Fuckowski - Memorias de un ingeniero (15 page)

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Authors: Alfredo de Hoces García-Galán

BOOK: Fuckowski - Memorias de un ingeniero
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Me acerqué más y más. El pájaro no se movía. Al final lo tuve entre mis pies. Pero lo que vi me descorazonó. Aquel pájaro no podía volar; se había caído del nido. Tenía sangre en las alas. A todos los efectos, ya estaba muerto.

No sabía qué hacer. Me sentía miserable. Para mí no podía haber peor visión que aquella. Tenía que hacer algo, no podía abandonarlo allí.

Intenté cogerlo, pero dio unos pasos y se volvió a parar. Me miró de nuevo, y esta vez me pareció que estaba asustado y a la vez necesitado. Pero ¿qué cojones podía hacer yo? Tenía delante el símbolo de mi propia tragedia y no se me ocurría ninguna solución. Realmente era horrible la sensación de impotencia. Ahora entendía que la gente llegase a suicidarse. Era como si la sangre se te convirtiese en veneno, sentías que todo era una mierda y que la culpa era tuya. Que en realidad todo estaba ya perdido. La única opción era abandonar. Nihilismo, suicidio, consultoría de forlayos.

Lo intenté de nuevo y el pichón volvió a huir. Rodeó el árbol y se ocultó de mi vista. Pensé que si lo cogía le haría más daño. Mi presentación iba a empezar en breve. Me bloqueé y empecé a sudar tinta.

Concluí que no podía hacer nada. Cosas así pasaban a cada minuto, era ley de vida. No era culpa mía. Además como llegase tarde a la presentación se iba a montar una buena.

Dejé atrás el parque y entré al edificio. Lourdes estaba en su mesa, mirando su pantalla, con esos auriculares con micrófono incorporado. Pura realidad virtual. En ese momento no me hubiese importado ponerme un casco de VR yo también. Enchufarme a alguna realidad alternativa que me hiciese olvidar lo asquerosamente rata que me sentía.

Entré al ascensor. De hecho, me parecía que había otra realidad de la que me estaba desenchufando para siempre. La del bosque y la lluvia. Aún me unía a ella una especie de débil cordón que las puertas del ascensor iban a cortar en dos segundos, dejándome solo en la realidad del cemento y el cristal, donde ya nada olía a esperanza.

Parte 2

Le podían dar por culo al cemento. Puse el pie entre las dos puertas y volvieron a abrirse. Dejé mi café y mi necro-sándwich en la mesa de Lourdes. Salí del edificio y volví al parque. El pichón aún estaba detrás del árbol, inmóvil. Yo seguía sin saber qué hacer, pero al menos
haría algo
, que era mejor que nada.

Me costó seis intentos y dos vueltas al árbol agarrar al pajarito. Me lo acerqué para verle las heridas y se me cagó en la corbata. Bien. Me dejaría la mierda ahí siempre. Hacía juego con mi empleo.

Sentía una extraña mezcla de miedo y valor. Aquello estaba bien. El pichón se quedó quieto entre mis manos. Las manchas en las alas bien podían no ser sangre. Tenía que intentar limpiarlo.

Con el reverso de la corbata froté aquello todo lo delicadamente que pude. El pájaro no se quejó; al parecer sólo era barro. Debía haberse manchado al caer.

Pero no volaba. Ni siquiera intentaba mover las alas. ¿Tendría algo roto? Si no me lo llevaba de ahí, estaba condenado. No tenía otra opción: el pichón se venía a mi casa. Después ya veríamos.

Necesitaba una caja. Lourdes me ayudaría. Entré a recepción, y la vegetariana coñazo se me quedó mirando con cara de espanto y me soltó:

—Ni se te ocurra acercarme ese bicho asqueroso, seguro que tiene mil enfermedades.

De puta madre. O sea, que no era una ecologista vegetariana. Era una gilipollas haciendo una dieta.

—Lourdes, voy a llevármelo a casa. ¿Puedes darme una caja grande?

A regañadientes sacó una caja vacía del armario de artículos de oficina y la puso en su mostrador. Cuando me acerqué con el pájaro, ella se apartó.

Metí ahí a la pobre criatura, y le hice unos agujeros con un bolígrafo a la tapa. Cerré la caja.

—Gracias. Por favor, llama a Paul y dile que no voy a poder estar en la presentación.

Ella me miró asombrada. Salí de allí. En el mundo del cristal y el cemento se quedó una gilipollas a dieta de ensalada limpia-conciencias mientras yo atravesaba el parque con la corbata llena de mierda.

Me puse la caja bajo el brazo izquierdo y con la otra mano saqué el móvil y llamé a mi amigo Rafa, que era de campo, a ver si tenía idea de lo que hacer.

Le expliqué la situación, le describí al pájaro con la mayor precisión que pude.

—Pues, por lo que dices, parece que simplemente es aún joven. Le calculo un mes, así que en dos o tres semanas, si no se muere de sed o de frío, podrá volar —dijo.

Me tranquilizó. Era cuestión de que el pichón aguantara. Si se me moría en casa iba a ser un drama, pero al menos podría decirme a mí mismo que había hecho lo posible.

Rafa había tenido docenas de pichones. Se morían con facilidad, me dijo. Me explicó cómo darle los cuidados básicos. Si Lourdes hubiera oído aquello, le hubiera dado un telele.

—Te agradezco los consejos. Me has quitado un peso de encima. Mañana me voy a ganar una buena bronca, ahora tendría que estar en una presentación... ya me puedo imaginar al Monchito recochineándose...

—Nada —respondió Rafa—, te llevas al pichón y que le saque los ojos al Monchito. Por cierto, que le podías llamar Rockefeller, no sé si me explico...

—Jajaja, sí, lo acabas de bautizar. Bueno, te dejo, que estoy llegando al tren. Gracias otra vez.

—De nada, hasta luego chaval.

Colgué, y me reí un buen rato. Me sentía bien, me sentía parte de algo grande. Debía ser la tierra mojada.

Una vez en casa me puse manos a la obra. Saqué a Rockefeller de la caja y lo dejé encima de mi mesa. Seguía inmóvil. Llené la caja con calcetines viejos, metí al pájaro de nuevo dentro, y éste se acomodó. Me miraba fijamente, pestañeaba con cara de interrogante.

Salí a la calle y compré trigo. A la vuelta, Rockefeller estaba durmiendo. En mi móvil había cuatro llamadas perdidas. Lo apagué, me tumbé en la cama, puse
Las cuatro estaciones
y me dejé llevar.

Parte 3

Desperté a media tarde y ya no tenía resaca. Era de puta madre poder dormir lo suficiente. El pájaro se había cagado repetidas veces en el improvisado nido. Ahí estaba, metido en su caja, asustado, hambriento, y lo único que tenía era su propia mierda. El perfecto desarrollador de software.

Rockefeller tenía que alimentarse. Puse trigo mezclado con pan y agua en una taza, y se lo acerqué. Ni puto caso. Luego le acerqué un vaso de agua, y tampoco. Pues sí que estamos bien. ¿Y ahora qué?

Recordaba como mi madre había sacado a Satán adelante. Lo habíamos encontrado en un desagüe, moribundo. Sus cinco hermanos de camada ya se habían ahogado. Aún tenía el cordón umbilical colgando. Mi madre siempre sabía lo que hacer, cómo y cuándo darle de comer; se lo pegaba al pecho para que se durmiese oyendo los latidos de su corazón...

Lo sacó de la muerte y ahora pesaba cuarenta kilos y era una de esas pocas cosas que de verdad daban sentido a mi vida. ¿Cómo hacían las mujeres esas cosas? ¿Tenían una especie de voz interior que les decía qué hacer, o qué? Ellas tenían conexión directa con algún plano que yo desconocía.

Rockefeller no tenía tecla de "HELP" por ninguna parte. Tampoco venía con un README ni con un HOWTO. Estábamos jodidos. El sudor frío me volvió a pegar la camisa al cuerpo.

Tenía que beber, y según Rafa, si no sabía beber solo tendría que hacerle el boca a boca. En fin, en peores plazas habíamos toreado. Vamos allá. Me llené la boca de agua, cogí al pichón con una mano, y con la otra le agarré la cabeza y le metí el pico entre mis labios. Suavemente le insuflé agua dentro. Noté una pequeña lengüecita succionando.

Repetí la operación tres veces más, luego escupí, me limpié la boca lo mejor que pude, y lo intenté con la comida. Cuidadosamente le agarraba la cabeza por detrás y con dos dedos le abría el pico. Con la otra mano le metía pedacitos de comida dentro. El pájaro se sacudía. A veces la comida se le salía y otras veces se la tragaba. Al principio temía romperle la cabeza, pero poco a poco perdí el miedo y me fue resultando más fácil.

Bebió y comió bastante. Pensé que acababa de hacer algo así como insuflar vida. Era una sensación milagrosa.

Parte 4

Al día siguiente, a las 8:05 Paul me llamó a su despacho. Me dolía haberle fallado. Era de los pocos jefes competentes de toda la empresa, si no el único. Sabía lo que hacía, sus estimaciones estaban basadas en su experiencia y no en una hoja de cálculo. De vez en cuando te encontrabas que había estado trasteando el código fuente y que había mejorado los objetos, llegaba el primero a la empresa y se iba el último, y cuando viajaba aprovechaba los vuelos para adelantar trabajo con el portátil. También sufría la conjura de los necios.

Entré allí con la cabeza gacha. Su cara era un poema. La mía, supongo que también.

—¿Qué te pasó ayer, Fuckowski?

—Una emergencia. Siento haberte dejado todo el trabajo. Pero tenía que hacerlo.

—¿Emergencia? No es eso lo que he oído.

Vaya, la que no comía carne sabía sacar hígados.

—Paul, asumo la responsabilidad. Si me vais a despedir o a expedientar, lo comprenderé.

—Nada de eso. Ya sabes que valoro tu trabajo, y que por desgracia no puedo tenerte en todos los proyectos conmigo, como me gustaría. Pero ayer me sentí decepcionado. Quiero entender como fuiste capaz de abandonar tus obligaciones por un simple pajarito.

—Precisamente, lo que hice ayer fue, creo, cumplir con mis obligaciones. Si no lo hubiese hecho, hoy me sentiría como el culo.

—Tus verdaderas obligaciones son esas que están descritas claramente en tu contrato.

—Paul, yo paso la mayor parte del tiempo aquí metido, y es fácil acostumbrarse a esa rutina. Pero a veces
siento cosas
...

—¿Como qué "cosas"?

—Mira, en mis últimas vacaciones pasé dos semanas en Suiza y dejé a mi perro en casa de mis padres. Nunca había estado tanto tiempo sin verme, y a la vuelta, cuando fui a por él, yo me esperaba su típica fiesta de bienvenida. ¿Y sabes qué hizo?

—No...

—Nada. No hizo nada. Vino hacia mí lentamente, se sentó a mis pies, y se me quedó mirando fijamente con una expresión de asombro tal, que el cabrón me arrancó las lágrimas. Su mirada casi quería decir ¿pero de verdad eres tú? Luego ladró una vez, porque yo me había quedado paralizado, y cuando reaccioné y me agaché para acariciarle la cabeza, se pasó lamiéndome diez minutos. Me hizo sentir tan vivo, que pensé que la mayor parte del tiempo no soy más que un gilipollas congelado.

—Ah, ya veo. Mira, todas esas cosas están muy bien, pero no sé qué tienen que ver con tu falta de ayer.

—Tú bien sabes que no le tengo miedo al trabajo. Sudo mi miserable salario, curro entre cuarenta y sesenta horas, siempre ando metido en lo mío y apagándoles los fuegos a los demás. Pero todo esto lo hago por poder llenarme la nevera y pagar el alquiler, y así seguir disfrutando de una vida a la que sólo esas cosas dan algún sentido. Ayer salvé una vida. Eso da sentido a la mía. Si no lo hubiera hecho, estar hoy aquí sería simple y llana esclavitud.

—Fuckowski, ¿no eres ya muy mayor para andarte preocupando por perritos, pajaritos, y todas esas mariconadas?

—Pues mira, si el precio a pagar por ahorrarme estas preocupaciones es que mi Satán pase a ser simplemente "un perrito", no me compensa.

—Joder. Eres un idealista. Muy bonito, pero eso no funciona en el mundo real.

Mierda. ¿Cuántas veces había oído ya eso? ¿En qué momento exacto de la historia el término idealista había pasado a considerarse despectivo?

—Bueno, aquella señora negra que un día decidió sentarse en el autobús en los asientos para blancos, no pensó que el mundo real fuese algo inmutable. Comenzó la liberación de toda su raza.

Aún quedaban muchos negros olvidados en alguna iglesia podrida del Harlem cantando desgarradas versiones Gospel del
I still haven´t found what I´m looking for
. Pero habíamos mejorado bastante.

Paul me miraba como si yo hubiese perdido por completo la razón. Yo no lo entendía.

—Fuckowski, te has equivocado de planeta.

Por un instante pensé en bosques, en lluvia, en el mar rompiendo al pie de un acantilado, la fría arena de la playa en una noche de verano.

—No puedo imaginarme un planeta mejor. Es sólo que está siendo invadido.

—¿¡Invadido!? —ahí era cuando Paul ya constataba del todo que yo era un paranoico—. ¿¡Invadido por quién!?

—Por hombres pequeños y ciegos, con maletines y trajes, que siempre andan diciéndote cómo funciona el mundo real. Los peores tienen bigote.

—Está bien, está bien. Creo que podemos dejarlo aquí. Por favor, que no se repita lo de ayer. Supongo que con el tiempo acabarás madurando.

—Gracias, Paul. Intentaré que no se repita.

Madurar. Frutas maduras. Frutas que se caen del árbol y se pudren en el suelo. Pocos días antes había ido a un concierto.
Whitesnake
, en una sala bastante pequeña. Tenía a David Coverdale a diez metros. Cincuenta y siete años tenía ya el hombre, y allí estaba plantado, con su inmensa sonrisa, cantándonos el
Here I go Again
, llenándonos de toda la energía que le sobraba. A su edad no parecía andarse pudriendo en el suelo. Yo de viejo quería estar así de joven.

Toda mi vida había sido igual. Me desgañitaba exponiendo mis argumentos, mis ideas, mis sentimientos, y siempre se los cepillaban con una sola palabra. Idealista, inmaduro, mariconadas, romántico, loco. Parecía fácil menospreciar lo que nunca se había sentido.

A veces hasta me hacían dudar. O yo de verdad estaba loco, o loco era simplemente el término a aplicar al que no vivía en una determinada realidad, definida por vete a saber quien. Los de los maletines.

En ambos casos me importaba tres cojones.

Parte 5

Rockefeller se hacía más fuerte cada día que pasaba. Y con él, mis convicciones. El día de la presentación había hecho lo correcto. Seguía teniendo que darle de comer directamente en el pico, pero ya me iba costando menos. Se esforzaba, algo en su interior iba despertando.

Quería vivir.

Le tenía que limpiar la mierda del nido cada noche, para que no durmiera encima de ella. Hasta que un día, espontáneamente, aprendió a sacar el culo del nido y a echar su mierda fuera, en mi alfombra. Rockefeller ya era consultor.

Cada vez era más fácil. Cuando tenía hambre o sed, me piaba. Casi parecía que se enfadaba. Estaba claro que para todo bicho viviente la comunicación era una necesidad vital.

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