Durante la noche, y sobre todo ahora que el sol estaba apareciendo a su derecha, se preguntaba cuánto tiempo resistirían los caballos aquella velocidad. Sin embargo la soportaban, incluso la aceleraban, cubriendo sin descanso de polvo la yerba de la Llanura. No eran raithen, pero cada uno de los caballos había sido criado, entrenado y amado por los dalreis en sus abiertos espacios, y después de mil años había llegado la hora decisiva. Dave acarició las ondeantes crines de su corcel y sintió los latidos de la vena de su cuello. Era negro, como el de Aileron. Dave rogó que el soberano rey estuviera también cabalgando sobre su negro corcel, tras ellos, alertado por los lios alfar.
Levon hizo que su padre detuviera la marcha antes de que el sol estuviera alto. Y les ordenó a todos que estiraran las piernas y comieran, y que soltaran los caballos y los dejaran beber de las aguas del Rienna, junto al lago Cyn, adonde acababan de llegar. Si los hombres estaban agotados por la fatiga, no podrían librar ninguna batalla. Además tenían que alcanzar aún la carretera hacia Ceidon y el Adein, si es que podían. Dave comió un poco de carne y pan, bebió de las frescas aguas del río, hizo algunas flexiones y se recostó en la silla de montar en espera de que acabara el tiempo de descanso. Vio que lo mismo hacía cada uno de los hombres del ejército.
Pronto, emprendieron de nuevo la marcha.
Sería tema de leyendas y canciones, si es que alguna generación los sucedía para contar viejas historias y cantar sus alabanzas. Cantarían la cabalgata de Ivor que se había dirigido a Celidon al frente de los dalreis en una noche y un día agotadores para enfrenrarse con el ejército de la Oscuridad y combatir con ellos en la misma Llanura, en nombre de la Luz.
Dave dejó que su caballo negro se pusiera en cabeza, como había hecho durante toda la jornada. Sintió la agitada fuerza de sus flancos, incansable, pese a la carga que llevaba, y del coraje de su corcel extrajo una resolución si cabe aún más firme.
Estaba justo detrás del aven y de los jefes cuando vio que un solitario auberei venía hacia ellos a toda velocidad. El sol estaba ahora sobre el oeste y comenzaba a ponerse. Ante ellos se detuvo el solitario auberei, que hábilmente volvió grupas y comenzó a correr acompasando su caballo con el corcel gris de Ivor.
-¿Dónde están? -gritó el aven.
-¡Están llegando al río!
Dave dio un suspiro de alivio: el ejército de Rakorh aún no había llegado a Celidon.
-¿Les haremos ftente allí? -oyó que gritaba Ivor.
-¡No lo sé! -replicó el auberei con tono desesperado.
Dave vio entonces que Ivor se erguía en su silla.
-¡En el nombre de la Luz! -rugió el aven mientras espoleaba el caballo.
Todos hicieron lo mismo y los caballos aceleraron aún más su velocidad. Dave vio que el corcel gris de Ivor adelantaba al auberei que íes servía de guía, y lanzó tras él el suyo negro, sintiendo que el caballo respondía con un coraje que casi lo humilló. Eran como truenos precipitándose sobre la Llanura, como una enorme bandada de eltors.
Vio que Celidon quedaba a su derecha. Vislumbró unos monolitos como los de Sronehenge, aunque todavía no se habían caído. Echó una ojeada tras las piedras hacia el enorme campamento en plena Llanura que había sido durante mil años el corazón de la tierra de los daireis. Pronto lo sobrepasaron y se precipitaron volando hacia el río mientras caía la tarde; al ver que Torc, junto a él, había desenfundado la espada, Dave sacó el hacha que pendía de su silla de montar. Su mirada se cruzó durante un segundo con la de Torc. Buscó delante a Levon y lo vio blandiendo la espada y mírándolos mientras cabalgaba.
Salvaron una elevación de terreno y vio el Adein, que centelleaba a la luz del sol. Vio a los svars alfar, aquellas repugnantes criaturas verdes que ya conocía, y también a otras más grandes de color pardo, que estaban empezando a vadear el río. Sólo empezando. Ivor había llegado a tiempo; algo digno de ser cantado para siempre si es que alguien sobrevivía para cantarlo.
Muchos, numerosísimos enemigos se precipitaban contra ellos. La Llanura al norte del Adein estaba oscurecida por la vastedad del ejército de Rakoth. Violentos gritos cortaron el aire: primero de alarma al distinguir a los dalreis y luego de burla y triunfo al ver qué pocos eran.
Blandiendo el hacha, Dave se precipitó contra ellos detrás de Ivor. El corazón le dio un vuelco al ver que las filas de las svarts se abrían para dejar paso a los urgachs montados sobre sus slaugs; detrás venían cientos y cientos más, entre miles y miles de svarts alfar.
Pensó en la muerte. Luego, por un momento, se acordó de sus padres y de su hermano, que quizá nunca sabrían nada de él. Pensó en Kim y Jennifer, en los dos hermanos que estaban ahora con él y en los muertos junto al lago Llewen hacía un año. Vio al jefe de los urgachs, el más enorme de todos ellos, vestido irónicamente de blanco, y su alma y su corazón se colmaron de odio.
-¡Revor! -gritó junto con todos los dalreis-. ¡Ivor! -gritó de nuevo con todos ellos.
Luego llegaron al Adein. El cansancio había desaparecido; en su lugar surgía como un torrente un delirio sanguinario. Y comenzó la batalla.
No cruzaron el río; la orilla era el único accidente en aquellos llanos pastizales que les proporcionaba alguna protección. Los svarts alfar eran bajos, incluso los pardos, e iban a pie; tenían que vadear el Adein y escalar sus bancales para encontrarse con las espadas de los dalreis. Dave vio que Torc enfundaba la espada y blandía el arco, y enseguida las flechas de los jinetes volaron sobre el río para sembrar la muerte en la orilla opuesta. Sólo de pasada vislumbró lo que ocurría, pues se encontraba en medio del caos, chorreando sangre, haciendo correr el negro corcel por la orilla del río, blandiendo el hacha una y otra vez, golpeando, cercenando, alcanzando por fin a un svart cuando apenas había sitio para moverse. Sintió que el esternón del svart crujía bajo el hachazo.
Trataba de mantenerse junto a Levon e Ivor, pero el terreno era resbaladizo por la sangre y el agua del río, y lo separó de ellos un grupo de urgachs a lomos de los terroríficos slaugs de seis patas; de pronto se encontro luchando por pura supervivencia.
Se vieron obligados a retroceder desde el río; no podían mantener la posición y a la vez luchar con los urgachs. A la luz del atardecer el Adein fluía rojo por la sangre y en el cauce del río había tantos svarts muertos o moribundos que los vivos cruzaron caminando sobre los cadáveres tras los urgachs y los slaugs.
Junto a Dave, Torc luchaba de nuevo espada en mano. Un fornido guerrero de la Fortaleza del Norte estaba a su lado, y los tres trataban con desesperación de resistir cerca del río, pues sabían que estarían perdidos si retrocedían más de lo debido. Un urgach atacó a Dave. Olió el fétido aliento del astado slaug; el corcel negro se encabritó. La pesada espada del urgach silbó encima de la cabeza de Dave y, antes de que pudiera repetir el golpe, Dave se inclinó y con toda su fuerza clavó el hacha en la horrible y peluda cabeza. Luego la sacó y dio un golpe de revés al slaug mientras el urgach se derrumbaba como un árbol sobre la tierra ensangrentada. Lo habia matado, pero antes de que pudiera recuperar el aliento, vio que otra de aquellas enormes criaturas se precipitaba sobre él y supo que no podría resistir en su puesto, no podría mantener la posición. Torc también había matado a uno y se enfrentaba con otro enemigo a lomos de su slaug. Los svarts estaban cruzando el río en masa y, con el corazón desfallecido, Dave vio que eran numerosísimos y que usaban cuchillos y espadas cortas para despanzurrar los caballos de los jinetes.
Sin darse cuenta empezó a gritar y lo invadió de nuevo la furia del combate; espoleó el caballo y salió al encuentro del slaug. Lo alcanzó con tanta prontitud que el urgach no tuvo tiempo de blandir la espada. Con la mano izquierda le vació salvajemente los ojos y lo mató de un hachazo.
-¡Davor! -oyó gritar.
El aviso llegó demasiado tarde. Sintió un agudo dolor en el costado izquierdo y, al mirar hacia abajo, vio que un svart lo había apuñalado. Torc lo mató. Jadeando, Dave se sacó la daga de las costillas y empezó a sangrar. Otro urgach se le acercaba y dos más estaban detrás de Torc. El hombre de la Fortaleza del Sur había caído. Estaban prácticamente solos los dos junto al río; los dalreis habían retrocedido, e incluso el aven estaba replegándose. Dave miró a Torc y vio que tenía una profunda cuchillada en la cara; en sus ojos leyó una amarga desesperación.
Entonces, desde la orilla norte del río llegaron altos y claros los ecos de una canción. Mientras el urgach vacilaba, Dave se dio la vuelta y retuvo el aliento con alegría y asombro.
Por la Llanura, desde el noroeste, los lios alfar acudían al combate. Avanzaban magníficos y triunfantes tras su señor, cuyos cabellos brillaban con reflejos de oro; cantaban mientras por fin dejaban el País de las Sombras.
Veloces eran sus caballos, que precedían veloces a sus espadas, y audaz era el fuego que ardía en los corazones de los Hijos de la Luz. Con esplendoroso valor irrumpieron entre las filas de los svarts, y la infantería de la Oscuridad gritó con odio y temor al apercibirse de su llegada.
Los urgachs estaban todos en el flanco sur. El terrible gigante vestido de blanco rugió una orden, y gran número de ellos volvieron grupas hacia el flanco norte, pisoteando las líneas de los svarts, tanto vivos como muertos.
Gritando de alegría, sin hacer caso del dolor de su costado, Dave se apresuré a perseguirlos para matarlos mientras se replegaban para alcanzar de nuevo los bancales del río. Cuando ya estaba junto a la orilla, oyó que Torc gritaba:
-¡Oh, Cernan, no!
Al mirar al cielo sintió que en su boca la alegría se convertía en amargas cenizas. Sobre su cabeza, como una movediza nube de muerte, Avaia descendía y con ella venían trescientas de sus crías, grises y negras, oscureciendo el cielo con su vuelo. Los cisnes de Maugrim atacaban inexorables desde las alturas y los lios alfar eran eclipsados por la oscuridad y comenzaban a morir.
El urgach de blanco gritó de nuevo, esta vez con brutal tono de triunfo, los slaugs volvieron grupas otra vez, dejando a los lios en manos de los cisnes y de los envalentonados svarts, mientras ellos atacaban de nuevo a los dalreis en masa.
Abriéndose paso hacia el este, donde Ivor, todavía a caballo y todavía espada en mano, había alcanzado el río, Dave vio que Barth y Navon combatían hombro con hombro junto al aven. Luego vio que el enorme cabecilla de los urgachs se precipitaba contra ellos y un desgarrado gritó de aviso salió de su garganta. Eran los niños que Torc y él habían protegido juntos en el bosque. La espada del gigantesco urgach dibujó un arco que pareció herir incluso al propio aire. Segó el cuello de Barth como a una flor de su tallo, y Dave vio que la cabeza del muchacho volaba manando sangre e iba a caer en el pisoteado lodo junto al Adein. El mismo golpe de espada alcanzó brutalmente el costado de Navon, y vio que el muchacho caía del caballo al tiempo que oía un terrorífico sonido.
Se dio cuenta de que había sido él quien lo había emitido, y advirtió que su costado estaba lleno de sangre. Vio que Torc, con ojos llenos de salvaje odio, se adelantaba para atacar el urgach de blanco. Trató de seguirlo pero tres svarts le impedían el paso. Mató a dos con el hacha y oyó que la cabeza del tercero crujía bajo las patas de su caballo negro.
Miró hacia el norte y vio que los lios combatían con Avaia y los cisnes. Pero no eran suficientes. Nunca habian sido suficientes. Habían salido de Danilorh porque no querían permanecer quietos mientras morían los dalreis. Y ahora estaban muriendo ellos también.
-¡Oh, Cernan! -oyó que alguien gritaba con desesperación; era la voz de Cechtar-. Esta hora conoce nuestro nombre.
Dave siguió la mirada del fornido jinete hacia el este y vio con toda claridad: se acercaban los lobos, por el norte y el sur del río. Al frente iba un animal gigantesco, negro con una mancha plateada entre las orejas; y comprendió, pues así se lo habían contado, que era Galadan de los andains, el lugarteniente de Maugrim. Era verdad: la hora conocía sus nombres.
Oyó que una voz interior lo llamaba por su nombre. No era la llamada de la muerte como creían los dalreis, no era la llamada de la hora final. Aunque pareciera absurdo, la voz interior que oía sonaba como la de Kevin Laine.
¡Dave!, oyó de nuevo. ¡Eres un idiota. Hazlo de una vez!.
Y al acordarse de pronto buscó el Cuerno de Owein y, llevándoselo a los labios, lo hizo sonar con las últimas fuerzas que le quedaban.
El sonido era otra vez de Luz y la Oscuridad no podía oírlo. Sin embargo, detuvieron su avance. Mientras soplaba tenía la cabeza echada hacia atrás. Vio que Avaia lo miraba y que alzaba el vuelo hacia las alturas. Escuchó el sonido que emitía y ya no era el mismo que antes. No era el sonido de la luz de la luna sobre la nieve, ni el de la salida del sol, ni el de las velas junto a la chimenea. Era el del ardiente fuego, el de las antorchas que llevaban en la cabalgata nocturna, era el del frío y poderoso resplandor de las estrellas.
Y entre las estrellas apareció Owein. Y con él la Caza Salvaje se abalanzó sobre los cisnes; todos los fantasmales reyes blandían las espadas, y también el niño que los conducía.
Se precipitaron entre la falange de las crías de Avaia, como humo sobre caballos voladores, como sombras de la muerte en el oscuro cielo; nada en el cielo podía resistirseles y sembraron la muerte por doquier. Dave vio que Avaia abandonaba a sus hijos y hermanas a su suerte y desaparecía en veloz vuelo hacia el norte. Oyó la risa salvaje de los reyes que él había desencadenado, y vio que trazaban un círculo en torno a él y levantaban las espadas en señal de saludo.
Cuando los cisnes hubieron muerto o huido, la caza descendió en Fionavar por primera vez en miles de años. También huían los lobos de Galadan, los svarrs y los urgachs sobre los slaugs, y Dave, mientras las lágrimas le corrían por su tiznada cara, vio que los fantasmales reyes los perseguían y los mataban.
Luego vio que la caza se dividía en dos y cuatro reyes y el niño que había sido en otro tiempo Finn se alejaban en aérea persecución tras el ejército de la Oscuridad. Los otros reyes, entre ellos Owein, se detuvieron junto al Adein y a la luz del atardecer comenzaron a matar uno tras otro a los lios y a los dalreis.
Dave Martymiuk se puso a gritar y bajó de un salto del caballo.