Además del conejo guisado con patatas, al que habían estado engordando durante un mes, los Maheu tenían sopa y carne para celebrar la fiesta. Precisamente el día antes se había cobrado la quincena. No recordaban haberse regalado de tal modo nunca. Ni siquiera cuando las fiestas de Santa Bárbara, durante las cuales los mineros no trabajaban en tres días, había estado tan rico el conejo. Los diez pares de mandíbulas que había en la casa, desde las de Estrella, a quien empezaban a salir los dientes, hasta las de Buenamuerte, al cual apenas le quedaba ninguno ya, trabajaban con tal ardor, que ni los huesos quedaron en los platos. La carne era buena; pero la digerían mal, porque no estaban acostumbrados a comerla. No quedó más que un poco de caldo para por la noche. Si tenían hambre, harían tostadas con manteca.
Juan fue el primero que desapareció; Braulio le esperaba al otro lado del jardín. Los dos rondaron largo rato por allí antes de poder arrancar de su casa a Lidia, a quien retenía la Quemada, porque había resuelto no salir y que no saliera la chiquilla. Cuando advirtió la fuga de la muchacha, gritó y se enfureció, agitando en el aire sus escuálidos brazos, mientras Pierron, aburrido de oírla chillar, se fue de paseo, con el aire de un marido que sale a divertirse sin remordimiento, sabiendo que su mujer se divierte también Por otro lado.
Luego se marchó el viejo Buenamuerte, y Maheu se decidió también a tomar un poco de aire, después de convenir con su mujer en que se reunirían en el pueblo. Ella al principio se negaba, porque le era imposible ir a ninguna parte con los chiquillos; luego dijo que quizá pudiera, que lo pensaría despacio, y por fin accedió a lo que su marido le pedía, prometiéndole que iría a buscarle para volver juntos a casa. Cuando se vio en la calle, titubeó un momento, y por fin se decidió a entrar en casa de los vecinos a ver si Levaque estaba listo; pero se encontró allí a Zacarías, que estaba esperando a Filomena, y la mujer de Levaque planteó su eterna cuestión del casamiento de los chicos, diciendo que se burlaban de ella, y que tendría una charla decisiva con la mujer de Maheu. ¡Estaba bonito que tuviera ella que cargar con los hijos de su hija, que no tenían padre, mientras Filomena se iba por ahí a gozar con su amante! La joven acabó de ponerse tranquilamente la cofia, y Zacarías se la llevó, diciendo que él, por su parte, quería casarse, siempre que su madre consintiese. Como Levaque había salido ya, Maheu dijo a la vecina que se entendiera con su mujer, y se marchó también apresuradamente. Bouteloup, que estaba comiendo un pedazo de queso, con los codos apoyados en la mesa, se negó obstinadamente a aceptar el convite que le hacía de ir a tomar un jarro de cerveza. Se quedaba en casa, como buen marido.
Poco a poco, el barrio de los obreros iba quedando desierto. Los hombres se habían marchado, mientras sus hijas, que en las puertas de sus casas los observaban, se iban enseguida, en dirección opuesta, del brazo de sus queridos. Cuando su padre desaparecía por la esquina de la iglesia, Catalina, que vio a Chaval, se dio prisa para reunirse con él, y tomar, cogida de su brazo, el camino de Montsou. Y la madre, que se había quedado sola y rodeada de los chicos pequeños, no teniendo ánimos para moverse de la silla, se sirvió otro vaso de café, que empezó a beber a pequeños sorbos. En el barrio no quedaban ya más que las mujeres casadas, invitándose unas a otras a tomar algo, y acabando de vaciar las cafeteras en derredor de las mesas, llenas aún de restos de comida.
Maheu suponía que Levaque estaba en la taberna de Rasseneur, Y tomó el camino hacia allí, pero sin darse prisa. En efecto: detrás de la casita, en el jardinillo cerrado por una tapia, Levaque jugaba a los bolos con otros compañeros. En pie y sin jugar, los dos viejos Buenamuerte y Mouque, seguían las bolas con la vista, de tal modo absortos en su contemplación, que no hablaban ni una sola palabra. El sol caía a plomo, no se disfrutaba mas que un poco de sombra arrimándose a la pared de la casa; allí estaba Esteban, sentado junto a una mesa con un jarro de cerveza delante, Y aburrido porque su amigo Souvarine acababa de dejarle para subir a su cuarto. Casi todos los domingos el maquinista se encerraba a leer o a escribir.
—¿No juegas? —preguntó Levaque a Maheu.
Pero éste rehusó. Tenía mucho calor, y estaba ya muriéndose de sed. —¡Rasseneur! —gritó Esteban—. Trae un jarro.
Y volviéndose a Maheu:
—Oye, yo pago.
Ya se tuteaban todos.
Rasseneur no tenía prisa, por lo visto, y hubo que llamarle tres veces; al fin su mujer fue la que, con aquel ademán cortés que le era habitual, llevó lo que habían pedido. El joven había bajado la voz para quejarse de la casa; eran buenas gentes, que tendrían ideas laudables, pero la cerveza que daban era pésima, y en cuanto a las comidas, además de no ser limpias no había quien pudiera tragarlas. Ya se hubiera mudado mil veces de casa, si no temiera ir a vivir a Montsou, que estaba tan lejos de la mina. Tendría que acabar buscando una familia de las del barrio de los obreros que quisiera darle habitación y ropa por un tanto mensual.
—Realmente, realmente —repetía Maheu con su reposado tono— estarías mucho mejor viviendo en familia. Pero en aquel momento se oyeron grandes gritos. Levaque acababa de derribar todos los palos a la vez. Mouque y Buenamuerte, con la cabeza baja, en medio del ruidoso aplauso general, guardaban un silencio de aprobación profunda. Y el gozo de ver semejante jugada se desbordó en bromas y chacota, sobre todo cuando los jugadores vieron aparecer por encima de la tapia el rostro encendido y jovial de la Mouquette.
Hacía una hora que estaba rondando por aquellos andurriales, y al oír los gritos y las risas, se había atrevido a asomarse.
—¿Cómo es eso? ¿Estás sola? —le gritó Levaque—. ¿Y tus novios? —Los he despedido a todos —contestó ella con impúdica alegría—. Estoy buscando ahora otro.
Todos se le ofrecieron, prodigándole multitud de palabras de doble sentido; Pero ella a todos les decía que no con la cabeza, se reía a más y mejor, y estaba más amable que nunca. Su padre presenciaba la escena sin quitar la vista de los palos derribados por Levaque.
—¡Anda, anda! —continuó éste, mirando al sitio donde se hallaba Esteban—. Ya sabemos detrás de quién andas… Pero se me figura que tendrás que conquistarle a la fuerza.
Esteban a su vez comenzó a bromear. En efecto: a él era a quien buscaba la joven. El minero le decía siempre que no, con la cabeza, divirtiéndose, pero sin gana ninguna de dejarse conquistar. La Mouquette permaneció inmóvil algunos minutos más detrás de la tapia, contemplándole con ojos tiernos; luego se alejó lentamente, poniéndose de Pronto seria y como anonadada por el dolor.
Esteban, a media voz, seguía dando a Maheu explicaciones sobre lo preciso que era para los carboneros de Montsou el establecimiento de una Caja de Ahorros.
—Puesto que la Compañía dice que nos deja en libertad —preguntaba el joven—, ¿qué tememos? Indudablemente ella tiene señaladas sus pensiones; pero las distribuye a su antojo y con razón, puesto que no nos descuenta nada. Pues bien: sería muy conveniente formar una Sociedad de Socorros Mutuos, con la cual pudiéramos contar, al menos, en caso de inmediata necesidad.
Y el obrero entraba en pormenores, discutiendo la organización y ofreciéndose él a tomar sobre sí todo el trabajo.
—Yo, por mi parte —dijo Maheu convencido—, estoy dispuesto a contribuir con lo que sea. Pero los otros… Procura convencer a los demás.
Levaque había ganado la partida; los jugadores dejaron las bolas para tomar cerveza. Maheu se negó a beber otro jarro por el momento; luego vería, puesto que quedaba mucho tiempo hasta la noche. Se acordó de Pierron. ¿Dónde estaría? Sin duda en la taberna de Lenfant. Animó a Levaque y a Esteban, y los tres se marcharon en dirección a Montsou, en el momento que otro grupo invadía el juego de bolos, preparándose a jugarse nuevos jarros de cerveza.
En el camino hubo que entrar en la taberna de Casimiro y en el cafetín del Progreso. Los amigos los llamaban desde las puertas, y no había manera de decir que no. Cada vez se bebían un jarro, o dos si correspondían con otro convite. Se estaban allí cosa de diez minutos, charlaban cuatro palabras, y continuaban su camino muy tranquilos, sabiendo muy bien la cerveza que podían tomar impunemente. En la taberna de Lenfant vieron enseguida a Pierron, que acababa de propinarse su segundo trago de cerveza, Y por no negarse a brindar con ellos, se bebió el tercero. Ellos, por descontado, bebieron los suyos correspondientes. Los cuatro, reunidos, salieron a la calle con el propósito de ver si Zacarías estaba en la taberna de Tison. No había nadie allí; se sentaron en una mesa para esperarle, y pidieron otro jarro de cerveza. Luego pensaron en el cafetín de San Eloy, donde tuvieron que aceptar una ronda del capataz Richomme, y así siguieron de taberna en taberna, recorriendo las estaciones, como ellos decían, sin más objetivo que pasear y pasar el rato.
—¡Vamos al Volcán! —dijo de pronto Levaque, que iba estando alegre.
Los otros se echaron a reír; y aunque vacilando, al cabo acompañaron a su amigo, atravesando aquellas calles, cada vez más animadas, en medio del estrépito creciente de la fiesta del pueblo. En la sala, larga y estrecha del Volcán, sobre un tablado raquítico levantado en un extremo, cinco cantantes, última escoria de las mujeres públicas de Lille; cantaban y bailaban con desvergüenza luciendo sus escotes enormes y los concurrentes daban diez sueldos cuando querían irse con una a pasar un rato detrás del escenario. No es preciso decir que frecuentaba semejante tugurio toda la juventud minera, desde el cortador de arcilla hasta el último mozalbete de quince años, y que se bebía mucha más ginebra que cerveza.
También solían ir algunos mineros formales, maridos que vivían en continua pelotera con su mujer, y que no podían resistir las miserias de la vida doméstica.
Cuando los cuatro amigos hubieron tomado asiento alrededor de una mesa del café cantante, Esteban la emprendió con Levaque, explicándole su idea y su propósito de fundar una Caja de Socorros. El joven tenía el sistema de obstinada propaganda, propio de los neófitos que se creen en el deber de cumplir una misión sagrada.
—Cada cual —repetía— puede muy bien dar un franco todos los meses. Con esos francos acumulados, tendríamos en cuatro o cinco años un buen capital; y cuando se tiene dinero, se es fuerte: ¿no es verdad? En todas las ocasiones y en todas las circunstancias. ¡Eh! ¿Qué te parece?
—Yo no digo que no —respondió Levaque, con aire distraído—. Ya hablaremos.
Una rubia gorda y desvergonzada empezaba a coquetear con él, y se empeñó en quedarse en el café cuando Maheu y Pierron, después de haberse tomado su ración de cerveza, quisieron marcharse, sin esperar a que cantaran otra cosa.
En la calle, Esteban, que iba con ellos, encontró a la Mouquette, que parecía haberlos seguido y que continuaba mirándole con sus ojazos picarescos y riendo con la mayor amabilidad, como diciéndole: "¿Quieres?"
El joven se encogió nuevamente de hombros, y le gastó una broma. Entonces ella hizo un gesto colérico, y se alejó, desapareciendo entre la muchedumbre.
—¿Dónde estará Chaval? —preguntó Pierron.
—Es verdad —dijo Maheu—. Estará en casa de Piquette… Vamos allá.
Pero al llegar al café de Piquette se detuvieron en la puerta, poniendo oído al estrépito que de allí salía. Debían de estar riñendo. En efecto: Zacarías amenazaba con el puño a un individuo, gordo y flemático, mientras Chaval con las manos tranquilamente metidas en los bolsillos, los miraba.
—¡Hola! Ahí está Chaval —dijo Maheu, con su calma habitual—. Está con Catalina.
Hacía ya más de cinco horas que ésta y su querido andaban por la feria, que estaba colocada a lo largo del camino de Montsou, de aquella amplia calle de bajas y pintarrajeadas casitas, por donde paseaba lentamente y sin cesar una muchedumbre abigarrada, parecida a las hormigas que salen a tomar el sol. El eterno barro negruzco se había secado, y del suelo subía una nube de polvo denso, y negruzco también, semejante a una nube de tormenta. En una y otra acera, las tabernas y tenduchos, repletos de gente, habían puesto mesas en la calle, y alternaban con multitud de puestos ambulantes, verdaderos bazares al aire libre, donde se veían gorros y pañuelos, espejillos para las chicas y navajas para los muchachos; sin contar los dulces, pasteles y chucherías que se vendían por todas partes.
En la plaza de la iglesia se tiraba al arco; enfrente de las canteras habían establecido dos juegos de bolos; en la esquina del camino de Joiselle, junto al palacio del Consejo de Administración de la Compañía, en un solar cerrado con tablones, se entretenía la gente en presenciar riñas de gallos, entre los cuales había dos muy grandes, con espolones postizos de hierro y el pescuezo chorreando sangre. Más allá, en casa de Maigrat, se jugaba al billar, apostando incluso pantalones y delantales.
Y de cuando en cuando se producía un silencio prolongado; la muchedumbre estaba bebiendo, se atracaba sin hablar, buscando una indigestión de cerveza y patatas fritas, en medio de aquel calor sofocante, aumentado por la lumbre de los asaderos que humeaban en la calle.
Chaval compró, para Catalina, un espejo de diecinueve sueldos y un pañuelo de tres francos. A cada vuelta que daban, se cruzaban con Mouque y con Buenamuerte, que habían ido a la feria, y la recorrían, arrastrando sus piernas, que, impedidas por el reuma, casi se negaban a llevarlos.
Pero otro encuentro les indignó; vieron a Juan que animaba a Braulio y a Lidia para que robasen botellas de ginebra en un puesto ambulante, colocado ya casi a la salida del pueblo.
Catalina no tuvo tiempo más que de dar una bofetada a su hermano, que ya corría con una botella debajo del brazo. Aquellos malditos chicos acabarían en la cárcel. Entonces fue cuando al pasar por delante del cafetín de la Cabeza Cortada, Chaval tuvo la idea de hacer entrar a su querida para asistir a un concurso de jilgueros que estaba anunciado en la puerta desde muchos días antes. Quince obreros de las ferreterías de Marchiennes habían acudido a luchar por el premio que se ofrecía, cada uno con una docena de jaulas; y las jaulitas tapadas, donde los pobres jilgueros se hallaban a oscuras y sin atreverse a mover, habían sido colgadas en las paredes del cafetín. Tratábase de ver cuál de ellos, en el transcurso de una hora, repetiría más veces su canto favorito. Cada herrero, con una pizarra en la mano, estaba en pie delante de sus jaulas, haciendo apuntes, interviniendo las operaciones de los demás, de igual manera que los otros intervenían las suyas. Y los jilgueros comenzaron a trinar, primero con timidez, no atreviéndose a lanzar más que alguno que otro gorgorito; pero poco a poco, entusiasmándose, excitados unos con otros, y finalmente trinando delirantes con el afán de la emulación, tan exagerado en algunos, que caían muertos por el esfuerzo. Los herreros los animaban con la boca para que cantaran, y cantaran, y cantaran sin cesar, a fin de ganar el premio, mientras los espectadores, un centenar de personas próximamente, permanecían silenciosos, muy interesados, en medio de aquella música infernal de ciento ochenta jilgueros, repitiendo todos la misma cadencia, pero en distinto tiempo.