Rufo siguió el prudente consejo de su primo, una vez que supo que su hermana encontraba a Sila atractivo y deseable, y que consentía en casarse.
Pompeyo, que acudió invitado al enlace, halló un momento para hablar a solas con el dictador.
—Ni la mitad de tu suerte —dijo el joven, cariacontecido.
—Cierto; no has tenido mucha suerte con tus matrimonios —replicó Sila, que estaba realmente disfrutando de la fiesta y se sentía bien predispuesto hacia la gente.
—Valeria es una mujer muy hermosa —insistió Pompeyo.
—¿Te sientes frustrado, Pompeyo? —inquirió Sila con ojos risueños.
—¡Por los dioses que si!
—Roma está repleta de mujeres nobles hermosas. ¿Por qué no te buscas una y le pides la mano a su tata?
—A mí esos asuntos no se me dan bien.
—¡Bobadas! Eres joven… rico… guapo y… famoso —contestó Sila con su habitual modo de enumerar las cosas—. ¡Pide, Magnus, pide a alguna! No habrá muchos padres que te la nieguen.
—A mí esos asuntos no se me dan bien —repitió Pompeyo.
Los ojos risueños escrutaron al joven. Sila sabía perfectamente por qué Pompeyo no se decidía: temía que le rechazaran por no estar su alcurnia a la altura de la pretendida; su ambición buscaba lo mejor, y su propio engreimiento no le permitía otra cosa, pero siempre se interponía aquella nimia duda de si Pompeyo de Piceno no iba a verse subestimado. En suma: Pompeyo quería que fuese un padre quien le propusiera el matrimonio, y no se lo proponía nadie.
Y en la mente de Sila se abrió paso una idea parecida a la que le había impulsado a nombrar pontífice máximo de Roma a un tartamudo.
—¿Te importaría que fuese viuda? —inquirió, otra vez con ojos de picardía.
—No, con tal que no sea vieja como la República.
—Creo que tiene veinticinco años.
—No está mal; mi misma edad.
—No tiene dote.
—Me importa más su alcurnia que su fortuna.
—Su alcurnia —dijo Sila en tono alegre— es espléndida por ambos lados. ¡Plebeya, pero espléndida!
—¿Quién es? —preguntó Pompeyo, inclinándose hacia él—. ¿Quién es?
Sila se levantó de la camilla y se le quedó mirando un poco achispado.
—Espera a que haya transcurrido la luna de miel, Magnus. Luego vuelve y te lo diré.
Para Cayo Julio César el regreso había sido una especie de triunfo que le hizo pensar que tal vez lo que viniera después no sería igual. No sólo estaba libre, sino que se había quitado una espina: había ganado una importante corona.
Sila había mandado llamarle inmediatamente, y César había encontrado al dictador de muy buen humor. La entrevista había tenido lugar antes de la boda, de la que ya todo Roma hablaba oficiosamente; por eso César ni la mencionó.
—Bueno, muchacho, veo que has sido el no va mas.
¿Qué decir? No estaba dispuesto a mostrarse con la misma ingenuidad que ante Lúculo.
—No lo creo, Lucio Cornelio; me esforcé, pero puedo hacer cosas mejores.
—No lo dudo; no hay más que verte —replicó Sila, dirigiéndole una mirada guasona—. Me han dicho que conseguiste reunir en Bitinia una flota de lo mejor.
César enrojeció sin poder evitarlo.
—Hice exactamente lo que me ordenaron —contestó apretando los dientes.
—¿Estás resentido, no?
—La acusación de que me prostituí por ello es injustificada.
—Voy a decirte una cosa, César —dijo el dictador, cuyo rostro arrugado y fofo parecía algo más fresco que cuando él le había visto poco más de un año atrás—. Los dos hemos sido víctimas de Cayo Mario, pero tú al menos te ves libre de él a… ¿qué edad? ¿Veinte años?
—Exacto —contestó César.
—Yo tuve que sufrirle hasta después de los cincuenta; así que puedes considerarte afortunado. Y, por si te sirve de consuelo, a mí me importa un bledo con quién se acuesta un hombre si sirve bien a Roma.
—¡No, no es ningún consuelo! —exclamó César—. Ni por Roma, ni por ti, ni por Cayo Mario vendería mi honor.
—Ni por Roma, ¿eh?
—Roma no debería exigírmelo si ha de ser la Roma que yo creo.
—Sí, buena contestación —dijo Sila, asintiendo con la cabeza—. Lástima que no siempre sean así las cosas. Roma, como podrás comprobar, es tan puta como cualquiera. Tú no has tenido una vida fácil, aunque no ha sido tan dura como la mía. Pero eres como yo, César; lo noto. Y tu madre también. Te ha caído ese borrón y tendrás que acostumbrarte a él. Cuanto más famoso seas, cuanto más dignitas tengas, más se correrá la voz. Del mismo modo que se dice que yo asesiné a mujeres para entrar en el Senado. La diferencia entre nosotros dos no está en la naturaleza sino en la ambición. Yo quería ser cónsul y quizá censor; lo que me correspondía. Lo demás me vino impuesto, por Cayo Mario en su mayor parte.
—Yo no ambiciono más —dijo César, sorprendido de sí mismo.
—No te llames a engaño. No me refiero a cargos, sino a la ambición. Tú, César, quieres ser perfecto. No es la injusticia de la mancha lo que te preocupa, lo que te amarga es que te aparta de la perfección. Honor intachable, carrera perfecta, hoja de servicios perfecta, reputación perfecta. Todo in suo anno en todo momento. Y como te obligas a ser perfecto, exigirás que lo sean todos los que te rodeen, y cuando veas que no lo son los desecharás. La perfección te reconcome del mismo modo que a mí obtener lo que me correspondía por derecho de cuna.
—¡Yo no me considero perfecto!
—No he dicho eso. ¡Escucha! Digo que quieres ser perfecto. Escrupuloso con precisión matemática. Y no cambiarás. Pero cuando te veas obligado harás lo que sea. Y cada vez que falte perfección en tus actos, los detestarás y… te detestarás a ti mismo —dijo Sila alzando en el aire una hoja de papel—. Mañana mandaré que claven este decreto en los rostra. Has ganado la corona cívica, y, con arreglo a mis leyes, eso te da derecho a un asiento en el Senado, un sitio especial en el teatro y en el circo, y una ovación en pie cada vez que co''mparezcas luciendo la corona cívica. Tienes obligación de llevarla cu~do acudas al Seriado, al teatro y ‹al circo. La próxima reunión del Senado es dentro de quince días. Espero verte en la Curia Hostilia.
Y así concluyó la entrevista. Pero cuando César llegó a casa se encontró con un premio mejor de Sila: un caballo joven castaño con una nota colgada en las crines.
«No hace falta que sigas montando en mula, César. Tienes permiso mío para montar ese corcel. De todos modos, no es perfecto. Mira sus patas.»
César miró y soltó la carcajada. En lugar de cascos redondos, el animal los tenía partidos como pezuñas de vaca.
—Más vale que se los cortes —dijo Lucio Decumio, meneando la cabeza, sin verle la gracia—. No quiero ver muchos como él.
—No, hombre, al contrario —replicó César, enjugándose las lágrimas—. No podré montarlo mucho porque no se le puede calzar, pero el Pezuñas me llevará a todas las batallas, y cuando no haga eso, se dedicará a montar mis yeguas en Bovillae. ¡Lucio Decumio, me traerá suerte! Tendré siempre caballos así y no perderé ninguna batalla.
Su madre vio inmediatamente cuánto había cambiado, y se entristeció sin saber por qué. ¡Con lo bien que le habían ido las cosas! Había regresado con una corona civica y había figurado muy honrosamente en los partes de guerra. Incluso le había comunicado que no había vaciado la bolsa tanto como se temía; el rey Nicomedes le había dado oro, y su parte en el botín de Mitilene había sido mayor debido a la corona cívica.
—No lo entiendo —dijo Cayo Matius, sentado en el jardín del patio de luces con las rodillas entre los brazos, mirando a César, que estaba sentado del mismo modo en el suelo—. Dices que tu honor ha quedado en entredicho y aceptas una bolsa de oro de ese viejo rey. ¿No crees que está mal?
A otro no le hubiera tolerado hacer semejante pregunta, pero él y Cayo Matius eran amigos desde niños.
César le miró entristecido.
—Si la acusación la hubieran hecho antes de tener el oro, sí — contestó—. Pero el pobre anciano me entregó ese oro como obsequio a un huésped. Exactamente lo que un rey vasallo debe dar al representante oficial de Roma. Del mismo modo que paga tributo, lo que ofrezca al enviado de Roma es libre y claro —añadió, encogiéndose de hombros—. Lo acepté agradecido, Pustula; la vida de campaña es cara. No es que yo sea de gustos excesivos, pero hay que contribuir a los gastos comunes, a los banquetes y festines especiales, y a los lujos que piden los demás. Los vinos tienen que ser de los mejores, la comida de lo más absurdo, y de nada sirve que yo sea parco en comer y beber. Por eso el oro tenía tanta importancia para mí. Después de que Lúculo dijera eso pensé en devolverlo, pero me di cuenta de que si lo hacía ofendería al rey. No podía explicarle lo que habían dicho Lúculo y Bíbulo.
—Sí, te entiendo —dijo Cayo Matius con un suspiro—. Mira, Pavo, me alegra mucho no tener que ser senador o magistrado. ¡ Es mucho mejor ser un caballero ordinario de los tribuni aerarii!
Pero a César eso no le entraba en la cabeza y no hizo comentarios, sino que volvió al tema de Nicomedes.
—Me he comprometido a volver —dijo—, y eso atizará los rumores. Cuando era flamen dialis pensaba que a nadie le interesaban las andanzas de los tribunos militares jóvenes, pero se ve que no es así. ¡Todo son chismorreos! Sólo los dioses saben a cuántos no habrá contado Bíbulo esa historia con Nicomedes. Y me imagino que Lúculo también la habrá difundido; igual que los Léntulos. Desde luego, Sila estaba al corriente.
—Él te ha favorecido —comentó Matius pensativo.
—Sí; pero no me imagino por qué.
—¡Pues si tú no lo sabes, figúrate yo…! —exclamó Matius. Jardinero empedernido, acababa de ver dos hojitas de un hierbajo germinado y se apresuró a arrancarlas—. En fin, César, yo creo que lograrás borrar esa historia. Ya verás como se olvida con el tiempo.
—Sila dice que no se borrará.
Matius lanzó un bufido.
—¿Por qué no se han borrado las que cuentan de él? ¡Vamos, César! Él es un mal bicho, pero tú no.
—Yo soy capaz de asesinar, Pústula. Todos los hombres son capaces.
—No he dicho que no lo fueras, Pavo. La diferencia es que Sila es mala persona y tú no.
Y a Cayo Matius nadie le hacía cambiar de idea.
Llegó la fecha de la boda de Sila, y, una vez celebrada, los recién casados dejaron Roma para pasar unos días en la villa de Misenum. Pero el dictador volvió para la reunión del Senado a la que había convocado a César. Ahora, con sus veinte años, era uno de los nuevos senadores de Sila. ¡Senador por segunda vez a los veinte años!
Habría debido ser el día más maravilloso de su vida: entrar en aquella cámara llena con la corona de roble y que todos en pie —incluidos consulares como Flaco, príncipe del Senado, y Marco Perpena — aplaudieran con todas sus ganas en la única ocasión en que se podía infringir las rigurosas leyes del dictador sobre el comportamiento en la Curia Hostilia.
Pero el joven miraba aquellas caras con ánimo de hallar un gesto de ironía o desprecio, tratando de figurarse hasta qué extremo se habría difundido la historia, para saber quiénes le menospreciaban. Avanzaba con angustia, y ésta aumentó al ascender hasta la última fila que ocupaban los pedarii, que era el sitio que pensaba le correspondía cuando oyó que Sila le gritaba que tomase asiento entre los de la grada de en medio, el puesto que se destinaba a los héroes militares. Naturalmente, hubo algunos que contuvieron una risita, pero era un gesto amable destinado a mitigar su aturdimiento. Sin embargo, él creyó que era irrisión y le dieron ganas de esconderse en el rincón más oscuro.
Pero lo aguantó todo sin que se le saltaran las lágrimas.
Cuando volvió a casa después de la sesión — bastante aburrida—, halló a su madre esperándole en la sala de visitas. No era costumbre suya, ya que, ocupada como estaba siempre, rara vez dejaba su despacho durante el día. Ahora, haciendo de tripas corazón, esperaba a su hijo con fingida paciencia, sin saber cómo abordar un tema que no le gustaba nada; de haber sido buena conversadora le habría resultado más fácil, claro. Pero a Aurelia le costaba hallar las palabras, y le dejó que se quitara la toga sin decir nada. Luego, cuando vio que hacía ademán de dirigirse al despacho, comprendió que tenía que encontrar algo que decir o no hablarían y el espinoso tema quedaría sin abordar.
—César —dijo, e inmediatamente enmudeció.
Desde que había revestido la toga viril, tenía por costumbre dirigirse a él por el cognomen, más que nada porque para ella «Cayo Julio» era el esposo, y su muerte no había cambiado en nada la costumbre; además, su hijo era una persona bastante extraña para ella, después de todos aquellos años de distanciamiento obligado que ella misma se había impuesto por temor a mimarle.
—Sí, madre —contestó él, enarcando una ceja.
—Siéntate, que quiero hablar contigo.
César se sentó con gesto apenas sorprendido, como si no se tratase de nada importante.
—César, ¿qué sucedió en Oriente? —inquirió lacónica.
El gesto de leve sorpresa se transformó en expresión irónica.
—Cumplí con mi deber, gané una corona cívica y complací a Sila —respondió.
—La prevaricación no te va — replicó ella, tensando su preciosa boca.
—No he cometido ninguna prevaricación.
—¡Ni me has dicho lo que necesito saber!
Ahora él se inhibía y su mirada se hizo fría.
—No puedo decirte lo que no se.
—Puedes decirme más de lo que me has dicho.
—¿Sobre qué?
—Sobre el disgusto.
—¿Qué disgusto?
—El disgusto que veo en cada uno de tus movimientos, de tus miradas, de tus evasivas.
—No hay disgusto alguno.
—No me lo creo.
César se levantó, dispuesto a dejarla, palmeándose los muslos.
—Yo nada puedo hacer con lo que tú creas, mater. No hay ningún disgusto.
—¡Siéntate!
Volvió a sentarse, con un leve suspiro.
—César, acabaré por enterarme; pero me gustaría que me lo contases tú en vez de otra persona.
César ladeó la cabeza, con las manos cruzadas y los ojos cerrados. Volvió a lanzar un suspiro y se encogió de hombros.
—Conseguí una magnífica flota del rey Nicomedes de Bitinia, y se ve que fue una hazaña singular. Se dijo de mí que la había conseguido mediante relaciones sexuales con el rey. Así que he vuelto a Roma con fama no de valentía, eficiencia o astucia, sino de haber vendido mi cuerpo para lograr mis fines —dijo sin abrir los ojos.