Fantasmas (37 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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«Miranda» nos dice que no somos muy hospitalarias.

Y alguien dice:

—No eres una mujer.

Nos reunimos en el espacio de reuniones seguro y solamente para mujeres que hay detrás de la Wymyn’s Book Cooperative. Ni en coña queremos que nuestro espacio se contamine de energía yang fálica agresiva.

Ser mujer es especial. Es sagrado. Esto no es un simple club del que uno se pueda hacer miembro. Uno no puede simplemente meterse un chute de estrógenos y presentarse aquí.

«Miranda» dice: Lo único que os hace falta es un pequeño cambio de imagen. Poneos un poco guapas.

Los hombres es que no lo entienden. Ser mujer es más que llevar maquillaje y tacones altos. Esa clase de imitación sexual, ese travestismo, es el peor de los insultos. Los hombres creen que solamente tienen que ponerse maquillaje y cortarse la polla y que eso los convierte en hermanas.

Alguien se levanta de su silla. Alguien más se levanta y las dos empiezan a dar la vuelta a la mesa.

«Miranda» les pregunta qué están tramando.

Y una tercera persona se pone de pie y dice:

—Un cambio de imagen total.

«Miranda» mete sus uñas de color rosa en el bolso. Saca un bote de espray de pimienta y dice que no le da miedo usarlo. Y entonces alguien del grupo dice:

—Vamos a ver tus tetas.

En nuestro grupo no tenemos líder. Las reglas de los grupos de concienciación no permiten las réplicas. Nadie puede cuestionar la experiencia de otra integrante. Todo el mundo tiene su turno para hablar.

A «Miranda» se le cae el silbato plateado antiviolaciones de la boca. De los labios aumentados con colágeno. El mohín de una modelo de pasarela al decir «pasión».

«Miranda» dice que tenemos que estar de broma.

Pero qué típico, los hombres quieren todos los beneficios de ser mujer pero ninguna de las putadas.

Alguien dice:

—No, de verdad. Enséñanoslas.

Aquí somos todas mujeres. Todas estamos cansadas de ver tetas. Alguien de pie a su lado extiende el brazo hacia el botón de arriba de la blusa rosa de «Miranda». La blusa es de seda rosa, abombada sobre sus pechos. Está recortada para dejar ver su vientre liso y plano y sus pliegos cuelgan sobre la falda con cinturón. Su cinturón rosa de piel de lagarto no es más grande que un collar de perro.

Una de sus manos de color rosa aparta el brazo de la mujer de una palmada. Como nadie se mueve, «Miranda» suelta un pequeño suspiro. Mientras todas miramos, se desabrocha el botón de arriba él mismo. Sus uñas de color rosa abren el siguiente botón. Y el siguiente. Y se dedica a mirarnos, con una mirada de mujer a mujer, hasta que todos los botones están desabrochados y la blusa se abre. En el interior hay un sujetador de satén de color rosa con rosas bordadas y encaje. Su piel es de un color rosa como aerografiado, de ese color claro de los desplegables centrales de las revistas, sin lunares ni pelos ni esas picaduras rojas de insecto que se ven en las pieles de verdad. Alrededor de su cuello, un collar de perlas apunta como una flecha hacia su escote enorme y parecido a la raja de un culo.

El sujetador es de esos que tienen el cierre en la parte de delante, y «Miranda» espera un momento así, con el cierre en la mano y mirando a las mujeres de una en una.

Y alguien del grupo dice:

—¿Cuánto estrógeno tienes que chutarte para llegar a tener unas tetorras tan grandes?

Alguien suelta un silbido. El resto del grupo habla en susurros. Los pechos son demasiado perfectos. Los dos son del mismo tamaño y no están demasiado separados. Parecen diseñados por un ingeniero.

Las uñas rosas se retuercen y el sujetador se abre. El sujetador cae abierto, pero los pechos permanecen en alto, firmes y redondos, con los pezones apuntando al cielo. Exactamente los pechos que elegiría un hombre.

Alguien que está cerca extiende la mano y le agarra la teta. Aprieta la carne con la mano. Toquetea el pezón con los dedos y dice:

—Venid todas. Tenéis que tocar esto. Dios, pero qué asco. —Estruja con la mano y lo suelta. Vuelve a estrujar y dice—: Es como… no sé… como masa de pan.

«Miranda» forcejea para alejarse, con el cuerpo entero retrocediendo en su silla.

Pero los dedos de la mano que le está agarrando el pecho aprietan más fuerte y la mujer dice:

—Nada de eso.

Alguien dice:

—No me importaría tener unos melones así de majos.

Tienen que ser de silicona. Otra mano se mete en la blusa abierta y agarra el segundo pecho, manoseándolo, tirando de él hacia arriba, hacia el collar de perlas, para que podamos buscar la cicatriz de la operación debajo.

«Miranda» se queda allí sentado, con los brazos doblados hacia delante a la altura del codo, todavía sosteniendo una mitad del sujetador rosa en cada mano, sosteniéndolo abierto mientras nosotras miramos. Luego hace el gesto de volver a cerrar el sujetador, de sellarlo todo de vuelta en el interior.

Y alguien que sigue agarrando una teta dice:

—Todavía no.

El permiso de conducir sigue sobre la mesa que tenemos delante, con la «F» enorme impresa junto a «Sexo».

Y alguien dice:

—Las tetas falsas no demuestran nada.

Y alguien dice:

—Mi marido las tiene más grandes.

Las manos de alguien que está detrás de «Miranda» le quitan el pañuelo de encima de los hombros, le estiran de la blusa de color rosa hacia atrás y hacia abajo hasta que se le sale por los brazos. La piel le brilla, tan clara como los pendientes de perlas que tiene en las orejas. Con unos pezones rosados como el bolso de piel de lagarto, él se deja hacer.

Alguien tira la blusa a un rincón de la sala.

Y alguien dice:

—A ver tu coño.

Y «Miranda» dice que no.

Está claro. Este pobre capullo triste y perdido en la vida nos está utilizando. Igual que un masoquista va a visitar a un sádico. Igual que esos criminales que quieren que los pillen. «Miranda» lo está pidiendo a gritos. Es por eso que ha aparecido aquí. Es por eso que se ha vestido así. Él sabe que esa faldita tan corta y esas tetas como sandías sacan de sus casillas a las mujeres de verdad. En un caso como este, «no» quiere decir «sí». Quiere decir «Sí, por favor». Quiere decir: «Dame una bofetada».

«Miranda» dice: Estáis cometiendo un terrible error.

Y todo el mundo se ríe.

Le decimos que las sesiones de concienciación consisten en llegar a aceptar tus genitales. En otras reuniones que hemos celebrado, todas hemos sacado espejos y nos hemos puesto en cuclillas para mirárnoslos. Todas hemos compartido un espéculo y hemos estudiado la diferencia entre el cuello del útero de una virgen y el de una madre. Hemos hecho venir a conferenciantes de la cooperativa sanitaria para mujeres a fin de que nos hagan demostraciones de extracción de sangre menstrual mediante cánulas para aborto por aspiración. Sí, todo eso hemos hecho sobre esta mesa de madera. Hemos ido a comprar juguetes sexuales todas juntas y hemos estudiado el punto G.

Unos cuantos empujones y «Miranda» acaba encima de la mesa. Aunque está a cuatro patas, sus pechos siguen pareciendo redondos y sólidos, en lugar de caídos y flácidos. Quince centímetros de cremallera y la falda se le escurre del culo flaco. Lleva pantimedias: otra prueba de que no es una mujer de verdad.

Las mujeres del grupo nos miramos entre nosotras. Tener a un hombre aquí al que dar órdenes. Algunas de nosotras sufrimos abusos. Otras fuimos violadas. Todas hemos sido miradas lascivamente, manoseadas y desnudadas por las miradas masculinas. Ahora nos toca a nosotras y ni siquiera sabemos por dónde empezar.

Alguien le baja las pantimedias y deja al desnudo su culo. Alguien dice:

—Arquea la espalda.

A nadie le sorprende el aspecto de los labios vaginales de «Miranda». Con demasiados pliegues en la piel. Ese aspecto de flor húmeda que los estilistas trabajan duro para conseguir en
Playboy
o
Hustler
. Con todo, la carne no parece lo bastante blanda, y el tono es demasiado pálido, en lugar de rosa o marrón claro. Tejido de cicatriz quirúrgica. El vello púbico recortado y depilado a la cera en forma de una tirita muy fina. Perfumado. No con el aspecto que debe tener un coño. Cuanto más lo miramos, más de acuerdo estamos en que no es de verdad.

Alguien pincha a «Miranda» con una llave de coche. Ni siquiera con el dedo. Alguien le pincha los pliegues de la piel y dice:

—Espero que no pagaras mucho por esto…

Otra integrante del grupo dice que tendríamos que mirar cómo es de profundo.

Sea lo que sea, «Miranda» está llorando. Atrapado por su pequeño drama, todo el maquillaje y el colorete se le mezclan con la base de maquillaje y se le corren por las mejillas hasta llegarle a las comisuras de la boca. Está casi desnudo con las pantimedias bajadas y enredadas entre los tobillos y los pies todavía calzados con elegantes sandalias doradas de tacón alto. La blusa le ha desaparecido y su sujetador de encaje rosa está abierto y le cuelga de los hombros. Sus pechos redondos y firmes tiemblan con cada sollozo. Así es como está sobre la mesa de conferencias. Con el abrigo de piel en el suelo, apartado a patadas hasta un rincón. Con el pelo rubio colgándole. Ahora ya tiene una pequeña historia de terror.

Alguien le dice a «Miranda» que se calle la boca. Que se calle y se dé la vuelta.

Alguien lo coge por el tobillo. Alguien le agarra el otro tobillo y entre todas le retuercen las piernas hasta que suelta un pequeño chillido y se da media vuelta. Y así se queda, boca arriba, con los pies muy separados y cada sandalia dorada agarrada por unas manos distintas.

No es una mujer. Tal vez si alguien solo hubiera visto a una mujer en
Cosmopolitan
, lo que crearía es algo como ella. Comentamos que el clítoris no debe de ser más que el pene reducido a su mínima expresión. Alguien describe que la bóveda vaginal artificial no es más que el pene vaciado y embutido ahí dentro, más un trozo del intestino bajo productor de mucosa seccionado para añadir profundidad. Donde debería estar el cuello del útero usan la piel aprovechada del escroto vacío.

—Lo que no se usa, se echa a perder —dice alguien.

Alguien saca una linternita de su bolsa y dice:

—Tengo que ver eso.

Visto desde la distancia que da el tiempo, tendrían que haberse marchado todas a casa. Oh, mucha conciencia política y muchas gaitas hasta que alguien sale malparado.

Con todo, aquí se reúnen semana tras semana, quejándose de que alguien no ha conseguido un trabajo. De que la una siente sus progresos atajados por un techo invisible. De que la otra siente sus pechos desnudados por las miradas de los empleados de gasolineras y los trabajadores de la construcción. Lo único que hacen es hablar. Y por fin ahora tienen la oportunidad de devolver el golpe.

Es un ejercicio de formación de espíritu de equipo.

Y le preguntan por qué ha venido. Si es un espía.

Los expertos dicen que las mujeres solamente ganan sesenta céntimos por cada dólar que gana un hombre haciendo el mismo trabajo. El tipo este gana un montón de pasta extra y así es como se lo funde. En maquillaje y tetas de plástico. Cualquier mujer de verdad tiene estrías. Canas. Celulitis en los muslos.

Y le preguntan qué esperaba encontrar.

Alguien está hurgando con los dedos. Alguien sostiene la linterna y la empuja hacia delante.

El grupo le pregunta si esperaba a una banda de bolleras machorras que odian a los hombres y que se reúnen para comerse el coño las unas a las otras.

La pequeña bombilla halógena de la linterna debe de estar muy caliente, porque él está gritando y retorciéndose tanto que todas se ven obligadas a unir esfuerzos para agarrarlo. Para mantenerle las piernas separadas y abrirlo a la fuerza y poder mirar dentro.

Alguien dice:

—¿Qué aspecto tiene?

El resto del grupo espera su turno.

Mientras «Miranda» se retuerce sobre la mesa, y mientras el grupo está inclinado encima de él, el collar se le rompe y las perlas caen rodando por todas partes. Las horquillas se le caen del pelo. Sus pechos rebotan y tiemblan como dos montones de gelatina.

Y alguien le pellizca un pezón, se lo retuerce y dice:

—A ver cómo las meneas, buenorra.

Y alguien dice:

—Solamente queremos ver dónde te metes las pelotas, zorra.

Es una yuxtaposición interesante. Una relación de poder sociopolítico fascinante, estar vestidas del todo y examinando a una persona desnuda e inmovilizada que solo lleva unos zapatos de tacón alto y sus joyas.

Las dos mujeres que le están hurgando entre las piernas se detienen. Alguien dice:

—Esperad.

La que está sosteniendo la linterna dice:

—Sujetadlo bien. —Se inclina hacia delante, metiendo la linterna más adentro. Y le pregunta—: ¿Es esto lo que querías que pasara?

Despatarrado sobre la mesa, «Miranda» solloza e intenta juntar las rodillas. Ponerse de lado y encogerse en posición fetal.

«Miranda» está sollozando y diciendo: No. Diciendo: Por favor, parad. Diciendo: Duele.

Oooh, duele. Buaaá. Me estáis haciendo pupa.

La mujer de la linterna es la que se pasa más tiempo mirando, frunciendo el ceño y guiñando los ojos, retorciendo la linterna y usándola para hurgar dentro. Por fin se incorpora y dice:

—Se ha quedado sin pilas.

Y se queda allí, tan alta como es, mirando hacia abajo a Miranda, que sigue abierto de piernas delante de ella.

La mujer contempla la mesa manchada de maquillaje y de lágrimas, las perlas desparramadas por el suelo, y nos dice que lo soltemos. Traga saliva y recorre con la vista el cuerpo que hay sobre la mesa. Luego suspira y le dice a «Miranda» que se levante. Que se levante y se vista. Que se vista y se marche. Que se marche y no vuelva.

Alguien dice que tal vez la linterna simplemente se haya apagado y pide poder echar un vistazo.

Y la mujer se guarda la linterna en la bolsa y dice:

—No.

Alguien dice:

—¿Qué has visto?

Vimos lo que quisimos ver, dice la mujer. Todas nosotras.

La mujer de la linterna dice:

—¿Qué acaba de suceder aquí? —Dice—: ¿Cómo hemos terminado haciendo esto?

Desde el momento en que se ha sentado, se lo hemos intentado explicar. Aquí no aceptamos hombres. Este es un refugio solamente para mujeres. El propósito de nuestro grupo…

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