Fantasmas (17 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—Tenemos que salir de aquí —gimió Rudy justo detrás de él. Max no se había dado cuenta de que estaba allí, pensaba que seguía en las escaleras—. Tenemos que salir de aquí ahora mismo.

Y Max supo que no hablaba únicamente de salir del sótano, sino de la casa, de huir de aquel lugar donde habían vivido diez años y no regresar jamás.

Pero era demasiado tarde para creerse ahora Huckleberry Finn y Jim y «marcharse al territorio», pues los pesados pasos de su padre ya resonaban en los polvorientos tablones de madera, a sus espaldas. Max levantó la vista hacia las escaleras y lo vio. Llevaba su maletín de médico.

—De vuestra invasión de mi privacidad no puedo menos que deducir —empezó a decir su padre— que por fin habéis desarrollado un interés por la labor secreta a la que tanto he sacrificado. He matado con mis propias manos a seis no-muertos, el último de los cuales era aquella zorra enferma cuya fotografía visteis en mi despacho; creo que ambos la habéis visto.

Rudy dirigió una mirada de pánico a Max, que se limitó a mover la cabeza, como diciéndole «no digas nada». Su padre continuó hablando.

—He entrenado a otros en el arte de destruir vampiros, incluido el desgraciado primer esposo de vuestra madre, Jonathan Harker, que Dios lo bendiga, de manera que soy indirectamente responsable de la muerte de tal vez hasta cincuenta miembros de esta infecta y apestosa especie. Y ha llegado el momento, ahora lo sé, de enseñar a mis propios hijos cómo se hace. Y cómo se hace bien, de manera que seáis capaces de acabar con aquellos que querrían acabar con vosotros.

—Yo no quiero saberlo —dijo Rudy.

—Él no vio el cuadro —dijo Max al mismo tiempo.

Su padre pareció no oír a ninguno de los dos. Pasó de largo junto a ellos hasta la mesa de trabajo y el bulto cubierto por la lona que estaba sobre ella. Levantó una esquina de la tela y miró; a continuación y con un murmullo de aprobación la levantó por completo.

La señora Kutchner estaba desnuda y horriblemente macilenta, con las mejillas demacradas y la boca abierta de par en par. El vientre se hundía bajo las costillas, como si le hubieran aspirado las entrañas, y tenía la espalda magullada y de color violeta azulado por la sangre coagulada. Rudy gimió y escondió su cara detrás del hombro de Max.

Su padre apoyó el maletín junto al cadáver y lo abrió.

—Por supuesto que ella no lo es, quiero decir, un no—muerto, sino que está simplemente muerta. Los vampiros auténticos no abundan, y tampoco sería práctico ni aconsejable para mí encontrar uno con el que pudierais ensayar. De momento ella nos servirá —dijo, sacando de su maletín las estacas envueltas en terciopelo.

—Pero ¿qué hace aquí? —preguntó Max—. Mañana es su entierro.

—Pero hoy yo hago la autopsia, para mis investigaciones privadas. El señor Kutchner lo entiende, se alegra de poder cooperar, si eso significa que un día no morirán más mujeres de esta manera. —Tenía una estaca en una mano y un mazo en la otra.

Rudy empezó a llorar. Max, en cambio, estaba experimentando una extraña disociación. Una parte de su cuerpo caminó hacia delante, pero sin él, mientras otra parte permanecía junto a Rudy, pasándole un brazo alrededor de sus temblorosos hombros. Rudy repetía: «Por favor, quiero ir arriba». Max se vio a sí mismo caminar con paso neutro hasta su padre, que lo miraba con una mezcla de curiosidad y cierta sosegada admiración.

Le alargó el mazo a Max y aquello lo devolvió a la realidad. De nuevo se encontraba dentro de su cuerpo, consciente del peso del martillo, que tiraba de su muñeca hacia el suelo. Su padre le agarró la otra mano y la levantó dirigiéndola hacia los escuálidos pechos de la señora Kutchner. Apoyó las yemas de los dedos de Max en un punto situado entre dos costillas y entonces éste miró a la cara de la mujer muerta, con la boca abierta como si se dispusiera a decir: «¿Ya estamos haciendo de médico, Max Van Helsing?».

—Toma —dijo su padre, deslizándole una de las estacas en la mano—. Tienes que sujetarlo por aquí, por la empuñadura. En un caso real, el primer golpe estará seguido de gritos, blasfemias y una lucha desesperada por escapar. Los malditos no son fáciles de matar. Debes aguantar sin rendirte, hasta que la hayas empalado y haya dejado de resistirse. Pronto habrá terminado todo.

Max levantó el mazo y a continuación miró a la señora Kutchner, deseando poder decirle que lo sentía, que no quería hacer aquello. Cuando golpeó la estaca con un fuerte golpe escuchó un chillido penetrante y él mismo chilló también, creyendo por un instante que la señora Kutchner seguía viva; entonces se dio cuenta de que era Rudy quien había gritado. Max era de complexión fuerte, con pecho ancho y hombros fornidos de campesino holandés. Con el primer golpe había hecho penetrar la estaca más de dos tercios, por tanto sólo necesitaba otro más. La sangre que manó alrededor de la herida estaba fría y tenía una consistencia viscosa y espesa.

Max se tambaleó, a punto de desmayarse, y su padre lo sujetó por el brazo.

—Bien —le susurró Abraham al oído, pasándole un brazo por los hombros, y apretándole tan fuerte que le crujieron las costillas. Max sintió una pequeña punzada de placer, una reacción automática a la sensación de afecto inconfundible que le había transmitido el abrazo de su padre, que le puso enfermo.

—Profanar el santuario del alma humana, incluso una vez que su inquilino se ha marchado, no es tarea fácil, lo sé —continuó su padre todavía abrazándolo. Max miró fijamente a la boca abierta de la señora Kutchner, la fina hilera de dientes superiores, y recordó a la muchacha del calotipo con el puñado de ajos en la boca.

—¿Dónde estaban sus colmillos? —preguntó.

—¿Eh? ¿De quién? ¿Qué dices? —dijo su padre.

—En la fotografía de la mujer que mataste —contestó Max volviendo la cabeza y mirando a su padre a los ojos—. No tenía colmillos.

Su padre se le quedó mirando con ojos inexpresivos, sin comprenderlo. Después dijo:

—Desaparecen cuando el vampiro muere. ¡Alehop!

Lo soltó, y Max pudo volver a respirar con normalidad. Su padre se enderezó.

—Ahora sólo queda una cosa —dijo—. Hay que cortar la cabeza y llenar la boca de ajos. ¡Rudolf!

Max volvió despacio la cabeza. Su padre había dado un paso atrás y sujetaba un hacha que Max no sabía de dónde había sacado. Rudy estaba en las escaleras, a tres peldaños del principio. Se apoyaba con fuerza contra la pared y con la muñeca izquierda se apretaba la boca para no gritar. Movía la cabeza atrás y adelante con desesperación.

Max alargó la mano y cogió el hacha por el mango.

—Yo lo haré —dijo. Y era capaz, se sentía seguro de sí mismo. Ahora comprendía que siempre había compartido aquella afición de su padre por apuñalar carne fresca y trabajar con sangre. Lo vio con claridad y no sin cierto desmayo.

—No —repuso su padre quitándole el hacha y apartándolo. Max tropezó con la mesa y unas cuantas estacas rodaron por el suelo y repiquetearon en los tablones polvorientos—. Recógelas.

Rudy echó a correr, pero resbaló en las escaleras y cayó a cuatro patas golpeándose las rodillas. Su padre lo sujetó por el pelo y lo tiró al suelo de un empujón. Rudy aterrizó sobre el vientre. Se dio la vuelta, y cuando habló su voz resultaba irreconocible.

—¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor, no! Tengo miedo. ¡Por favor, padre, no me obligue!

Max dio un paso adelante con el hacha en una mano y media docena de estacas en la otra, decidido a intervenir, pero su padre lo esquivó, lo sujetó por el hombro y lo empujó hacia las escaleras.

—Vamos, sube. Ahora —ordenó dándole otro empujón.

Max se cayó en las escaleras lastimándose la espinilla. Su padre agarró a Rudy por el brazo, pero éste se retorció hasta liberarse y se arrastró sobre el polvo hasta el rincón más alejado de la estancia.

—Ven, yo te ayudo —dijo el padre—. Tiene el cuello fino, así que no tardaremos mucho.

Rudy negó con la cabeza y se acurrucó más en la esquina, junto al barril de carbón.

El padre clavó el hacha en el suelo.

—Entonces te quedarás aquí hasta que estés dispuesto a entrar en razón.

Se giró, tomó a Max del brazo y lo empujó escaleras arriba.

—¡No! —gritó Rudy, levantándose y corriendo hacia la salida.

Pero sus piernas tropezaron con el mango del hacha y cayó al suelo. Para cuando se levantó el padre ya estaba empujando a Max por la puerta al final de las escaleras. Lo siguió y cerró con fuerza detrás de ellos. Rudy llegó al otro lado justo cuando su padre estaba girando la llave de plata en la cerradura.

—¡Por favor! —gritó Rudy—. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Quiero salir de aquí!

Max estaba de pie en la cocina y le zumbaban los oídos. Quería decirle a su padre que parara, pero las palabras no le salían, sentía cómo se le bloqueaba la garganta. Tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y las manos le pesaban como si fueran de plomo; pero no, no eran las manos lo que le pesaba sino lo que sujetaban: el mazo, las estacas.

Su padre resoplaba por la falta de aliento con la ancha frente apoyada en la puerta cerrada. Cuando finalmente se separó tenía el pelo desordenado y el cuello de la camisa suelto.

—¿Veis lo que me obligáis a hacer? —dijo—. Tu madre, lo mismo, igual de histérica e intolerante, pidiendo a gritos... Lo intenté. Le...

Se volvió para mirar a Max y en el instante inmediatamente anterior a que éste le golpeara con el mazo su semblante tuvo tiempo de expresar sorpresa, incluso asombro. Max le acertó en plena mandíbula, un golpe que sonó a huesos rotos y cuyo impacto él mismo notó en su hombro. Su padre cayó hasta quedar apoyado en una rodilla y Max tuvo que golpearle de nuevo para hacerle caer de espaldas.

Los párpados de Abraham se cerraron mientras perdía el sentido, pero se abrieron otra vez cuando Max se sentó encima de él. Abrió la boca para decir algo pero Max ya había oído lo suficiente, no tenía interés en hablar. Después de todo, hablar no era lo suyo. Lo que importaba ahora era el trabajo manual, algo para lo que tenía un instinto natural, para lo que tal vez estaba destinado.

Colocó la punta de la estaca donde su padre le había enseñado y golpeó el mango con el mazo. Resultó que todo lo que le había contado en el sótano era cierto. Hubo gritos, hubo blasfemias y también una lucha desesperada por escapar, pero pronto se terminaron.

Mejor que en casa

Mi padre está en la televisión a punto de ser expulsado otra vez del partido. Lo sé. Algunos de los aficionados que están en el Tiger Stadium también lo saben y hacen ruidos groseros en señal de aprobación. Quieren verlo expulsado, lo están deseando.

Sé que lo van a expulsar porque el primer árbitro está intentando alejarse de él, pero mi padre lo sigue a todas partes con todos los dedos de la mano derecha metidos en la bragueta de los pantalones, mientras con la izquierda hace gestos en el aire. Los comentaristas disfrutan contando a todos los espectadores que están en sus casas lo que mi padre está intentando decir al árbitro y que éste se esfuerza tanto por no escuchar.

—Por cómo iban las cosas, cabía suponer que los ánimos terminarían por encenderse —dice uno de los comentaristas.

Mi tía Mandy ríe nerviosa.

—Jessica, tal vez quieras ver esto. Ernie se está cogiendo un rebote de los buenos.

Mi madre entra en la cocina y se reclina sobre el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

—No puedo verlo —dice Mandy—. Es demasiado triste.

La tía Mandy está sentada en un extremo del sofá. Yo estoy en el otro, sentado sobre mis pies, con los talones clavados en los glúteos y balanceándome atrás y adelante. Soy incapaz de estarme quieto, hay algo en mí que necesita columpiarse. Mi boca está abierta y haciendo lo que hace siempre que estoy nervioso. No me doy cuenta de ello hasta que noto la tibia humedad en las comisuras de la boca. Cuando estoy tenso y tengo la boca abierta así, un reguero de baba se escapa y cae hasta la barbilla. Cuando estoy con los nervios de punta, como ahora, me dedico a sorber, succionando la saliva de vuelta a la boca.

El árbitro de la tercera base, Comins, se coloca entre mi padre y Welkie, el árbitro principal, oportunidad que aprovecha Welkie para escapar. Mi padre podría quedarse con Comins, pero no lo hace. Es un signo positivo, una indicación de que aún puede evitarse lo peor. Abre y cierra la boca mientras agita la mano, y Comins le escucha sonriendo y negando con la cabeza en un gesto firme, pero comprensivo y jovial. Mi padre se siente mal. Nuestro equipo pierde cuatro a uno. Detroit tiene ahora a un novato lanzando, un jugador que no ha ganado un solo partido en la liga mayor, que de hecho ha fallado sus cinco primeros lanzamientos, pero que a pesar de su probada mediocridad ha logrado ocho
strikeouts
en sólo cinco entradas. Mi padre se siente mal por el último
strike,
que fue un
swing
parcial. Se siente mal porque Welkie lo declaró
strike
sin confirmarlo antes con el árbitro de la tercera base. Era lo que se suponía que tenía que hacer, pero no lo hizo.

Pero Welkie no necesitaba confirmarlo con Comins en la tercera base, porque era obvio que el bateador, Ramón Diego, blandió el bate sobre la plataforma y después, con un giro de muñeca, se colocó de nuevo en posición de lanzar para que el árbitro creyera que no había hecho el
swing
completo. Pero sí lo hizo, y todo el mundo lo vio, todo el mundo sabe que engañó al árbitro con un lanzamiento rápido que casi levantó polvo del suelo junto a la base, todos menos mi padre.

Por fin mi padre termina de hablar con Comins, se gira y se dirige de vuelta al banquillo. Se encuentra a medio camino, casi libre ya de todo peligro, cuando de pronto se gira y grita adiós al árbitro principal Welkie, que está de espaldas a él. Welkie está inclinado barriendo su plato con una pequeña escobilla, con las nalgas separadas y su considerable trasero apuntando hacia mi padre.

Sea lo que sea lo que grita mi padre, Welkie se vuelve y se pone a saltar a la pata coja mientras da un puñetazo al aire. Mi padre se quita la gorra, la tira al suelo y vuelve corriendo a la base.

Cuando esto ocurre, lo primero que se vuelve loco de mi padre es el pelo, y lleva seis entradas atrapado dentro de la gorra. Cuando por fin se libera está empapado en sudor. El fuerte viento de Detroit lo atrapa y lo revuelve. Uno de los lados está aplastado y el otro tieso, como si hubiera dormido con él mojado. También tiene mechones húmedos pegados a la nuca colorada y sudorosa. Mientras grita, el pelo flota alrededor de su cara.

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