Descansó hasta que le despertó Eric Hickman. Aunque no dormía en el sentido literal del término; en lugar de ello había adoptado una postura de inmovilidad total en la que no pensaba en nada y, sin embargo, estaba completamente alerta. Escuchó el sonido de los pies de Eric arrastrándose y arañando el suelo desde doce metros de distancia, y levantó la cabeza. Eric bizqueaba detrás de sus gafas en el sol de la tarde. Siempre lo hacía —cuando leía o cuando estaba concentrado pensando—, un hábito que le daba siempre a su cara un aspecto simiesco. Una mueca tan desagradable que de forma natural provocaba en quienes lo miraban el deseo de darle un motivo verdadero por el que hacer muecas.
—Francis —dijo Eric en un susurro audible.
Llevaba un paquete grasiento de papel marrón que bien podía ser su almuerzo, y al verlo Francis sintió una fuerte punzada de hambre, pero no salió de su escondite.
—Francis, ¿estás ahí abajo? —susurró, o más bien gritó Eric una vez más antes de desaparecer.
Francis había querido dejarse ver, pero fue incapaz, lo que lo detuvo fue la idea de que Eric estaba allí con el único propósito de hacerle salir. Se imaginó a un equipo de francotiradores agazapados sobre las montañas de basura, vigilando la carretera por las mirillas de sus rifles, atentos a cualquier indicio del grillo gigante y asesino. Así que se quedó donde estaba, acurrucado y tenso, vigilando los montículos de desperdicios y pendiente del más mínimo movimiento. Una Uta cayó haciendo un ruido metálico y contuvo la respiración. Había sido sólo un cuervo.
Pasado un rato, tuvo que admitir que se había dejado vencer por el miedo. Eric había venido, y entonces comprendió que nadie lo estaba buscando, porque nadie creería a su padre cuando contara lo que había visto. Si intentaba contar que había descubierto a un insecto gigante en el dormitorio de su hijo agazapado junto al cuerpo eviscerado de éste, tendría suerte si no terminaba en el asiento trasero de un coche de policía, de camino al ala de psiquiatría de la prisión de Tucson. Ni siquiera lo creerían si les decía que su hijo había muerto. Después de todo, no había cuerpo, ni tampoco restos de la antigua piel. La secreción lechosa que había brotado de la extremidad trasera de Francis la habría derretido ya por completo.
El último Halloween, su padre había pasado una noche en comisaría después de un episodio de delírium trémens producido por el alcohol, con lo que su credibilidad como testigo era más bien escasa. Ella podría confirmar su historia, pero su palabra no valía mucho más, ya que llamaba a la redacción del
Sucedió en Calliphora,
en ocasiones hasta una vez al mes, para informar de que había visto nubes con la apariencia de Jesucristo. Tenía un álbum de fotos de nubes que, según ella, llevaban el rostro de Su Salvador. Francis lo había ojeado, pero fue incapaz de reconocer ninguna personalidad religiosa, aunque sí admitió que había una nube que parecía un hombre gordo con un gorro turco.
La policía local lo buscaría, claro, pero no estaba seguro de cuánto interés pondrían en la investigación. Tenía dieciocho años —y por tanto libertad para hacer lo que quisiera—, y a menudo faltaba al colegio sin justificante. Tan sólo había unos pocos policías en Calliphora: el
sheriff
George Walker y tres agentes a media jornada. Eso limitaba mucho las posibilidades de una búsqueda, y, además, había otras cosas que hacer en un bonito día como éste, sin viento: perseguir a espaldas mojadas, por ejemplo, o apostarse en un recodo de la carretera y esperar a que pasaran adolescentes de camino a Phoenix y multarlos por exceso de velocidad.
Sin embargo, empezaba a resultarle difícil preocuparse de si lo estaban buscando, ya que soñaba otra vez con las chocolatinas. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre.
Aunque el cielo seguía claro y brillante como una superficie esmaltada de azul, las sombras vespertinas habían alcanzado el vertedero conforme el sol desaparecía detrás del saliente de la montaña, al oeste. Francis salió de debajo del remolque y avanzó por entre la basura, deteniéndose ante una bolsa abierta cuyo interior se había derramado. Escarbó con las antenas entre los desperdicios, y entre papeles arrugados, vasos de papel rotos y pañales usados descubrió un chupa-chups rojo y sucio. Se inclinó hacia delante y con torpeza consiguió llevárselo a la boca con palillo y todo, sujetándolo entre las mandíbulas mientras babeaba sobre el polvo.
Una intensa explosión de un dulzor empalagoso le llenó la boca y sintió que el corazón se le aceleraba, pero un instante después notó un horrible cosquilleo en el tórax y la garganta pareció cerrársele. Sintió ganas de vomitar y escupió el chupa-chups, asqueado. No tuvo mejor suerte con unos restos de alitas de pollo. La escasa carne y la grasa que quedaban adheridas a los huesos sabían rancias y le provocaron arcadas.
Unos moscardones revoloteaban hambrientos sobre el montón de basura. Francis los miró con resentimiento y consideró la posibilidad de comérselos. Después de todo, algunos bichos se alimentaban de otros bichos, pero no sabía cómo atraparlos sin manos (aunque tenía la sensación de que reflejos no le faltaban) y además media docena de moscardones a duras penas le saciarían. Irritado y con dolor de cabeza por el hambre, pensó en los grillos con caramelo y en todos los otros bichos que se había comido. Por eso le había pasado esto, dedujo, y entonces se acordó de aquel amanecer a las dos de la madrugada y de cómo las oleadas de viento caliente habían azotado la gasolinera con tal fuerza que del tejado se desprendió polvo.
El padre de Huey Chester, Vern, había atropellado una vez un conejo a la entrada de su casa y cuando salió del coche se encontró un extraño animal con cuatro ojos de color rosa. Lo llevó al pueblo para enseñarlo a la gente, pero entonces un biólogo acompañado de un oficial y dos soldados armados con ametralladoras lo reclamaron y le pagaron a Vern quinientos dólares a cambio de que firmara una declaración comprometiéndose a no hablar más del asunto. Y en otra ocasión, una semana después de uno de los ensayos en el desierto, una niebla densa y húmeda que despedía un repugnante hedor a tocino frito se había propagado por todo el pueblo. Era tan espesa que hubo que cerrar la escuela, el supermercado y la oficina de correos. Las lechuzas volaban durante el día y a todas horas resonaban pequeñas explosiones y truenos en la húmeda oscuridad. Los científicos del desierto estaban agujereando el cielo y la tierra, y tal vez hasta el tejido del universo. Habían prendido fuego a las nubes y por primera vez Francis comprendió que era un ser contaminado, una aberración que un oficial armado con un talonario y un maletín lleno de documentos legales se ocuparía de aniquilar y ocultar. Le había resultado difícil llegar a esta conclusión, porque Francis siempre se había sentido contaminado, un bicho raro que los demás no querían ver.
Lleno de frustración, se alejó de la bolsa abierta de basura y siguió avanzando sin pensar. Sus extremidades posteriores adaptadas al salto lo impulsaron hacia arriba y las láminas córneas a su espalda empezaron a batir con furia. El estómago le dio un vuelco mientras se alejaba cada vez más de la tierra ennegrecida y alfombrada de mugre. Pensaba que se caería, pero no lo hizo y se encontró desplazándose por el aire y aterrizando un momento después en una de las gigantescas montañas de desperdicios, donde todavía daba el sol. Entonces exhaló el aire con fuerza y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
Permaneció así unos segundos en equilibrio, abrumado por una desconcertante sensación de pequeños pinchazos en los extremos de sus antenas. Había trepado, corrido, nadado —no, por Dios, ¡había volado!— a través de diez metros del cielo de Arizona. Durante un rato se negó a considerar lo que había ocurrido, le daba miedo pensar en ello con detenimiento y, de nuevo, se lanzó al aire. Sus alas producían un zumbido casi mecánico, y se vio a sí mismo planeando ebrio por el cielo, sobre un mar de alimentos y objetos en descomposición. Por un momento olvidó que necesitaba comer algo. También que, sólo unos segundos antes, había experimentado algo cercano a la desesperanza. Dobló las patas hasta pegarlas a los costados de su caparazón y, sintiendo el aire en la cara, miró hacia abajo, a la tierra baldía situada a más de treinta metros de distancia, fascinado por la extraña sombra que su cuerpo proyectaba sobre ella.
Cuando se puso el sol, pero aún había luz en el cielo, Francis volvió a casa. No tenía otro sitio adonde ir y estaba terriblemente hambriento. Eric era otra posibilidad, claro, pero para llegar hasta su domicilio tendría que cruzar varias calles y sus alas no le permitían volar tan alto como para no ser visto. Estuvo agazapado largo rato en la maleza que bordeaba el aparcamiento de la gasolinera. Los surtidores estaban desconectados y las persianas de la oficina delantera bajadas. Su padre nunca había echado el cierre tan temprano. En este extremo de Estrella Avenue, el silencio era total y excepto algún camión que pasaba de vez en cuando no había señales de movimiento ni de vida. Se preguntó si su padre estaría en casa, aunque era incapaz de imaginar otra posibilidad. Buddy Kay no tenía otro sitio al que ir.
Cruzó mareado y tambaleándose la gravilla hasta la mosquitera de la puerta de entrada. Después se irguió sobre las patas traseras y miró hacia el cuarto de estar. Lo que vio allí era tan poco habitual que lo desorientó y debilitó, haciéndole perder el equilibrio. Su padre estaba tumbado en el sofá, de costado, y con la cara hundida en el pecho de Ella. Parecía dormir. Ella le tenía sujeto por los hombros y entrelazaba sus dedos gordezuelos y llenos de anillos sobre su espalda. Buddy estaba prácticamente fuera del sofá, ya que no había sitio suficiente para él y daba la impresión de que iba a asfixiarse con la cara apretada de esa manera contra las tetas de Ella. Francis no consiguió recordar la última vez que los había visto abrazados así y había olvidado lo pequeño que parecía su padre en comparación con la gigantesca Ella. Con la cabeza hundida en su pecho, parecía un niño que tras llorar en brazos de su madre se ha quedado por fin dormido. Eran tan viejos y estaban tan solos, parecían tan vencidos, que verlos así —dos figuras abrazadas frente a la adversidad— le produjo una punzante sensación de pesar. Su pensamiento siguiente fue que su vida con ellos había llegado a su fin. Si se despertaban y lo veían volverían los gritos y los desmayos, aparecerían la policía y las escopetas.
Desesperado, se disponía a darse la vuelta y volver al vertedero, cuando vio una ensaladera sobre la mesa, a la derecha de la puerta. Ella había hecho ensalada de tacos. No alcanzaba a ver el interior del recipiente, pero identificó su contenido por el olfato. Nada escapaba ahora a su olfato: ni el olor acre a óxido de la mosquitera de la puerta de entrada ni el de moho en las raídas alfombras; también podía oler los fritos de maíz, la carne picada macerada con salsa y el regusto a pimienta del aliño. Imaginó grandes hojas de lechuga empapadas en los jugos del taco y empezó a salivar.
Se inclinó hacia delante alargando el cuello para intentar ver el interior de la ensaladera. Los ganchos dentados en que terminaban sus patas delanteras empujaron la puerta, y antes de que fuera consciente de lo que hacía, ésta se había abierto cediendo al peso de su cuerpo. Entró y miró de reojo a su padre y a Ella, ninguno de los cuales se movió.
El gozne estaba viejo y deformado, así que cuando hubo entrado la puerta no se cerró enseguida detrás de él, sino que lo hizo despacio y con un chirrido seco, encajándose en el marco de madera. El suave golpe bastó para que el corazón de Francis le saltara dentro del pecho. Pero su padre sólo pareció hundirse más entre los pechos de Ella. Francis avanzó sigilosamente hasta la mesa y se inclinó sobre la ensaladera. No quedaba nada, salvo un poso grasiento de salsa y unas cuantas hojas de lechuga pegadas a las paredes del recipiente. Trató de pescar una, pero sus manos ya no eran manos. La cuchilla con forma de espátula en que terminaba su pata delantera golpeó el interior de la ensaladera, volcándola. Trató de agarrarla, pero ésta rebotó en su pezuña ganchuda y cayó al suelo con ruido de cristales rotos.
Francis se agachó, tenso. Detrás de él, Ella gimió confusa, despertándose. Después se oyó un chasquido. Francis volvió la cabeza y vio a su padre, de pie, a menos de un metro de él. Llevaba despierto desde antes de que se cayera la ensaladera —Francis se dio cuenta inmediatamente—, tal vez incluso llevaba fingiendo dormir desde el principio. Tenía el arma en una mano, abierta y lista para ser cargada y con la culata sujeta bajo la axila. En la otra mano sujetaba una caja de munición. Había tenido la escopeta todo el tiempo, escondida entre su cuerpo y el de Ella.
—Bicho asqueroso —dijo, mientras abría con el dedo pulgar la caja de munición—. Supongo que ahora me creerán.
Ella cambió de postura, asomó la cabeza por detrás del sofá y profirió un grito ahogado:
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
Francis trató de hablar, de suplicarles que no le hicieran daño, que él no les haría nada. Pero de su garganta sólo salió aquel sonido, como cuando alguien agita con furia un trozo de metal flexible.
—¿Por qué hace ese ruido? —gritó Ella. Intentaba ponerse de pie, pero estaba demasiado hundida en el sofá y no conseguía incorporarse—. ¡Aléjate de él, Buddy!
Buddy la miró.
—¿Cómo que me aleje? Lo voy a volar en pedazos. Ese mierda de George Walker se va a enterar... Ahí de pie... riéndose de mí. —Él también rió, pero las manos le temblaban y las balas se le cayeron al suelo con un martilleo—. Mañana mi foto estará en la primera página de todos los periódicos.
Sus dedos encontraron por fin la bala y la metió en la escopeta. Francis dejó de intentar hablar y alzó las patas delanteras, con los garfios serrados levantados en un gesto de rendición.
—¡Está haciendo algo! —chilló Ella.
—¿Quieres hacer el favor de callarte, zorra histérica? —dijo Buddy—. No es más que un bicho, por muy grande que sea, y no tiene ni puta idea de lo que estoy haciendo.
Giró la muñeca, y la bala se encajó en la recámara.
Francis embistió con la intención de apartar a Buddy y dirigirse a la puerta, pero su pata derecha cayó y la guadaña esmeralda en que terminaba asestó una cuchillada roja de la misma longitud que el rostro de Eddy. El tajo empezaba en su sien derecha, saltaba la cuenca del ojo, pasaba por el puente de la nariz y por encima del otro ojo y se prolongaba diez centímetros por su mejilla izquierda. Buddy abrió la boca de par en par, de forma que parecía sorprendido, como un hombre al que acaban de acusar de un crimen que no ha cometido y al que la conmoción ha dejado sin habla. La escopeta se disparó con un fuerte estruendo que hizo estremecerse las hipersensibles antenas de Francis. Parte de la bala le alcanzó en el hombro con un dolor punzante, y el resto se empotró en la pared de escayola que había a su espalda. Francis gritó de miedo y dolor: otro de esos sonidos metálicos distorsionados y cantarines, sólo que esta vez era agudo y penetrante. Dejó caer la otra pata con la fuerza de un hacha e impulsada por el peso de todo su cuerpo, golpeando el pecho de su padre, y pudo sentir su impacto en todas las articulaciones de la extremidad.