Read Fuckowski - Memorias de un ingeniero Online
Authors: Alfredo de Hoces García-Galán
Salió del nuevo edificio de la empresa con su nueva novia y su nueva tarjeta de identificación. Abrió la puerta de su nuevo descapotable rojo e hizo entrar a Clarisa.
Minglanillas tenía un don, sí. Todo lo que tocaba se convertía en mierda. Clarisa también tenía el don; sólo dios sabía lo que podía pasar si les daba por hacer el sesenta y nueve.
Antes de entrar al coche echó un vistazo al nuevo cuartel general de la compañía. Era una preciosa fachada.
En el jardín de la entrada había una estatua en bronce del señor Smith. Sobre la enorme puerta giratoria, el nuevo logotipo en letras doradas:
FUTURE RAINBOW CONSULTING.
Por todas partes revoloteaban palomas.
“No estás a mi altura”, le dijo el escarabajo pelotero al águila real. Y así se fue, dándole vueltas a su bola de mierda.
Parte 1
Entre mojito y mojito mi buen amigo Antonio me contaba el plan para el día siguiente: volar en avioneta hasta Almería desde el aeropuerto de la Axarquía. Pilotaría el señor David Peckham, un inglés de unos setenta años que había comprado una avioneta hecha pedazos y la había puesto a punto él mismo, destornillador en mano. Dicho así, el plan no me resultó muy atractivo; ya me veía a la Guardia Civil buscando mis piños por la playa de La Herradura. El cacharro de Mr. Peckham era de cuatro plazas; Toni también se unía a la fiesta. Decidimos apurar los vasos e irnos a dormir inmediatamente para estar despejados por la mañana.
—Buessentonces hasstabañada, tío —dije cinco mojitos después.
Me fui a casa y me metí en la cama a soñar con avionetas destartaladas, politraumatismos encefálicos y quemaduras de cuarto grado. Al poco rato sonó el despertador.
Parte 2
Salí a desayunar con Antonio. Dos zumos de naranja y dos bocatas de jamón serrano más tarde todavía no lo veía muy claro.
—¿Y cómo es eso de que le ha sacado las tripas a la avioneta y la ha reconstruído? Mira que una avioneta no es como un mechero, que o le falta gas o le falla la piedra… —dije.
—Nada tío, no te preocupes, que el señor Peckham ha sido ingeniero. Ah, pues entonces sí. Algunos momentos de mis diez años ingenieriles desfilaron por mi mente: inspirados análisis, estupendos diseños, pomposidad, mucha documentación, grandes sonrisas de autosuficiencia, codificación impecable, infalibles planes de pruebas, y en la demo el cliente mete usuario y contraseña y zas,
Error de Sistema
y a casita con el rabo entre las piernas. Y una demo fallida pues todavía, pero como el error de sistema le dé a la avioneta en lo que es el mismo estabilizador de la biela del cigüeñal, ya me dirás tú…
—Como el tío lleve corbata echo a correr sin mirar atrás —dije.
Toni nos recogió en su coche. Llegamos al aeródromo en pocos minutos, salimos del vehículo y esperamos a pie de pista a que llegara la avioneta. Yo esperaba que en cualquier momento apareciese de detrás de los hangares un cacharo destartalado, vibrante y saltarín dejando un reguero de tuercas entre chirridos de engranajes oxidados, petardeos humeantes y toques de claxon con la música de La Cucaracha. De pronto se descolgaría la hélice y saldría de la cabina un entrañable abuelete parecido a Harpo Marx, colocaría la hélice en su sitio, nos sonreiría con cara de
aquí no ha pasado
nada y nos indicaría que subiésemos con un par de toques de su bocina.
Pasaban los minutos y yo preparaba mentalmente las últimas palabras para mis seres queridos. ¿Cuántos SMS´s me daría tiempo a enviar durante una caída en picado? Algunas frases se iban formando solas en mi cabeza:
“que sepas que
siempre te quise aunque toda la vida fui un poco
capullo”, “adiós, gracias por todo, por favor,
nunca dejéis que mi perro se sienta solo”
, cosas así.
Al momento apareció, flamante, el Commander (así había bautizado el señor Peckham a la criatura). Por fuera estaba como nuevo. Mister Peckham se apeó del avión y nos saludó efusivamente. Antonio hizo las presentaciones:
—Toni, Alfredo, éste es David Peckham. Habla muy poquito español.
—He empezado a aprender ahora —dijo.
Con dos cojones. Yo dejé las clases de alemán con veinticuatro años porque pensaba que ya era demasiado tarde.
La mirada de David rebosaba inteligencia. Era una mirada limpia, profunda, valiente, afirmativa. En David la edad se convertía en una mera cuestión técnica, una cifra escrita en alguna parte. No había en él nada de lo que normalmente se asocia con la denominada “tercera edad”. (Mira que nos gustan los eufemismos: hombre Paco, cuánto tiempo, ¿cómo está tu mujer? Pues ya ves, dos años lleva ya en la quinta edad, ahora mismo iba a ponerle flores…)
Nos fuimos al bar mientras David cargaba combustible y le hacía el chequeo rutinario a la avioneta. Entré directo al servicio y mientras meaba eché un vistazo al ventanuco y consideré seriamente darme el piro. Tiré de la cadena y descarté la opción.
Parte 3
David entró al bar: había llegado el momento de la verdad. Apuramos nuestros cafés y volvimos a pista. Todo estaba preparado para el despegue. Subimos al Commander. El trasto comenzó a rodar muy despacio. Encaramos la pista. David hizo una serie de comprobaciones de última hora. Verificó indicadores, ajustó controles, se aseguró de que las puertas estuvieran debidamente bloqueadas y nos indicó que nos abrochásemos los cinturones.
—¿Estáis preparados? —preguntó.
Volví a mirar a la pista. Parecía interminable. Tuve la sensación de tener frente a mí el resto de mi vida. Y entre ella y yo, el miedo. Entonces lo vi claro. Cerré los ojos, respiré hondo y me dije: este es el momento de echarle valor al asunto. Quiero volar.
—Preparado —dije.
Antonio y Toni levantaron los pulgares. David agarró los mandos. Rodamos por la pista ganando más y más velocidad. El Commander empezó a vibrar y a rugir, majestuoso, como un gran tigre justo antes de saltar sobre el fuego. Yo apretaba los dientes. Mi corazón latía con fuerza. De pronto toda la potencia contenida del Commander se liberó. Las ruedas se despegaron de la pista y comenzamos a elevarnos. Vitoreamos a David y aplaudimos con ganas. Estábamos en el aire. El miedo se había quedado en tierra. David maniobraba con una habilidad pasmosa. Consultó el plan de vuelo, ajustó el rumbo y soltó los mandos.
—Esto va solo —me explicó—, simplemente hay que corregir la dirección de vez en cuando. Claro, todo va solo. Una vez que le has echado cojones y has conseguido despegar. Así es la vida. La vida es lo que hay después del miedo.
Parte 4
Fuimos bordeando la costa. Sonreíamos y disfrutábamos de las vistas. Allí arriba el cielo y el mar se fundían; el horizonte lo teníamos que imaginar nosotros. Jugué a adivinarlo entre las nubes, a darle forma mentalmente. Al final me decidí por la nada: era la forma más bella.
De vez en cuando me volvía hacia mis amigos. Nos hablábamos sin decir nada; bastaba con mirarnos y asentir levemente. Sí, todos estábamos flotando en la misma sensación. Son muy pocas las veces en las que dos almas se encuentran de verdad en el mismo sitio, y allí estábamos los cuatro, compartiendo una única sonrisa.
En algo más de media hora sobrevolábamos Almería. Comenzamos la maniobra de descenso. Era una tarde limpia de Agosto; la luz del sol reposaba sobre un mar verdoso, minúsculas hormigas circulaban por las carreteras, un crucero descansaba en el puerto. La vida seguía su placentero curso y nosotros flotábamos sobre una calma espesa y templada. David aterrizó con maestría. Mientras recorríamos la pista caí en la cuenta de que no estábamos en ningún pequeño aeródromo. Cuando nos bajamos del Commander vimos despegar un avión de Iberia.
Llegamos a la terminal y nos metimos por entre las cintas de equipaje. Varios operarios ataviados con monos de trabajo y chalecos reflectantes cargaban maletas, y allí estábamos nosotros, en bañador y chanclas, toallas al hombro cuales domingueros. Atravesamos un corredor, y al ir a cruzar la puerta de salida nos asaltó un vigilante de seguridad que nos miraba con los ojos como platos.
—¡Oigan! ¡Oigan! ¿Pero ustedes dónde van?
—A ponernos hasta el culo de cigalas, buen hombre.
Nos acompañó a un mostrador y nos hizo rellenar unos papeles. Salimos a la calle y cogimos un taxi. Al chiringuito, por favor.
Parte 5
Las cigalas sabían a mar, a verano, a victoria. Una brisa salada se colaba por la ventana. Una brisa con regusto a arena húmeda, a madera vieja curtida por las olas, a restos de pescado, a gaviotas. Vaciábamos doradas jarras de cerveza y charlábamos animadamente. Entre bocado y bocado David nos contaba su vida: nacido en el 41 en Inglaterra, se hizo ingeniero aeronáutico, trabajó allí algún tiempo y luego le destinaron a Oriente Medio. Escuchamos con especial atención mientras nos relataba cómo después de catorce años en Kuwait había tenido que salir cagando leches el día de la invasión. Dicen que tras la jubilación con frecuencia sobreviene una crisis. El día que se retiró, David se fue a Alemania con su buen amigo Ian Whittle, hijo de Sir Frank Whittle, el inventor del motor a reacción, a comprarse una avioneta. Acto seguido se vino a vivir a España (a una casa en el monte donde no llegan las líneas telefónicas), le sacó las tripas al trasto y se pegó dos años para reconvertirlo en el Commander. Hacía un par de semanas había hecho la Vuelta Aérea a España con él.
—Ahora estoy pensando en comprarme un barco, pero antes quiero pasar una temporada en el Sáhara —nos contó.
—¿En el Sáhara? Pero ahí la cosa está un poco jodida —le dijo Antonio.
—La vida es para vivirla; si te estrellas, recoges los pedazos y empiezas de nuevo.
Decidí tatuarme esa frase en el alma.
Tras una prolongada sobremesa nos fuimos a la playa a tomar un rato el sol. No teníamos mucho tiempo, había que volver con buena luz. Tumbados sobre la arena hablamos de mujeres. David era viudo; un cáncer se había llevado a su esposa hacía muchos años. Aquello le destrozó. Él recogió los pedazos.
Parte 6
Aterrizamos en la Axarquía en medio del crepúsculo. En el hangar nos esperaba Annee, la guapa compañera de David, con unas cervezas bien frías. Brindamos y nos sentamos a beber con los últimos rayos del sol.
Sentado en aquel hangar los minutos pasaban lentos. Eché una mirada al Commander y no pude evitar pensar en mí mismo, en cómo en ocasiones me sentía viejo, gastado, oxidado, incapaz de remontar el vuelo. Qué ridículo. La próxima vez que me sienta así me sacaré las entrañas y me reconstruiré pieza por pieza: aquí un poco de sol, allí un poco de arena, una capa de brisa salada y espuma de mar, un atardecer azul salpicado de buenos recuerdos. Bebíamos despacio mientras la noche caía sobre nosotros. El cielo se iba poblando de estrellas, los grillos empezaban a cantar tímidamente. La vida renacía, y el horizonte seguía sin tener forma.
Parte 1
Las seis de la mañana. Al hijoputa que inventó el despertador deberían torturarlo hasta morir. Al cabrón de su primo, el que inventó la resaca, también. Y al subnormal que se fue ayer a un bar irlandés y se calzó siete pintas teniendo hoy una presentación... a ése... bueno, a ése le iba a tener que perdonar.
Me dediqué a maldecir el mundo al pie de mi cama diez minutos más y luego me di una ducha, me vestí apresuradamente, y salí a la calle. No había tenido tiempo ni de mirar por la ventana. Llovía a mares. Pero no volví a por el paraguas. La lluvia me gustaba, me recordaba
algo
.
Creo que era el olor a tierra mojada. Era el olor de la esperanza. Me hacía sentir que el mundo alguna vez podría empezar de nuevo, y esta vez salir bien. Todavía había algo, algo latiendo, dormido, bajo el barro y el cemento.
Así que iba sin paraguas, mojándome la cabeza, respirando profundamente, intentando que ese algo me llegara dentro.
Mi tren estaba a punto de salir. Entré en el último segundo, y el olor de la esperanza fue sustituido por una mezcla de aromas: sobacos, papel mojado, y perfume barato de putón verbenero. El que más me jodía era el de papel mojado, por el doble sentido.
A ver si los chinos sacaban ya un reproductor de mp3 con olores. O mejor no. Que seguro que empezarían a circular correos electrónicos con olores adjuntos, titulados "
FW: rosas silvestres del Tibet
", y que después de diez segundos de embriagadoras fragancias y música chill te sorprenderían con un repentino pestazo a mierda de burro y al final una voz diría "
Jajaja, manda esto a seiscientas personas o tendrás una semana de mierda
".
El tren llegó a su destino. Ya no llovía.
La presentación era a las nueve. Aún tenía que retocar la demo y el power point, pero la resaca me estaba matando. Necesitaba echarme algo al estómago. Bajé a la cantina.
Allí estaba Lourdes, la recepcionista. Nos saludamos y puse a preparar un café. No estaba en condiciones de entablar conversación. Saqué de la máquina un sándwich de pollo, y entonces Lourdes rompió el hielo:
—Veo que sigues comiendo cadáveres para sobrevivir.
Se me había olvidado que ella era una de esas vegetarianas coñazo.
—Sí, ya ves.
—¿No te remuerde la conciencia?
—Pues... lo justo. Supongo que lo mismo que a una araña o un gato.
—Ay, yo no podría...
—Bueno. Cada uno es cada uno.
No quería empezar a hablar de carnívoros y herbívoros, fumadores y no fumadores, dios y el diablo. Me fui de allí con mi sándwich de cadáver y mi café. Decidí salir al parque a despejarme un poco.
Paseando por entre los árboles que circundaban el edificio me pregunté por qué carajo se empeñaban en rodear las cárceles de bonitos espacios. Era publicidad engañosa; te daban el espacio y te quitaban el tiempo. Ellos salían ganando.
Un leve movimiento al pie de un árbol me sacó de mis reflexiones.
Era un pájaro negro. Un pichón. Estaba muy quieto, me miraba con cautela. Yo también me paré, y me quedé mirándolo. Era bonito.
Empecé a aproximarme al él muy lentamente, haciendo el menor ruido posible. Quería comprobar cuánto me dejaría acercarme sin huir volando. Quizás se diese cuenta de que yo no pensaba hacerle daño. Quizás, si me dejaba rozarlo, significaría que conmigo había hecho una excepción, que a mí me había considerado distinto. Que parte de ese algo de la lluvia sí que se me había quedado dentro, haciéndome mejor.