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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (48 page)

BOOK: Graceling
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Po apretaba los labios, expresaba tristeza y continuaba mirándose las manos. Por fin dijo:

—Cuando te lo di, lo hice porque era posible que muriera. Sabía que los hombres de Leck podrían matarme y tú no tenías un hogar al que volver. Si moría, deseaba que te quedaras con mi casa; mi hogar encaja contigo —añadió con una amargura incomprensible que hirió a la joven.

Katsa se aturulló al darse cuenta de que lloraba; se limpió las lágrimas con rabia y le dio la espalda, porque no soportaba verlo mirándose las manos con aquella actitud impasible.

—Po, te suplico que me digas qué ocurre.

—¿Tan mal te parece quedarte con mi anillo que no lo quieres? Mi castillo está aislado, en un rincón agreste del mundo; allí serías feliz y mi familia respetaría tu intimidad.

—¿Te has vuelto completamente loco? ¿Qué harías después de que me hubiera quedado con tu hogar y tus posesiones? ¿Dónde vivirías?

—No deseo regresar a mi país —susurró—. Le he estado dando vueltas a la idea de quedarme aquí, donde hay tranquilidad y no hay nadie cerca. Quiero... estar solo.

Katsa se había quedado boquiabierta y lo miraba sin entender nada.

—Deberías seguir adelante con tu vida, Katsa. Quédate el anillo. Ya te he dicho que no lo quiero.

Katsa era incapaz de hablar, así que negó con la cabeza, obstinada, y, alargando la mano, dejó caer el anillo en las manos de Po.

Él se lo quedó mirando y suspiró.

—Se lo daré a Celaje para que se lo entregue a mi padre y decida qué hacer con él.

Se puso de pie, y esta vez a Katsa no le cupo duda de que había probado si guardaba el equilibrio antes de ponerse en marcha. Echó a andar con el arco en la mano, se agarró a las raíces de unas matas y se aupó a un saliente rocoso. La joven lo siguió con la mirada mientras ascendía por la montaña y se alejaba de ella.

* * *

De noche, con el sonido de fondo de la respiración de todos los que dormían alrededor, Katsa intentó encontrar sentido a lo sucedido. Recostada en la pared de madera, observaba a Po, tumbado en una manta en el suelo junto a su hermano y a los guardias monmardos. Dormía y tenía el semblante sosegado; su apuesto semblante.

Tras la conversación sostenida con él, Po regresó a la cabaña con el arco en una mano y un montón de conejos en el otro brazo, descargó las piezas cazadas sobre su hermano, satisfecho, y se quitó la prenda de abrigo. Después se le acercó, mientras estaba sentada apoyando la espalda contra la pared, cavilando; se le puso en cuclillas delante, le cogió las manos, se las besó y se las frotó contra las heladas mejillas.

—Lo siento —se disculpó.

Katsa pensó que todo había vuelto a la normalidad, que Po era otra vez el de siempre y que empezarían de nuevo, como si no hubiera pasado nada. Pero durante la cena, mientras los demás bromeaban y Gramilla les tomaba el pelo a los guardias, Katsa se percató de que Po se encerraba en sí mismo. Apenas comió. Se sumió en el silencio y se le veía muy apesadumbrado. A Katsa le hacía tanto daño verlo así que salió de la cabaña y caminó sin parar, sola en la oscuridad, durante lo que le parecieron siglos.

Po parecía contento a ratos, pero algo iba mal y eso era evidente. Si al menos... Con que sólo la mirara a la cara...

Y por supuesto, si era soledad lo que necesitaba, tendría soledad. Pero (y pensó que a lo mejor era injusto, pero aun así lo decidió) iba a exigirle una prueba. Tendría que convencerla, sin que le quedara la más mínima duda, de su necesidad de estar solo. Entonces lo dejaría con la única compañía de su extraña angustia.

Por la mañana, Po se mostró muy alegre, pero Katsa, que empezaba a sentirse como una madre en exceso protectora, advirtió su falta de interés por la comida que había sobre la mesa, incluida la lenita. Prácticamente, no probó bocado y después buscó una excusa insólita, evasiva, de ir a comprobar cómo estaba el caballo cojo y salió de la cabaña.

—¿Qué le sucede? —preguntó Gramilla.

Katsa sostuvo la mirada de la pequeña. No tenía sentido fingir que no sabía a qué se refería, porque Gramilla no tenía un pelo de tonta.

—No lo sé. No ha querido decírmelo.

—A veces parece el de antes, pero en otros momentos se sume en el silencio y cambia de humor —apuntó Celaje, que carraspeó antes de añadir—: Creí que se debía a una pelea de enamorados.

—Podría ser, pero lo dudo —contestó Katsa, mirándolo abiertamente a la cara, y se comió un trozo de pan.

—Me parece que si fuera así, tú tendrías que saberlo... —dijo Celaje sonriendo.

—Ojalá las cosas fueran tan sencillas —contestó ella con sequedad.

—Le noto algo raro en los ojos —comentó Gramilla.

—Y cómo no, si seguramente tiene los ojos más raros que hay en los siete reinos, pero suponía que ya te habrías dado cuenta a estas alturas —le contestó Katsa.

—No, no. Me refiero a que hay algo distinto en sus ojos.

Algo distinto en los ojos.

Sí, había una diferencia. Y esa diferencia era que no quería mirarla; ni a ella ni a nadie. Casi parecía que le resultara doloroso alzar la vista y mirar a quienquiera que fuera. Casi como si...

Entonces le vino a la memoria una escena que pareció salir de la nada: Po caía por el barranco y el enorme cuerpo del caballo se precipitaba tras él; Po se estrellaba de bruces en el agua y el caballo se le caía encima...

Y más imágenes: Po, mareado, con el rostro macilento, sentado ante la fogata; y la tez magullada, casi negra; Po entrecerraba los ojos para mirarla y se frotaba los párpados...

Katsa se atragantó. Se levantó de golpe y tiró la silla patas arriba.

—Por todos los mares, Katsa. ¿Te encuentras bien? —preguntó Celaje palmeándole la espalda.

Katsa tosió y contestó entre jadeos algo sobre ir a comprobar también cómo estaba el caballo cojo. Y salió de la cabaña a todo correr.

Po no estaba con los caballos, pero cuando Katsa preguntó por él, uno de los guardias señaló en dirección al estanque. Ella corrió hacia la parte trasera de la cabaña y subió la cuesta.

Lo encontró plantado en mitad del estanque helado, de espaldas a ella. Tenía los hombros encorvados y las manos metidas en los bolsillos.

—Sé que eres invencible, Katsa —dijo sin girarse—. Pero incluso tú tendrías que ponerte algo de abrigo para salir de noche.

—Po, date la vuelta y mírame.

Él agachó la cabeza.; los hombros subieron y bajaron al respirar profundamente. Pero no se volvió.

—Po, mírame —insistió Katsa.

Entonces se volvió, despacio. Se le encaró y pareció enfocar la vista para mirarla, pero sólo duró un instante; entonces cerró los párpados. Los ojos se le habían quedado vacíos. Katsa vio que se le habían quedado vacíos.

—Po, ¿estás ciego? —susurró.

Al escuchar esa pregunta, algo se rompió en el interior del lenita. Cayó de rodillas y una lágrima trazó un rastro helado mejilla abajo. Y cuando Katsa se le acercó y se arrodilló ante él, no la rechazó. La joven lo abrazó y él la estrechó con tanta fuerza que casi la asfixió mientras gritaba contra su cuello. Katsa lo sujetó, nada más; y lo acarició y le besó la cara helada.

—Oh, Katsa —gritó Po—. Katsa.

Permanecieron arrodillados allí mucho tiempo.

Capítulo 38

A
la mañana siguiente se desató una ventisca, y por la tarde se redujo a una ligera tormenta, pero que empapaba.

—No soporto la idea de viajar otra vez con un tiempo invernal —comentó Gramilla, que estaba medio dormida delante del fuego del hogar—. Ahora que estamos aquí con Po, ¿no podríamos quedarnos hasta que deje de nevar, Katsa?

Pero tras esa tormenta llegó otra, y a continuación, otra, como si el invierno se opusiera al cambio de estación y hubiera llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, aún no había terminado. A todo esto, Gramilla envió a dos guardias con una carta para Ror, y el rey lenita contestó desde la corte monmarda con otra misiva, en la que decía que el inconveniente de las ventiscas venía bien, porque cuanto más tiempo le diera para desmontar los bulos que Leck dejó tras de sí, más fácil y más segura sería su transición al trono. Planeaba celebrar la coronación bien entrada la primavera, así que podía esperar lo que quisiera a que las tormentas pasaran.

Katsa sabía que el espacio reducido de la cabaña ponía a prueba a Po por la gran carga que significaba su triste secreto. Pero si todos se quedaban, él no tendría que justificar aún su intención de no marcharse de allí. Así que el lenita aguantó la incomodidad y ayudó a los guardias a llevar a los caballos a un refugio cercano, una cueva en la roca que, según él, encontró mientras se recuperaba.

Y poco a poco le contó a Katsa lo sucedido, cada vez que los dos se las arreglaban para quedarse solos.

El día en que ella y Gramilla se marcharon no fue fácil para él. Todavía veía, pero de un modo raro; había sufrido algún cambio en la vista que confundía demasiado a la mente para que ésta lo cuantificara, un cambio que le producía una profunda sensación de ansiedad.

—No me lo dijiste —le reprochó la joven—. Permitiste que me marchara dejándote en esas condiciones.

—Si te lo hubiera dicho, no habrías querido irte. Y era imprescindible que os marcharais.

Llegó al camastro a trompicones y pasó casi todo el día tumbado sobre el costado ileso, con los ojos cerrados y esperando que aparecieran los soldados de Leck o que se le pasara el mareo.

Intentó convencerse de que cuando la cabeza se le aclarara, también mejoraría la vista. Pero al despertarse a la mañana siguiente, abrió los ojos a la más absoluta negrura.

—Estaba furioso —dijo—, porque al ponerme de pie me faltaba estabilidad. Además, me quedé sin comida, lo que significaba que tenía que ir hasta la trampa de peces. Pero no me sentí con fuerzas para hacerlo; no comí ese día ni al siguiente.

Lo que por fin lo empujó hacia el estanque no fue el hambre, sino los soldados de Leck. Porque percibió que se aproximaban pendiente arriba, en dirección a la cabaña.

—Me puse de pie, tambaleante, sin ser consciente de lo que hacía, y recorrí la cabaña con precipitación para recoger todas mis cosas; cuando salí, encontré una grieta en la roca para guardarlas. No me encontraba muy lúcido y estoy seguro de que me caí una y otra vez, pero sabía dónde se hallaba el estanque y llegué hasta allí. El agua estaba horrible, helada, pero me despejó y resultó que nadar me producía menos vértigo que caminar. De algún modo conseguí bucear hasta la cueva y de algún modo también logré encaramarme a las rocas; estaba tan helado que daba diente con diente y debió de faltar poco para que me cortara la lengua de un mordisco. Y entonces, mientras me escondía en esa cueva oyendo gritar a los soldados fuera, la recobré, Katsa. Dejó de hablar y se quedó callado tanto tiempo que la joven se preguntó si habría olvidado lo que estaba diciendo.

—¿Qué recobraste?

—La lucidez —contestó, sorprendido—. La capacidad de discurrir con claridad. No había luz en la cueva; no había nada que ver. Y, sin embargo, percibía aquel escondrijo con mi gracia de un modo tan vivido... Comprendí lo que me ocurría: me había encerrado en la cabaña, compadeciéndome, mientras Leck andaba suelto por ahí y la gente se encontraba en peligro. En la cueva vi con claridad lo despreciable que era actuar así.

Pensar en Leck lo forzó a zambullirse en el agua de nuevo, salir de la cueva e ir hacia la trampa de peces. De regreso a la cabaña, entumecido por el frío, trasteó con torpeza para encender fuego. Los días siguientes fueron terribles.

—Estaba débil, mareado y enfermo. Al principio sólo caminaba hasta la trampa, sin alejarme más; después, teniendo presente a Leck, me esforcé en ir un poco más lejos. Mi estabilidad era pasable mientras estaba sentado, así que hice el arco y empecé a practicar con él, teniendo siempre presente a Leck.

Agachó la cabeza y de nuevo se sumió en el silencio. Katsa creyó comprender el resto: Po no dejó de pensar en Leck, lo que le dio una razón para recobrar las fuerzas y se esforzó por recuperar la salud y el equilibrio. Pero cuando ellos fueron a buscarlo con la feliz nueva de la muerte del rey monmardo, se quedó sin una razón por la que superarse, y la tristeza y la insatisfacción lo sofocaron de nuevo.

El propio hecho de darse cuenta de lo que le ocurría ya lo entristecía.

—No tengo derecho a compadecerme de mí mismo —le dijo a Katsa un día en que salieron a buscar agua bajo una suave nevada—. Lo veo todo, incluso cosas que no debería ver, y me revuelco en la autocompasión cuando en realidad no he perdido nada.

Katsa se acuclilló a su lado, al borde del estanque, y le aseguró:

—Ésta es la primera vez que te oigo decir algo tan absolutamente estúpido.

Po hizo una mueca. Recogió una piedra grande de las que utilizaban para romper la capa de hielo del estanque, la levantó y la lanzó con fuerza a la superficie helada; poco después Katsa era recompensada con el ruido sordo de lo que casi pasaba por ser una risa.

—Tu forma de consolar lleva la impronta de tus tácticas ofensivas.

—Has perdido algo y estás en tu derecho de lamentarte por lo que ya no tienes. La vista y tu gracia no son lo mismo. Tu gracia te muestra la forma de las cosas, pero no te muestra la belleza. Has perdido la belleza de las cosas.

Po volvió a hacer una mueca y miró a lo lejos. Cuando volvió la vista hacia ella, Katsa creyó que estaría al borde de las lágrimas. Sin embargo, habló con frialdad, sin rastro de llanto en la voz:

—No regresaré a Lenidia, ni iré a mi castillo si me es imposible verlo. Ya me resulta bastante duro estar contigo. Ésa es la razón de que no te contara la verdad. Quería que te marcharas porque me duele estar contigo y no poder verte.

—¡Bravo! —exclamó Katsa examinando la atormentada expresión del hombre—. Una muestra de autocompasión digna de aplauso.

Sus palabras provocaron de nuevo el ruido sordo de la risa de Po, así como una especie de impotente angustia plasmada en el semblante varonil que la impulsó a alargar las manos hacia él, abrazarlo y besarle el cuello, los hombros cubiertos de nieve, el dedo en el que le faltaba el anillo y en cualquier sitio que tuviera a su alcance. Él le acarició la mejilla con suavidad, le rozó los labios y se los besó para después apoyar la frente en la de ella.

—Jamás te retendría aquí —aseguró—. Pero si eres capaz de soportar que me comporte así, si eres capaz de soportarlo, entonces no quiero que te vayas.

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