Favoritos de la fortuna (98 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
3.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después, descendió a la Galia Narbonense y pasó el invierno deleitándose con gambas y salmonetes. Al igual que su guerra, aquel año había sido mejor y la cosecha, que en las dos provincias hispanas era buena, en la Galia Narbonense fue excepcional.

No pensaba llegar a Roma hasta mediados de año como mucho, aunque no por sentir ninguna clase de fracaso; simplemente no sabía qué hacer, adónde ir ni qué pilar de la tradición y veneración romanas demoler. El día veintiocho de septiembre cumpliría treinta y cinco años, y ya no era el niño bonito de las legiones. Por eso tenía que hallar una causa digna de un adulto, no de un muchacho. Pero, ¿cuál? Algo que el Senado le diera a regañadientes; de eso no le cabía la menor duda. Se lo decía de un modo latente aquella parte de su mente que no se atrevía a explorar y que se le resistía.

Se encogió de hombros y desechó sus dudas. Había cosas más apremiantes, como era abrir la nueva ruta por los Alpes probada en el viaje de ida; cuidarla, pavimentarla, llamarla… ¿cómo? ¿La vía Pompeya? ¡Sonaba bien! Pero, ¿quién quería morir dejando por todo recuerdo glorioso el nombre de una vía? No, mejor morir dejando el simple nombre: Pompeyo el Grande. Sí, eso lo decía todo.

Séptima parte
SEPTIEMBRE DEL 78 A. DE J.C. - JUNIO DEL 71 A. DE J.C.

 

C
ésar no había encontrado motivo para apresurarse a regresar a Italia después de dejar el servicio a las órdenes de Publio Servilio Vatia, y el viaje de vuelta fue más bien un periplo exploratorio de las regiones de la provincia de Asia y de la Licia que él no conocía. No obstante, a finales de septiembre llegaba a Roma. En el año en que Lépido y Catulo eran cónsules, se encontró con una Roma recelosa por la conducta de Lépido, que había salido de la ciudad para reclutar tropas en Etruria antes de hacer lo que debía, que era celebrar las elecciones curules. La guerra civil se presentía y era el tema en boca de todos.

Pero la guerra civil —real o imaginaria— no figuraba en la lista de prioridades de César. Tenía asuntos personales que atender.

Por su madre no parecían pasar los años, aunque sí notó en ella un profundo cambio: estaba muy triste.

—Porque ha muerto Sila —comentó su hijo en tono acusatorio, recordando la época en que los había creído amantes.

—Sí.

—¿Por qué? Tú no le debías nada.

—Le debía tu vida, César.

—¡Él fue el primero en ponerla en peligro!

—Lamento que haya muerto —dijo Aurelia.

—Yo no.

—Cambiemos de tema.

César lanzó un suspiro, se reclinó en la silla y se dio por vencido. Ella erguía la barbilla, señal cierta de que no se doblegaría a sus argumentos.

—Ya es hora de que mi esposa comparta mi cama, mater.

—Tiene dieciséis años escasos —replicó Aurelia, frunciendo el ceño.

—Demasiado joven para casarse, cierto. Pero Cinnilla lleva casada nueve años, y eso lo cambia todo. Al llegar, noté en sus ojos que ya está deseando venir a mi cama.

—Sí, hijo, sé que tienes razón. Aunque tu abuelo habría dicho que la unión de dos patricios conlleva riesgo en el parto. A mí me habría gustado que fuese algo mayor para la concepción.

—No le pasará nada, mater.

—¿Cuándo, entonces?

—Esta noche.

—Pero, César, primero debe hacerse una especie de confirmación del matrimonio. Una cena familiar… tus dos hermanas están en Roma.

—No quiero cena familiar ni alharacas.

Y no lo hubo. Aurelia no dijo nada del cambio a su nuera, quien en el momento en que se disponía a retirarse a su cuartito, se vio detenida por César en el triclinium en el cual se encontraban los dos solos.

—Por aquí, Cinnilla —dijo César, cogiéndole de la mano para conducirla a su cubículo dormitorio.

—¡Oh, no estoy preparada! —replicó ella, palideciendo.

—Eso les pasa a todas las doncellas; por eso lo mejor es hacerlo y ya está. Así nos quedamos tranquilos.

Había sido buena idea no darle tiempo a preocuparse por lo que le esperaba, aunque era evidente que llevaba años pensando únicamente en eso. Le ayudó a quitarse las ropas, y como era un incondicional del orden las dobló cuidadosamente, disfrutando con aquellas pruebas de presencia femenina en un cuarto que no había pisado ninguna mujer desde que lo dejara Aurelia al morir su padre. Cinnilla se sentó en el borde de la cama y miró cómo lo hacía, pero cuando comenzó a desvestirse él, cerró los ojos.

Ya desnudo, César se sentó al lado de ella, le cogió las manos y se las puso sobre el muslo.

—¿Sabes lo que va a suceder, Cinnilla?

—Sí —contestó ella sin abrir los ojos.

—Pues mírame a los ojos.

Ella abrió sus grandes ojos negros y los fijó con esfuerzo en el rostro de él, sonriente y lleno de amor.

—Qué preciosa eres, esposa, y qué bien hecha —dijo él, tocándole los senos turgentes de pezones casi dorados como su piel. Ella le devolvió las caricias entre suspiros.

César la abrazó, la besó, para deleite de ella que tanto lo había ansiado en sueños, y comprobaba que era mejor en la realidad; le entregó su boca, le devolvió los besos, le acarició y se vio tumbada en la cama a su lado, con su cuerpo respondiendo con deliciosos espasmos y estremecimientos a aquel contacto pleno con el cuerpo del hombre. Descubría que la piel de él era casi tan sedosa como la suya y el gusto que le procuraba aquel contacto encendió su deseo.

Aunque sabía exactamente lo que tenía que suceder, la imaginación no podía compararse a la realidad. Hacía tantos años que le amaba, que era el centro de su existencia, que ser su esposa auténtica, además de legal, era una maravilla. Valía la pena haber tenido que esperar; una espera que formaba parte de aquel estado de exaltación. Sin prisas, César aguardó a que estuviera a punto y no hizo ninguna de aquellas fantasías que habían nutrido sus sueños de virgen. Le causó algo de daño, pero no al extremo de interrumpir aquella excitación en aumento. Sentirle dentro era lo mejor de todo, y le retuvo así hasta que un espasmo mágico e inesperado sacudió su ser. Aquello no se lo había advertido nadie, pero ahora comprendía que era eso precisamente lo que hacía que las mujeres quisieran seguir casadas.

Cuando se levantaron por la mañana a comer pan aún caliente del horno y beber agua fresca de la cisterna de piedra del jardín del patio de luces, encontraron el comedor lleno de rosas y un jarro de vino suave y dulce en el aparador. De las lámparas colgaban muñequitos de lana y espigas de trigo. Luego, entró Aurelia a besarles y felicitarles y después los criados, uno por uno, seguidos de Decumio y sus hijos.

—¡Qué estupendo estar casado por fin! —dijo César.

—Pues sí —añadió Cinnilla, que tenía el aspecto feliz y esplendoroso de cualquier novia tras la noche de bodas.

Cayo Matius fue el último en entrar, conmovido por la modesta celebración. Nadie sabía mejor que él de cuántas mujeres había gozado César, pero aquélla era su esposa y le alegraba enormemente ver que no le había decepcionado. El, por su parte, consideraba que no habría sido capaz de complacer a una muchacha de la edad de Cinnilla después de haberla tenido como una hermana nueve largos años. Pero era evidente que César era de fibra más fuerte.

Fue en la primera reunión del Senado a la que acudió César cuando Filipo logró convencer a la cámara para que conminase a Lépido a regresar a Roma para celebrar las elecciones curules. Y en la segunda reunión escuchó la lectura de la breve negativa de Lépido, seguida del decreto senatorial ordenándole regresar a Roma.

Pero entre ésta y la tercera, César recibió la visita de su cuñado Lucio Cornelio Cinna.

—Habrá guerra civil —dijo el joven Cinna— y quiero que estés en el bando vencedor.

—¿Bando vencedor?

—El de Lépido.

—No vencerá, Lucio. No puede vencer.

—¡Con toda Etruria y Umbría de su parte no puede perder!

—Esa es la frase acostumbrada que la gente viene diciendo desde que el mundo es mundo, pero yo sólo conozco una persona que no puede perder.

—¿Y quién es esa persona? —inquirió Cinna molesto.

—Yo.

A Cinna la afirmación le pareció absurda y se partió de risa.

—¡César —replicó cuando pudo hablar—, eres un bicho raro!

—Tal vez no sea un bicho tan raro. Tal vez sea un pollo, que no es un bicho tan raro; o tal vez sea un costillar de cordero colgado del gancho de una carnicería.

—Nunca sé cuándo bromeas —dijo Cinna aturdido.

—Eso es porque rara vez bromeo.

—¡Bah, cuando has dicho que eres el único que no puede perder hablabas en broma!

—Hablaba totalmente en serio.

—¿No vas a unirte a Lépido?

—Ni aunque estuviera ya ante las puertas de Roma, Lucio.

—Pues cometes un error; yo voy a unirme a él.

—No te lo reprocho. La Roma de Sila te arruinó.

Y el joven Cinna marchó a Saturnia, en donde estaba Lépido con sus legiones. La segunda conminación, expedida esta vez por Catulo en nombre del Senado, le llegó a Lépido y éste volvió a negarse a regresar a Roma; y antes de que Catulo regresase a Campania con sus legiones, César solicitó una entrevista.

—¿Qué quieres? —inquirió frIamente el hijo de Catulo César, a quien nunca le había gustado aquel joven demasiado bien parecido e inteligente.

—Quiero unirme a tu estado mayor en caso de que haya guerra.

—No quiero tenerte en mi estado mayor.

La mirada de César cambió y adoptó el brillo asesino de Sila.

—No tengo por qué gustarte para que me utilices, Quinto Lutacio.

—¿Y en qué iba a utilizarte? O por decirlo mejor, ¿en qué puedes servirme? Me han dicho que ya has pedido unirte a Lépido.

—¡Eso es mentira!

—No, por lo que yo he oído. El joven Cinna fue a verte antes de marchar de Roma y quedasteis de acuerdo.

—El joven Cinna vino a presentarme sus mejores deseos, como es el deber de todo buen cuñado cuando el matrimonio de su hermana ha sido consumado.

—Puede que a Sila le convencieses de tu lealtad, César —replicó Catulo dándole la espalda—, pero a mí jamás me quitarás de la cabeza que eres un enredador. No te quiero a mi lado porque no deseo tener en mi estado mayor a nadie de cuya lealtad desconfío.

—Primo, si Lépido marcha sobre Roma, yo lucharé por ella. Si no formo parte de tu estado mayor, lo haré en otro destino. Soy un patricio romano de la misma sangre que tú y no soy cliente ni partidario de nadie —se detuvo a medio camino de la puerta—. Y harías muy bien en considerarme un hombre que actuará siempre de acuerdo con la constitución de Roma. Seré cónsul en mi año, pero no porque un perdedor como Lépido se haya convertido en dictador de Roma. Lépido no tiene el valor ni la categoría, Catulo. Y quiero añadir que tú tampoco.

Así fue como César permaneció en Roma mientras los acontecimientos se concatenaban cada vez con mayor rapidez hacia la sublevación. El senatus consultum de re publica defendenda quedó ¿aprobado; Flaco, príncipe del Senado, murió; el segundo interrex celebró elecciones y, finalmente, Lépido marchó sobre Roma. Junto con varios miles de ciudadanos de alta cuna, baja cuna e intermedios, César se presentó con armas y coraza ante Catulo en el Campo de Marte, y le destinaron con un grupo compuesto por varios centenares a guarnecer el puente de madera que daba entrada a la ciudad por la parte del Transtiberimo. Como Catulo se negó a dar ningún tipo de mando al ganador de la corona cívica, César sirvió como un simple soldado raso y no participó en los combates; cuando concluyó la batalla bajo las murallas servianas del Quirinal, regresó a su casa sin presentarse voluntario para perseguir a Lépido por la costa de Etruria.

No olvidaría la arrogancia y el menosprecio de Catulo. Pero Cayo Julio César sabía guardarse su odio; ya le llegaría su hora a Catulo.Esperaría.

Para gran disgusto de César, a su llegada a Roma se encontró con que el joven Dolabela estaba desterrado y Cayo Verres se dedicaba a pavonearse rezumando virtud y probidad. Verres era ahora esposo de la hija de Metelo Caprario y muy popular entre los caballeros electores, quienes pensaban que su testimonio contra el joven Dolabela era un buen desagravio al rehabilitado ordo equester. ¡Al fin había un senador que osaba acusar a uno de sus colegas!

Sin embargo, César hizo saber a través de Lucio Decumio y Cayo Matius que actuaría como abogado de cualquier residente del Subura y durante los meses siguientes —en los que se produjo la caída de Lépido y Bruto, y el ascenso de Pompeyo— se ocupó de una serie de casos sencillos, pero con gran éxito. Creció su fama jurídica y los aficionados a la abogacía y la retórica comenzaron a asistir a todos los juicios en que actuaba él de abogado defensor, principalmente ante el pretor urbano o de extranjeros, y a veces ante el tribunal de homicidios. A pesar de sus calumnias, a Catulo la gente comenzó a dejar de hacerle caso porque les gustaba oir lo que decía César y aún más su modo de expresarlo.

Cuando de algunas ciudades de Macedonia y de Grecia central acudieron a él para pedirle que presentara acusación contra Dolabela el viejo (por la época en que había sido gobernador, pues entretanto Apio Claudio Pulcro ya había llegado a su provincia), César aceptó. Era el primer proceso importante en que intervenía, pues había de celebrarse en el quaestio de repetundae, el tribunal de extorsiones, e implicaba a un hombre de familia de alcurnia y gran influencia política. No conocía muy bien las circunstancias del mandato de gobernador de Dolabela y comenzó a entrevistarse con los posibles testigos, compilando pruebas con gran meticulosidad. A sus clientes etnarcas les parecía un hombre delicioso, escrupulosamente deferente con su dignidad y siempre afable y de trato fácil, y lo que más les admiraba era su extraordinaria memoria: no olvidaba detalle de lo que le decían y a veces sacaba partido a un comentario en apariencia de lo más trivial que resultaba ser más importante de lo que nadie había pensado.

—De todos modos —dijo a sus clientes la mañana en que se iniciaba el juicio—, quiero preveniros de que el jurado está formado totalmente por senadores y Dolabela cuenta con grandes simpatías entre ellos, pues se le considera un buen gobernador que logró mantener a raya a los escordiscos. No creo que ganemos.

No ganaron. A pesar de que las pruebas eran abrumadoras, el jurado senatorial, al tratarse de un colega, hizo caso omiso y, aunque la oratoria de César fue extraordinaria, se pronunció el ABSOLVO. César no se excusó ante sus clientes ni ellos quedaron decepcionados con su actuación; la exposición y la argumentación de César fueron considerados lo mejor que se había escuchado en mucho tiempo y muchos acudieron a él pidiéndole que editara los discursos.

Other books

Taken by the Wicked Rake by Christine Merrill
Tempted by PC Cast, Kristin Cast
The Holy City by Patrick McCabe
Cat by V. C. Andrews
The Cove by Catherine Coulter
Dreaming of Mr. Darcy by Victoria Connelly
Wintering by Peter Geye
The Unwanted by John Saul