Germinal (29 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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La doncella, que estaba sirviendo la mesa con el ayuda de cámara, creyó que le daban una orden, y fue a correrlas inmediatamente. Entonces todos empezaron a bromear otra vez: nadie cogía un tenedor ni un cuchillo sin tomar todo género de precauciones; cada plato fue saludado como un objeto salvado milagrosamente de una ciudad saqueada por las turbas; mas, detrás de aquella fingida alegría, reinaba un miedo sordo, que se translucía en miradas involuntarias a los balcones, como si fuera posible que, de un momento a otro, entrara por ellos un ejército de hambrientos a saquear la casa.

Después de los huevos con trufas, sirvieron truchas de río. La conversación versaba entonces sobre la crisis industrial, cada vez más acentuada desde hacía dieciocho meses.

—Esto tenía que suceder fatalmente —aseguraba el señor Deneulin—, porque la exagerada prosperidad de estos años últimos lo traía como consecuencia inevitable… Piensen un poco en los enormes capitales amortizados en los ferrocarriles, en los puertos y canales construidos, en todo el dinero empleado en empresas arriesgadas. Aquí mismo se han establecido tantas fábricas de azúcar, que no parece sino que íbamos a coger tres cosechas de remolacha todos los años… Y ¡desde luego! Hoy el dinero escasea, porque es necesario esperar a que se indemnicen del interés de los millones que se han gastado: la consecuencia de todo eso es el apuro en que nos hallamos y la muerte de todo género de negocios.

El señor Hennebeau combatió aquella teoría; pero tuvo que convenir en que los años prósperos habían echado a perder a los obreros.

—Yo me acuerdo de que esos muchachos ganaban en las minas hasta seis francos diarios, el doble de lo que sacan ahora. Naturalmente, vivían bien, e iban adquiriendo hábitos de lujo… Hoy se les hace más cuesta arriba sujetarse a su frugalidad de antes.

—Señor Grégoire —decía la señora de la casa—, ¿le sirvo un poco más de estas truchas?… Son muy finas, ¿verdad?

El director continuó diciendo:

—Pero pregunto yo: ¿tenemos nosotros la culpa? No parece sino que a nuestra vez no sufriéramos las mismas consecuencias… Desde que han empezado a cerrarse fábricas y más fábricas, no sabemos cómo deshacernos de las considerables existencias almacenadas; y ahora, ante el descenso constante de pedidos, tenemos por fuerza que disminuir los gastos de explotación… Eso es lo que los obreros no quieren comprender.

Hubo un momento de silencio. El criado puso en la mesa una fuente de perdices asadas, mientras la doncella escanciaba Chambertin en las copas de los comensales.

—Hay hambre en la India —replicó Deneulin a media voz y como si hablase consigo mismo—; América, al disminuir sus pedidos de hierro, ha dado un golpe mortal a nuestras fábricas. Como esto es una cadena, cualquier crisis, por lejana que sea, hace resentirse a todo el mundo. ¡Y el Imperio, que estaba tan orgulloso con esta fiebre industrial que se había apoderado de nosotros!

Comió un bocado del ala de perdiz que le habían puesto en el plato, y continuó luego:

—Lo peor es que, para disminuir los gastos de explotación, sería necesario producir más; porque, de lo contrario, la crisis se ensaña con los jornales, y el obrero tiene razón cuando dice que él es quien paga los vidrios rotos.

Aquella confesión, arrancada a su franqueza característica, dio pie a un animado debate. Las señoras se aburrían. Todos, por otra parte, se ocupaban con verdadero ardor en despachar lo que tenían en el plato. El criado entró nuevamente en el comedor; quiso hablar, pero titubeó un poco, y acabó por no decir nada.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor Hennebeau—. Si han traído algún telegrama, dénmelo… Estoy esperando varios.

—No, señor; es que está ahí el señor Dansaert… Pero teme molestar.

El director pidió permiso a sus convidados, y mandó que entrase el capataz mayor. Éste se quedó en pie, a respetuosa distancia de la mesa, mientras todos se volvían a mirarle, deseosos de saber las noticias que traía. Los barrios de los obreros continuaban tranquilos; pero se esperaba la llegada de una comisión de trabajadores. Quizás antes de cinco minutos estuviese allí.

—Está bien, gracias —dijo el señor Hennebeau—. Quiero que mañana y tarde me dé usted parte de todo lo que ocurra.

Y cuando Dansaert se hubo marchado, comenzaron de nuevo las risas, mientras se abalanzaban a la ensalada rusa, diciendo que era preciso apresurarse, si querían acabar de almorzar. Pero la alegría llegó a su colmo cuando, habiendo pedido Négrel un poco de pan, la doncella contestó un "está muy bien", dicho en voz tan baja y con tanto miedo, que no parecía sino que la muchacha se veía ya entre las garras de una partida de malhechores que fueran a matarla.

—Hable más alto, hija mía —dijo sonriendo la señora de Hennebeau—, le todavía no están aquí.

El director, a quien acababan de entregar un abultado paquete de cartas y telegramas, quiso leer en voz alta una de aquéllas. Era de Pierron, y en ella decía, en frases respetuosas, que se veía obligado a declararse en huelga con todos sus compañeros para que no le maltrataran; y añadía que, además, no había podido negarse a formar parte de la comisión que iba a visitar al señor director, si bien protestaba contra semejante acto.

—¡Ésta es la libertad del trabajo! —exclamó el señor Hennebeau. Se volvió a hablar de la huelga, y le preguntaron su opinión.

—¡Oh! —contestó—. Ya hemos visto otras muchas… Cuestión de una semana, o cuando más de una quincena de holganza, como sucedió la última vez. Pasarán el día visitando las tabernas, y cuando tengan hambre volverán a las minas.

Deneulin volvió la cabeza, diciendo:

—Yo no estoy tranquilo… Esta vez parece que están mejor organizados. ¿No tienen también una Caja de Socorros?

—Sí; pero apenas cuentan con tres mil francos. ¿Qué quiere usted que hagan con eso?… Sospecho que el jefe es un tal Esteban: un buen obrero, a quien sentiría tener que echar a la calle, como hice en cierta ocasión con un tal Rasseneur, que todavía continúa echándome a perder a los mineros de la Voreux con sus ideas revolucionarias y con su cerveza. Dentro de diez días la mitad de la gente estará trabajando y, a lo sumo, dentro de quince días harán lo mismo todos los demás

El señor Hennebeau estaba convencido. Su disgusto consistía en el temor de que el Consejo de Administración le hiciese responsable de la huelga. Hacía algún tiempo que se sentía con menos ascendiente sobre sus jefes. Así es que, dejando en el plato la cucharada de ensalada rusa que se llevaba a la boca, volvió a leer los telegramas recibidos de París, contestación a otros suyos, y cada una de las palabras, las cuales quería descifrar, como si tuviesen doble sentido. Todos le perdonaron la lectura, porque el almuerzo iba adquiriendo el carácter de una comida de campamento en vísperas de romper el fuego contra el enemigo.

Las señoras se mezclaron también en la conversación. La de Grégoire fue la primera que compadeció a aquellas pobres gentes que iban a pasar hambre y ya Cecilia echaba sus cuentas para distribuir entre 105 huelguistas bonos de pan y carne. La señora de Hennebeau, en cambio, se asombraba oyendo hablar de la miseria en que vivían los mineros de Montsou. Pues qué, ¿no eran felices? ¡Aquellas gentes que tenían casa, lumbre y todo género de cuidados prodigados por la Compañía! En su indiferencia hacia aquellos infelices, no sabía de su vida más que la lección que aprendiera de memoria para relatársela a los parisienses que iban a visitarla en los dominios de su marido, y como acabara por creer en ella, se indignaba ante la ingratitud del pueblo.

Négrel, entretanto, seguía divirtiéndose en asustar a la señora Crégoire. Cecilia no le disgustaba, y quería casarse con ella por complacer también a su tía; pero no hacía esfuerzos de ningún género para demostrar su amor, como muchacho práctico en la vida' que alardeaba de corazón frío. Pretendía ser republicano, lo cual no obstaba para que tratase a los obreros con una severidad extraordinaria, y se burlara de ellos cuando estaba con señoras.

—Tampoco yo tengo el optimismo de mi tío —dijo, tomando parte en la conversación—. Me temo gravísimos desórdenes… Así es, señor Grégoire, que le aconsejo cierre bien todos los cerrojos de La Piolaine, porque podrían robarle.

Precisamente en aquel momento el señor Grégoire, con la eterna sonrisa bonachona que animaba su semblante, estaba defendiendo a los mineros.

—¡Robarme! —exclamó estupefacto—. ¿Y por qué?

—¿No es usted accionista de las minas de Montsou? O sea, que no hace usted nada, y vive del trabajo de los demás. En una palabra: es usted un capitalista, y eso basta. Esté seguro de que si la revolución social triunfase, le obligarían a devolver su dinero, como si lo hubiese robado: ¡la propiedad es un robo!

Entonces perdió la bonachona tranquilidad que no le abandonaba nunca y tartamudeó:

—¡Qué mi fortuna es dinero robado! ¿Mi bisabuelo no ganó con el sudor de su rostro el capital empleado en acciones de minas? ¿No hemos corrido todos los riesgos de la empresa? ¿Acaso hago yo hoy mal uso de las rentas?

La señora de Hennebeau, alarmada al ver que la madre y la hija tenían miedo también, intervino en la conversación, diciendo:

—No hagan caso; son bromas de Pablo.

Pero el señor Grégoire estaba fuera de sí. En aquel momento pasaba por su lado el ayuda de cámara con un plato de cangrejos, y sin saber lo que hacía, cogió con la mano dos o tres y se los metió en la boca, y empezó a comerse las patas.

—¡Ah! No digo yo que no haya accionistas que abusen y se porten mal. Por ejemplo: me han dicho que ha habido personajes que han recibido acciones de las minas en pago de servicios prestados a las Compañías. Lo mismo que ese señorón, ese duque, a quien no quiero nombrar, el primero de nuestros accionistas, cuya vida es un escándalo de prodigalidad, que gasta millones en mujeres, juego y un lujo inútil… ¡Pero nosotros, nosotros, que vivimos modestamente, como honrados burgueses que somos!… ¡Vamos, vamos! Sería necesario que esos obreros fuesen gente de la peor ralea para que se metieran conmigo, ni trataran de robarme ni un alfiler.

El mismo Négrel tuvo que tranquilizarle, riéndose al mismo tiempo de su furor. Todos comían cangrejos en aquel momento, y el crujir de los caparazones de los animalillos entre los dientes de los comensales continuaba oyéndose cuando la conversación versó sobre política. El señor Grégoire, todavía tembloroso a pesar de las últimas explicaciones de Pablo, declaraba que era liberal y echaba de menos a Luis Felipe. Deneulin era partidario de un gobierno fuerte, y estaba disgustado con el emperador, a quien acusaba de hallarse en la resbaladiza pendiente de las concesiones imprudentes.

—Acuérdense del 89 —dijo—. La nobleza fue quien hizo posible la revolución por su complicidad, por sus aficiones a las novedades filosóficas. Pues bien: hoy la clase media representa el mismo papel estúpido, con su afán de liberalismo, con su furia de destrucción, con sus halagos al pueblo… Sí, sí; están ustedes afilándole los dientes al monstruo para que nos devore. ¡Y nos devorará, no lo duden!

Las señoras le pidieron que callase, y variaron de conversación, preguntándole por sus hijas. Deneulin tuvo que hablar de ellas: Lucía estaba en Marchiennes, tocando el piano y cantando en casa de una amiga; Juan había empezado a pintar una cabeza de viejo. Pero decía todo aquello con aire distraído y sin separar la vista del director, que continuaba absorto en la lectura de los telegramas y sin ocuparse de sus convidados. Comprobaba que en aquellas hojas de papel, procedentes de París, iba la voluntad de los Consejeros de Administración que habían de decidir de la huelga con las resoluciones que tomaran. Así es que no pudo menos de volver enseguida al asunto que le preocupaba.

—¿Qué va a hacer usted por fin? —preguntó de repente.

El señor Hennebeau se estremeció, y salió del paso con una frase vaga:

—Veremos.

—Indudablemente ustedes son ricos y pueden esperar —dijo Deneulin, hablando consigo mismo—. Pero a mí me matan si la huelga llega a Vandame. Por más que he restaurado Juan Bart, no puedo salir adelante como no sea con una producción incesante. ¡Ah! Les aseguro que estoy listo.

Aquella confesión involuntaria pareció hacer efecto en Hennebeau. Escuchaba, y trazaba un plan para sus adentros: en caso de que la huelga se formalizase, ¿por qué no utilizarla, dejando que se arruinase el vecino, para luego comprarle la mina por una bicoca? Era el medio más eficaz para reconquistar el favor de la Compañía de Montsou, que hacía muchos años soñaba con la adquisición de Vandame.

—Si tan mal le va con Juan Bart —dijo sonriendo—, ¿por qué no la vende?

Pero Deneulin, que sentía ya haberse quejado, exclamó con energía: —¡Jamás! ¡En mi vida!

Todos se echaron a reír al verle tan enfadado, y al fin se dejó de hablar de la huelga cuando sirvieron los postres. Un plato de merengue riquísimo valió muchos aplausos a la cocinera. Las señoras charlaban entre sí, discutiendo sobre una receta para hacer el dulce de batata, que también estaba muy bueno. Queso y frutas, pasas, peras e higos acabaron de determinar en todos el abandono propio del final de un almuerzo exquisito y abundante. Todos hablaban al mismo tiempo, mientras el criado servía vino del Rhin, en sustitución del champán, que fue declarado cursi por unanimidad.

Y la boda de Pablo y de Cecilia adelantó mucho hacia su realización en medio de aquel movimiento de simpatía propio de la hora de los postres. Su tía le había dirigido miradas tan significativas, que el joven se mostraba muy obsequioso y galante, procurando tranquilizar a los Grégoire y borrar de su ánimo el efecto de aquellas historias de robo y de saqueo. Durante un momento, el señor Hennebeau, que había observado aquellas miradas de inteligencia entre su mujer y su sobrino, tuvo sospechas; pero la consideración de que se estaba tratando de bromas le tranquilizó por completo.

Acababa Hipólito de servir el café, cuando entró la doncella en el comedor, pálida como una muerta.

—¡Señor, señor; ya están aquí!

Era la comisión de obreros. Se oyó el ruido de la puerta de la calle, y una conmoción de espanto se apoderó de toda la casa.

—¡Qué entren en el salón! —dijo el señor Hennebeau.

Los convidados se habían mirado unos a otros, sin saber qué hacer, ni qué decir. Reinaba entre ellos el más profundo silencio. Luego quisieron volver a bromear: empezaron a guardarse los terrones de azúcar y a decir que era preciso meterse los cubiertos en el bolsillo. Pero como el director permaneciera serio y con ademán severo, las risas cesaron; ya no se hablaba, se cuchicheaba, mientras las pesadas botas de los mineros, que entraban en el salón contiguo, hollaban las ricas alfombras del caserón.

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