Fantasmas (14 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Francis trató de arrancar la pata del torso de su padre, pero en lugar de eso lo levantó del suelo alzándolo en el aire. Ella gritaba sujetándose la cara con ambas manos, mientras Francis meneaba la pata arriba y abajo tratando de que su padre se desprendiera de la guadaña que lo apresaba. Buddy parecía una masa invertebrada agitando brazos y piernas inútilmente. El sonido de los gritos de Ella le resultaba a Francis tan doloroso que pensó que se iba a desmayar. Lanzó a su padre contra la pared y toda la gasolinera tembló. Esta vez, cuando Francis retiró la pata, Buddy no vino con ella, sino que se deslizó hasta el suelo con la espalda pegada a la pared y las manos cruzadas sobre su pecho perforado y dejando un reguero oscuro detrás de él. Francis no supo qué había sido del arma. Ella, arrodillada en el sofá, se mecía hacia atrás y hacia delante chillando y arañándose la cara, sin saber lo que hacía. Francis se abalanzó sobre Ella y la hizo pedazos con sus manos de cuchilla. Sonaba como una cuadrilla de trabajadores cavando en el barro, y durante varios minutos en la habitación no se escuchó más que aquel ruido de furiosas paletadas.

4

Francis permaneció escondido bajo la mesa durante largo rato, esperando a que alguien viniera y pusiera fin a todo aquello. Sentía latigazos de dolor en el hombro y un pulso acelerado en la garganta. Nadie vino.

Transcurrido un tiempo, salió y gateó hasta donde estaba su padre. Buddy tenía sólo la cabeza apoyada en la pared y el resto del cuerpo yacía desparramado en el suelo. Siempre había sido un hombre extremadamente delgado, esquelético, pero en aquella postura, con la barbilla caída sobre el pecho, de pronto parecía gordo y distinto, con doble papada y carrillos fofos. Francis comprobó que era capaz de acomodar su cabeza en las palas cóncavas que ahora eran sus manos... y también sus armas de matar. En cuanto a Ella, se sentía incapaz de ver lo que le había hecho.

Le dolía el estómago y notaba de nuevo la presión intensa y gaseosa de por la mañana. Deseaba poder decirle a alguien que lo sentía, que aquello era algo horrible y que le gustaría poder volver atrás, pero no había nadie con quien pudiera hablar y, aunque lo hubiera, no le entenderían, con su nueva voz de saltamontes. Quería llorar, pero en lugar de eso se tiró varios pedos que mojaron la alfombra de una espuma blanca y salpicaron el torso de su padre, empapando su camiseta y corroyéndola con un siseante chisporroteo. Francis giró la cara de Buddy en una y otra dirección, buscando devolverle su aspecto habitual, pero era inútil. Mirara hacia donde mirara se había convertido en alguien diferente, en un extraño.

Un olor a tocino quemado captó su atención y cuando bajó la vista reparó en que el estómago de su padre se había hundido hacia dentro y se había convertido en un cuenco rebosante de una especie de caldo rosa; los rojos huesos de sus costillas brillaban y tenían adheridos jirones de tejido fibroso. El estómago de Francis se encogió de hambre, un hambre dolorosa y desesperada. Se acercó para que sus antenas detectaran lo que había allí, pero no pudo esperar más, no pudo contenerse y se tragó las entrañas de su padre a grandes bocados mientras chasqueaba las mandíbulas con fruición. Devoró hasta su última víscera y después se alejó tambaleándose, casi ebrio. Los oídos le zumbaban y le dolía el vientre, de tan saciado que estaba. Así que gateó hasta meterse debajo de la mesa y descansó.

A través de la mosquitera de la puerta podía ver un tramo de carretera. Todavía mareado por el festín, observó a algún que otro camión pasar de largo de camino al desierto. La luz de sus faros parecía rozar el asfalto al enfilar una pequeña pendiente y después desaparecían a toda velocidad, ajenos a todo. La visión de aquellos faros deslizándose sin esfuerzo por la oscuridad le hizo recordar lo que sintió al despegar del suelo y elevarse por el aire de un gran salto.

Pensar en surcar el aire le hizo desear respirar un poco, así que se arrastró hasta la puerta, ya que estaba demasiado ahíto como para volar. Aún le dolía el vientre. Caminó hasta el centro del aparcamiento de grava, inclinó la cabeza hacia atrás y observó el cielo de la noche. La Vía Láctea era un río espumoso y brillante. Oía a los grillos entre la hierba, su extraña música de theremín, un zumbido quejumbroso que subía y bajaba de intensidad. Llevaban tiempo llamándolo, supuso.

Caminó sin miedo hasta el centro de la autopista, esperando a que llegara algún camión y la luz de sus faros lo engullera…aguardó a oír el chirrido de los frenos y el grito ronco y aterrorizado. Pero no pasó ningún coche. Se sentía empachado y caminaba despacio, sin interesarle lo que pudiera ocurrir. Ignoraba hacia dónde se dirigía y no le importaba. El hombro no le dolía apenas, ya que la bala no había perforado su caparazón —eso era imposible— y sólo le había arañado la carne de debajo.

Una vez había ido con su padre al vertedero con la escopeta y se habían turnado para disparar a latas, ratas, gaviotas. «Imagina que son los putos alemanes», le había dicho su padre. Francis no sabía qué aspecto tenían los soldados alemanes, así que imaginó que disparaba a sus compañeros del colegio. El recuerdo de aquel día en el vertedero le hizo sentir cierta nostalgia de su padre. Habían pasado algunos buenos ratos juntos y después Buddy siempre preparaba una buena cena. ¿Qué más se podía pedir a un padre?

Cuando el cielo empezó a teñirse de rosa por el este, se encontró detrás del colegio. Había llegado hasta allí involuntariamente, impulsado tal vez por el recuerdo de aquella tarde en la que salió a disparar con su padre. Estudió el alto edificio de ladrillo con sus hileras de pequeñas ventanas y pensó: «Qué colmena más fea». Incluso las avispas sabían hacerlo mejor, construían sus casas en las ramas altas de los árboles, de forma que en primavera quedaban ocultas entre las flores de dulce aroma, sin nada que perturbara su descanso, excepto el soplo fresco de la brisa.

Un coche entró en el aparcamiento y Francis se escabulló hacia un lado del edificio y dobló la esquina hasta quedar oculto. Oyó cerrarse la puerta del coche y siguió gateando hacia atrás. Miró hacia un lado y vio las ventanas que daban al sótano. Empujó con la cabeza una de ellas, las viejas bisagras cedieron y la puerta se abrió hacia dentro, haciéndole caer.

Esperó en completo silencio en una esquina del sótano, detrás de unas cañerías perladas de agua helada, mientras los primeros rayos de sol penetraban por las ventanas más altas. Al principio la luz era débil y gris, después se tornó de un delicado tono limón e iluminó lentamente el espacio a su alrededor, dejando ver una segadora de césped, hileras de sillas metálicas plegadas y latas de pintura apiladas. Descansó largo tiempo sin dormir, con la mente en blanco pero alerta, igual que el día anterior, cuando se refugió bajo el viejo remolque en el vertedero. El sol se reflejaba ya con luz de plata en las ventanas orientadas al este cuando escuchó los primeros ruidos de taquillas cerrándose sobre su cabeza y pisadas en el suelo de arriba y voces sonoras y potentes.

Avanzó hasta las escaleras y trepó por ellas. Conforme se acercaba a las voces éstas parecían, sin embargo, alejarse de él, como si un creciente silencio lo envolviera. Pensó en La Bomba, aquel sol carmesí ardiendo en el desierto a las dos de la mañana, y en el viento que azotó la gasolinera. Y del humo salieron langostas sobre la tierra. Conforme trepaba se sintió invadido de una euforia creciente, una nueva, repentina e intensa razón de ser. La puerta al final de la escalera estaba cerrada y no sabía cómo abrirla, así que la golpeó con uno de sus garfios. La puerta tembló en el marco. Esperó.

Por fin se abrió. Al otro lado estaba Eric Hickman y, detrás de él, el vestíbulo rebosaba de chicos y chicas guardando sus pertenencias en sus taquillas y charlando a voz en grito, pero para Francis era como ver una película sin sonido. Unos pocos muchachos miraron en su dirección, lo vieron y se quedaron paralizados, congelados en posturas antinaturales junto a sus taquillas. Una chica de pelo rojizo abrió la boca para hablar; sujetaba un montón de libros que, uno por uno, fueron cayendo al suelo con gran estrépito.

Eric lo miró a través de los cristales grasientos de sus gafas ridículamente gruesas. Conmocionado, dio un respingo y después retrocedió un paso, la boca abierta en una mueca de incredulidad.

—Alucinante —dijo, y Francis le oyó claramente.

Se abalanzó sobre él y le clavó las mandíbulas en la garganta como si fueran unas tijeras de podar setos. Lo mató a él primero porque lo apreciaba. Eric cayó al suelo agitando las piernas en un baile inconsciente y final, y un chorro de su sangre salpicó a la chica de pelo rojizo, que no se movió, sino que permaneció allí quieta, gritando. Entonces todos los sonidos estallaron a la vez, ruidos de puertas de taquillas golpeadas, pies corriendo y súplicas a Dios. Francis salió disparado, impulsándose con su patas traseras y abriéndose paso sin esfuerzo entre la gente, golpeándola o haciéndola caer de bruces al suelo. Alcanzó a Huey Chester al final del pasillo mientras trataba de escapar, le atravesó el abdomen con una de sus pezuñas serradas y lo elevó en el aire. Huey se deslizó entre estertores por el brazo verde acorazado de Francis, mientras seguía agitando las piernas en un cómico pedaleo, como si todavía estuviera intentando huir.

Francis retrocedió sobre sus pasos arrasando lo que encontraba en su camino, aunque perdonó a la muchacha de cabello rojizo, que rezaba de rodillas y con las manos juntas. Mató a cuatro en el vestíbulo antes de subir al piso de arriba. Encontró a seis más acurrucados bajo las mesas del laboratorio de biología y también los mató. Entonces decidió que, después de todo, mataría también a la chica de cabello rojizo, pero cuando regresó al piso de abajo ésta se había marchado.

Estaba arrancando jirones de carne del cuerpo de Huey Chester y comiéndoselos cuando escuchó el eco distorsionado de un megáfono. Saltó a una pared y caminó cabeza abajo por el techo hasta llegar a una ventana cubierta de polvo. Había todo un ejército de camiones aparcados en un extremo de la calle, y soldados amontonando sacos de arena. Escuchó un fuerte ruido metálico y el traqueteo de un motor, y levantó la vista hacia Estrella Avenue. También habían traído un tanque. Bien, pensó. Lo iban a necesitar.

Golpeó la ventana con su garra dentada y las esquirlas de cristal volaron por los aires. Fuera, varios hombres gritaban. El día era luminoso y el viento soplaba levantando nubes de polvo. El tanque se detuvo con esfuerzo y la torreta empezó a girar. Alguien gritaba órdenes por un megáfono y los soldados se echaban cuerpo a tierra. Francis tomó impulso y echó a volar, sus alas hacían un sonido mecánico semejante al de la madera perforada por una sierra circular. Mientras se elevaba sobre el edificio del colegio rompió a cantar.

Hijos de Abraham
1

Maximilian los buscó en la cochera y en el establo, hasta en la fresquera, aunque nada más echar un vistazo supo que no los encontraría allí. Rudy no se escondería en un lugar como ése, húmedo y frío, sin ventanas y por lo tanto sin luz, un lugar que olía a murciélagos y que se parecía demasiado a un sótano. Rudy nunca bajaba al sótano cuando estaba en casa, al menos si podía evitarlo. Temía que la puerta se cerrara detrás de él dejándolo atrapado en aquella sofocante oscuridad.

Por último, Max registró el granero, pero tampoco se habían escondido allí, y cuando regresó al sendero de entrada reparó asombrado en que estaba oscureciendo. No imaginaba que se había hecho tan tarde.

—¡Se acabó el juego! —gritó—. ¡Rudolf, es hora de irnos!

Sólo que el «irnos» sonó más bien a «irrrnos», o sea, como el relincho de un caballo. Odiaba el sonido de su voz y envidiaba a su hermano pequeño su perfecta pronunciación norteamericana. Rudolf había nacido en Estados Unidos, nunca había estado en Ámsterdam. En cambio Max había pasado allí los primeros cinco años de su vida, en un sombrío apartamento que olía a cortinas de terciopelo mohosas y a la peste a cloaca que subía desde el canal.

Max gritó hasta quedarse ronco, pero sólo consiguió hacer salir a la señora Kutchner, que apareció arrastrando los pies por el porche, encogida en un intento de entrar en calor, aunque no hacía frío. Cuando llegó a la barandilla la asió con las dos manos y se encorvó hacia delante, apoyándose en ella para enderezarse.

El otoño anterior, por esta época, la señora Kutchner estaba felizmente regordeta, con hoyuelos en sus mejillas carnosas y la cara siempre ruborizada por el calor de la cocina. Ahora tenía el semblante famélico, con la piel tirante sobre el cráneo y los ojos febriles y saltones dentro de las huesudas cuencas. Su hija, Arlene —que en aquel momento estaba escondida con Rudy en alguna parte—, le había contado en voz baja que su madre guardaba un cubo de latón junto a su cama y cada vez que su padre lo llevaba al retrete para vaciarlo vertía unos pocos centímetros cúbicos de sangre maloliente.

—Márchate si quieres, hijo —dijo—. Cuando tu hermano salga de donde quiera que esté escondido, lo mandaré a casa.

—¿La he despertado, señora Kutchner? —preguntó.

La mujer negó con la cabeza, pero Max seguía sintiéndose culpable.

—Siento haberla sacado de la cama. Soy un bocazas. —Después añadió, con tono de duda—: ¿No debería estar acostada?

—¿Ya estamos haciendo de médico, Max Van Helsing? ¿No te parece que tengo bastante con tu padre? —preguntó la señora Kutchner, esbozando una débil sonrisa con una de las comisuras de la boca.

—No, señora. Quiero decir, sí, señora.

Rudy habría dicho algo ingenioso que la habría hecho reír a carcajadas y aplaudir. Rudy era como un niño prodigio en un programa de variedades de la radio. Max, en cambio, nunca sabía qué decir, y de todas maneras la comedia no era lo suyo. No sólo por el acento, aunque éste siempre le hacía sentirse incómodo, sino que era una cuestión de temperamento; a menudo se sentía incapaz de vencer aquella timidez que lo asfixiaba.

—Es muy estricto en eso de que estéis los dos en casa antes de que oscurezca. ¿No es así?

—Sí, señora.

—Hay muchos como él —continuó—. Una costumbre que se trajeron de su antiguo país. Aunque cabría suponer que un médico no sería tan supersticioso. Con estudios y todo eso.

Max reprimió un escalofrío de disgusto. Decir que su familia era supersticiosa era un eufemismo de proporciones cómicamente grotescas.

—Aunque yo no me preocuparía por alguien como tú —continuó—. Seguro que nunca te has metido en líos.

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