Aquello fue un pandemónium, e incluso Trevize, que estaba acostumbrado a una clase de música muy diferente, pensó con tristeza: «Y ya no volveré a oír esto.»
Cuándo el silencio se hizo de nuevo, ahora forzado, Hiroko tendió su flauta.
—Tómala, Fallom, ¡es tuya!
Fallom iba a asirla ansiosamente, pero Bliss sujetó el brazo estirado y dijo:
—No podemos aceptarla, Hiroko. Es un instrumento tan valioso.
—Tengo otra, Bliss. No tan buena, pero esto es lo que debe ser. Este instrumento perteneció a la persona que lo tocaba mejor, yo no había oído nunca una música igual, y no tengo derecho a usar un instrumento del que no puedo sacar todo su ritmo. Ojalá supiese cómo se puede tocar sin tocarlo.
Fallom tomó la flauta y, con una expresión de profundo contento, la estrechó contra su pecho.
Había una lámpara fluorescente en cada una de las dos habitaciones de la vivienda que tenían asignadas, y una tercera en el lavabo exterior.
La luz era débil y resultaba incómoda para leer, pero al menos las habitaciones no estaban a oscuras.
Sin embargo, se entretuvieron fuera de la casa. En el cielo las estrellas brillaban, algo siempre fascinante para un nativo de Términus donde casi no había estrellas en el cielo nocturno, en el que sólo destacaba la reducida nebulosa de la Galaxia.
Hiroko les había acompañado a sus habitaciones, por miedo de que se perdiesen o tropezasen en la oscuridad. Durante todo el camino, llevó a Fallom de la mano, y cuando hubo encendido las lámparas fluorescentes, permaneció con ellos en el exterior, sin soltar a la niña.
Bliss insistió de nuevo, pues le parecía claro que Hiroko se hallaba en un estado de difícil conflicto emocional:
—Realmente, Hiroko, no podemos aceptar tu flauta.
—Fallom debe tenerla —insistió la joven, pero dio la sensación de continuar con los nervios de punta.
Trevize no dejaba de mirar el cielo. La noche era muy oscura, con una oscuridad que apenas se veía afectada por la poca luz que salía de sus habitaciones, y mucho menos por los pequeños destellos de otras casas más lejanas.
—Hiroko —dijo—, ¿ves aquella estrella tan brillante? ¿Cómo se llama?
Hiroko levantó la mirada y dijo, sin visible interés:
—Es la Compañera.
—¿Por qué la llamáis así?
—Da la vuelta a nuestro sol cada ochenta años. En esta época es una estrella de la tarde. Se puede ver con luz de día cuando está sobre el horizonte.
«Bien —pensó Trevize—. Sabe algo de astronomía.»
—¿Sabes que Alfa tiene otra compañera, muy pequeña, opaca y que está mucho más lejos que la estrella brillante? No puede verse sin telescopio —dijo él. Nunca la había visto, ni se había preocupado en buscarla, pero el ordenador de la nave tenía la información en sus bancos de memoria.
—Así nos lo dijeron en el colegio —asintió ella, con indiferencia.
—Y ahora, ¿qué me dices de aquéllas? Las seis estrellas alineadas en zigzag.
—Es Casiopea —respondió Hiroko.
—¿De veras? —dijo Trevize, sorprendido—. ¿Cuál de ellas?
—Todas. Su conjunto. Es Casiopea.
—¿Por qué la llamáis así?
—Lo ignoro, yo no sé nada de astronomía, respetable Trevize.
—¿Ves la estrella más baja de la línea en zigzag, la que brilla más que las otras? ¿Qué es?
—Es una estrella. No sé su nombre.
—Pero a excepción de las dos estrellas compañeras, es la más próxima a Alfa. Sólo está a un pársec de distancia.
—Tú lo dices —repuso Hiroko—. Yo no lo sé.
—¿No podría ser la estrella alrededor de la cual gira la Tierra?
Hiroko miró la estrella, ahora con un poco de interés.
—No lo sé, No lo he oído decir a nadie.
—¿Crees que podría serlo?
—¿Cómo puedo saberlo? Nadie sabe dónde puede estar la Tierra. Ahora debo dejarte. Mañana por la mañana tengo que hacer mi turno en el campo antes de la fiesta de la playa. Os veré a todos allí, después del almuerzo. ¿Sí?
—Claro que si, Hiroko.
Ella se marchó de pronto, medio corriendo en la oscuridad. Trevize la miró alejarse y después siguió a los otros al interior de la casita débilmente iluminada.
—¿Puedes decirme si mintió acerca de la Tierra, Bliss? —preguntó a ésta.
Ella movió la cabeza en un gesto negativo.
—No creo que mintiese. Se encuentra bajo una enorme tensión, algo que no advertí hasta después del concierto. Ya lo estaba antes de que tú le preguntases acerca de las estrellas.
—¿Será porque se desprendió de su flauta?
—Tal vez. No lo sé. —Se volvió a Fallom—. Ahora, Fallom, quiero que vayas a tu habitación. Cuando estés lista para ir a la cama, ve al lavabo, usa el orinal, y, después, lávate las manos, la cara y los dientes.
—Me gustaría tocar la flauta, Bliss.
—Sólo un ratito, y muy bajo. ¿Lo has entendido, Fallom? Y debes parar cuando yo te lo diga.
—Si, Bliss.
Quedaron los tres solos; Bliss en la única silla y los hombres sentados cada cual en su catre.
—¿Es de alguna utilidad que permanezcamos más tiempo en este planeta? —preguntó ella.
Trevize se encogió de hombros.
—Nunca hemos hablado de la Tierra en relación con los instrumentos antiguos y tal vez esto podría darnos alguna pista. Y quizá también fuese útil que esperásemos el regreso de la flota pesquera. Los pescadores podrían saber algo que los que se quedan en casa ignoran.
—Muy improbable, creo yo —dijo Bliss—. ¿Estás seguro de que no son los negros ojos de Hiroko los que te retienen?
—No lo entiendo, Bliss —dijo Trevize con impaciencia—. ¿Qué te importa lo que yo haga? ¿por qué pareces atribuirte el derecho a juzgar mi moral?
—No me interesa tu moral. El asunto afecta a nuestra expedición. Tú deseas encontrar la Tierra para convencerte de que estás en lo justo al elegir Galaxia sobre los mundos Aislados. Y yo quiero que lo decidas. Dices que necesitas visitar la Tierra para tomar esa decisión y pareces convencido de que la Tierra gira alrededor de aquella estrella brillante, vayamos, pues, allá. Reconozco que sería útil tener alguna información antes de ir, pero está claro que no la encontraremos aquí. No deseo quedarme por el mero hecho de que a ti te guste Hiroko.
—Tal vez nos marchemos —dijo Trevize—. Deja que lo piense, Y está segura de que Hiroko no influirá en mi decisión.
—Yo creo que deberíamos acercarnos a la Tierra —dijo Pelorat—, aunque sólo fuese para ver si es o no radiactiva. No veo por qué hemos de esperar más tiempo.
—¿Estás seguro de que no son los ojos negros de Bliss los que te impulsan? —preguntó Trevize, con cierta ironía. Pero enseguida rectificó—: No, lo retiro, Janov. Ha sido una chiquilinada de mi parte. Sin embargo, éste es un mundo encantador, dejando aparte a Hiroko, y debo decir que, en otras circunstancias, me sentiría tentado a quedarme aquí indefinidamente. ¿No crees, Bliss, que Alfa destruye tu teoría sobre los mundos Aislados?
—¿En qué sentido? —pregunto ella.
—Has estado sosteniendo que todo mundo realmente aislado se vuelve peligroso y hostil.
—Incluso Comporellon —dijo Bliss imparcial—, que esta bastante afuera de la corriente principal de actividad galáctica, ya que solamente es, en teoría, una Potencia Asociada a la Federación de la Fundación.
—Pero no Alfa, Este mundo sí que es totalmente aislado, sin embargo, ¿podemos quejarnos de su amabilidad y de su hospitalidad? Nos alimentan, nos visten, nos dan albergue, celebran fiestas en nuestro honor, insisten en que nos quedemos, ¿Qué defectos podemos achacarles?
—Por lo visto, ninguno, Hiroko incluso te da su cuerpo.
—¿Por qué te preocupas de eso, Bliss —inquirió enojado Trevize —Ella no me dio su cuerpo. Los dos nos dimos nuestros cuerpos mutuamente. Fue una acción reciproca y muy agradable. Y no puedes decir que tu vaciles en dar tu cuerpo si te apetece.
—Por favor, Bliss —dijo Pelorat —Golan tiene toda la razón. No hay motivo para que pongas reparos a sus placeres privados.
—Con tal de que no nos afecten a todos nosotros —insistió terca Bliss.
—No nos afectan. Nos iremos de aquí, te lo aseguro, —prometió Trevize—. La demora para buscar mas información no será larga.
—Sin embargo, yo no confío en los Aislados —dijo Bliss —aunque nos llenen de obsequios.
Trevize levanto los brazos.
—Sientas una conclusión y después retuerces las pruebas para que se adapten a ella. Muy propio de una…
—No lo digas —dijo Bliss —en un tono amenazador —Yo no soy una mujer. Yo soy Gaia. Es Gaia, no yo, quien está inquieta.
—No hay razón para…
En aquel momento se oyeron unos golpecitos en la puerta. Trevize se interrumpió.
—¿Qué es eso? —dijo en voz baja.
Bliss se encogió ligeramente de hombros.
—Abre la puerta y lo veras. Eres tu quien dice que este es un mundo amable y que no ofrece peligro.
Sin embargo, Trevize vaciló, hasta que una voz suave les llegó desde el otro lado de la puerta.
—Por favor. ¡Soy yo!
Era la voz de Hiroko. Trevize abrió.
Hiroko entró rápidamente. Tenía húmedas las mejillas.
Cerrad la puerta —jadeó.
—¿Qué pasa? —preguntó Bliss.
Hiroko se agarró a Trevize.
—No he podido evitar el venir. Lo he intentado, pero me ha sido imposible. Márchate, marchaos todos. Y llevaos a la niña, sin perder un momento. Llevaos la nave lejos…, lejos de Alfa…, mientras aún es de noche.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Trevize..
—Porque si no lo haces, morirás; moriréis todos vosotros.
Los tres forasteros miraron a Hiroko fijamente durante un largo momento.
—¿Quieres decir que tu gente nos matará? —preguntó Trevize.
Hiroko respondió, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Tú estás ya camino de la muerte, respetable Trevize. Y los otros también. Hace mucho tiempo, nuestros sabios inventaron un virus, inofensivo para nosotros, pues estamos inmunizados, pero mortal para los forasteros. —Sacudió el brazo de Trevize—. Tú estás contagiado.
—¿Cómo?
—Cuando gozamos los dos juntos. Es una de las maneras de contagiar el virus.
—Pero me encuentro muy bien —dijo Trevize.
—El virus es inactivo todavía. Se activará cuando la flota pesquera regrese. Según nuestras leyes, la decisión corresponde a todos, incluso a los hombres. Pero seguro que decidirán que debemos hacerlo, y os retendremos aquí hasta que llegue el momento, dentro de dos mañanas. Marchaos mientras es de noche todavía y nadie sospecha nada.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó vivamente Bliss.
—Por nuestra seguridad. Somos pocos y poseemos mucho. No queremos que los forasteros nos invadan. Si uno viene y después cuenta por ahí lo que ha visto, vendrán otros. Por eso, cuando una nave llega, de tarde en tarde, debemos aseguramos de que no se marche.
—Entonces —dijo Trevize—, ¿por qué nos avisas a nosotros?
—No me preguntes la razón… Pero si, te la diré, ya que vuelvo a oír aquello. Escuchad…
Pudieron oír que Fallom tocaba suavemente, con infinita dulzura, en la habitación contigua.
—No puedo consentir la destrucción de esa música, pues la niña moriría también.
—¿Fue por esto que diste la flauta a Fallom? —inquirió Trevize con severidad—. ¿Porque sabías que la recobrarías cuando ella hubiese muerto?
Hiroko pareció horrorizada.
—No, no lo pensé. Y cuando al fin lo hice, comprendí que estaba mal. Marchaos con la niña, y que ella se lleve la flauta que nunca volveré a ver. Tú estarás a salvo en el espacio, y el virus que hay en tu cuerpo, al no ser activado, morirá al cabo de un tiempo. Sólo os pido, a cambio, que ninguno de vosotros habléis jamás de este mundo, para que nadie más se entere de su existencia.
—No hablaremos de él —prometió Trevize.
Hiroko levantó la cabeza y dijo, bajando la voz:
—¿No puedo besarte una vez antes de que te marches?
—No —dijo Trevize—. Me has contagiado una vez y creo que ya es bastante. —Después, suavizando un poco la voz añadió—: No llores.
La gente te preguntaría por qué lo haces y no podrías responder. Te perdono lo que me has hecho, en vista de que ahora te esfuerzas en salvarnos.
Hiroko se irguió, se enjugó cuidadosamente lar mejillas con el dorso de las manos y respiró hondo.
—Gracias por esto —dijo, saliendo después rápidamente.
—Apagaremos la luz, esperaremos un rato y después nos marcharemos —urgió Trevize—. Bliss, dile a Fallom que deje de tocar su instrumento. Acuérdate de que se lleve la flauta, desde luego. Nos dirigiremos a la nave, si podemos encontrarla en la oscuridad.
—Yo la encontraré —dijo Bliss—. Hay ropa mía a bordo y, aunque en ínfima proporción, también ella es Gaia. Gaia no tendrá dificultad en encontrar a Gaia.
Y pasó a su habitación para recoger a Fallom
—¿Crees que habrán averiado nuestra nave para impedir que salgamos del planeta? —preguntó Pelorat.
—Carecen de tecnología para ello —dijo, hosco, Trevize.
Cuando Bliss salió de la habitación llevando a Fallom de la mano, Trevize apagó las luces.
Permanecieron sentados en silencio en la oscuridad durante lo que les pareció la mitad de la noche aunque quizá no hubiese transcurrido más que media hora. Entonces, Trevize abrió la puerta, poco a poco y sin ruido. El cielo parecía un poco más nublado, pero brillaban estrellas aún. En lo alto estaba Casiopea, con lo que podía ser el Sol de la Tierra resplandeciendo en su punta inferior. El aire permanecía en calma y no se oía ningún ruido.
Trevize salió cauteloso e hizo señas a los otros para que lo siguiesen. Casi sin pensarlo, llevó una mano a la culata de su látigo neurónico. Estaba seguro de que no tendría que usarlo, pero…
Bliss se puso en cabeza, asiendo a Pelorat de la mano, el cual asía a su vez la de Trevize. Bliss llevaba a Fallom de la otra mano, y ésta llevaba la flauta en la que tenía libre. Tanteando el suelo con los pies en aquella oscuridad casi total, Bliss guio a los otros hacia la
Far Star
, cuya situación le era débilmente indicada por su ropa.
La
Far Star
despegó en silencio, elevándose en la atmósfera, dejando abajo la oscura isla. Los pocos puntos de luz que había debajo de ellos perdieron intensidad y se desvanecieron. Al hacerse la atmósfera más tenue con la altura, la nave aumentó su velocidad, y los puntos de luz que había en el cielo se hicieron más numerosos y brillantes.