Fallom se miró a un espejo.
—Sí, me gusta —respondió—. Pero, ¿no tendré frío en el cuerpo? —añadió, pasándose las manos por el pecho desnudo.
—No lo creo, Fallom. En este planeta hace mucho calor.
—Pero tú te has puesto algo.
—Sí, es verdad. En nuestro mundo lo hacemos así. Y ahora, Fallom, vamos a estar con muchos alfanos durante la cena y después de ésta. ¿Crees que podrás soportarlo?
Fallom pareció contrariada al oír aquello.
—Yo me sentaré a tu derecha —siguió Bliss—. Pel lo hará a tu izquierda, y Trevize al otro lado de la mesa, delante de ti. No dejaremos que nadie te hable, y tú no tendrás que hablar a nadie.
—Lo intentaré, Bliss —dijo Fallom, con su voz más aguda.
—Después —continuó Bliss—, algunos alfanos tocarán música para nosotros a su manera especial. ¿Sabes lo que es la música?
Tarareó un poco, imitando lo mejor posible la armonía electrónica.
El semblante de Fallom se alegró.
—Quieres decir…
Pronunció la última palabra en su propio idioma y después empezó a cantar.
Bliss abrió mucho los ojos; era una bella tonada, aunque un poco salvaje y rica en trinos.
—Sí —dijo Bliss—. Esto es música.
Fallom dijo con entusiasmo:
—Jemby hacía… —Vaciló y después decidió emplear la palabra galáctica -… música todo el tiempo. Hacía música con un…
De nuevo dijo una palabra en su propio idioma. Bliss trató de repetirla. Fallom se echó a reír.
—No es así —dijo. Ahora pronunció las dos palabras seguidas, para que Bliss pudiese observar la diferencia, pero ésta renunció a reproducir la segunda.
—¿Cómo es? —dijo.
Como el limitado vocabulario galáctico de Fallom no le permitía hacer una descripción adecuada todavía, trató de realizarla con ademanes que no resultaron claros para Bliss.
—Me mostró la manera de tocarlo —dijo Fallom con orgullo—. Empleé mis dedos como lo hacía Jemby, pero éste dijo que pronto no tendría que hacerlo.
—Eso es maravilloso, querida. Después de la cena veremos si los alfanos son tan buenos como tu Jemby.
Los ojos de Fallom brillaron, y los agradables pensamientos de lo que vendría después hicieron que aguantase bien la copiosa cena, a pesar de la multitud, las risas y el ruido. Sólo una vez, cuando un plato fue volcado accidentalmente, provocando chillidos muy cerca de ellos, pareció que Fallom se asustaba, y Bliss tuvo que tranquilizarle con un cálido y protector abrazo.
—Me pregunto si podríamos arreglarnos para comer solos —dijo Bliss en voz baja a Pelorat—. De otra manera, tendremos que marcharnos de este planeta. Ya es bastante malo tener que comer las proteínas animales que nos ponen los Aislados, pero al menos tendríamos que poder hacerlo en paz.
—Es porque están contentos —dijo Pelorat, que era capaz de soportar cualquier cosa que no fuese irracional y que pudiese calificarse de comportamiento primitivo.
Entonces, la cena terminó y se anunció que el festival de música no tardaría en empezar.
La sala en que iba a celebrarse el festival de música era tan espaciosa como el comedor y en ella había sillas plegables (bastante incómodas, pensó Trevize) para unas ciento cincuenta personas. Como invitados de honor, los visitantes fueron conducidos a la primera fila, y varios alfanos comentaron cortés y favorablemente su indumentaria. Los dos hombres iban desnudos de cintura para arriba, y Trevize contraía los músculos abdominales siempre que pensaba en ello y, en ocasiones, se miraba con satisfecha admiración el pecho poblado de vello oscuro. A Pelorat, con su afanosa observación de cuanto le rodeaba, le tenía sin cuidado su propio aspecto. La blusa de Bliss provocaba disimuladas miradas de asombro, pero nadie hizo alusión a ella.
Trevize observó que la sala estaba sólo a medio llenar y que la inmensa mayoría del público era femenino, ya que, era de suponer, que tantos hombres estaban en la mar.
Pelorat dio un codazo a Trevize.
—Tienen electricidad —murmuró.
Trevize miró los tubos verticales en las paredes, y otros fijados en el techo. Eran suavemente luminosos.
—Fluorescentes —dijo—. Muy primitivos.
—Sí, pero útiles, y nosotros los tenemos en nuestras habitaciones y en el lavabo. Pensaba que sólo eran objetos decorativos. Si podemos encontrar la manera de encenderlos, no tendremos que permanecer a oscuras.
—Podrían habérnoslo dicho —exclamó Bliss, con irritación.
—Debieron pensar que lo sabíamos —dijo Pelorat—, que todo el mundo tenía que saberlo.
Entonces salieron cuatro mujeres de detrás de unas cortinas y se sentaron en grupo en el espacio vacío delante de ellos. Cada una de ellas llevaba un instrumento de madera barnizada y forma parecida, pero que no era fácil de describir. Todos eran de tamaño diferente: uno, muy pequeño; dos, algo más grandes, y el cuarto, bastante más luminoso. Cada mujer sostenía una varilla larga en la otra mano también.
El público lanzó suaves silbidos al entrar ellas, y las cuatro mujeres hicieron una reverencia. Las cuatro llevaban una gasa envolviendo sus senos como para evitar que éstos estorbasen el manejo del instrumento.
Trevize, interpretando los silbidos como señales de aprobación, o de satisfecha anticipación, creyó que era cortés silbar también. Fallom añadió a esto un trino que era mucho más que un silbido y empezaba a llamar la atención cuando la presión de la mano de Bliss hizo que se callase.
Tres de las mujeres, sin preparación alguna, apoyaron los instrumentos debajo de sus barbillas, mientras el más grande de ellos permanecía entre las piernas de la cuarta mujer y se apoyaba en el suelo. La larga varilla que cada una de ellas sostenía en la mano derecha rozaba las cuerdas tensas casi a todo lo largo del instrumento, mientras los dedos de la mano izquierda pasaban rápidamente sobre los extremos superiores de aquellas cuerdas.
Esto, pensó Trevize, era la «rascadura» que había esperado, pero no sonaba como tal. Había una suave y melodiosa sucesión de notas; cada instrumento tocaba algo por su cuenta, pero el conjunto armonizaba agradablemente.
Aquello carecía de la infinita complejidad de la música electrónica (la «verdadera música», como no podía dejar de pensar Trevize) y todo resultaba parecido. Sin embargo, con el paso del tiempo y al irse acostumbrando su oído a aquel sistema extraño de sonidos, empezó a captar sus sutilezas. Era fatigoso tener que prestar tanta atención, y rememoró aun añoranza en el clamor, en la precisión matemática y en la rareza de la música real, pero pensó que si escuchaba los acordes de aquellos sencillos aparatos de madera durante el tiempo suficiente, acabarían por gustarle.
Hiroko apareció cuando el concierto llevaba unos cuarenta y cinco minutos de duración. Vio a Trevize en la primera fila y le sonrió. Él se sumó de todo corazón a los suaves silbidos de bienvenida del público.
Estaba muy bella con su larga falda, primorosa, una flor grande en los cabellos, y nada sobre los senos, ya que (por lo visto) no había peligro de que dificultasen el manejo del instrumento.
Éste resultó ser un tubo de madera oscura, de unos dos metros de largo y casi dos centímetros de grueso. Lo llevó a sus labios y sopló por una abertura próxima a un extremo, produciendo una nota fina y dulce que osciló al manipular los dedos unos objetos de metal colocados a lo largo del tubo.
Al oír el primer sonido, Fallom apretó el brazo de Bliss y dijo:
—Bliss, esto es…
Bliss creyó oír la misma palabra que antes no había comprendido.
Entonces, sacudió enérgicamente la cabeza, mirando a Fallom.
—¡Pero lo es! —exclamó la niña en voz más baja.
Otras personas miraban en la dilección de Fallom. Bliss le tapó la boca con la mano y se inclinó para murmurar a su oído un casi imperioso «¡Silencio!».
A partir de entonces, Fallom escuchó la interpretación de Hiroko sin decir nada, pero movía los dedos espasmódicamente, como si tocase aquellos objetos a lo largo del instrumento.
El último concertista fue un viejo que llevó un instrumento de lados Arrugados suspendido de los hombros delante de él. Lo estiraba y lo encogía, mientras pasaba la mano sobre una serie de objetos blancos y negros situados en un extremo, apretándolos por grupos.
Trevize encontró aquella música particularmente fatigosa, bastante bárbara y tan desagradable como el recuerdo de los ladridos de los perros de Aurora…, y no es que el sonido se pareciese al de los ladridos, pero le provocaba emociones similares. Bliss parecía como si desease taparse los oídos con las manos, y Pelorat tenía fruncido el entrecejo, sólo Fallom daba la sensación de disfrutar con aquello, pues golpeaba ligeramente el suelo con un pie, y Trevize, que lo advirtió. se dio cuenta, Sorprendido de que la música seguía el compás marcado por el pie de Fallom.
Por fin todo terminó y hubo una verdadera tormenta de silbidos, entre los que sobresalía, claramente, el trino de Fallom.
Entonces, el público se dividió en pequeños grupos que empezaron a charlar con la fuerza y la estridencia a que parecían tan aficionados los alfanos en las ocasiones públicas. Los que habían participado en el concierto permanecían en la parte delantera de la sala y hablaban con los que se acercaban a felicitarles.
Fallom se desprendió del brazo de Bliss y corrió hacia Hiroko.
—¡Hiroko! —gritó, jadeando—. Déjame ver el…
—¿Qué, querida?
—La cosa con que hiciste la música.
—¡Oh! —Hiroko se echó a reír—. Es una flauta, pequeña.
—¿Puedo verla?
—Claro. —Hiroko abrió un estuche y sacó el instrumento. Se componía de tres partes, que ella juntó rápidamente, y acercó la boquilla de la flauta a los labios de Fallom y le dijo—: Ahora, sopla con todas tus fuerzas.
—Ya sé, ya sé —dijo Fallom ansiosa, alargando una mano para coger la flauta.
Hiroko, de forma automática, la retiró y la agarró con fuerza.
—Sopla, niña, pero no la toques.
Fallom pareció contrariada.
—Entonces, ¿puedo mirarla? —dijo—. No la tocaré.
—Claro que sí, querida.
Tendió de nuevo la flauta y Fallom la miró con anhelo.
Y en ese momento, la luz fluorescente de la sala se redujo un poco y sé oyó, inseguro y tembloroso, el sonido de una nota que brotaba de la flauta.
Hiroko, sorprendida, casi dejó caer el instrumento.
—¡Lo he conseguido! —exclamó Fallom—. ¡Lo he conseguido! Jemby dijo que algún día podría hacerlo.
—¿Has sido tú quien ha producido ese sonido? —preguntó Hiroko.
—Sí, he sido yo. He sido yo.
—Pero, ¿cómo lo has conseguido, pequeña?
Bliss, con el rostro enrojecido por la confusión dijo:
—Lo siento, Hiroko. Me la llevaré.
—No —dijo Hiroko—. Deseo que lo haga otra vez.
Los alfanos que estaban más próximos se arrimaron para observar.
Fallom frunció el entrecejo, como esforzándose. Las lámparas fluorescentes se atenuaron más que antes y la nota sonó de nuevo en la flauta, esa vez pura y sostenida. Entonces el sonido se hizo desigual, al moverse los objetos metálicos a lo largo de la flauta por sí solos.
—Es un poco diferente del… —dijo Fallom, con voz un poco entrecortada, como si la flauta hubiese sido activada por su aliento y no por el aire.
—Debe sacar la energía de la corriente eléctrica que alimenta las lámparas fluorescentes —dijo Pelorat a Trevize.
—Prueba otra vez —indicó Hiroko, con voz ahogada.
Fallom cerró los ojos. Ahora la nota brotó más suave y más controlada. La flauta tocaba sola, sin que los dedos interviniesen, accionada por una energía remota transducida por los todavía inmaduros lóbulos del cerebro de Fallom. Las notas que habían empezado casi al azar se ordenaron en una sucesión musical y, ahora, todos los que estaban en la sala se agruparon alrededor de Hiroko y de Fallom, mientras aquélla sostenía la flauta entre los dedos índice y pulgar en cada extremo y Fallom, con los ojos cerrados, dirigía la corriente de aire y el movimiento de las llaves.
—Es la misma pieza que yo toqué —murmuró Hiroko.
—La recuerdo —dijo Fallom, asintiendo ligeramente con la cabeza y procurando no romper su concentración.
—No has fallado una sola nota —dijo Hiroko, cuando hubo terminado.
—Pero no está bien, Hiroko. Tú no la tocaste bien.
—¡Fallom! —dijo Bliss—. Eso es una impertinencia. No debes…
—Por favor, no intervengas —dijo Hiroko autoritaria—. ¿Por qué no está bien, pequeña?
—Porque yo la tocarla de un modo diferente.
—Entonces, muéstrame cómo lo harías.
Y la flauta tocó de nuevo, pero de una manera más complicada, pues las fuerzas que impulsaban las llaves lo hacían con más rapidez, con una sucesión más veloz y con combinaciones más difíciles que antes. La música era más compleja e infinitamente más emocional y conmovedora.
Hiroko permanecía tensa, y ya no se oían otros ruidos en la sala. Cuando Fallom hubo terminado, prosiguió el silencio hasta que Hiroko suspiró profundamente.
—¿Habías tocado esto antes, pequeña? —preguntó.
—No —respondió Fallom—. Antes sólo podía usar mis dedos, y no puedo hacer que mis dedos toquen así. —Y con acento sencillo, sin la menor jactancia, añadió—: Nadie puede hacerlo.
—¿Sabes tocar otras cosas?
—Puedo inventarlas.
—¿Quieres decir…, improvisar?
Fallom arrugó la frente al oír aquella palabra y miró a Bliss. Ésta asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Fallom.
—Entonces, hazlo, por favor —dijo Hiroko.
Fallom hizo una pausa y pensó durante un minuto o dos. Después empezó lentamente, en una sencilla sucesión de notas que formaban un conjunto que dijérase de ensueño. Las lámparas fluorescentes rebajaban su luz o brillaban según aumentase o disminuyese la cantidad de energía empleada. Nadie dio muestras de advertirlo, pues aquello parecía ser efecto más que causa de la música, como si un fantasma eléctrico obedeciese los dictados de las ondas sonoras.
Entonces, la combinación de notas se repitió un poco más fuerte, y después con variaciones que, sin perder la clara combinación básica, se hizo más excitante y más conmovedora, hasta el punto de casi cortar la respiración a los oyentes. Por último, descendió con mucha más rapidez de lo que había ascendido, produciendo el efecto de una caída en picado que hizo que el auditorio se encontrase a nivel del suelo cuando todavía tenía la impresión de estar flotando en el aire.