Cuando miraron el planeta Alfa al cabo de un rato, sólo vieron como una media luna iluminada y cubierta, en gran parte, por las nubes.
—Supongo que no tienen una tecnología espacial activa —dijo Pelorat—. No pueden seguimos.
—No creo que esto me anime mucho —repuso Trevize, hosco el semblante y con voz afligida —Estoy contagiado.
—Pero el virus es inactivo —dijo Bliss.
—Sin embargo, puede ser activado. Ellos tienen un método. ¿Cuál será?
Bliss se encogió de hombros.
—Hiroko dijo que el virus, permaneciendo inactivo, acabaría muriendo en un cuerpo inadaptado a él…, un cuerpo como el tuyo.
—¿Sí? —dijo furiosamente Trevize—. ¿Cómo lo sabía? Y a propósito, ¿cómo sé yo que la declaración de Hiroko no fue una mentira para consolarse ella misma? ¿Y no es posible que el método de activación, sea cual fuere, se produzca de un modo natural? Por un producto químico particular, por un tipo de radiación, por… ¿quién sabe qué? Puedo enfermar de pronto y, en tal caso, vosotros tres moriréis también. O si ocurre algo de eso después de que hayamos llegado a un mundo poblado, podemos dar origen a una temible pandemia que los refugiados llevarían a otros mundos. —Miró a Bliss—. ¿Puedes hacer algo a ese respecto?
Bliss movió la cabeza lentamente.
—No es fácil. Hay parásitos integrados en Gaia: microrganismos, gusanos. Son una parte benigna del equilibrio ecológico. Viven y contribuyen a la conciencia del mundo, pero nunca proliferan en exceso. Viven sin causar daños importantes. Lo malo es, Trevize, que el virus que te afecta a ti no forma parte de Gaia.
—Has dicho «no es fácil» —murmuró Trevize, arrugando la frente—. Dadas las circunstancias, ¿podrías tomarte el trabajo, aunque te resulte difícil, de localizar el virus que llevo dentro y destruirlo? Y si eso no es posible, ¿puedes, al menos, fortalecer mis defensas?
—¿Te das cuenta de lo que me pides, Trevize? Yo no conozco la flora microscópica de tu cuerpo. No me sería fácil distinguir un virus en las células de tu cuerpo de los genes normales que habitan en ellas. Y todavía me resultaría más difícil distinguir entre los virus a que tu cuerpo está acostumbrado de aquellos que Hiroko te contagió. Lo intentaré, Trevize, pero requerirá tiempo y quizá no lo consiga.
—Tómate todo el tiempo necesario —dijo Trevize—, pero inténtalo.
—Lo haré —prometió Bliss.
—Si Hiroko dijo la verdad —murmuró Pelorat—, quizá seas capaz de descubrir virus que parezcan estar perdiendo ya vitalidad y acelerar su muerte.
—Podría hacerlo —dijo Bliss—. Es una buena idea.
—¿No flaquearás? —inquirió Trevize—. Tendrás que destruir unas pequeñas vidas preciosas cuando mates esos virus, ¿sabes?
—Quieres mostrarte sarcástico, Trevize —dijo fríamente Bliss—, pero, con sarcasmo o sin él, estás planteando una verdadera dificultad. Sin embargo, no puedo dejar de preferirte a los virus. Los mataré si puedo, no temas. A fin de cuentas, aunque no te prefiriese a ti —y su boca se contrajo como si reprimiese una sonrisa—, Pelorat y Fallom están en peligro también, y tal vez confíes más en lo que siento por ellos que en lo que siento por ti. Y no olvides que también yo como peligro.
—No tengo fe en tu amor por ti misma —murmuró Trevize—. Estás dispuesta siempre a entregar tu vida por un motivo altruista. Pero aceptaré tu interés por Pelorat. —Después dijo—: No oigo la flauta de Fallom. ¿Se encuentra mal?
—No —repuso Bliss—. Está durmiendo. Un sueño perfectamente natural en el que nada tengo que ver. Y sugiero que, cuando hayas preparado el Salto a la estrella que creemos que es el sol de la Tierra, nosotros hagamos lo mismo. Yo me estoy cayendo de sueño y supongo que tú también, Trevize.
—Sí. ¿Sabes una cosa, Bliss? Tenias razón.
—¿En qué, Trevize?
—En lo de los Aislados. La Nueva Tierra no es un paraíso, por mucho que lo parezca. Aquella hospitalidad, todas esas pruebas de amistad, eran para que nos confiásemos, a fin de poder contagiar a uno de nosotros con facilidad. Y las fiestas que celebraron después en nuestro honor iban encaminadas a retenernos allí hasta que regresase la flota pesquera y pudiese realizarse la activación. Así habría acabado todo, de no haber sido por Fallom y su música. Es posible que también en eso tengas razón.
—¿En lo tocante a Fallom?
—Sí. Yo no quería llevarla y nunca me encontré a gusto con ella a bordo. Gracias a ti, Bliss, la tenemos con nosotros, y fue ella quien, sin saberlo, nos salvó. Aunque, sin embargo…
—Y sin embargo, ¿qué?
—A pesar de todo, todavía me inquieta la presencia de Fallom. No sé por qué.
—Por si hace que te sientas mejor, Trevize, debo decirte que no creo que debamos otorgar todo el mérito a la niña. Hiroko aprovechó la música de Fallom como excusa para cometer lo que los otros alfanos considerarían, con toda seguridad, un acto de traición. Incluso es posible que ella lo creyese también, pero había algo más en su mente, algo que tal vez le avergonzaba que aflorase a su consciente. Tengo la impresión de que sentía afecto por ti y no quería verte morir, con independencia de Fallom y de su música.
—¿De veras lo crees así? —preguntó Trevize, sonriendo ligeramente por primera vez desde que habían salido de Alfa.
—Creo que sí. Debes tener cierta pericia en tu trato con las mujeres, persuadiste a la ministra Lizalor de que nos dejase embarcar y salir de Comporellon e influiste en Hiroko para que salvase nuestras vidas. Cada uno debe recibir el crédito que se merece.
Trevize sonrió más ampliamente.
—Bueno, si tú lo dices… Vayamos, pues; a la Tierra.
Desapareció en la cabina-piloto con un movimiento casi jactancioso.
Pelorat, que se había quedado atrás, dijo:
—A fin de cuentas, lo has amansado, ¿verdad, Bliss?
—No, Pelorat; nunca he tocado su mente.
—Lo has hecho cuando has halagado su vanidad de varón con tanto descaro.
—Indirectamente —dijo sonriendo Bliss.
—Aun así, te doy las gracias.
Después del Salto, la estrella que podía ser el sol de la Tierra estaba todavía a un décimo de pársec de distancia. Era, con mucho, el cuerpo más brillante del cielo, pero todavía seguía siendo sólo una estrella.
Trevize filtró la luz para verla mejor, y la estudió frunciendo el ceño.
—Parece indudable —dijo —que es la gemela virtual de Alfa, la estrella alrededor de la cual gira la Nueva Tierra. Sin embargo, Alfa está en el mapa del ordenador y esta estrella no aparece en él. No sabemos su nombre, no conocemos sus estadísticas, carecemos de toda información concerniente a su sistema planetario si es que lo tiene.
—¿No era eso lo que debíamos esperar, si la Tierra gira alrededor de ese sol? —dijo Pelorat—. Esta falta de información concordaría con el hecho de que toda información sobre la Tierra parece haber sido eliminada.
—Sí, pero también significaría que es un mundo Espacial que no fue incluido en la lista de la pared de aquel edificio de Melpomenia. No podemos estar seguros del todo de que aquella lista fuese completa. O podría ser que esta estrella no tuviese planetas y que, por consiguiente, se hubiese creído que no merecía la pena incluirla en un mapa de ordenador empleado, sobre todo, con fines militares y comerciales. ¿Hay alguna leyenda, Janov, según la cual el sol de la Tierra esté a un pársec, más ó menos, de una estrella gemela?
Pelorat sacudió la cabeza.
—Lo siento, Golan, pero no recuerdo ninguna en ese sentido. Aunque pueda haberla, pues mi memoria no es infalible. La buscaré.
—No es importante. ¿Se da algún nombre al sol de la Tierra?
—Se le dan varios nombres diferentes. Me imagino que debe haber uno en cada idioma.
—Siempre me olvido de que había muchos idiomas en la Tierra.
—Debió de haberlos. Es lo único que da sentido a muchas de las leyendas.
—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Trevize con mal humor—. No podemos saber nada del sistema planetario desde lejos; tenemos que acercarnos. Quisiera ser prudente, pero a veces la precaución es excesiva e ilógica, y no veo indicios de un posible peligro. Probablemente, lo que es bastante poderoso para borrar de la galaxia toda información sobre la Tierra, debería serlo también para borrarnos a nosotros, incluso a esta distancia, si quisiera de veras que no fuese localizada; sin embargo, nada nos ha ocurrido. No sería racional quedarnos aquí eternamente, sólo por la mera posibilidad de que pueda ocurrirnos algo si nos acercamos más, ¿no crees?
—Esto me da a entender —dijo Bliss —que el ordenador no detecta nada que deba ser interpretado como peligroso.
—Cuando digo que no veo indicios de peligro, es porque confío en el ordenador. Desde luego, no puedo ver nada a simple vista. Ni lo esperaría tampoco.
—Entonces, deduzco que sólo estás buscando un apoyo para tomar lo que consideras una decisión arriesgada. Está bien, cuenta conmigo. No hemos llegado tan lejos para volvernos atrás sin un motivo sólido, ¿verdad?
—No —dijo Trevize—. ¿Qué opinas tú, Pelorat?
—Estoy dispuesto a seguir adelante —respondió Pelorat—, aunque sólo sea por curiosidad. Me resultaría insoportable volver sin saber si hemos encontrado la Tierra.
—Entonces —dijo Trevize—, todos estamos de acuerdo.
—No todos —observó Pelorat—. Queda Fallom.
Trevize pareció asombrado.
—¿Sugieres que consultemos a la niña? ¿Qué puede valer su opinión, suponiendo que la tenga? Además, lo único que ella querría sería volver a su mundo.
—¿Vas a censurada por eso? —dijo Bliss acaloradamente.
Y como el tema de su discusión era Fallom, Trevize se dio cuenta de que ella estaba tocando la flauta y de que aquello parecía un ritmo marcial bastante excitante.
—Escuchadla —dijo—. ¿Dónde habrá aprendido un ritmo marcial?
—Tal vez Jemby tocaba marchas para ella con la flauta.
Trevize sacudió la cabeza.
—Lo dudo. Yo diría que más debió tocar piezas de baile…, o canciones de cuna. Mirad lo que os digo. Fallom me inquieta. Aprende demasiado aprisa.
—Yo la ayudo —dijo Bliss—. No lo olvides. Y ella es muy inteligente. Y ha sido muy estimulada desde que está con nosotros. Nuevas sensaciones han invadido su mente, Ha visto el espacio, mundos diferentes, mucha gente, y todo por primera vez.
La música de Fallom se hizo más furiosa, mucho más bárbara.
Trevize suspiró.
—Bueno —dijo—, está aquí e interpreta una música que parece rebosar optimismo, afán de aventuras. Lo interpreto como un voto a favor de que nos acerquemos más. Pero hagámoslo con prudencia y comprobemos el sistema planetario de este sol.
—Si es que lo tiene —le recordó Bliss.
Trevize sonrió débilmente.
—Hay un sistema planetario. Apuesto lo que quieras. Fija tú la suma.
—Has perdido —dijo, ensimismado, Trevize—. ¿Qué suma decidiste apostar?
—Ninguna. No acepté la apuesta —dijo Bliss.
—Lo mismo da. Sin embargo, me habría gustado embolsarme algún dinero.
Estaba a unos diez mil millones de kilómetros del Sol. Éste parecía una estrella todavía, pero era casi 1/4.000 tan brillante como lo habría sido un sol corriente visto desde la superficie de un planeta habitable.
—Ahora mismo podemos ver dos planetas, al ser ampliada la panorámica —dijo Trevize—. Por las medidas de sus diámetros y por el espectro de la luz reflejada, podemos afirmar que son gigantes gaseosos.
La nave se encontraba fuera del plano planetario, y Bliss y Pelorat, que miraban la pantalla por encima del hombro de Trevize, vieron dos medias lunas de una luz verdosa. La más pequeña estaba en una fase ligeramente más creciente que la otra.
—¡Janov! —dijo Trevize—. ¿Es verdad que se supone que el sol de la Tierra tiene cuatro gigantes gaseosos?
—Según las leyendas, sí —respondió Pelorat.
—El más próximo al sol es el más grande, y el segundo tiene anillos, ¿verdad?
—Grandes anillos salientes, Golan. Sí. De todos modos, tienes que contar con las exageraciones inherentes a la repetición de las leyendas. Si no encontrásemos un planeta con un sistema extraordinario de anillos, no por ello deberíamos pensar necesariamente que ésta no es la estrella de la Tierra.
»Pero los dos que vemos podrían ser los más lejanos, y los dos más próximos podrían estar al otro lado del sol, demasiado lejos para ser localizados con facilidad sobre el telón de fondo estrellado. Tendremos que acercarnos más…, y pasar al otro lado del sol.
—¿Será posible hacerlo en presencia de la masa próxima de la estrella?
—Estoy seguro de que, tomando las debidas precauciones, el ordenador puede hacerlo. Si considera que el peligro es demasiado grande, se negará a llevarnos, y entonces avanzaremos más despacio y con mayor cuidado.
Su mente dirigía el ordenador, y el campo estrellado de la pantalla cambió. La estrella brilló con más fuerza y, al buscar el ordenador, siguiendo instrucciones, salió en la pantalla otro gigante gaseoso del cielo.
Y lo encontró.
Los tres observadores se pusieron en tensión y miraron fijamente, mientras la mente de Trevize, casi estupefacta, mandaba al ordenador que ampliase la imagen.
—Increíble —farfulló Bliss.
Delante tenían un gigante gaseoso, desde un ángulo en que podían verlo casi totalmente iluminado por el sol. A su alrededor, un ancho y brillante anillo de materia se desplegaba, inclinado de manera que captaba la luz del sol en el lado que ellos estaban mirando. Era más brillante que el planeta propiamente dicho, y a lo largo de él, a una tercera parte de la distancia hasta el planeta, había una estrecha línea divisoria.
Trevize ordenó la máxima ampliación, y el anillo se convirtió en varios más delgados estrechos y concéntricos, que brillaban bajo la luz del sol. Sólo una parte del sistema anular resultaba visible en la pantalla, y el propio planeta había salido de ésta. Otra orden de Trevize hizo que un ángulo de la pantalla se independizase del resto y mostrase una imagen reducida del planeta, con sus anillos menos ampliados.
—¿Es corriente eso? —preguntó Bliss atónita.
—No —respondió Trevize—. Casi todos los gigantes gaseosos tienen anillos de materias sobrantes, mas suelen ser pálidos y estrechos. Una vez vi uno cuyos anillos eran estrechos, pero brillantes. Sin embargo, jamás he visto nada como esto, ni he oído hablar de ello.
—En verdad se trata del gigante con anillos del cual hablan las leyendas —dijo Pelorat—. Si es realmente único…