Se encontraba allí, de pie, en un mundo habitable, tan cómodo como se habría sentido en Términus y mucho más de lo que estaba en Comporellon. Notaba la caricia del viento en las mejillas, el calor del sol en su espalda, y oía el murmullo de la vegetación. Todo le resultaba familiar, salvo que ahí no había seres humanos…, o había dejado de haberlos. ¿seria eso? ¿Sería eso lo que hacía que aquel mundo pareciese fantástico? ¿Sería porque se trataba de un mundo no sólo deshabitado, sino abandonado? Jamás había pisado un mundo abandonado; ni oído hablar de alguno que hubiese sido abandonado; nunca había pensado que un mundo pudiera abandonarse. Todos los que él había conocido hasta entonces, y que habían sido poblados por seres humanos, seguían habitados.
Miró al cielo. Otros seres no habían abandonado aquel mundo. Un pájaro ocasional volaba cruzando su campo visual, pareciéndole más natural que el cielo de color de pizarra entre las tranquilas nubes anaranjadas. (Trevize estaba seguro de que, si permanecía unos pocos días en aquel planeta, se acostumbraría a sus colores y el cielo y las nubes acabarían por hacérsele familiares.
Oía gorjeos de pájaros en los árboles y el ruido más apagado de los insectos. Bliss había hablado de mariposas, y allí estaban, en cantidades sorprendentes y de los más variados colores.
También oía, de vez en cuando, susurros entre las matas de hierba que crecían al pie de los árboles, pero no podía saber con exactitud qué los causaba.
En todo caso, la evidente presencia de vida a su alrededor no era la causante de sus temores. Como Bliss había dicho, jamás hubo animales peligrosos en los mundos primitivos. Los cuentos de hadas de su infancia y las fantasías heroicas de su adolescencia transcurrían, invariablemente, en un mundo legendario que debía proceder de los vagos mitos de la Tierra. Los hiperdramas estaban llenos de monstruos: leones, unicornios, dragones, ballenas, brontosaurios, osos. Aparecían docenas de ellos cuyos nombres no podía recordar; algunos seguramente míticos, suponiendo que no lo fuesen todos ellos. Había animales más pequeños que mordían y picaban, e incluso plantas dolorosas al tacto, pero todo eso era pura ficción. Una vez le contaron que las primitivas abejas podían picar, pero, en verdad, las abejas que él conocía no eran dañinas en modo alguno.
Caminó lentamente hacia la derecha, siguiendo el borde de la colina.
La hierba, alta y exuberante, crecía en matorrales aislados. Pasó entre los árboles, que también crecían en grupitos.
Entonces, bostezó. Desde luego, no ocurría nada interesante, y se preguntó si no sería mejor que regresara a la nave y echase una siesta.
No, eso era inconcebible. Tenía que permanecer de guardia.
Tal vez debería hacerlo como los centinelas, marcando el paso, dando media vuelta y realizando complicadas maniobras con una vara eléctrica de desfile: un arma que ningún guerrero había utilizado desde hacía tres siglos, pero que todavía resultaba imprescindible en los ejercicios, por razones que nadie podía explicar.
Sonrió al pensar en ello y después se preguntó si no debería reunirse con Pelorat y Bliss en las minas. ¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello? ¿Y si él viese algo que hubiese pasado inadvertido a Pelorat? Bueno, habría tiempo sobrado para hacerlo después de que aquél regresase. Si había algo que pudiese encontrarse con facilidad, tenía que dejar que Pelorat hiciese el descubrimiento.
—¿Podrían hallarse los dos en dificultades? ¡Tonterías! ¿Qué clase de dificultades podían encontrar?
Y si las tuviesen, gritarían.
Se detuvo a escuchar. No oyó nada.
Y, entonces, volvió a sentir el irresistible impulso de hacer de centinela y anduvo arriba y abajo, con fuertes pisadas, imaginándose con la vara eléctrica sobre el hombro, dando media vuelta y levantando aquélla verticalmente delante de él para pasársela al otro hombro. Y fue al dar aquella media vuelta cuando se encontró de nuevo de cara a la nave (ahora bastante alejada).
Y entonces sí que se quedó realmente inmóvil, y no en una imitación de las posturas de un centinela.
No se hallaba solo.
Hasta entonces, no había visto criatura viviente alguna, aparte de las plantas, los insectos y algún pájaro ocasional. No había visto ni oído nada que se acercase; pero, ahora, un animal se interponía entre él y la nave.
La sorpresa producida por aquel inesperado suceso le impidió, de momento, interpretar lo que veía. Únicamente después de un buen intervalo supo qué era lo que tenía delante.
Un perro.
Trevize no era amante de los perros. Nunca los había tenido, ni tampoco se había mostrado cariñoso con ellos cuando se encontraba con alguno. Tampoco esa vez sintió simpatía por aquél. Pensó, con bastante impaciencia, que no existía ningún planeta en el que esos animales no hubiesen acompañado a los hombres. Había innumerables variedades y a Trevize siempre le había dado la impresión de que cada mundo poseía, al menos, una raza característica. Sin embargo, todas las razas de perros tenían una peculiaridad común: tanto si eran empleados como animales de compañía, en los espectáculos o en alguna forma de trabajo útil, se les enseñaba a querer y confiar en los seres humanos.
Un amor y una confianza que Trevize nunca había apreciado. En una época pasada, vivió con una mujer que tenía un perro. Aquel animal, que Trevize toleraba por amor de la mujer, concibió por él una profunda adoración, siguiéndole a todas partes, apoyándose contra él cuando descansaba (pesaba veinte kilos), cubriéndole de saliva y de pelos en los momentos más inesperados, y sentándose delante de la puerta y aullando siempre que él y la mujer trataban de hacer el amor.
Trevize había sacado de aquella experiencia la firme convicción de que, por alguna razón sólo inteligible para la mente canina y su capacidad de analizar los olores, estaba predestinado para la devoción perruna.
Por consiguiente, una vez superada la sorpresa inicial, observó al perro sin gran preocupación. Era grande, flaco, ágil, y con las patas muy largas. Lo estaba mirando sin dar señal alguna de adoración. Tenía la boca entreabierta en lo que se habría podido interpretar como una sonrisa de bienvenida, pero los dientes que mostraba eran grandes y amenazadores. Trevize decidió que se hallaría más tranquilo sin la presencia de aquel perro.
Entonces, pensó que aquel can no había visto nunca un ser humano y que lo mismo les había ocurrido a las incontables generaciones caninas que lo habían precedido. Quizá la súbita aparición de un ser humano le hubiese sorprendido y asombrado tanto como su propia presencia había sorprendido y asombrado a Trevize. Éste había reconocido rápidamente al perro como el animal que era, pero el can no tenía esta ventaja. Todavía estaría intrigado y, tal vez, alarmado.
Desde luego, no convenía dejar que un animal tan grande y con aquellos dientes continuase en estado de alarma. Era necesario establecer de inmediato una relación amistosa con él.
Se acercó al perro muy despacio (sin movimientos bruscos, desde luego). Alargó una mano, dispuesto a permitir que el animal la oliese, y le dirigió palabras apaciguadoras, como «perrito guapo», algo que encontró sumamente fastidioso.
El perro, con la mirada fija en Trevize, retrocedió un par de pasos, como desconfiando, y después, arrugando el labio superior, lanzó un áspero gruñido. Aunque Trevize nunca había visto a un perro comportarse de ese modo, sólo pudo interpretar la acción como amenazadora.
Por consiguiente, se detuvo y permaneció inmóvil. Por el rabillo del ojo advirtió movimiento en uno de los lados, y volvió la cabeza lentamente. Otros dos perros avanzaban hacia él desde aquella dirección. Parecían tan mortalmente amenazadores como el primero.
¿Mortalmente? Ese adverbio se le acababa de ocurrir, y era indiscutible que resultaba el acertado.
De pronto, su corazón latió con más fuerza. Tenía cerrado el camino hasta la nave. No podía comenzar a correr sin rumbo fijo, pues los perros, con sus largas patas, lo alcanzarían a los pocos metros. Si permanecía donde estaba y usaba su blaster, mataría a uno de los animales, pero los otros dos se lanzarían sobre él. A lo lejos, en la distancia, pudo ver que se aproximaban más. ¿Se comunicarían entre ellos de algún modo? ¿Cazarían en manadas?
Poco a poco, se fue desviando hacia la izquierda, en la dirección en que no había animales…, aún. Poco a poco. Muy poco a poco.
Los perros lo siguieron. Tuvo la seguridad de que lo único que le salvaba de un ataque instantáneo era el hecho de que los perros nunca habían visto ni olido algo como él. No tenían establecida una pauta de comportamiento que pudiesen seguir en esa ocasión.
Desde luego, si echaba a correr, esa acción representaría algo familiar para los perros. Sabrían lo que tenían que hacer si un ser del tamaño de Trevize mostraba miedo y corría. Ellos lo imitarían. Y a más velocidad.
Trevize se fue acercando a un árbol. Sentía el curioso deseo de trepar a un lugar donde los perros no pudiesen seguirle. Éstos gruñían sordamente y cada vez se le acercaban más. Los tres tenían la mirada clavada en él, sin siquiera pestañear. Dos más se unieron a ellos y Trevize pudo ver que a lo lejos, otros se acercaban. En algún momento, cuando estuviese bastante cerca del árbol, tendría que decidirse. No debía esperar demasiado, ni echar a correr antes de tiempo. Ambas cosas podrían resultarle fatales.
¡Ahora!
Probablemente estableció una plusmarca de aceleración personal, aunque la meta se hallase muy cerca. Sintió el chasquido de unas mandíbulas al cerrarse sobre uno de sus talones y, por un instante, aquellas le sujetaron con fuerza antes de que los dientes resbalasen sobre el duro ceramoide.
No era ducho en trepar a árboles. No lo había hecho desde que tenía diez años y recordó que, entonces, ya le costaba un gran esfuerzo. Pero, en este caso, el tronco no era vertical por completo y la corteza, nudosa, ofrecía asideros. Más aún, la necesidad lo impulsaba, y es notable lo que uno puede hacer cuando la necesidad es tan grande.
Trevize se encontró sentado en una horqueta, a unos diez metros del suelo. De momento, no era ajeno por completo al hecho de que se había arañado una mano y que manaba sangre de ella. Cinco perros se sentaron al pie del árbol, mirando hacia arriba, con la lengua colgando, todos ellos esperando con paciencia.
Y ahora, ¿qué?
Trevize no estaba en condiciones de pensar sobre la situación con lógica. Más bien experimentaba destellos de ideas en extraña y desordenada secuencia, las cuales, si las hubiese ordenado, habría podido expresar de esta manera:
Bliss había sostenido que cuando un planeta era colonizado, los seres humanos establecían una economía desequilibrada, que sólo con un continuo esfuerzo podían impedir que se desintegrase. Por ejemplo, ningún colonizador había llevado consigo grandes predadores, pero sí algunos pequeños: insectos, parásitos, incluso pequeños halcones, musarañas, y otros por el estilo.
¿Y qué decir de los temibles animales legendarios y de los mencionados vagamente en relatos literarios: tigres, osos pardos, orcas, cocodrilos? ¿Quién los trasladaría de un mundo a otro, si eso tuviese alguna utilidad? ¿Y en qué podía residir tal utilidad?
Lo cual significaba que los seres humanos eran los únicos grandes predadores y a ellos correspondía expurgar aquellas plantas y animales que, por sí solos, proliferarían excesivamente.
Y si los seres humanos desaparecían de algún modo, otros predadores debían ocupar su sitio. Pero, ¿cuáles? Los de mayor tamaño que los humanos toleraban eran los perros y los gatos, domesticados y viviendo de la largueza humana.
¿Y si no quedaban seres humanos para darles de comer? Tenían que buscar su alimento para sobrevivir y, en verdad, para la supervivencia de las especies por ellos atacadas, cuyo número había que regular para que la superpoblación no causase daños cien veces superiores a los ocasionados por los predadores.
Así se multiplicarían los perros, en todas sus variedades, con los más fuertes atacando a los grandes herbívoros indefensos y los pequeños a los pájaros y a los roedores. Los gatos cazarían de noche, mientras los perros lo harían de día; los primeros en solitario y los segundos en manadas.
Y tal vez la evolución produjese más variedades, a fin de rellenar los huecos adicionales del medio ambiente. ¿Acabarían algunos perros por adquirir características natatorias que les permitiesen alimentarse de peces, y algunos gatos, la capacidad de volar para poder cazar los pájaros más torpes lo mismo en el aire que en el suelo?
Todo eso acudió a ráfagas a la mente de Trevize, mientras hacía un esfuerzo más sistemático para pensar lo que debía hacer.
El número de perros iba en constante aumento. Contó veintitrés alrededor del árbol, y había más acercándose. ¿Cuántos serían en total?
Pero, ¿qué importaba eso? La manada era bastante numerosa ya. Sacó su blaster de la funda, pero el roce de la culata en la palma de su mano no le dio la sensación de seguridad que hubiese deseado. ¿Cuándo había insertado una unidad de energía en él por última vez? ¿Cuántas cargas podía disparar? Seguramente, menos de veintitrés.
—¿Y qué sería de Pelorat y Bliss? Si aparecían, ¿se volverían los perros contra ellos? ¿Estaban a salvo si no acudían? Si los perros olían la presencia de dos seres humanos en las minas, ¿qué les impediría atacarles allí? Seguro que no había puertas ni barreras que los detuviera.
¿Podría hacerlo Bliss, o incluso ponerlos en fuga? ¿Tendría fuerza suficiente para concentrar sus poderes a través del hiperespacio hasta conseguir el grado necesario de intensidad? ¿Por cuánto tiempo sería capaz de mantenerlos a raya?
—¿Debía él gritar para pedir ayuda? ¿Acudirían ellos corriendo si le oían gritar, y huirían los perros bajo la mirada de Bliss? (¿Sería una mirada o bastaría una acción mental invisible para los que no tuviesen la misma facultad?) O bien, si ellos aparecían, ¿serían despedazados ante los ojos de Trevize, que no tendría más remedio que observarlo, impotente, desde la relativa seguridad de su refugio en el árbol?
No, tenía que emplear su blaster. si podía matar un perro y asustar a los demás momentáneamente, bajaría del árbol, gritaría llamando a Pelorat y a Bliss, mataría un segundo perro si éstos daban señales de volver a la carga, y los tres podrían meterse a toda prisa en la nave. Fijó la intensidad del rayo de microonda en la marca de tres cuartos.