—Sí. —Se queda callado un buen rato mientras parece escuchar—. Tienes razón. El aire acondicionado de este sitio es un asco, pero es un mal necesario. Sin él nos asfixiaríamos como los bichos metidos en un tarro de cristal puesto al sol.
Oírle hablar me calma, y además, aunque cuando me subí a su cama las sábanas aún tenían ese frío crujiente de las habitaciones de hotel, ya he entrado en calor y he dejado de temblar. Me encuentro mejor, aunque todavía noto punzadas en la mandíbula que me rebotan en los tímpanos y dentro de la cabeza. Además, mi padre se está tirando pedos, como me avisó, pero incluso ese olor a huevo podrido me resulta vagamente reconfortante.
—Está bien —decide—. Ya sé lo que vamos a hacer. Ven.
Se levanta de la cama y le sigo en la oscuridad hasta el cuarto de baño. Da la luz. El baño es una amplia estancia con paredes de mármol beis, grifos dorados en el lavabo y una ducha con mampara en la esquina. Es el cuarto de baño de hotel con el que todo el mundo sueña, vamos. Junto al lavabo hay una colección de pequeños botes de champú, acondicionador y loción hidratante, cajitas de jabón y dos frascos, uno con gasas para limpiar y otro con bolas de algodón. Mi padre abre el de los algodones y se mete uno en cada oreja. Al verle me echo a reír. Está muy gracioso, allí de pie con dos trozos de algodón colgando de sus grandes y bronceadas orejas.
—Toma —me dice—. Ponte esto.
Me meto una bola de algodón dentro de cada oreja y, una vez que están colocadas, el mundo a mi alrededor se llena de un clamor hueco. Pero es mi clamor, un fluir continuo de mi propio sonido, un sonido que me resulta extremadamente agradable.
Miro a mi padre y me dice:—¿Bsbsbsbs bsbs bs bsbs bsbsbsbsbsbs?
—¿Qué? —le grito, encantado de la vida.
Asiente con la cabeza, me hace una señal de conformidad juntando los dedos índice y pulgar y volvemos a la cama. Es a lo que me refiero cuando digo que mi padre es muy comprensivo con mis problemas. Los dos dormimos a pierna suelta y a la mañana siguiente, para desayunar, papá pide al servicio de habitaciones macedonia en conserva y un abrelatas.
No todos son tan comprensivos con mis problemas, y menos todavía mi tía Mandy.
Mi tía Mandy ha empezado un montón de cosas, pero ninguna la ha llevado a ninguna parte. Mamá y papá la ayudaron a pagarse estudios de arte, porque durante un tiempo pensó que quería ser fotógrafa. Después, cuando cambió de opinión, también la ayudaron a montar una galería en Cape Cod, pero, como dice tía Mandy, aquello no llegó a «cuajar». Es decir, que la cosa no funcionó. Después fue a la escuela de cine en Los Ángeles y probó suerte como guionista, sin éxito. Se casó con un hombre que pensó que iba a convertirse en novelista, pero resultó ser únicamente un profesor de Literatura, y además muy satisfecho de serlo, y durante un tiempo después de separarse la tía Mandy tuvo que pasarle una pensión, así que ni siquiera lo de casarse le salió bien.
Ella diría que todavía no ha decidido lo que quiere ser en la vida. Mi padre diría, en cambio, que Mandy se equivoca al pensar así, puesto que ya es la persona que siempre estuvo destinada a ser. Es como Brad McGuane, que era el exterior derecha cuando mi padre pasó a dirigir el Equipo, que tiene un promedio de bateo de 292, pero sólo de 200 cuando los jugadores de su equipo están en posición de conseguir un tanto, y que jamás ha conseguido un batazo en las fases finales, a pesar de tener veinticinco oportunidades la última vez que consiguió llegar a
los playoffs.
Un cataclismo andante, así es como mi padre lo llama. McGuane ha pasado de un equipo a otro y la gente sigue contratándolo, porque sus estadísticas, en general, son buenas, y porque la gente cree que alguien que batea tan bien terminará por dar el salto algún día, pero lo que no ven es que ya lo ha dado, y esto es a lo máximo que puede llegar. Ya ha dado lo mejor de sí, y no parece que el futuro le depare gran cosa a ese joven profesional del maravilloso juego del béisbol, como tampoco se lo depara a una mujer de mediana edad que se casa con el hombre equivocado y nunca está satisfecha con lo que hace y sólo piensa en qué otras cosas podría estar haciendo. Eso es también cierto para todos nosotros, en realidad, y por eso supongo que, a pesar de que el doctor Faber diga que estoy mejor, estoy más o menos igual que siempre, lo que dista mucho de ser lo ideal.
No hace falta decir, porque se deduce de sus distintas filosofías de vida y maneras de ver el mundo, que la tía Mandy y papá no se caen muy bien, aunque se esfuerzan por disimularlo para no disgustar a mi madre.
Mandy y yo fuimos un domingo solos a North Altamont, porque mamá pensó que había pasado demasiado tiempo aquel verano en el estadio. La verdadera razón era que el Equipo había perdido cinco partidos seguidos y le preocupaba que aquello me estuviera estresando demasiado. No se equivocaba. La racha perdedora me estaba afectando. Nunca babeé más que durante aquella última serie de partidos en casa.
No sé por qué fuimos precisamente a North Altamont. Cuando la tía Mandy alude a ello siempre habla de «visitar Lincoln Street», como si Lincoln Street, en North Altamont, fuera uno de esos lugares famosos que todo el mundo conoce y siempre se propone visitar, como cuando uno está en Florida y visita Disney World o en Nueva York y va a un espectáculo de Broadway. Lincoln Street es una calle bonita, al estilo de las ciudades de Nueva Inglaterra. Está en una ladera y tiene la calzada adoquinada y cerrada a los coches. Sí se permiten caballos, y por eso te encuentras cagadas verdes esparcidas por el suelo. Vamos, que es pintoresca.
Visitamos una serie de tiendas mal iluminadas y con olor a pachuli. También entramos en una donde anuncian jerséis gruesos tejidos con lana de llama de Vermont, y suena una música suave, de flautas, arpas y piar de pájaros. En otra tienda curioseamos entre la artesanía local —vacas hechas de cerámica barnizada, con ubres rosas que les cuelgan mientras saltan sobre lunas de cerámica—, y en el hilo musical suenan los ritmos aflautados y psicodélicos de los Grateful Dead.
Después de visitar una docena de tiendas estoy aburrido. Llevo toda la semana durmiendo mal —pesadillas, escalofríos, etcétera—, y tanto caminar me ha cansado y puesto de mal humor. No ayuda mucho que en el último lugar que visitamos, una tienda de antigüedades en unas viejas caballerizas reconvertidas, la música de fondo no es New Age ni hippy, sino algo peor aún: la retransmisión del partido. No hay hilo musical, sólo una minicadena en el mostrador principal. El propietario, un hombre mayor vestido con pantalones de peto, escucha la emisión con el pulgar metido en la boca y la mirada perdida, entre asombrada y desesperanzada.
Me quedo cerca del mostrador, para escuchar, y entonces comprendo cuál es el problema. Estamos en el plato. Nuestro primer jugador se prepara para correr hacia la izquierda y el segundo hacia la derecha. Hap Diehl sale a batear y acumula dos
stilke-outs
en cuestión de segundos.
«Hap Diehl lleva una racha realmente atroz con el bate últimamente —dice el comentarista—. En los ocho
últimos
días ha obtenido un bochornoso promedio de ciento sesenta, y uno no puede evitar preguntarse por qué Ernie le sigue sacando al campo un día tras otro, cuando lo están literalmente machacando en el plato. Partridge sale ahora a lanzar, tira y, ¡vaya!, parece que Hap Diehl ha intentado batear una bola mala, quiero decir realmente mala, una bola rápida que ha pasado a un kilómetro de su cabeza. Un momento, parece que se ha caído. Sí, todo indica que se ha hecho daño».
La tía Mandy sugiere que vayamos dando un paseo hasta Wheelhouse Park y hagamos un picnic. Estoy acostumbrado a los parques de las ciudades, espacios abiertos y verdes con senderos de asfalto y patinadoras vestidas de licra. Pero Wheelhouse Park es una versión algo pobre de un parque municipal. Está lleno de grandes abetos de Nueva Inglaterra, los senderos son de grava, así que nada de patinar, y tampoco hay zona de juegos. Ni pistas de tenis, ni de pelota. Sólo la penumbra dulce y misteriosa de los pinos —las ramas alargadas de los abetos de Navidad no dejan pasar la luz—, y en ocasiones una suave brisa. No nos cruzamos con nadie.
—Más adelante hay un buen sitio para sentarse —dice mi tía—. Justo después de ese bonito puente cubierto.
Llegamos a un claro, aunque también allí la luz parece tenue y oscurecida. El sendero discurre de forma irregular hasta un puente cubierto suspendido a sólo un metro de distancia de un río ancho y de lento fluir. En el otro extremo del puente hay una extensión de césped con algunos bancos.
Un solo vistazo me basta para saber que este puente cubierto no me gusta, es evidente que está hundido en el centro. En otro tiempo estuvo pintado de color rojo, tipo coche de bomberos, pero el óxido y la lluvia han corroído casi toda la pintura y nadie se ha molestado en retocarla, y la madera que queda al descubierto está seca, astillada y no parece de fiar. Dentro del túnel hay diseminadas bolsas de plástico, rotas y rebosantes de basura. Vacilo un instante y la tía Mandy aprovecha para avanzar. La sigo con tan escaso entusiasmo que cuando ella ya ha cruzado yo todavía no he puesto el pie en el puente.
A la entrada me detengo una vez más. Olores desagradablemente dulzones: a podrido y a hongos. Entre las bolsas de basura hay un pequeño camino. Ese olor y esa oscuridad propios de una cloaca me desconciertan, pero la tía Mandy está al otro lado, fuera ya de mi campo de visión, y pensar que me he quedado atrás me pone nervioso, así que me doy prisa.
Lo que ocurre a continuación es que avanzo sólo unos pocos metros, después inspiro profundamente y lo que huelo me hace detenerme de inmediato y quedarme pegado al suelo, incapaz de seguir. He notado un olor a roedor, un olor caliente y casposo a roedor mezclado con amoniaco, un olor que me recuerda a áticos y a sótanos, una «peste a murciélago».
De repente me imagino un techo cubierto de murciélagos. Me imagino echando atrás la cabeza y viendo una colonia de miles de murciélagos cubriendo el tejado, una superficie de cuerpos peludos retorciéndose, con los torsos cubiertos de alas membranosas. Imagino que el chillido del murciélago es igual que el chirrido sordo del aire acondicionado y de las cintas de vídeo cuando se están rebobinando. Me imagino a los murciélagos, pero no soy capaz de mirarlos. Si viera uno me moriría del susto. Tenso, doy unos cuantos pasos temerosos y piso un periódico viejo. Suena un crujido desagradable y doy un salto atrás mientras el corazón se me retuerce en el pecho.
Entonces piso otra cosa, un tronco tal vez, que rueda bajo mi zapato. Me tambaleo hacia atrás, agitando los brazos para mantener el equilibrio, y consigo estabilizarme sin caer al suelo. Me vuelvo para ver qué es lo que me ha hecho tropezar.
No es un tronco, sino la pierna de un hombre. Hay un hombre tumbado de costado y rodeado de hojas caídas. Lleva una sucia gorra de béisbol —de nuestro equipo, en otro tiempo azul, pero ahora casi blanca por los bordes, donde también queda un rastro seco de sudor viejo—, unos pantalones vaqueros y una camisa a cuadros de leñador. Tiene hojas enredadas en la barba. Lo miro y siento la primera oleada de pánico. Le acabo de pisar y no se ha despertado.
Me quedo mirando su cara y, como dicen en los cómics de aventuras, me estremezco de horror. Algo que se mueve capta mi atención: es una mosca que trepa por el labio superior del hombre. Su cuerpo brilla como un lingote de metal engrasado. Se detiene un instante en la comisura de la boca, pero después sigue avanzando y desaparece, y el hombre sigue sin despertarse.
Me pongo a aullar, no hay otra manera de describirlo. Me doy la vuelta y regreso a la entrada del puente y grito hasta quedarme ronco llamando a mi tía Mandy.
—¡Tía Mandy, vuelve! ¡Vuelve ahora mismo!
La veo aparecer al final del puente.
—¿Por qué gritas así?
—Tía Mandy, ¡vuelve aquí, por favor! —Me pongo a sorber y entonces me doy cuenta de que tengo la barbilla bañada en saliva.
Mi tía empieza a cruzar el puente en dirección a donde estoy, con la cabeza inclinada como si caminara contra un fuerte viento.
—Tienes que dejar de gritar ahora mismo. ¡Por favor, para! ¿Por qué chillas?
Señalo al hombre.
—¡Él! ¡Él!
Mi tía se detiene nada más haber entrado en el puente y mira al pobre hombre tirado entre la basura. Lo observa durante unos segundos y después dice:
—Ah, él. Venga, vamos. Seguro que no le pasa nada. No te metas en sus asuntos y él no se meterá en los nuestros.
—No, tía Mandy. ¡Tenemos que irnos! Por favor, vuelve aquí. ¡Por favor!
—No estoy dispuesta a tolerar esta tontería ni un minuto más. Ven aquí ahora mismo.
—No —grito—. ¡No pienso ir!
Me doy la vuelta y echo a correr lleno de pánico y enfermo, enfermo por el olor a basura, por los murciélagos y el hombre muerto y por ese terrible crujido como de periódico viejo, por el hedor a pis de murciélago, por la forma en que Hap Diehl intentaba batear una bola imposible y porque nuestro equipo se va a la mierda exactamente igual que el año pasado. Corro mientras lloro a lágrima viva y me limpio como puedo la baba de la cara, y no importa lo fuerte que llore, casi no me llega aire a los pulmones.
—¡Para! —me grita Mandy cuando me alcanza y tira al suelo la bolsa con nuestro almuerzo para tener libres las dos manos—. ¡Por el amor de Dios, para! ¡Deja de llorar!
Me coge por la cintura y pataleo gritando, no quiero que me levanten, no quiero que me cojan. Golpeo con el hombro y noto que choca con una cuenca de ojo huesuda. Mandy grita y los dos nos caemos al suelo, ella encima de mí, con la barbilla clavada en mi cráneo. Grito por el dolor y entonces ella cierra los dientes, da un respingo y afloja la barbilla. Aprovecho para saltar y estoy a punto de escapar, pero me agarra por la cintura elástica de mis pantalones cortos con ambas manos.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quieres estarte quieto?
La cara me arde de forma infernal.
—¡No! No pienso volver ahí dentro. ¡No pienso! ¡Suéltame!
Me abalanzo de nuevo hacia delante, como un corredor al oír el pistoletazo de salida, y de repente, en cuestión de segundos, me encuentro libre y corriendo a toda velocidad por el camino, mientras la oigo berrear a mi espalda.
—¡Homer! —aúlla—. ¡Homer, vuelve aquí ahora mismo!
Casi he llegado a Lincoln Street cuando noto una ráfaga de aire frío entre las piernas, y al bajar la vista entiendo por qué he podido escapar. La tía Mandy me sujetaba por los pantalones y me he quedado sin ellos, sin ellos y sin los calzoncillos.