Favoritos de la fortuna (30 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Nadie era inmune a aquel mudo terror, ni Flaco, príncipe del Senado, ni Metelo Pío, ni figuras militares como Ofela ni hombres serviles como Filipo o Cetego. ¡Y eso que aquel Sila que entró arrastrando los pies parecía tan inofensivo, tan digno de compasión! Y ello a pesar de la escolta de veinticuatro lictores; algo sin precedentes, pues era el doble de los concedidos al cónsul y el doble de los que había tenido cualquier dictador antes que él.

—Ya es hora de que os diga lo que me propongo —dijo sin levantarse de la silla de marfil, llenando el aire el vapor de su hálito de tanto frío como hacía—. Soy legalmente dictador, y Lucio Valerio, portavoz de la cámara, es mi mestre ecuestre. Según estipula la ley de los comicios centuriados que me otorgaron el cargo, no estoy obligado a convocar elecciones de otros magistrados si así lo deseo. Sin embargo, es tradición en Roma seguir el paso de los años mediante el nombre de los cónsules elegidos en cada uno de ellos, y no voy a romper esa tradición, ni quiero que al nuevo año se le adjetive de «Bajo la dictadura de Lucio Cornelio Sila». Así que se elegirán dos cónsules, ocho pretores, dos ediles curules y dos plebeyos, diez tribunos de la plebe y doce cuestores. Y para que adquieran experiencia magisterial hombres demasiado jóvenes para pertenecer al Senado, se elegirán veinticuatro tribunos militares y nombraré tres monederos y tres encargados de las celdas de detención y de los asilos.

Catulo y Hortensio estaban tan aterrorizados que contenían a duras penas la diarrea, y ocultaban las manos para que no se viera que les temblaban. No salían de su asombro oyendo decir al dictador que se celebrarían elecciones para todas las magistraturas! Ellos, que esperaban que les lapidaran desde el tejado, les decapitasen o les desterrasen, confiscando sus propiedades, no podían dar crédito a lo que oían. ¿Es que era inocente y no sabía lo que estaba sucediendo en Roma? Y en ese caso, ¿quién era el responsable de las desapariciones y asesinatos?

—Por supuesto —prosiguió el dictador con aquella ininteligible dicción a que le obligaba la falta de dientes—, comprenderéis que cuando digo elecciones no me refiero a candidatos. Yo os diré, así como a los diversos comicios, a quién elegir. En esta ocasión no es viable la libertad de elección. Necesito hombres que me ayuden en mi tarea, y deben ser los que yo escoja, no los que me impongan los electores. Por consiguiente, voy a informaros de los que quedan nombrados para el próximo año. Escriba, trae la lista! —ordenó, cogiendo la hoja que le entregaba un funcionario de la cámara, cuyo cometido era custodiar la documentación, mientras que otro secretario alzaba la cabeza, dispuesto a comenzar la tarea de registrar en tablillas de cera todo lo que dijese Sila.

—Vamos a ver. Cónsules… primer cónsul: Marco Tulio Decula; segundo: Cneo Cornelio Dolabela.

No pudo seguir, pues se alzó una voz y una figura togada se puso en pie. Era Quinto Lucrecio Ofela.

—¡No, ni mucho menos! ¿Vas a conceder el preciado cargo de consul a Decula? ¡No! ¿Quién es Decula? ¡Una nulidad que se quedó tranquilamente en Roma mientras hombres de mayor valía combatían en tus filas, Sila! ¿Qué ha hecho Decula que le distinga de los demás? ¡Porque, que yo sepa, ni capaz ha sido de limpiarte el podex con una esponja, Sila! ¡ Eso es lo más ruin, malvado e injusto! Entiendo lo de Dolabela, y todos tus legados conocemos el acuerdo a que llegaste con él, Sila. ¿Pero quién es ese Decula? ¿Qué méritos tiene ese Decula para ser primer cónsul? ¡No, no y no!

Ofela hizo una pausa para respirar.

—He elegido primer cónsul a Marco Tulio Decula y ya está —dijo Sila.

—¡Pues no puede permitirse, Sila! Tendremos unas elecciones como es debido y yo seré candidato.

—No —replicó el dictador.

—¡Trata de impedírmelo! —exclamó Ofela, y salió corriendo de la Cámara.

Afuera se había congregado una multitud, ansiosa por conocer lo que se dictaminaba en aquella primera reunión del Senado después de la ratificación de Sila como dictador. No la formaban gentes que pensasen que tenían algo que temer de él, porque éstas se quedaban en casa, y tampoco había muchísimas personas, pero era una multitud. Abriéndose paso entre ella sin miramientos, Ofela descendió muy aprisa la escalinata del Senado y cruzó el pavimento de guijarros hasta la hondonada de los comicios, junto a los rostra.

—¡Ciudadanos romanos! —gritó—. ¡Acercaos, venid a escuchar lo que tengo que deciros sobre ese monarca inconstitucional que hemos designado voluntariamente para que nos domine! ¡Dice que va a elegir cónsules, pero no hay candidatos, sino dos que ha elegido él! Dos idiotas ineptos e incompetentes, y uno de los dos, Marco Tulio Decula, ¡ ni siquiera es de familia noble! ¡ Es el primero de su familia que pertenece al Senado, un senador pedario que ascendió al pretorado bajo el traidor régimen de Cinna y Carbón! ¡Y van a hacerle primer cónsul, mientras que a hombres como yo no se nos recompensa!

Sila se había levantado, caminando despacio por el suelo de mosaico de la Curia hasta el pórtico, en donde permaneció parpadeando bajo la luz más intensa y mirando sin mucho interés cómo gritaba Ofela desde los rostra. Sin llamar la atención, unos quince hombres de aspecto anodino comenzaron a agruparse al pie de la escalinata del Senado a la vista de Sila. Por su parte, los senadores iban saliendo de la cámara para tratar de oir a Ofela, maravillándose de la calma de Sila y cobrando ánimo por ello mismo. No era el monstruo que todos habían comenzado a sospechar; no podía serlo.

—Bien, ciudadanos romanos — prosiguió Ofela, con voz más estentórea conforme declamaba, dando largas zancadas—. ¡No soy yo hombre que soporte esas afrentas calculadas! ¡Tengo más derecho a ser cónsul que esa nulidad de Decula! ¡Y opino que si a los electores se les da opción, me elegirían a mí antes que a esos dos designados por Sila! ¡ Del mismo modo que hay otros aquí que serían elegidos si presentaran su candidatura!

La mirada de Sila se cruzó con la de los hombres anodinos que estaban al pie de la escalinata; hizo una inclinación de cabeza y apoyó su cansado cuerpo contra una columna.

El grupo se abrió paso despacio entre la multitud, llegó a los rostra, subió a la tribuna y, entre todos, asieron a Ofela con fingida cortesía. Ofela se debatió en vano. Le obligaron a arrodillarse, uno de ellos le agarró por detrás del pelo y tiró hacia atrás de la cabeza y se vio el relámpago de una espada; el que le sujetaba por el pelo se tambaleó un poco, a pesar de estar bien apoyado en las piernas, en el momento en que la cabeza se separaba del cuerpo de Ofela, y, acto seguido, la alzó en el aire para que todos la vieran. En pocos momentos quedaba vacío el Foro, con excepción de los estupefactos padres conscriptos del Senado.

—Ponedla en los rostra — dijo Sila, enderezándose y entrando en la cámara.

Los senadores le siguieron como autómatas.

—Bien. ¿Dónde estábamos? —preguntó Sila al secretario, que se inclinó y musitó algo en voz baja—. ¡Ah, sí, eso es! Gracias. Había acabado con los cónsules y me disponía a comenzar con los pretores. ¡Anota, funcionario! —añadió con gesto imperativo—. Gracias. Tal como procede… Mamerco Emilio Lépido Liviano, Marco Emilio Lépido, Cayo Claudio Nerón, Cneo Cornelio Dolabela el joven, Lucio Fufidio, Quinto Lutacio Catulo, Marco Minucio Termo, Secto Nonio Sufenas y Cayo Papirio Carbón. Nombro a Dolabela el joven praetor urbanus y a Mamerco praetor peregrinus.

¡Una lista increíble! Estaba claro que ni Lépido ni Catulo, que en unas elecciones normales habrían podido salir en cabeza de lista, eran preferibles a dos hombres que habían combatido activamente con el dictador. Y allí estaban; pretores, cuando partidarios leales de Sila de categoría senatorial y edad adecuada quedaban relegados. Fufidio era casi un desconocido, Nonio Sufenas era el hijo menor de la hermana de Sila, Nerón era tan lerdo como obstinado, Termo era un buen militar, pero tan mal orador que se reían de él en el Foro. Y para molestar a todos, el último de la lista de pretores era un familiar de Carbón que se había pasado al bando de Sila sin destacar en nada.

—Bueno, tú estás en la lista —dijo Hortensio a Catulo—. Lo único que me queda esperar es estar en la lista del año próximo o del otro. ¡Qué farsa, por los dioses! ¿Hemos de aguantarle?

—Los pretores no tienen importancia —musitó Catulo—. Se matarán por brillar… Sila no es tan tonto como para dar el cargo a gente incapaz. Lo que me llama la atención es el nombramiento de Decula, ¡un burócrata nato! Por eso le ha elegido. No le quedaba otro remedio, dado que Dolabela le había chantajeado para obtener el consulado. La política de nuestro dictador será fielmente ejecutada y Decula se recreará en ello.

Prosiguió la reunión con la lectura de todos los nombres del resto de magistrados sin que se alzaran voces de protesta. Una vez concluida, Sila devolvió la hoja al secretario de la Cámara y extendió las manos sobre las rodillas.

—He dicho cuanto quería decir por ahora, salvo que he tomado buena nota de la carencia de sacerdotes y augures, por lo que pronto se legislará para rectificarla. ¡Pero oídme ahora! —vociferó de pronto sobresaltando a todos—. ¡ No habrá más elecciones religiosas! ¡Es el colmo de la impiedad decidir mediante elecciones quién sirve a los dioses! Es convertir algo solemne y formal en un circo político que hace posible la elección de personas que no tienen tradición ni saben apreciar lo que es el deber sacerdotal. Si no se sirve bien a los dioses, Roma no prosperará —añadió, poniéndose en pie.

Se alzó una voz, y Sila, con expresión burlona, volvió a sentarse en la silla curul.

—¿Quieres hablar, querido Meneítos? —inquirió, dando a Metelo Pío el viejo epíteto heredado de su padre.

Metelo Pío se ruborizó, pero se puso en pie muy decidido. Desde su llegada a Roma el quinto día de noviembre, su ya casi imperceptible tartamudeo se había vuelto a recrudecer terriblemente. Bien sabía él por qué. Por culpa de Sila; a quien apreciaba, pero temía. No obstante, era obstinado como su padre Metelo el Numídico, que dos veces había sufrido tremendas palizas en el Foro por no renunciar a sus principios, y había marchado al destierro por lo mismo. Y él tenía que seguir los pasos de su padre, defendiendo el honor de la familia y su propia dignitas.

—Lu… Lu… Lucio Cornelio, ¿qul… qul… quieres contestar a u… u… una pregunta?

—¿Estás tartamudeando? —exclamó Sila con voz cantarina.

—Pu… pu… pues sí. Fe… pe… perdona —replicó entre dientes—. ¿Sa… sa… sabes, Lu… Lu… Lucio Cornelio, que están asesinando gente y confiscando sus propiedades en to… to… toda Italia y en Roma?

Todos aguardaban en suspenso la respuesta de Sila: ¿lo sabría, sería responsable?

—Sí, lo sé —contestó Sila.

Se oyó un suspiro generalizado y cundió el desaliento entre los senadores. Ahora ya sabían lo peor. Metelo Pío continuó obstinadamente.

—Comp… Comp… comprendo que hay que castigar a los culpables, pero a nadie se le ha so… so… sometido a juicio. ¿Pu… pu… puedes aclarármelo? Pu… pu… puedes, por ejemplo, de… de… decirme hasta dónde piensas llegar? ¿Se va a someter a juicio a algunos? ¿Qui… qui… quién dice quiénes han cometido traición sin que se les juzgue?

—Es decisión mía que mueran, querido Meneítos —respondió Sila sin vacilar—. No voy a despilfarrar el dinero y el tiempo del Estado en juicios a personas que son evidentemente culpables.

—¿Pu… pu… puedes darme alguna idea de quiénes van a librarse? —persistió el Meneítos.

—Me temo que no —respondió el dictador.

—Pu… pu… pues si no lo sabes, ¿puedes decirme a quién vas a castigar?

—Sí, querido Meneítos, sí que puedo.

—Entonces, Lu… Lu… Lucio Cornelio, ¿por qué no nos lo dices? —concluyó Metelo Pío, suspirando aliviado.

—Hoy no —respondió Sila—. Mañana volveremos a reunirnos.

Al día siguiente acudieron todos al amanecer, pero pocos habían dormido a juzgar por sus caras.

Sila les aguardaba dentro del Senado, sentado en su silla curul de marfil. Había un escriba dispuesto con su estilo y las tablillas de cera y otro con un rollo de papel. En cuanto se confirmó legalmente la reunión de la Cámara mediante el correspondiente sacrificio y los augurios, Sila arrebató el rollo al funcionario y clavó la mirada en el pobre Metelo Pío, ojeroso y preocupado.

—Aquí está la lista —dijo Sila— de los que han muerto o morirán en breve por traidores. Ahora sus propiedades son del Estado y se venderán en subasta. Y todo hombre o mujer que vea a uno de los que figuran en la lista, no sufrirá represalias si lo ejecuta. Ponla en el muro de los rostra —añadió Sila, entregando el rollo al jefe de los lictores—. Así sabrán todos lo que únicamente Quinto Cecilio tuvo el valor de preguntar.

—Entonces, si me encuentro con uno de los que están en la lista, ¿puedo matarlo? —preguntó ansioso Catilina, que, aunque no era senador, tenía autorización de Sila para acudir al Senado.

—¡Efectivamente, mi pequeño adulador! E incluso te ganarás dos talentos de plata —contestó Sila—. Voy a legislar un programa de proscripción y, por supuesto, no incluirá nada que vaya contra la ley. La recompensa tendrá respaldo legal, y se llevarán los libros pertinentes de estas transacciones para que la posteridad sepa quién se beneficia y en qué fechas.

Lo dijo en tono zalamero, pero personas como Metelo Pío conocían perfectamente la malevolencia de Sila, y a hombres como Lucio Sergio Catilina, aunque la conocían, les daba igual.

La primera lista de proscritos constaba de cuarenta senadores y sesenta y cinco caballeros, la encabezaban los nombres de Cayo Norbano y Escipión Asiageno, seguidos por Carbón y el hijo de Mario. Carrinas, Censorino y Bruto Damasipo figuraban también, mientras que no era así con el anciano Bruto. Casi todos los senadores ya habían muerto, pero el propósito fundamental de las listas era informar a los romanos qué propiedades quedaban confiscadas y no mencionaban los que estaban vivos ni los que ya habían muerto. La segunda lista se expuso en los rostra al día siguiente; en ella figuraban doscientos caballeros. Y al otro día se expuso una tercera con otros doscientos quince caballeros. Era evidente que Sila había terminado con el Senado y su objetivo era ahora el ordo equester.

Sus leges corneliae, sobre reglamento y aplicaciones en los casos de proscripción fueron exhaustivas. Sin embargo, la mayor parte se promulgaron durante dos días a primeros de diciembre, y en las nonas de aquel mes todo estaba perfectamente fiscalizado por Decula, como había vaticinado Catulo. Se habían tenido en cuenta todas las eventualidades: las propiedades de la familia de todo proscrito pasaban a ser propiedad del Estado sin que pudieran transferirse a nombre de ningún vástago por inocente que fuese; quedaban invalidados los testamentos de los proscritos, y no podían heredar las personas que se citaban en ellos; los proscritos podían legalmente ser asesinados por cualquier hombre o mujer que se cruzara en su camino, fuese hombre o mujer libre, liberto o esclavo; la recompensa por asesinato o apresamiento de un proscrito era de dos talentos de plata, a pagar por el Tesoro con cargo a las propiedades confiscadas, habiendo de figurar este pago en los libros contables públicos; los esclavos quedaban libres como recompensa, los libertos se incorporaban a una de las tribus rurales, y todos los hombres —civiles o militares— que, con posterioridad a la ruptura de la tregua por Escipión Asiageno, hubiesen apoyado a Carbón o al hijo de Mario, eran declarados enemigos públicos; todos los que ofreciesen ayuda o su amistad a un proscrito quedaban despojados e interdictos de cargos curules, y se les prohibía la compra de toda propiedad confiscada o llegar a apoderarse de ella por otros medios; los hijos y nietos de los que ya habían muerto eran castigados en la misma medida que los hijos y nietos de los que aún vivían. La última ley fue promulgada el cinco de diciembre, y estipulaba que todo el proceso de proscripción cesaría el primer día de junio, seis meses después.

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