Favoritos de la fortuna (96 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—¿Si ha servido…? —inquirió Varrón echándose a reír—. Yo diría que desencadenó en el Senado un incendio más devastador que si Saturnino hubiese anunciado que era rey de Roma. Me gustaría que hubieses visto las caras de todos cuando Lúculo comenzó a desgranar la lista de tribus galas que se unirían a la cola del cometa Sertorio siguiéndote a Roma.

—¿Lúculo? —inquirió Pompeyo extrañado.

—¡Ah, fue tu adalid, Magnus!

—¿Por qué? Yo pensaba que no me estima.

—Seguramente no; pero creo que temía que alguien sugiriese que fuese él enviado a Hispania para sustituirte. Él es muy buen militar, pero lo que menos desea es que le envíen a Hispania. Nadie que esté bien de la cabeza puede querer este destino.

—Eso digo yo —comentó el Meneítos, sonriendo.

—Así que ahora tengo seis legiones y los dos podemos pagar algo a la tropa —dijo Pompeyo—. ¿Cuánto nos han dado, Varrón?

—Lo bastante para pagar los atrasos de muertos y vivos y pagar a los vivos parte de este año. Pero, desgraciadamente, no lo bastante para seguir pagándoles. Lo siento, Magnus. Roma no daba para mas.

—¡Ojalá supiese dónde guarda Sertorio su tesoro! Si estuviese seguro de que lo tiene en la próxima ciudad que ataquemos, no descansaría hasta apoderarme de él —dijo Pompeyo.

—Dudo mucho de que Sertorio tenga fondos, Magnus —dijo el Meneítos meneando la cabeza.

—¡Bobadas! ¡Hace más de un año obtuvo tres mil talentos de oro del rey Mitrídates!

—Que supongo ya se habrán esfumado. Ten en cuenta que él no tiene provincias que le den una renta fija, ni dispone de esclavos para explotar las minas. Y las tribus hispanas tampoco tienen dinero.

—Sí, me imagino que tienes razón.

Se hizo un breve y agradable silencio que rompió Metelo Pío, como si hubiese llegado a una meditada decisión. Lanzó un suspiro bastante prolongado que hizo que Pompeyo y Varrón le mirasen.

—Magnus, tengo una idea —dijo.

—Te escucho.

—Acabamos de decir que Hispania está empobrecida; hispanos y romanos por igual. Hasta los púnicos de Gades están en crisis, y la riqueza es un sueño para la mayoría de la población hispana. Bien, yo tengo un pequeño tesoro de la provincia Ulterior que está en un arca de la residencia del gobernador en Castulo desde que allí lo depositó Escipión el Áfricano. No me explico cómo alguno de nuestros codiciosos gobernadores no se ha apoderado de él, pero así es. Se trata de cien talentos de monedas de oro acuñadas por Asdrúbal, cuñado de Aníbal.

—Por eso se conserva —dijo Varrón sonriente—. ¿Cómo iba un romano a deshacerse de monedas de oro cartaginesas sin despertar sospechas?

—Es cierto.

—Así que tienes cien talentos en monedas de oro cartaginesas —añadió Pompeyo—. ¿Y qué piensas hacer con ellas, Pío?

—En realidad tengo algo más, pues dispongo de veinte mil iugera de tierras ribereñas en el Betis que un tal Servilio Cepión confiscó a unos notables a cuenta de impuestos atrasados. Y ahí siguen a nombre de Roma desde hace décadas, produciendo una pequeña renta.

Pompeyo comprendió en seguida lo que se proponía Metelo Pío.

—Y piensas ofrecer el oro y las tierras en recompensa al que entregue a Quinto Sertorio.

—Exactamente.

—¡Una idea estupenda, Pío! Nos guste o no, a mí me parece que nunca podremos derrotar a Sertorio en el campo de batalla. Es demasiado artero. Y cuenta con inmensas reservas humanas para reclutar tropas, a las que les da igual que les pague o no, pues lo único que desean es ver caer a Roma. Pero en todo campamento militar y en las ciudades hay hombres codiciosos. Y, además, si ofreces una recompensa es como llevar la guerra al palacio de Sertorio; una guerra de nervios. ¡ Hazlo, Pío, hazlo!

Y así lo hizo. La proclama se efectuó en un intervalo de mercado de un extremo de Hispania al otro: cien talentos de monedas de oro y veinte mil iugera de tierras ribereñas de primera calidad en el Betis para el afortunado que facilitase información que permitiera la muerte o la captura de Quinto Sertorio.

No tardaron Metelo Pío y Pompeyo en saber que había hecho mella en Sertorio, pues se enteraron de que al saberlo había despedido inmediatamente a su guardia personal de tropas romanas, sustituyéndola por una de sus más leales partidarios de Osca, y, además, había apartado a sus seguidores romanos e itálicos. ¡Qué oprobio por parte de Quinto Sertorio suponer que sería un romano o un itálico quien le traicionase! Entre los más ofendidos de éstos se encontraba Marco Perpena Vento.

En medio de esta guerra de nervios, la guerra real proseguía inexorable. Conjuntamente, Pompeyo y Metelo redujeron algunas de las ciudades de Sertorio, pero Calagurris resistía; Sertorio y Perpena habían aparecido con treinta mil hombres dispuestos a diezmar a los sitiadores romanos del mismo modo que lo había hecho Sertorio con Pompeyo en Pallantia. Al final, la falta de aprovisionamiento forzó a Pompeyo y a Metelo Pío a levantar el asedio de Calagurris, sin por ello librarse del acoso de Sertorio. Pero no había comida para las doce legiones.

Las provisiones eran un constante problema debido a la mala cosecha del año anterior. Llegó la primavera, llegó el verano, y, al avecinarse la siega, un horroroso desastre causó el caos en aquella guerra de agotamiento que Pompeyo y Metelo Pío trataban de librar. Todo el extremo occidental del mar Mediterráneo sufrió una terrible carestía por efecto de las escasas lluvias de invierno y los torrenciales aguaceros de primavera cuando el trigo estaba madurando. Un auténtico diluvio que cayó desde África a los Alpes y desde el océano Atlántico hasta Macedonia y Grecia. Se perdió la cosecha en África, en Sicilia, en Cerdeña, en Córcega, en Italia, en la Galia Cisalpina, en la Transalpina, y en la Hispania Citerior. Sólo en la Hispania Ulterior se salvaron parte de las mieses, pero no eran tan abundantes como otros años.

—El único consuelo —dijo Pompeyo al Meneítos a finales de sextilis— es que a Sertorio también le faltarán provisiones.

—Él tiene los graneros bien llenos de otros años —respondió el Meneítos cariacontecido— y podrá aguantar mejor que nosotros.

—Yo podría volver al curso alto del Durius —añadió Pompeyo no muy convencido—, pero no creo que allí haya comida para seis legiones.

Fue Metelo Pío quien adoptó una decisión.

—Pues yo voy a regresar a mi provincia, Magnus. No creo que me necesites en primavera, pues lo que queda por hacer en la provincia Citerior puedes hacerlo tú solo. Mis tropas no tendrían comida en la Citerior; mientras que si tú puedes apoderarte de algunos reductos importantes de Sertorio, podrás alimentar a tus tropas. Puedo llevarme dos legiones tuyas a la Ulterior para que invernen allí. Si las quieres en primavera te las mando, pero si ves que no puedes alimentarlas, las retengo. Será una carga, pero mi provincia no ha resultado muy afectada. En cualquier caso, pierde cuidado que yo las alimentaré.

Pompeyo aceptó la propuesta, y Metelo Pío emprendió la marcha con ocho legiones hacia su provincia mucho antes de lo que había previsto y deseaba. Las cuatro legiones que quedaron en manos de Pompeyo fueron enviadas acto seguido a Septimanca y Termes, mientras él, con Varrón y la caballería en el curso bajo del Iberus (gracias al diluvio no había dificultades de pasto para los caballos), se dispuso a enviar sus tropas a invernar a Emporiae al mando de Varrón, no sin antes escribir por segunda vez al Senado. Y, aunque ahora disponía de Varrón, prefirió hacerlo con su propia prosa.

Al Senado y al Pueblo de Roma:

Comprendo que la carestía de trigo afectará a Roma e Italia tanto como a mí. He enviado dos de mis legiones con mi colega Pío a la provincia Ulterior que está en mejores condiciones que la Citerior.

Esta carta no es para pedir provisiones. Ya me las arreglaré para alimentar a mis tropas, y me las arreglaré para acabar con Quinto Sertorio. Esta carta es para pedir dinero. Aún debo a la tropa casi un año de paga, y estoy harto de estarles siempre debiendo.

Aunque estoy en el extremo oeste de la tierra, me entero de lo que sucede en los demás sitios. Sé que Mitrídates ha invadido Bitinia a principios de verano al ocurrir la muerte del rey Nicomedes. Sé que las tribus del norte de Macedonia están levantiscas de un extremo a otro de la vía Egnatia. Sé que los piratas están impidiendo a las flotas romanas el transporte de trigo de Macedonia oriental y de la provincia de Asia para paliar la carestía de alimento en Italia. Sé que los cónsules de este año, Lucio Lúculo y Marco Cotta, se han visto obligados a marchar para hacer la guerra a Mitrídates. Sé que Roma tiene apuros dinerarios. Pero también sé que ofrecisteis al cónsul Lúculo setenta y dos millones de sestercios para una flota y que declinó el ofrecimiento. Así que, al menos tenéis setenta y dos millones de sestercios bajo una losa del Tesoro, ¿no? Eso es lo que más me fas tidia, que deis más valor a Mitrídates que a Sertorio. Pues yo no. Uno es un déspota oriental cuya única fuerza está en los números, y el otro es un romano.

Y su fuerza está en eso. Y sé a quién preferiría enfrentarme. De hecho ojalá me hubieseis ofrecido a mí la misión de acabar con Mitrídates. La hubiera aceptado inmediatamente dejando este ingrato y olvidado asunto de Hispania.

No puedo seguir en Hispania sin parte de esos setenta y dos millones de sestercios, así que sugiero que levantéis la losa del Tesoro y apartéis unas cuantas bolsas de dinero. Si no, la alternativa es muy sencilla: licencio a mis tropas en la Hispania Citerior —los soldados que aún me quedan de las cuatro legiones— y les dejo a su albur para que se alimenten por sí solos todo el camino hasta Italia. Sin jefes y sin la tranquilidad de saber que los manda alguien, creo que pocos optarían por regresar. La mayoría hará lo que haría yo en tal situación: ir a alistarse en los ejércitos de Quinto Sertorio porque él les alimentará y les pagará con regularidad. De vosotros depende. O me mandáis dinero o licencio a las tropas aquí mismo.

Por cierto, no se me ha pagado el caballo público.

Pompeyo recibió el dinero, pues los senadores comprendían un ultimátum cuando se les planteaba en términos tan crudos. Todo el país gruñó, pero no era cuestión de arriesgarse a una invasión de Quinto Sertorio, expresamente reforzado con cuatro legiones de tropas de Pompeyo. Tan saludable fue el efecto de la carta de Pompeyo, que Metelo Pío recibió también dinero. A los dos generales romanos sólo les faltaba encontrar comida.

Regresaron las dos legiones de Pompeyo de la Hispania Ulterior llevando consigo una enorme columna de provisiones, y Cneo Pompeyo Magnus reanudó la guerra de desgaste contra Sertorio. Tomó por fin Pallantia y se encaminó a Cauca, en donde rogó a sus habitantes que acogieran a los enfermos y heridos; la población aceptó, pero Pompeyo había disfrazado a sus mejores soldados de enfermos y heridos, y éstos tomaron Cauca una vez dentro. Uno tras otro fueron cayendo los reductos de Sertorio y con ellos las reservas de trigo. Al llegar el invierno, sólo Caligurris y Osca continuaban resistiendo.

Pompeyo recibió carta de Metelo Pío.

Estoy encantado, Pompeyo. La campaña que has realizado este año tú solo ha quebrado las energías de Sertorio. Tal vez las victorias en el campo de batalla las cosechara yo, pero la decisión es estrictamente tuya. No has cejado en ningún momento ni has dado respiro a Sertorio. Y siempre ha sido a ti a quien atacó Sertorio, mientras que yo tuve la suerte de enfrentarme a Hirtuleyo —buen hombre, pero no de la categoría de Sertorio— y a Perpena, que es una mediocridad.

No obstante, quiero elogiar a los soldados de nuestras legiones. Ha sido la guerra más ingrata y amarga de cuantas ha librado Roma, y nuestras tropas han tenido que soportar terribles dificultades. A pesar de ello, ninguno de los dos hemos tenido que enfrentarnos a descontento ni amotinamientos, y eso que la paga se ha retrasado años y no ha habido botín. Hemos saqueado ciudades para rebuscar como ratas unos granos de trigo. Son dos ejércitos magníficos, Cneo Pompeyo, y ojalá pudiera tener la confianza de que Roma los recompensará como se merecen. Pero no la tengo. Roma no puede ser derrotada. Puede perder batallas, pero no guerras. Quizá nuestras gallardas tropas sean la causa de ello, si tenemos en cuenta su lealtad, su buen comportamiento y su absoluta decisión a servir con denuedo. Nosotros, generales y gobernadores, hacemos mucho, pero, en definitiva, yo creo que el mérito es de los soldados de Roma.

No sé cuándo piensas regresar a Italia. Supongo que puede suceder que, igual que el Senado te otorgó el mando especial, sea el Senado quien te lo quite. En cuanto a mi, soy el gobernador nombrado por el Senado para la provincia Ulterior y no tengo prisa por regresar. En este momento es más fácil para el Senado prorrogar mi mandato que encontrar un nuevo gobernador para esta provincia de Hispania. Así que pediré que me prorroguen el cargo dos años más. Antes de dejarlo me gustaría que la provincia se recuperase plenamente y quedase bien defendida contra los lusitanos.

No tengo ninguna gana de, nada más regresar a Roma, verme envuelto en otro conflicto: el enfrentamiento con el Senado por obtener tierras para asentar a mis excombatientes. Sí, no puedo aceptar que mis soldados queden sin recompensa. Por lo tanto, lo que pienso hacer es asentarlos como colonos en la Galia itálica, pero al otro lado del Padus, donde hay vastas extensiones de terreno de labrantío y ricos pastos en manos de los galos. No es tierra romana de hecho y el Senado no se opondrá, y cualquier día recurro a la recompensa para mis veteranos a costa de esas bandas de ínsubros. Ya lo he hablado con los centuriones y todos se han mostrado complacidos. Mis soldados no tendrán que vagar por ahí varios años esperando que un comité de delegados y burócratas que supervisan y charlan, confeccionan listas y charlan y prorratean y charlan, para al final no hacer nada. Cuanto más comités veo, más convencido estoy de que lo único que sabe organizar un comité son desastres.

Mis mejores deseos, querido Magnus.

Pompeyo invernó aquel año entre los vascones, una poderosa tribu que ocupaba el extremo oeste de los Pirineos y cuyos hombres estaban plenamente decepcionados con Sertorio. Como se portaron bien con sus soldados, Pompeyo utilizó las tropas para construirles un reducto, después de que le juraran que Pompaelo (como denominaron al embrión de ciudad) sería siempre leal al Senado y al pueblo de Roma.

Aquel invierno fue amargo para Quinto Sertorio. Quizá sabía desde siempre que la suya era una causa perdida, y, desde luego, nunca había sido favorito de la Fortuna. Pero no podía admitir conscientemente esa realidad en su pleno significado. Él, por el contrario, se decía que las cosas le saldrían bien con tal de poder hacer creer a sus adversarios que no podían vencerle en el campo de batalla. Su decadencia había sobrevenido cuando la vieja y el muchachito comprendieron sus mañas y adoptaron la política de evitar las batallas.

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