Fuego Errante (37 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Fuego Errante
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-Ahora estás en Brennin -dijo el dios- y cerca del bosque de tu poder. Pero luego estarás lejos, en el mar, mortal hermano. ¿Cómo podrás obligarme?

-No nos queda más remedio que hacernos a la mar. La Caldera de Khath Meigol está en Cader Sedar –dijo Paul.

-No puedes ohligar a un dios en su propio elemento, Dos Veces Nacido.

La voz era orgullosa pero en absoluto fría; casi emocionada.

Paul hizo un gesto con las manos que Kevin hubiera reconocido.

-Trataré de hacerlo -dijo.

Liranan se quedó un buen rato mirándolo; luego dijo algo en voz muy baja. Sus palabras se mezclaron con el murmullo de las olas y Paul no pudo entenderlas. Antes de que pudiera preguntárselo Liranan levantó un brazo y los colores ondearon en sus vestiduras de agua. Extendió sus dedos sobre la cabeza de Paul y desapareció.

Paul sintió la salpicadura del mar en su rostro y en sus cabellos; luego miró hacia abajo y vio que estaba descalzo sobre la arena, no en el agua. Había transcurrido bastante tiempo. La luna, en el oeste, estaba ya baja. En su estela plateada vio un pez de plata que saltaba sobre el agua y luego se zambullía entre las estrellas marinas y los colores del coral.

Cuando se volvió para emprender eí regreso, tropezó y se dio cuenta de lo cansado que estaba. La arena parecía no acabar nunca. Dos veces estuvo a punto de caerse. Se detuvo y permaneció quieto respirando profundamenre durante un rato. Sentía la cabeza ligera como si hubiese estado aspirando un aire demasiado puro. Tenía un lejano recuerdo de la canción que había oído lejos, en el mar.

Sacudió la cabeza y regresó a donde había dejado las botas. Se arrodilló para ponérselas pero se dejó caer en la arena, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza inclinada. La canción se iba desvaneciendo poco a poco y sintió que la respiración se acompasaba de nuevo, aunque no había recuperado aún las fuerzas.

Vio que una sombra sobre la arena cubría la suya.

Sin mirar dijo con acritud:

-Debe satisfacerte el verme en tal estado. Pareces aprovechar todas las oportunidades.

-Estás temblando -dijo Jaelle.

Le puso sobre los hombros su manto que conservaba su perfume.

-No tengo frío -dijo él.

Pero al mirarse las manos comprobó que, en efecto, estaba temblando.

Ella se separó un poco y él la miró. Llevaba en su frente una diadema, que le retiraba del rostro los cabellos agitados por el viento. La luna acariciaba sus pómulos, peto los verdes ojos estaban entre sombras.

-Os vi a los dos iluminados por una luz que no procedía de la luna. Pwyll, seas lo que seas, sigues siendo mortal y no es ése un resplandor en el que podamos vivir.

Él no replicó.

Al cabo de un momento ella continuó:

-Hace tiempo, cuando te fui a buscar al Árbol del Verano, me dijiste que ante todo éramos humanos.

-Y tú dijiste que estaba equivocado -respondió él.

-Entonces lo estabas.

En la quietud las olas parecían muy lejanas, aunque incesantes.

-Venía pedirte disculpas aprovechando la ocasión.

-Pero siempre pareces cogerme en mal momento -dijo él.

-¡Oh, Pwyll! ¿Cuál podría ser el momento oportuno? -De repente su voz parecía la de una anciana.

Él la escuchaba esperando alguna pulla, pero no oyó ninguna.

-No lo sé -admitió él-. Jaelle, si no regresamos de este viaje, será mejor que les cuentes a Teyrnon y a Aileron lo de Daríen. Jennifer no querrá hacerlo, pero no veo que tú puedas hacer otra cosa. Tendrán que estar preparados para lo que él pueda hacer.

Ella se movió un poco y él pudo verle los ojos. Le había dado su manto y sólo llevaba un largo camisón. El viento soplaba del mar. Se levantó, le colocó el manto sobre los hombros y se lo anudó en el cuello.

Al mirarla, al ver su salvaje belleza agobiada por lo que habia visto, se acordó de algo y, consciente de que ella tenía acceso por su condición a ciertos conocimientos, le preguntó:

-Jaelle, ¿cuándo oyen los lios su canción?

-Cuando están listos para hacerse a la mar -respondió ella-. Normalmente es la debilidad lo que los lleva tan lejos.

Tras él todavía oía el lento reflujo de la marca.

-¿Y qué hacen?

-Construir un barco en Danilorh y hacerse a la mar por la noche, hacia el Oeste.

-¿Hacia dónde? ¿A una isla?

Ella sacudió la cabeza.

-No está en Fionavar. Cuando uno de los lios alfar navega muy íejos hacia el oeste, cruzan a otro mundo, uno dibujado por el Tejedor sólo para ellos. No sé con qué propósito, ni creo que tampoco ellos lo sepan.

Paul permaneció callado.

-¿Por qué lo preguntas? -dijo ella.

El dudaba. Siempre la vieja desconfianza, desde la primera vez que hablaron, cuando ella lo fue a buscar al Árbol del Verano. Sin embargo, poco después, mirándola a los ojos, le dijo:

-Oí una canción hace un momento, mar adentro, cuando perseguía al dios.

Ella cerró los ojos. La luz de la luna la convertía en una estatua de mármol, pálida y austera.

-El mar no es dominio de Dana -dijo-. No sé lo que eso significa.

Abrió los ojos de nuevo.

-Ni yo -dijo él.

-Pwyll -preguntó ella-, ¿podréis conseguirlo?, ¿podréis llegar a Cader Sedar?

-No estoy seguro -dijo él con sinceridad-. Ni siquiera sé sí podremos conseguir algo en el caso de que lleguemos allí. Pero sé que Loren está en lo cierto: hemos de intentarlo.

-Sabes que si pudiera iría…

-Lo sé -dijo Paul-. Pero tendrás bastante, demasiado que hacer aquí. Compadece a los que, como Jennifer y Sharra, sólo pueden esperar y amar, y ruega para que el viaje sirva para algo más que para sufrir.

Ella abrió la boca como si fuera a decir algo, pero permaneció callada. Inesperadamente acudió a su memoria la letra de una balada y casi sin aliento la recitó a la brisa de la noche y al mar:

¿Qué es una mujer para que la abandones,

y el fuego del hogar y el jardín de la casa,

para marcharte con el canoso anciano Hacedor de Viudas?

-Que el Tejedor te proteja -dijo Jaelle, y se alejó.

El la siguió por el estrecho sendero que llevaba a Taerlindel. Mientras avanzaban, a la derecha la luna se hundía en el mar; cuando llegaron, la ciudad estaba solo iluminada por la luz de las estrellas.

Cuando el sol se levantó, la compañía se dispuso a hacerse a la mar en el Ptydwen. Aileron, el soberano rey, subió a bordo para despedirse de su primer mago, de Paul Schafer, de Arturo Pendragon, de los hombres de la Fortaleza del Sur que tripularían el barco y de Kell de Taerlindel que lo capitanearía.

En último lugar se encaró con su hermano. Se miraron uno a otro con ojos serios: los castaños de Aileron estaban casi negros, y los de Diarmuid más azules que el cielo.

Desde el puerto, sin preocuparse de las lágrimas, Sharra vio que Diarmuid hablaba y asentía con la cabeza. Luego lo vio besar a su hermano en la mejilla. Poco después Aileron se dio la vuelta rápidamente y bajó por la pasarela. Su rostro no tenía expresión alguna, y sintió cierto odio hacia él.

Las velas del Prydwen se desplegaron y se hincharon. Retiraron la pasarela. El viento soplaba del sudeste: podrían navegar con él.

Na-Brendel de Danílorh estaba junto al soberano rey y su guardia. Había además tres mujeres contemplando cómo el barco levaba anclas y empezaba a alejarse. Una mujer era la princesa, otra la suma sacerdotisa; junto a ellas se erguía una que había sido reina, y Brendel no podía apartar de ella sus ojos.

Los ojos de Jennifer eran claros y brillantes mientras miraba el barco y el hombre que de pie en la popa la contemplaba. Ella se despedía de él con valor y orgullo, Brendel lo sabía muy bien, y él la estuvo mirando hasta que el Prydwen fue sólo un punto blanco en el lugar donde mar y cielo se confundían.

Sólo entonces ella se volvió hacia el soberano rey, sólo entonces la pena embargó su rostro. Y algo más también.

-¿Podrías proporcionarme una escolta? -dijo-. Me gustaría ir a la torre de Lisen.

Había compasión en los ojos de Aileron como si también él hubiera oído lo mismo que Brendel: los círculos del tiempo dando vueltas de nuevo, un dibujo trazándose en el Telar.

-¡Oh, querida mía! -dijo Jaelle con una voz extraña.

-Anor, la torre de Lisen, ha permanecido abandonada durante mil años -dijo amablemente Aileron-. Pendaran no es un lugar donde podamos internarnos sin peligro.

Capítulo 15

«Por encima de todo lo demás», pensaba Ivor, «están Tabor y Gereint».

El aven cabalgaba trazando un vasto círculo en torno a los reunidos campamentos. Había regresado de Gwen Ystrat la tarde anterior. Habían tardado dos días de lenta cabalgata, pero Gereint no había podido soportar una marcha más rápida.

Hoy inspeccionaba por primera vez los campamentos y por fin se sentía cautelosamente satisfecho por algo. Pendiente de que Levon, a quien esperaban por la noche, le informara de la decisión del Consejo de Paras Derval, él, sin embargo, había trazado el plan de dejar a las mujeres y a los niños con una guardia en el. protegido territorio al este del Latham. Los eltors ya habian comenzado a emigrar al norte, pero quedarían los suficientes para asegurar una caza abundante.

Llegó al más septentrional de los campos y saludó con la mano a su amigo Tulger, de la octava tribu. Pero no podía detenerse a charlar con él; tenía muchas cosas en que pensar.

En Tabor y en Gereint, sobre todo.

La víspera, a su retorno, había escrutado con atención a su hijo menor. Tabor le había sonreído, lo había abrazado y le había comunicado todo lo que debía saber. Incluso teniendo en cuenta el largo invierno que habían soportado, estaba anormalmente pálido, con su piel blanca casi transparente. El aven había tratado de convencerse a sí mismo de que su habitual y excesiva preocupación por sus hijos lo estaba llevando a conclusiones erróneas, pero aquella misma noche, en la cama, Leith le había dicho que estaba preocupada y el corazón de Ivor se había sobresaltado.

Su mujer hubiera preferido morderse la lengua antes que preocuparlo sin causa justificada.

Por eso por la mañana temprano había salido a pasear por la orilla del río con su hijo menor, mientras la frescura de la primavera inundaba la verde yerba de la Llanura. El hielo del Latham se había derretido durante la noche. El río fluía, centelleante y frío, de las montañas; a la luz de la mañana era de un azul brillante. Ivor, pese a sus preocupaciones, sintió que su espíritu se alegraba al ver y formar parre de aquella resurrección.

-Padre -había dicho Tabor antes de que él pudiera preguntarle nada-, no puedo hacer nada por evitarlo.

El momentáneo goce de Ivor había desaparecido de golpe. Había mirado a su hijo: el menudo Tabor tenía sólo quince años, nada más, y ahora estaba tan pálido que parecía aún más joven. Ivor no dijo nada: sólo aguardaba.

-Me lleva con ella -había explicado Tabor-. Cuando volamos, y en especial la última vez, cuando sembramos la muerte. Padre, en el cielo es diferente. No sé cuántas veces seré capaz de regresar.

-Entonces debes tratar de no cabalgar sobre ella -había dicho Ivor lleno de pena.

Estaba recordando la noche en el lindero de Pendaran, cuando contempló cómo Tabor y la alada criatura de su sueño volaban entre las estrellas y la Llanura.

-Lo sé -había respondido Tabor junto al río-. Pero estamos en guerra, ¿cómo podría no cabalgar?

-Estamos en guerra y yo soy el aven de los dalreis -había dicho con brusquedad Ivor-. Tú eres uno de los jinetes a mis órdenes y debes dejar que sea yo quien decida cómo aprovechar mejor esa fuerza de que disponemos.

Sí, padre -había dicho Tabor.

«De doble filo», estaba pensando ahora Ivor mientras se dirigía hacia el sur a lo largo de la orilla occidental del Latham, hacia donde estaba acuartelada la cuarta tribu de Callion. Los dones de la diosa tenían siempre doble filo. Trató, sin éxito, de no amargarse por eso. La esplendorosa criatura alada con su cuerno de reluciente plata era un instrumento de guerra tan poderoso como cualquiera de los que disponían, y ahora sabía que el precio que debía pagar por usarlo era la progresiva pérdida de su hijo más joven.

Callion, de rostro anguloso y ojos suaves, le salió al paso a caballo e Ivor se vio forzado a detenerse y esperarlo. Callion era muy joven para ser jefe de una tribu, pero era sensato e inteligente, e Ivor confiaba más en él que en la mayoría de los jefes.

-Aven -dijo Callion sin preámbulos-, ¿cuándo nos marchamos? ¿Debo organizar una cacería o no?

-Hoy no -contestó el aven-. Cechtar lo hizo ayer; ven a nuestro campamento si necesitas carne de eltor.

-Iré. ¿Y qué pasa…?

-Pronto llegará un auberei. Celebraremos consejo esta noche en nuestro campamento. Lo he aplazado hasta última hora porque estoy esperando que Levon regrese con noticias de Paras Derval.

-Bien. Aven, he estado presionando a mi chamán desde que la nieve comenzó a fundirse…

-No lo presiones -dijo Ivor.

-Pero es que no dice nada en absoluto. ¿Y Gereint?

-Nada tampoco -dijo Ivor alejándose a caballo.

Ya no era joven cuando lo cegaron. Había estado aguardando su turno en Celidon durante años, antes de que los auberei llevaran la noticia de que había muerto Colynas, el chamán de Banor y de la tercera tribu.

Ahora ya era viejo y quedaba muy lejos el día en que lo habían cegado, pero lo recordaba con toda claridad. No era raro: las antorchas, las estrellas y el corro de hombres de la tribu de Banor eran las últimas cosas que había visto.

Había tenido una vida plena, pensó; más rica de lo que podría haber soñado. Si hubiera acabado antes de la explosión del Rangat, habría podido afirmar que había vivido y muerto como un hombre feliz.

Desde el momento en que había sido elegido por los Ancianos de Celidon, donde vivía siempre la primera tribu, el destino de Gereint había sido muy diferente del de los otros jóvenes llamados a su ayuno.

Solo por este motivo había dejado Celidon. Sólo los elegidos de la primera tribu lo hacían. Había aprendido a cazar, pues los chamanes tenían que familiarizarse con la caza y los eltors. Había viajado de tribu en tribu, permaneciendo una temporada con cada una de ellas, porque los chamanes tenían que conocer las costumbres de todas las tribus, sin saber nunca previamente con qué tribu se iban a reunir o a qué jefe iban a servir. También se había acostado con mujeres, en las nueve tribus, para esparcir su semilla por toda la Llanura. No tenía ni idea de cuántos hijos había engendrado en los años de espera, aunque recordaba muy bien algunas noches. Así habían pasado los años, unas temporadas viajando y otras en Celidon con los pergaminos de la Ley y otros fragmentos que no pertenecían a la Ley pero que los chamanes debían conocer.

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