Así es que, el miércoles por la mañana, llegaron a Montsou tres consejeros de administración de la sociedad minera. El pueblo, mejor dicho, los burgueses del pueblo, asustados aún del terrible drama de la Voreux, no se atrevían ni siquiera a darse la enhorabuena, al verse libres de los ataques probables a su propiedad, y acaso, acaso, a su vida. El tiempo había mejorado. Deshecha la nieve por completo, despejado el cielo, amaneció un día de sol brillantísimo y casi caluroso para ser de febrero. Habían sido abiertas todas las persianas del palacio del Consejo de Administración; el caserón revivía. Empezaron a circular rumores muy satisfactorios, pues decían que aquellos señores, profundamente afectados por la catástrofe, se apresurarían a abrir paternalmente sus brazos a los obreros. Ahora que ya estaba el golpe dado, quizás con más violencia de la que se quería, los consejeros de administración se prodigaban, dándose aire de salvadores, y adoptando resoluciones tardías, pero excelentes. En primer lugar despidieron a los belgas, haciendo grandes alardes de aquella concesión extrema a sus mineros. Luego hicieron que cesase la ocupación militar de las minas, no amenazadas ya por los derrotados huelguistas, consiguiendo también que no se hablase más del centinela que había desaparecido de la Voreux; como se había registrado toda la comarca sin encontrarle, y sin encontrar su fusil, los jefes del regimiento lo dieron de baja como desertor, si bien sospechaban la existencia de un crimen. En todos los terrenos, los individuos del Consejo administrativo procuraron remediar las consecuencias de los últimos funestos sucesos, aminoraron la gravedad, y publicaron alocuciones, dirigiéndose a los obreros en términos cordiales para que volviesen al trabajo, ofreciéndoles olvido y perdón completos.
A pesar de todas estas ocupaciones, no descuidaban sus intereses, como lo decía bien claro el hecho de que Deneulin celebrara conferencias frecuentes con Hennebeau, sin duda relativas a la venta de Vandame.
Hasta entonces el barrio de los Doscientos Cuarenta seguía obstinado en su salvaje resistencia. Parecía como si la sangre de sus compañeros abriese un abismo entre ellos y los propietarios de las minas. Apenas llegaban a diez los que trabajaban: Pierron y otros cuantos de su calaña, a los cuales se veía salir para el trabajo y volver a su casa en medio del más profundo y despectivo silencio; pero sin dirigirles tampoco amenazas de ningún género. Además, se abrigaba serias desconfianzas acerca de los propósitos de la Compañía, la cual, en ninguna de sus proclamas, se ocupaba explícitamente de los obreros despedidos. ¿Sería que tuviesen el proyecto de no admitirlos más?
Pero de todas las casas del barrio, ninguna tan silenciosa y sombría como la de Maheu, anonadada por el luto. Desde que hubo acompañado a su marido hasta el cementerio, puede decirse que la viuda de Maheu no había despegado los labios.
Después de la batalla, consintió que Esteban llevase a la casa a Catalina, llena de fango y muerta de cansancio; y al desnudarla delante del joven para meterla en la cama, de momento creyó también que su hija estaba herida en el vientre, porque tenía la camisa llena de sangre; pero pronto comprendió que era el brote de la pubertad, declarada al fin. ¡Bonito regalo por otra parte, el poder hacer hijos para que luego los gendarmes los degollasen! Pero no hablaba nunca, y, menos con Catalina o con Esteban. Éste, a riesgo de que fueran a prenderlo, dormía con Juan en la cama, porque no se sentía con fuerzas para volver a la oscuridad del subterráneo de Réquillart; antes la cárcel cien veces.
Es verdad que a menudo pensaba en la prisión, como si fuese un refugio para él; pero nadie lo buscó, y vivió tranquilo, aunque hastiado de ver pasar las horas sin saber qué hacer ni en qué ocuparse.
Algunas veces, la viuda de Maheu les miraba a él y a su hija con expresión de rencor y con aire de extrañeza, como si se preguntara qué hacían los dos en su casa.
Nuevamente dormían todos en montón. El abuelo ocupaba la antigua cama de los niños, los cuales se acostaban con Catalina, ahora que ya no estaba allí la pobre Alicia. De noche, más que nunca, sentía su madre lo desierto de la casa, encontrándose en aquella cama que, durante tantos años, ocupara con su marido, y que resultaba tan grande para ella sola. En vano se llevaba a Estrella para estar más estrecha; su hija no reemplazaba a su marido, y la viuda se pasaba las horas muertas llorando. La vida había recobrado su aspecto normal, y los días transcurrían como antes, sin pan, y sin tener la suerte de morirse, para no padecer más.
Todo seguía lo mismo; pero con la diferencia de no tener a su marido allí, y la seguridad de que no volvería a tenerle jamás.
En la tarde del quinto día, Esteban, desesperado de ver a aquella mujer silenciosa y huraña, prefirió salir, y abandonando la habitación, echó a andar a la ventura por las calles del barrio. Aquella inacción forzosa en que vivía le obligó a dar un gran paseo, durante el cual las mismas ideas sombrías que le asaltaran bastantes días antes de la catástrofe le atormentaban cruelmente. Media hora llevaba andando sin saber por dónde, cuando comprendió, y esto aumentaba su malestar, que sus compañeros se asomaban a las puertas de las casas para verle pasar. Lo poco que quedaba de su popularidad desapareció con motivo de la catástrofe de la Voreux. Esteban levantó la cabeza: allí estaban los hombres con ademán amenazador, y las mujeres levantando un pico de las cortinillas de la ventana; y bajo el peso de la acusación tácita todavía, de la cólera mal disimulada que brillaba en los ojos de todos, agrandados por el hambre y por las lágrimas, se sentía tan turbado, que no acertaba ni siquiera a dar un paso. A su espalda, los rumores de reproche iban en aumento, y tal miedo le dio de que el barrio entero saliese a echarle en cara su desventura, que volvió rápidamente a su casa. Allí estaba el tío Buenamuerte, clavado en una silla, de la cual no podía moverse desde el día de la matanza, en el que unos vecinos le recogieron del suelo y se lo llevaron a su casa, en un estado terrible de abatimiento. Y mientras Enrique y Leonor, a fin de engañar al hambre rebañaban una cacerola donde el día antes habían cocido coles para cenar, la viuda de Maheu, en pie, delante de la mesa, con la cabeza erguida y con ademán furioso, amenazaba a Catalina con el puño.
—¡Repite eso, condenada! ¡Repite lo que acabas de decir!
Catalina acababa de manifestar su propósito de ir a trabajar a la Voreux. La idea de no ganar nada, de ser tolerada en casa de su madre como un animalejo inútil, al que es necesario mantener, se le hacía cada vez más intolerable; y a no ser por temor de que Chaval le pegase una paliza, se habría ido a trabajar al día siguiente de la catástrofe. La pobre muchacha contestó tartamudeando:
—¿Qué quieres?, no se puede vivir sin hacer nada. Así, al menos tendremos pan—. Su madre la interrumpió: —Mira: al primero de vosotros que vaya a trabajar, lo ahogo —gritó la viuda—. ¡Ah! Sería demasiado haber matado al padre, y seguir ahora explotando a los hijos. Basta, basta; prefiero ver que os entierren a todos como enterraron a tu pobre padre.
Y aquel obstinado silencio de quince días rompió en un hablar sin ton ni son, en un mar de palabras que aturdía. ¡Buena cosa le llevaría Catalina! Treinta sueldos cuando más, y otros veinte si los jefes se decidían a buscar alguna ocupación para Juan. ¡Cincuenta sueldos y siete bocas que mantener! Los niños no servían más que para comer; en cuanto al abuelo, debía de haberse roto algo en la cabeza cuando la caída, porque desde entonces parecía idiota, a menos que aquello fuese sólo el efecto de haber presenciado los asesinatos cometidos por los soldados.
—¿No es verdad, padre, que te han matado? Por más que aún esté fuerte ese brazo, acabaron contigo para siempre.
Buenamuerte la miraba con ojos espantados, sin comprender lo que decía.
—Y como no le han concedido aún la pensión a que tiene derecho, seguro que ahora nos la van a negar esos canallas, con pretexto de nuestras ideas… ¡Ah, no! Os digo que no quiero nada más con esa gente infame. —Sin embargo —insistió Catalina—; ellos prometen en la proclama…
—¿Quieres dejarme en paz con la dichosa proclama?… Otro lazo para explotarnos. Ahora se las dan de amables; ahora, después de habernos agujereado el pellejo.
—Entonces, madre: ¿dónde iremos? Sin duda nos echarán de la casa.
La viuda de Maheu hizo un gesto terrible. ¿A dónde irían? No lo sabía, ni quería pensar en ello, temiendo enloquecer. Pero se irían de allí a cualquier parte.
En aquel momento, furiosa contra los niños porque hacían ruido, dio un pescozón a Enrique y un azote a Leonor, los cuales empezaron a gritar desaforadamente, y los berridos de Estrella, que se había caído de una silla, aumentaron el estrépito. De pronto, su madre, desesperada, rompió a llorar también golpeándose la cabeza contra la pared.
Esteban, silencioso e inmóvil, no se había atrevido a intervenir, porque nadie le hacía ya caso; hasta los chiquillos huían de él con repulsión. Pero las lágrimas de aquella infeliz le conmovieron tanto, que no pudo menos de murmurar:
—¡Vamos! ¡Vamos! Valor… Ya veremos cómo salimos del paso.
La viuda, que parecía no haberlo oído, continuó llorando y quejándose en voz baja:
—¡Ah, cuánta miseria! ¡Parece un sueño! Al fin y al cabo, antes de todos estos horrores, la cosa, bien que mal iba adelante, y aunque pasábamos hambre, por lo menos estábamos todos juntos… pero ahora… ¿Qué ha sucedido? ¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho nosotros para vernos castigados así, los unos muertos, los otros deseando estarlo?… ¿Pues no era verdad que se nos trataba como a bestias de trabajo, que se cometía la injusticia de explotarnos de generación en generación, para aumentar la fortuna de unos cuantos ricos a costa de nuestra propia vida, sin más premio que malos tratos e infamias?… ¡Sí: aquello no podía durar; era necesario respirar un poco! ¿Es posible que hayan caído sobre uno tantas desgracias por haber deseado el triunfo de la justicia?
Los suspiros la ahogaban; su voz se extinguía en una tristeza inmensa.
—Luego, nunca faltan algunos vivos para prometer que la cosa se arreglará tan pronto como nosotros queramos…; y, ¡desde luego!, la sangre se sube a la cabeza, y como, con lo que hay, se sufre tanto, se mete uno a pedir lo que no hay. Está uno en las nubes, y es natural: al caer otra vez, revienta uno. Era mentira; no había nada de lo que esperábamos; no había más que dolores, sufrimientos, miserias, y, como si todo esto no bastase, tiros también para asesinarnos.
Esteban, con la cabeza baja, escuchaba aquellas quejas, cada una de las cuales le producía un remordimiento. No encontraba palabras con que calmar a la viuda, quien furiosa, con ademán amenazador y dirigiéndose a él, tuteándolo, exclamó fuera de sí:
—¡Y tú, tú también hablas de que volvamos al trabajo, después de habernos metido en todo esto!… No te echo nada en cara; pero te aseguro que si yo estuviese en tu pellejo, me hubiese muerto ya cien veces, pensando en el daño hecho a los compañeros.
El joven quiso contestar; luego, desesperado, se encogió de hombros; ¿para qué dar explicaciones que, en su dolor, no podía ella comprender? Y como no podía soportar aquella escena, salió a la calle, y emprendió de nuevo su paseo a la ventura. Vio que, como si lo hubiesen estado esperando, toda la gente se hallaba a la puerta de su casa. Al notar su presencia, se oyeron rumores, y empezaron a formarse grupos en ademán amenazador. Las murmuraciones disimuladas de aquellos últimos días estallaban entonces en una maldición universal. Todos le amenazaban con el puño cerrado; las madres le enseñaban a sus hijos con ademán rencoroso; los viejos, al verle pasar, escupían y le miraban con aire despectivo: era el cambio natural que se produce en la opinión al día siguiente de una derrota; era el obligado reverso de la popularidad; era la execración que exasperaba a todos, al ver que sus heroicos sufrimientos resultaban inútiles. Zacarías, que llegaba con Filomena, tropezó con Esteban, y, en vez de saludarle, empezó a reírse de él maliciosamente.
—Mira, mira cómo engorda —dijo—; parece que se alimenta con las desdichas de los demás.
También la mujer de Levaque se había asomado a la puerta con Bouteloup. Y, hablando de su hijo Braulio, muerto de un balazo, exclamó:
—Sí, hay cobardes que hacen asesinar a los chiquillos. Que vaya y desentierre al mío para devolvérmelo.
No se acordaba de su marido preso, estando allí Bouteloup; pero en aquel momento se le ocurrió acordarse de él, y añadió con voz chillona:
—¡Anda, anda; cómo se pasean los canallas que tienen la culpa de todo, mientras los hombres honrados están presos!
Esteban, huyendo de ella, había ido a tropezar con la mujer de Pierron, que acudía presurosa a través de los jardinillos. Ésta consideraba como una ventaja la muerte de su madre, que cien veces, con sus violencias, había estado a punto de comprometerlos, y no lloraba tampoco por Lidia, la hija de su marido, la cual constituía para ella una verdadera carga; pero se aliaba a sus vecinas, a fin de reconciliarse con ellas.
—¿Y mi madre, di? ¿Y mi hija? ¿Crees que no te han visto ocultándote detrás de ellas para escapar de las balas?
¿Qué había de hacer? ¿Ahogar a la mujer de Pierron y a la otra—? ¿Batirse con el barrio entero? Por un instante tuvo Esteban el deseo de hacerlo. La sangre se le subía a la cabeza; llamaba brutos a sus compañeros, y se irritaba viéndolos tan estúpidos y tan bárbaros, que le culpaban a él por las consecuencias lógicas de los hechos. ¡Qué insensatos! Sentía su impotencia para dominarlos de nuevo, y, haciéndose el sordo a las injurias, se contentó con apresurar el paso y salir del barrio. Pero pronto tuvo que huir; la gente le perseguía; todo un pueblo se levantaba como un solo hombre para maldecirle en el desenfreno de sus malas pasiones. Él era el explotador; él, el asesino; él, el único causante de tanta desventura.
Salió del barrio, lívido de furor y huyendo de aquellas turbas que, de alcanzarlo, se hubieran seguramente ensañado contra él. Cuando llegó a la carretera, muchos le dejaron; pero algunos, más tercos, continuaron persiguiéndole con sus injurias. Al llegar a la puerta de La Ventajosa, tropezó con otro grupo que salía de la Voreux.
En aquel grupo iba Mouque el viejo, y Chaval. El anciano, después de la muerte de sus dos hijos, seguía trabajando como mozo de cuadra, sin pronunciar ni una queja.
De pronto, al ver a Esteban, sintióse acometido por un furor extraordinario; sus ojos se arrasaron en lágrimas, y de su boca salieron atropelladamente las injurias.