Favoritos de la fortuna (134 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
4.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tía Julia —le dijo al oído—, ¿qué voy a hacer sin tus abrazos y tus besos?

Y su mirada daba a entender claramente a su madre que era ella la que de niño le había besado y abrazado. ¡Ella, no tú! ¡Tú nunca! ¿Cómo voy a poder vivir sin tía Julia?

Pero tía Julia no contestó, ni alzó los ojos para mirarle. Ya no volvió a hablar ni a mirar; murió varias horas después sin que él dejase de abrazarla.

Acudieron Lucio Decumio y sus hijos, y Burgundus. César les mandó que acompañaran a su madre a casa y él caminó como flotando por entre la multitud, sin ver a nadie. Había muerto tía Julia y no lo sabía nadie más que él y su familia. Se le ocurrió pensarlo en el momento en que habría debido llorar, y la tribulación venció a las lágrimas. ¡ Roma tenía que saber que había muerto! ¡ Roma sabría que había muerto!

—Un funeral discreto —dijo Aurelia, cuando él regresó a la casa al caer el sol.

—¡Ah, no! —respondió él, que parecía haber ganado en estatura y hallarse lleno de luz y potencia—. ¡Tía Julia va a tener el mejor funeral que se ha visto desde la muerte de Cornelia, madre de los Gracos! ¡Y sacaremos todas las máscaras de los antepasados, con las de Cayo Mario y su hijo!

—¡César, no puedes hacer eso! —replicó ella, boquiabierta—. Los cónsules son Hortensio y Metelo Caprario, Roma se ha hecho conservadora y vengativa y algún tribuno de la plebe de Hortensio te mandará arrojar desde la roca Tarpeya por exhibir las imagines de dos hombres declarados oficialmente traidores.

—Que lo intenten —replicó César con desdén—. ¡Enviaré a tía Julia al más allá con todos los honores y respeto público que se merece!

Y, naturalmente, aquella resolución mitigó su aflicción. Ahora tenía algo concreto que hacer y era un exutorio que le pareció más digno de aquella encantadora mujer que las lágrimas y el lamentable sentimiento de pérdida irreparable. Estar ocupado, trabajar por su memoria.

Sabía cómo iba a llevar a cabo sus planes, desde luego; haría de modo que ningún magistrado pudiese impedírselo ni procesarle por mucho que quisieran. Pero mejor que nada, imposibilitarles cualquier intento. Contrató el funeral con la empresa de sepelios más prestigiosa de Roma al precio de cincuenta talentos de plata; por aquella enorme cantidad nadie se negó a participar, a pesar del hecho de que César estaba dispuesto a exhibir ante toda Roma las máscaras de Cayo Mario y de su hijo. Alquiló actores y carros para su transporte; entre los antepasados figurarían el rey Anco Marcio, Quinto Marcio Rex, Iulo, el primer cónsul Juliano, Sexto César, Lucio César, Cayo Mario y su hijo.

Pero no era ésta la principal disposición, que confiaría únicamente a Lucio Decumio y a su cofradía de los cruces y que consistió en difundir a los cuatro vientos por toda la ciudad la noticia de que la gran Julia, viuda de Cayo Mario, había muerto y sería enterrada al cabo de dos días a la tercera hora. Que acudiesen cuantos quisieran. Por Cayo Mario no se había celebrado funeral público y de su hijo sólo se había visto la cabeza pudriéndose en los rostra; por consiguiente, las exequias de Julia serían extraordinarias y Roma podría manifestar el escamoteado luto por los Marios presenciando las ceremonias de este entierro.

El asunto cogió por sorpresa a todos los magistrados, pues nadie les informó de lo que iba a hacerse y ninguno de ellos había previsto asistir al entierro de Julia. Pero Marco Craso fue, y también Varrón Lúculo y Mamerco con Cornelia Sila y nada menos que Filipo; además de Metelo Pío el Meneítos y los dos Cottas, naturalmente. Todos ellos habían sido advertidos, pues César no quiso comprometer a nadie sin avisar.

Y toda Roma se volcó en masa; miles y miles de personas a quienes nada importaba las proscripciones y los decretos de bandolerismo y sacrilegio. Era la oportunidad de manifestar su duelo por Cayo Mario y ver aquel fiero y querido rostro con sus enormes cejas fruncidas llevado por un actor de estatura y corpulencia iguales a las del muerto. ¡Y figuraría también su hijo el joven Mario, tan guapo e impresionante! Pero lo que mayor impresión causó fue el sobrino vivo de Cayo Mario, ataviado con toga de luto tan negra como los ropajes de los caballos que tiraban de las carrozas, con su pelo dorado y su rostro blanco en fuerte contraste con la abundancia de negro que le rodeaba. ¡Qué guapo! ¡ Parecía un dios! Era aquélla la primera aparición de César ante una gran muchedumbre desde la época en que había ayudado al impedido Mario después de su infarto, y quería asegurarse de que la gente de Roma no le olvidase. Era el único descendiente varón de Cayo Mario y quería que todos los que acudiesen al entierro de Julia supiesen quién era: el descendiente de Cayo Mario.

Pronunció el elogio funerario desde los rostra y era la primera vez que hablaba desde esa tribuna, la primera vez que contemplaba a sus pies un mar de rostros cuyos ojos estaban fijos en él. A Julia la habían preparado con primor para su último viaje público, tan bien maquillada que parecía una bella joven, y arrancaba lágrimas entre la multitud. Otras tres hermosas mujeres estaban de pie junto al cadáver en la tribuna de las arengas; una, ya cincuentona, de quien los agentes de Lucio Decumio no cesaban de decir, esparcidos entre la multitud, que era la madre de César; otra de unos cuarenta años, cuyo pelo rojo dorado proclamaba que era hija de Sila; y una jovencita morena en avanzado estado de gravidez, sentada en una silla, que era la esposa de César y que en el regazo tenía a una niña preciosa de cutis argénteo y de unos siete años en quien no era difícil adivinar la hija del propio César.

—¡Mi familia la forman mujeres! —gritó César desde la tribuna con su voz aguda de orador—. No quedan varones de la generación de mi padre ni de la mía. Yo soy el único que honra hoy en Roma el fallecimiento de la mujer de más años de mi familia, Julia, cuyo nombre no alteró ningún diminutivo ni apelativo pues era la mayor de las Julias y embelleció el nombre de su gens de tal manera como jamás en Roma se ha conocido en una matrona. Era hermosa, de natural amable y poseía toda la lealtad que un hombre puede esperar de una esposa, una madre o una tía; poseía el don cálido del afecto y la bondad de un espíritu generoso. Si hay una mujer con la que podría comparársela, quien también perdió su esposo y sus hijos mucho antes de morir, sería, qué duda cabe, otra gran patricia romana: Cornelia, madre de los Gracos. No han sido tan dispares sus vidas, puesto que Cornelia y Julia sufrieron la cruel aflicción de un hijo decapitado sin derecho a sepelio. ¿Y quién puede decir en cuál de las dos habrá sido más hondo el dolor, sabiendo que una perdió a todos sus hijos pero no padeció el infortunio de ver al esposo deshonrado, mientras que la otra perdió a su único hijo y conoció la desventura de un esposo deshonrado y la pobreza en la vejez? Cornelia fue octogenaria; Julia expiró a los cincuenta y nueve años. ¿Sería acaso falta de coraje en Julia o una vida más muelle en el caso de Cornelia? Nunca lo sabremos, pueblo de Roma. Ni hay por qué preguntarlo. Las dos fueron mujeres grandes e ilustres.

»Pero no estoy aquí para honrar a Julia ni a Cornelia. Julia de los Julios Césares, cuyo linaje era más ilustre que el de ninguna otra romana, pues en él entroncan los reyes de Roma y los dioses fundadores de la ciudad. Su madre era Marcia, la hija menor de Quinto Marcio Rex, el augusto descendiente del cuarto rey de Roma, Anco Marcio, a quien cotidianamente se recuerda en esta gran ciudad con gratitud y alabanzas, pues él trajo a la ciudad el agua potable para surtir de fuentes a todas las plazas públicas y encrucijadas. Su padre fue Cayo Julio César, el hijo menor de Sexto Julio César, patricios de la tribu Fabia, otrora reyes de Alba Longa, descendientes de Tulo, hijo de Eneas, a su vez hijo de la diosa Venus. Por sus venas corría la sangre de una divinidad poderosa y también la de Marte y Rómulo, pues, ¿quién era Rea Silvia, la madre de Rómulo y Remo sino Julia? Así, en mi tía carnal Julia se conjugan la majestad mortal de los reyes y la santidad de los dioses que son dueños de los reyes.

»A la edad de dieciocho años casó con un hombre que hasta el mas humilde de vosotros conocéis. Casó con Cayo Mario, cónsul de Roma siete veces, vencedor del rey Yugurta de Numidia, vencedor de los germanos y vencedor de las primeras batallas en la guerra itálica. Y hasta que este polémico y poderoso hombre murió en la cumbre de su poder, ella fue su leal y fiel esposa. Y de él tuvo su único hijo, Cayo Mario el joven, que fue primer cónsul de Roma a la edad de veintiséis años.

»No es culpa suya que ni el esposo ni el hijo conservaran impoluta su fama después de morir. No es culpa suya que sobre su persona cayera la proscripción y tuviese que abandonar la que había sido su casa durante veintiocho años para ir a una mucho más inferior, expuesta al cruel viento norte que azota el Quirinal externo. No es culpa de ella que la Fortuna le dejase poco con qué vivir para paliar las necesidades de su nuevo vecindario. No es culpa suya haber muerto antes de tiempo. No es culpa suya que se prohibiese exhibir para siempre las máscaras funerarias de su esposo y de su hijo.

»Yo la conocí bien de niño, pues serví de apoyo a Cayo Mario durante aquel aciago año en que el segundo infarto le convirtió en un lisiado. Iba cada día a su casa para cuidar de su esposo y ella me daba dulcemente las gracias. De ella he recibido un cariño como ninguna mujer me ha dado, pues mi madre hubo de ser padre también y no podía permitirse el lujo de caricias y besos que son impropios de un padre. Pero tenía a mi tía Julia, y, aunque mil años viviese, jamás olvidaría uno solo de esos besos y caricias, una sola de las cariñosas miradas que me dirigían sus hermosos ojos grises. ¡Y yo os digo, pueblo de Roma, lamentad su muerte! ¡Doleos de su muerte como yo hago! ¡ Doleos de su destino y de la tristeza que la vida le reservó! Y doleos también del destino de su esposo y su hijo, cuyas imagines os muestro en este triste día. ¡Dicen que no está permitido mostrar las máscaras de los Marios, que se me puede privar de mi rango y ciudadanía por cometer el nefando crimen de enseñar aquí en el Foro —¡que ellos tan bien conocían!— dos objetos inanimados hechos de cera pintada y cabello de otros! ¡ Pues yo os digo que si así se dictaminara, si fuese despojado de mi rango y ciudadanía por exhibir las máscaras de los Marios, que así sea! Pues yo quiero honrar a mi tía carnal como es debido y esa honra es inseparable de su devoción a los Marios que fueron su esposo e hijo. ¡Muestro esas imagines por Julia, y no consentiré que ningún magistrado de esta ciudad las excluya del desfile funerario! ¡Adelante Cayo Mario, adelante Cayo Mario hijo! ¡Honrad a vuestra esposa y madre, Julia de los Julios Césares, hija de reyes y dioses!

La multitud lloraba desconsolada, pero cuando los actores que portaban las máscaras de Cayo Mario y su hijo avanzaron para efectuar sus reverencias a la rígida figura del féretro, comenzó a oírse un murmullo que fue creciendo hasta convertirse en coro de exclamaciones, que, finalmente, se convirtió en ensordecedor estruendo. Y Hortensio y Metelo Caprario el joven, que contemplaban estupefactos la escena desde lo alto de la escalinata del Senado, volvieron la espalda impotentes. El delito de Cayo Julio César tendría que aceptarse con legal y disciplinario silencio, pues toda Roma le amparaba.

—Ha sido digno de oir —dijo Hortensio a Catulo poco después—. No sólo ha desafiado las leyes de Sila y del Senado, sino que ha aprovechado la ocasión para recordar a la muchedumbre que es descendiente de reyes y dioses.

—Bien, César, te saliste con la tuya —dijo Aurelia al final de aquella larga jornada.

—Lo sabía de antemano —contestó él, dejando caer al suelo la negra toga con un suspiro de alivio—. Los pocos conservadores del Senado pueden estar en el poder este año, pero ninguno de ellos tiene la seguridad de que el año que viene vuelvan a salir elegidos. Los romanos quieren un cambio de gobierno y un hombre con el valor de sus convicciones; sobre todo si eleva al anciano Cayo Mario al pedestal del que la ciudadanía nunca le apeó, por mucho que sus estatuas hayan sido derribadas.

Moviéndose como una anciana hidrópica, Cinnilla entró en el cuarto y vino a sentarse en la camilla al lado de César.

—Ha sido impresionante —dijo, cogiéndole la mano—. Me alegro de haber podido asistir al menos a la oración funeraria. ¡Qué bien has hablado!

Él se volvió, le cogió la cara entre las manos y apartó un mechón de su frente.

—Pobrecita mía —dijo con ternura—, ya te falta poco. Sabes que no debes sentarte con las piernas colgando —añadió, cogiéndole los pies y poniéndolos en su regazo.

—¡Oh, César, se hace tan largo! A Julia la tuve sin ningún apuro, pero esta segunda vez es lamentable. ¡No lo entiendo! —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.

—Yo sí —terció Aurelia—. Esta vez es niño. Yo tuve a mis dos hijas sin tropiezos, pero tú, César, fuiste una carga.

—Creo que esta noche iré a dormir a mi vivienda —dijo César, dejando los pies de Cinnilla en la camilla y levantándose.

—¡Oh, César, no; por favor! —dijo la embarazada suplicante, haciendo un mohín—. Quédate. Te prometo que no hablaré de niños ni de cuitas de mujer. Aurelia, no se lo permitas.

—¡Bah! —exclamó Aurelia, levantándose de la silla—. ¿Y Eutico? Lo que tenemos que hacer es cenar.

—Está alojando a Estrofantes —contestó Cinnilla entristecida, iluminándosele el rostro al ver que César, resignado, volvía a sentarse—. ¡Pobre viejo! ¡No le queda nadie!

—Y él no tardará en dejarnos —dijo César.

—¡Oh, no digas eso!

—Se le ve en la cara, esposa. Y será lo más piadoso.

—Espero —añadió Cinnilla— no vivir tanto que sea la última. Creo que es el peor destino.

—Peor destino —dijo César, a quien desagradaba que le recordasen cosas amargas-es no hablar más que de tristezas.

—Estás así por vivir en Roma —añadió ella, sonriente, mostrando la arruguita rosa del labio—. Te sentirás mejor cuando vayas a Hispania. En Roma nunca estás tan contento como cuando viajas.

—El próximo nundinus, esposa, por mar, a principios de invierno. Tienes razón. No me gusta estar en Roma. ¿Qué me dices de tener este niño antes del próximo nundinus? Me gustaría conocer a mi hijo antes de partir.

Vio a su hijo antes de marchar aquel nundinus, pero cuando finalmente la comadrona y Lucio Tucio consiguieron sacarle del canal del parto, vieron que llevaba muerto varios días. Y Cinnilla, hinchada y entre convulsiones, con un lado paralizado por el infarto, murió casi al mismo tiempo que expulsaba el aborto.

Other books

A Basket Brigade Christmas by Judith Mccoy Miller
Have No Shame by Melissa Foster
East to the Dawn by Susan Butler
A Flawed Heart by April Emerson
MWF Seeking BFF by Rachel Bertsche
Swords From the Sea by Harold Lamb
Forbidden by Sophia Johnson