Fantasmas (40 page)

Read Fantasmas Online

Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
13.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

En este preciso momento, a Sarah Broome hasta la cadena perpetua por asesinato le parece bien en comparación con no poder pagar los impuestos sobre su propiedad, perder su coche y acabar empujando un carrito de la compra por la calle.

Cuando yo estaba en la situación en que ella está ahora, lo único que tenía a mano era un paquete de cuatro bombas insecticidas. La caravana Winnebago donde yo vivía tenía un nido de avispas debajo. Las instrucciones de las bombas insecticidas decían que había que agitarlas bien y luego romper la punta de un pitorro que tenían en la parte superior. Y la bomba empezaba a soltar humo venenoso hasta vaciarse.

Y la etiqueta decía que mataba cualquier cosa.

El pobre detective. Me subí a una escalera y tiré las cuatro bombas por el conducto de ventilación de la letrina. Después, tapé el conducto con la palma de la mano para evitar que se saliera el humo. Allí subido, yo era el puto Adolf Hitler, soltando gas letal y escuchando cómo mi detective tosía y suplicaba que le dejaran respirar. El sonido que hacía al gargajear vómito semilíquido y el chapoteo del vómito al caer sus grumos sobre el suelo de madera, aquellos ruidos estuvieron a punto de hacerme vomitar a mí también. El olor a azufre del insecticida y el olor a trallada. Las bombas insecticidas siguieron susurrando hasta que empezaron a salir volutas de humo blanco de cada grieta y agujero de clavo en la madera. Una nube de humo con olor a gasolina se formó alrededor de toda la letrina mientras el detective se tiraba contra las paredes y luego contra la puerta, intentando echarlas abajo. Golpeando con los brazos hasta tenerlos en carne viva dentro de su elegante traje marrón con hombreras. Agotando sus energías.

Sentado aquí y ahora, con la pierna dolorida de la cintura para abajo, esperando mientras Sarah Broome desarrolla su estrategia, me vienen ganas de decirle muchas cosas. Que el insecticida solamente hizo vomitar al detective, y a mí también. Y lo que sentí al golpear en el lado de la cabeza de alguien con una llave para cambiar neumáticos. El hecho de que la primera docena de veces que golpeas solamente consigues ponerlo todo perdido. Aunque agarres la llave con las dos manos, no golpeas más que pelo y sangre y no consigues romper mucho hueso. El hecho de que la sangre empapa la llave para cambiar neumáticos hasta que está tan resbaladiza que casi no la puedes agarrar, y tienes que encontrar algo limpio para terminar el trabajo.

Si yo no estaba inválido antes de matar a aquel señor Lewis Lee Orleans, lo estaría después. Matar a alguien es un trabajo duro. Duro y sucio. Un trabajo duro, sucio y ruidoso, mientras la víctima berrea a pleno pulmón y lo que dice no se entiende más que los mugidos de una vaca en el matadero.

Tal como lo veo, aunque yo no hubiera matado al señor Detective Fisgón, lo habría matado la noche larga y fría. Lo habrían matado las moscas del ganado y el shock de su pierna rota. Lo muerto, muerto está, y de aquella forma ninguno de nosotros tuvo que sufrir. Bueno, no mucho.

Aun en el caso de que no me pillaran nunca, matar al detective hizo que ya no pudiera disfrutar de ser un lisiado. Ahora sabía que me estaban observando, había visto el listado y era consciente de que tarde o temprano vendría otro detective a espiarme.

Así que, si no puedes derrotar a tu enemigo, únete a él.

Cuando volví a ver por televisión un anuncio de una escuela de estudios por correspondencia, los llamé. Resultó que te enseñaban a mantener vigilado a un sospechoso. A hurgar en su cubo de basura en busca de pruebas. En seis semanas, conseguí un papel que decía que yo era detective privado. Después, conseguí mi propio listado de vagos a los que espiar. Para poder fabricar mis propios vídeos de «docuespionaje», tal como yo lo llamaba, destinados a denunciar a empleados por fraude.

Uno sale adelante volviéndose listo y delatando a sus congéneres lisiados. En la mayoría de los casos, ni siquiera hace falta aparecer en el juzgado. Uno entrega las facturas del motel, del coche de alquiler y de las comidas en restaurantes y recibe el cheque por correo. Más la comisión.

Lo cual nos lleva al momento presente. He estado siguiendo a la señora Broome durante cinco días sin conseguir nada. Cuando uno está filmando un vídeo de docuespionaje, viene a ser como si estuviera casado con su protagonista. Uno va a la oficina de correos cuando ella va a recoger sus cartas. La sigue a la biblioteca a buscar otro libro. A la tienda de comestibles. Aunque se pase el día entero sentada en su caravana, con las cortinas cerradas, mirando la tele, yo tengo que estar aparcado en el camino de grava, encogido para que no se me vea, tumbado sobre el asiento delantero de mi coche de alquiler para poder apoyar la cabeza en una almohada que tengo apoyada en la parte de dentro de la portezuela del lado del pasajero. Para poder mantenerme alerta. Aunque no vaya a pasar nada.

Es un matrimonio.

Me pasé la tarde matando mosquitos a palmadas en la ladera de la colina que quedaba detrás de su caravana, en cuclillas, escondido entre los matorrales. Observándola por el visor de mi cámara de vídeo y esperando el momento de pulsar el botón de
GRABAR
. Lo único que Sarah tenía que hacer era agacharse y coger un bidón blanco de propano. Nada más que cinco minutos de descargar bolsas pesadas de comida para gatos de su viejo coche sin maletero y mi trabajo se habría acabado. No quedaría nada más que devolver el coche de alquiler y coger el siguiente avión a casa.

Por supuesto, estoy aquí sentado en su cobertizo porque tropecé y me caí. Ella vino y me encontró, cuando ya era oscuro, cuando los mosquitos se habían vuelto peores que cualquier cosa —disparos con arma de fuego, heridas de arma blanca— que ella me pudiera hacer. Tuve que pedir ayuda a gritos, y ella me rodeó la cintura con un brazo y me llevó medio a cuestas hasta aquí. Y aquí me dejó. Para descansar un minuto, dijo.

Nadie ha dicho que yo sea muy original. Le dije que estaba observando pájaros. Que esta zona es famosa por el chorlito peludo de cresta roja. Que en esta época del año el faisán de cuello azul viene aquí a aparearse.

Ella cogió mi cámara de vídeo y se puso a toquetearla, con la pantallita desplegada, y me dijo:

—Oh, por favor, enséñemelo.

La cámara hizo un zumbido y sonó un clic y la lucecita roja de
PLAY
se encendió y parpadeó. Ella se quedó mirando la pantalla, sonriente, colocada.

Yo le dije que no. Extendí el brazo para quitarle la cámara, pero lo hice demasiado rápido. Le dije que no, pero se lo dije demasiado fuerte.

Y Sarah Broome retrocedió, apartando los codos y las manos que sostenían la cámara para ponerla fuera de mi alcance. La luz de la pantallita se reflejaba parpadeante y tan débil como la luz de las velas sobre su cara mientras ella sonreía y seguía mirando.

Siguió mirando, pero su cara se relajó, su sonrisa se desvaneció y los carrillos le quedaron colgando a los lados de la cara.

Eran imágenes de ella levantando sacos de estiércol de buey, sacos de plástico blanco y resbaladizo abarrotados de mierda de vaca. Cada saco con letras negras impresas que decían: Peso Neto Veinticinco Kilos.

Con los ojos todavía clavados en la pantallita, con todos los músculos de la cara fruncidos en medio de la misma. Las cejas. Los labios. Allí estaban los cinco minutos que acabarían con la vida tal como ella la conocía. Mi breve vídeo de docuespionaje que la iba a devolver a la esclavitud del trabajo no cualificado.

Podía ser que se le hubiera curado la espalda. Podía ser que lo fingiera todo, pero lo que estaba claro era que no era una inválida. Con los brazos que tenía podía ganarse la vida haciendo lucha libre con cocodrilos.

Sarah Broome, solamente quiero decirle que lo entiendo. En este preciso momento, mientras usted lee el dorso de una caja de veneno para ratas, quiero que sepa que aquella primera semana de ser un inválido total, completamente impotente e incapaz, fue sin ninguna duda la mejor semana de mi vida adulta.

Es el sueño de todo granjero. De todo operario ferroviario y de toda camarera que se ha tomado alguna vez una semana de vacaciones para ir de acampada. Un día de suerte, un tren de carga dobla un recodo demasiado deprisa y descarrila, o bien te resbalas en un batido derramado en el suelo y terminas viviendo en medio de un camino de grava sin nombre. Lisiado y feliz.

Tal vez no sea una Buena Vida, pero sí una Vida Lo Bastante Buena. La lavadora y la secadora colocadas sobre una tarima cubierta al lado de la caravana. Todo de metal pintado, descascarillado y cubierto de óxido.

Si ella me pudiera escuchar, le diría a la señora Broome dónde puede encontrar exactamente mi arteria carótida. O en qué parte de mi cabeza tiene que impactar cuando me golpee con el mazo.

Pero no, Sarah Broome me dice que me espere un momento. Cierra la puerta del cobertizo y me deja sentado aquí dentro. Se oye el clic de un candado.

En este preciso momento está afilando un cuchillo. Está buscando entre su ropa, sus pantalones de esport y sus blusas, sus vaqueros y sus jerséis, en busca de un atuendo que nunca más vaya a querer llevar.

Y mientras la espero, le grito que no se sienta mal. Le grito que lo que está haciendo no tiene nada de malo. Que es el final perfecto para todo esto.

De pie detrás de la barra del bar del vestíbulo, el Agente Chivatillo nos dice:

—Resultó que la Sarah Broome aquella era más lista que yo.

En lugar de matarlo, dejó la cámara de vídeo grabando. Y consiguió la historia de su pasado grabada en vídeo. El asesinato de Lewis Lee Orleans. Y después de esconder la cinta, lo llevó en coche al hospital.

—Eso —nos dice el Agente— es lo que acepto como final feliz…

17

Como diría el señor Whittier, algunas historias las usas tú cuando las cuentas. Y luego hay otras que te usan a ti.

Miss América se está agarrando la barriga con las dos manos, en cuclillas sobre el asiento amarillo de un sillón de orejas del salón de fumar gótico, meciéndose de adelante hacia atrás con un chal echado sobre los hombros. No podemos ver si le ha crecido la barriga o si simplemente lleva mucha ropa. Se mece, con los brazos y las manos cubiertos de los verdugones y las costras de los arañazos del gato. Y dice:

—¿Habéis oído hablar alguna vez del CMV, el citomegalovirus? Es fatal para las embarazadas, y lo transmiten los gatos.

—Si te sientes mal por lo de la gata —dice el Eslabón Perdido—, te lo mereces.

Agarrándose la barriga y meciéndose, Miss América dice:

—Era la gata o yo…

Estamos todos sentados en el «salón Frankenstein», delante de la chimenea de cristales rojos y amarillos, mirándonos entre nosotros. Tomando nota mentalmente de cada gesto y cada línea de diálogo. Borrando cada momento, cada acontecimiento y cada emoción para grabar encima la siguiente.

Sentado en un sillón de orejas de cuero amarillo, el Eslabón Perdido se dirige a la Condesa Clarividencia, que está en la silla de al lado, y le dice:

—¿Y bien? ¿Tú a quién mataste para llegar aquí?

Todo el mundo finge no saber a qué se refiere.

Todos intentamos ser la cámara, no lo filmado.

—¿No da la impresión de que todos nos estamos escondiendo de algo? —dice el Eslabón Perdido. Con su nariz larga, sus cejas tan espesas que parecen un toldo y su barba, dice—: Si no, ¿por qué iba alguien a meterse en este sitio con Whittier, un hombre al que en realidad no conocemos?

En el papel de pared de seda amarilla, entre las ventanas altas y ojivales de cristal de colores con el eterno crepúsculo de bombillas de quince vatios al otro lado, sobre el papel de pared San Destripado ha ido dibujando palitos para contar los días que llevamos aquí. Con el pulgar y el índice que le quedan en una mano, coge un lápiz de cera y hace una marca por cada vez que la Hermana Justiciera enciende la electricidad.

En el suelo enlosado, el Agente Chivatillo rueda hacia atrás y hacia delante con la rueda de ejercicios rosa, intentando perder más peso.

La caldera vuelve a estar rota. El calentador del agua también. Los retretes atascados y llenos de palomitas y restos de gato muerto. A la lavadora y la secadora les cuelga una melena de cables arrancados y cortados.

La gente mea en un cuenco y lo lleva hasta la pileta. O bien se levanta la falda y mea en un rincón oscuro de algún salón enorme y señorial.

Con nuestras pelucas de cuento de hadas y nuestra ropa de terciopelo, matando los días en estas salas frías y llenas de ecos, en medio del olor a meados y a sudor, así era la vida elegante en la corte para los aristócratas de hace un par de siglos. Todos esos palacios y castillos que parecen limpios y elegantes en las versiones del cine actual, en la realidad, cuando eran nuevecitos eran fríos y apestaban.

De acuerdo con el Chef Asesino, las cocinas de los
châteaux
franceses estaban tan lejos de los comedores reales que la comida llegaba fría a la cena. Es por eso que los franceses inventaron su miríada de salsas tan espesas, como mantas para mantener la comida caliente hasta que llegaba a la mesa.

Nosotros hemos encontrado todos los objetos perdidos en la basura: la bola de bolera, la rueda de ejercicios y la gata.

—Nuestra humanidad no se mide por cómo tratamos a los demás —dice el Eslabón Perdido. Toqueteando con el dedo la capa de pelo de gato que tiene en la manga de su abrigo, dice—: Nuestra humanidad se mide por cómo tratamos a los animales.

Mira a la Hermana Justiciera, que se mira el reloj de pulsera.

En un mundo donde los derechos humanos son más firmes que en ningún momento de la historia… en un mundo donde el nivel de vida general es altísimo… en una cultura donde todo el mundo es responsable de su propia vida… en este mundo, dice el Eslabón Perdido, los animales se están convirtiendo a marchas forzadas en las últimas víctimas reales. En los únicos esclavos y presas.

—Los animales —dice el Eslabón Perdido— son nuestra forma de definir a los humanos.

Sin animales no habría humanidad.

En un mundo de gente justa, la gente no importaría nada…

—Tal vez fue así como los huéspedes de la Villa Diodati evitaron matarse entre sí, durante todos aquellos días lluviosos que pasaron encerrados en la casa —dice el Eslabón Perdido.

Gracias a su enorme colección de perros y gatos y caballos y monos que les obligaban a comportarse como seres humanos.

Other books

A Summer to Die by Lois Lowry
High Time by Mary Lasswell
Crash by Michael Robertson
Fatal Distraction by Diane Capri
Forbidden by Susan Johnson
Camp Rock by Lucy Ruggles
The Long Shadow by Celia Fremlin
X-Calibur: The Trial by Jackson-Lawrence, R.