Esos vendidos. No, siempre es más fácil buscarle defectos a todo que ponerse a cocinar.
Cada vez que alguien pide las patatas
dauphinoise
o el carpaccio de buey, sepa usted que hay alguien en nuestra cocina que dice una pequeña oración de agradecimiento por los cuchillos Kutting-Blok. Por su perfecto equilibrio. Por su mango remachado.
Claro, toquemos madera, a todos nos gustaría ganar dinero trabajando menos. Pero venderse, hacerse crítico, ponerse a uno mismo en el papel de sabelotodo y dedicarse a lanzar golpes bajos a la gente que todavía intenta ganarse la vida pelando lenguas de ternero… mondando grasa de riñones… arrancando membrana de hígado… mientras esos críticos están sentados en despachos bonitos y limpios y se dedican a escribir sus quejas tecleando con sus dedos bonitos y limpios… eso no está bien.
Por supuesto, no deja de tratarse de la simple opinión de esos tipos. Pero ahí está, publicada al lado de las noticias de verdad —las hambrunas y los asesinos en serie y los terremotos—, y todo lo imprimen con tipografía del mismo tamaño. Alguien quejándose de que la pasta no estaba del todo al dente. Como si su opinión fuera un Acto de Dios.
Una garantía negativa. Lo contrario de un anuncio.
En mi opinión, los que pueden hacer algo, lo hacen. Y los que no, se quejan.
No es periodismo. No es objetivo. No es informar, es juzgar.
Esos críticos no podrían cocinar una comida estupenda ni aunque les fuera la vida en ello.
Fue con esta idea en mente como empecé mi proyecto.
No importa lo bueno que seas, trabajar en una cocina es una muerte lenta por un millón de cortes diminutos a cuchillo. Diez mil pequeñas quemaduras. Escaldaduras. Pasarse la noche de pie sobre un suelo de cemento, o caminando por suelos grasientos o mojados. Síndrome de túnel carpiano, lesiones nerviosas de tanto remover y cortar y servir con cuchara. Quitar las venas a un océano de gambas bajo el agua helada. Dolores en las rodillas y venas varicosas. Lesiones por estrés muscular en la muñeca y el hombro. Dedicarse profesionalmente a hacer calamares rellenos perfectos es una vida entera de martirio. Una vida invertida en conseguir el
ossobuco alla milanese
ideal es una muerte por tortura larga y lenta.
Con todo, no importa lo endurecido que puedas estar, que te elija públicamente un periodista de la prensa o de internet no es agradable.
De esos críticos de internet, los hay a patadas. Solamente hay que tener boca y un ordenador.
Eso es lo que tienen en común todos mis objetivos. Es una suerte que la policía no trabaje de forma un poco más coordinada. Podrían fijarse en un periodista freelance de Seattle, un estudiante que hace reseñas en Miami, un turista del Medio Oeste que cuelga su opinión en una página web de viajes… Hay una serie de elementos comunes en los dieciséis objetivos que he cumplido hasta ahora. Y también están todos mis años de motivación.
No hay mucha diferencia entre deshuesar un conejo y a un tío sobrado que escribe un blog y que ha dicho que tu
costatine al finocchio
necesitaba más vino de Marsala.
Y gracias a los cuchillos Kutting-Blok. Sus cuchillos forjados para tornear cumplen ambas funciones de maravilla, sin causar esa fatiga en la mano y en la muñeca que uno acaba teniendo si usa un cuchillo de mondar troquelado menos caro.
Del mismo modo, limpiar un churrasco y despellejar a la rata que colgó un artículo diciendo que tu buey Wellington estaba estropeado debido al exceso de foie gras son dos tareas que se hacen más deprisa y con menos esfuerzo gracias a la hoja flexible de su cuchillo de veinte centímetros para cortar filetes.
Fácil de afilar y fácil de limpiar. Sus cuchillos son un regalo del cielo.
Son los objetivos los que siempre resultan una gran decepción. No importa lo poco que uno espere cuando conoce a esa gente cara a cara.
No hacen falta más que unos cuantos elogios para conseguir una cita con ellos. Sugerir la clase de compañía sexual que puedan estar deseando. O mejor todavía, sugerir que eres el redactor jefe de una revista de tirada nacional y que quieres llevar su voz al mundo entero. Ensalzarlos. Darles la gloria que ellos tanto merecen. Elevarlos a la prominencia. Toda esa atención de mierda, les ofreces la mitad y ellos se reúnen contigo en el callejón a oscuras que tú les digas.
En persona, siempre tienen los ojos pequeños, unos ojos que son como canicas negras metidas en el ombligo de un gordo. Gracias en parte a los cuchillos Kutting-Blok, su aspecto mejora y acaban viéndose limpios y cortados y con guarnición. Carne lista para ser usada para algo útil.
Después de arrancar las vísceras frías de un centenar de pintadas, no tiene mucho misterio rajar la barriga de un periodista freelance que escribió en una guía local de ocio que tus empanadillas de escarola y feta no estaban bien de textura. No, el cuchillo de chef de veintiocho centímetros de Kutting Blok hace que sea una tarea tan fácil como destripar una trucha o un salmón o cualquier pescado redondo.
Es extraño, las cosas que se le quedan a uno en la mente. Echas un vistazo al tobillo blanco y delgado de alguien y puedes imaginar cómo debió de ser de niña en la escuela, antes de que aprendiera a ganarse la vida atacando la comida. O bien los zapatos marrones que llevaba otro crítico, tan lustrados que recordaban a la capa de caramelo de una
crème brûlée
.
Es la misma atención a los detalles que ponen ustedes en cada cuchillo.
Esta es la atención y el cuidado que yo solía poner en mi trabajo de cocinero.
Con todo, por mucho que me ande con cuidado, es una simple cuestión de tiempo que me atrape la policía. Sabiendo esto, mi único temor es que los cuchillos Kutting-Blok queden asociados en la mente del público con una serie de hechos que la gente puede malinterpretar.
Demasiada gente verá mi preferencia como una modalidad de promoción. Como si Jack el Destripador estuviera haciendo un anuncio para la televisión.
Ted Bundy para la marca de cuerdas Tal y Tal.
Lee Harvey Oswald vendiendo rifles de la marca Tal y Tal.
Una modalidad negativa de promoción, es cierto. Tal vez incluso algo que podría dañar la cuota de mercado de ustedes y sus ventas netas. Sobre todo en la próxima temporada navideña de ventas al detalle.
Es algo que hacen por rutina todos los periódicos grandes, en cuanto se enteran de que ha habido un desastre aéreo importante —una colisión en medio del aire, un secuestro, un coche en la pista de despegue—, saben que tienen que retirar todas las publicidades grandes de las líneas aéreas de ese día. Porque en cuestión de minutos todas las compañías aéreas llamarán para cancelarlas, aunque eso implique pagar toda la tarifa por un espacio que no van a usar. Y luego llenan el espacio en el último minuto con un anuncio promocional gratuito de la Sociedad del Cáncer de América o de la Distrofia Muscular. Porque ninguna línea aérea se quiere arriesgar a que la asocien con las terribles noticias de ese día. Con los centenares de muertos. A que la asocien con esas cosas en la mente del público.
No hay que esforzarse mucho para acordarse de lo que los llamados Asesinatos del Tylenol hicieron con las existencias de ese producto. Con siete personas muertas, la retirada de su producto en 1982 le costó a Johnson and Johnson ciento veinticinco millones de dólares.
Esa clase de promoción negativa es lo contrario de un anuncio. Como lo que hacen los críticos con sus reseñas insidiosas, impresas solamente para demostrar lo listos y amargados que se han vuelto.
Los detalles de cada objetivo, incluyendo el cuchillo utilizado, siguen frescos en mi memoria. A la policía le costaría muy poco hacerme confesar, poniendo así en conocimiento del público la amplia gama de los excelentes cuchillos de ustedes que he usado y con qué propósitos.
Y después de eso, la gente se referiría ya siempre a «Los Asesinatos de los Cuchillos Kutting-Blok» o al «Asesino en Serie del Kutting-Blok». Su empresa es mucho más conocida que un pobre tipo anónimo como yo. Ustedes ya tienen cuchillos en muchísimas cocinas. Sería una lástima horrible ver todas sus generaciones de calidad y trabajo duro estropeadas por culpa de mi proyecto.
Por favor, recuerde que los críticos culinarios no compran muchos cuchillos. Toquemos madera, pero en este caso la simpatía de la industria podría muy bien estar conmigo. Conmigo, un héroe de las bases. Nunca se sabe.
Cualquier pequeña inversión que puedan hacer nos beneficiará a ambos.
Cuantos más recursos puedan proporcionarme para que evite ser capturado, menos probable será que este detalle desafortunado llegue nunca al conocimiento del usuario medio de cuchillos. Si ustedes me regalan solamente cinco millones de dólares, yo podré emigrar y vivir desapercibido en otro país, muy, muy lejos del mercado demográfico de ustedes. Ese dinero permitirá a su empresa una ascensión segura hasta un futuro luminoso. Y a mí, el dinero me permitirá formarme en una nueva línea de trabajo, una nueva carrera.
O si me pagan solamente un millón de dólares, me cambiaré a los cuchillos Sta-Sharp… Y si me detienen juraré que solamente he usado sus productos de baja calidad durante todo mi proyecto…
Un millón de dólares. ¿Qué es eso comparado con la lealtad a una marca?
Para contribuir, por favor, publiquen un anuncio este domingo próximo en su periódico local. Cuando vea ese anuncio, yo me pondré en contacto con ustedes para aceptar su ayuda. Hasta entonces, tengo que continuar con mi trabajo. Y si no me responden, me veré obligado a buscar otro objetivo.
Gracias por tener en cuenta mi petición. Espero tener noticias suyas pronto.
En este mundo, donde tan poca gente dedica su vida a fabricar un producto de calidad duradera, tienen ustedes mi aplauso.
Sigo siendo, como siempre, su mayor fan.
Richard Talbott
Detrás del bar del vestíbulo suena la campanilla del microondas, una vez, dos y tres, y se apaga la luz de dentro. El Chef Asesino abre la portezuela y saca un plato de cartón cubierto con una servilleta de papel. Levanta la servilleta y una nubecilla de humo se eleva en el aire frío del vestíbulo. En el plato, unas pocas virutas de carne siguen crepitando y humeando, bañadas en su propia grasa derretida.
El Chef Asesino coloca el plato sobre la barra de mármol del bar y dice:
—¿Quién quiere repetir otra vez?
De pie en el vestíbulo, desperdigados, refugiados en las sombras de los nichos y las hornacinas, en la ventana del guardarropía y en la caseta del acomodador, la señora Clark y Miss América, la Condesa Clarividencia y el Conde de la Calumnia, todos permanecemos de pie, masticando. La grasa nos reluce en las barbillas y en las yemas de los dedos. Todos tenemos platos de cartón aceitosos en la mano. Masticando.
—Deprisa, antes de que se enfríen —dice el Chef Asesino—. Estos llevan especias cajún. Para disimular el olor a flores.
Se refiere al olor de la colonia o de la sal de baño de la Camarada Sobrada, o tal vez de su pañuelo de encaje, algo dulce que huele a rosas. El Chef Asesino dice que dos tercios del sentido del gusto se basan en el olor de la comida.
Miss América se acerca y le tiende su plato. El Chef Asesino se mete una viruta marrón en la boca y luego la saca con los dedos, deprisa.
—Sigue caliente —dice, y sopla sobre ella. Con la otra mano se dedica a colocar virutas pequeñas de carne en el plato de Miss América.
Con el plato lleno, Miss América desaparece para instalarse, casi escondida, detrás del mostrador del guardarropía. Con la pared y las hileras de perchas de madera detrás de su espalda. Todas las perchas vacías salvo por las pequeñas etiquetas metálicas numeradas que cuelgan de ellas.
El aire del vestíbulo está cargado de olor a barbacoa, a grasa de beicon, a hamburguesa, a sebo quemado y a fuego de manteca. Y aquí estamos todos de pie, masticando. Nadie dice: ¿Vamos a por más? Nadie dice: Tenemos que envolver lo que queda y llevarlo al subsótano antes de que se convierta en un problema sanitario…
No, aquí estamos, lamiéndonos los dedos.
Todos escribiendo y reescribiendo este momento de nuestra historia. Inventándonos cómo el señor Whittier mató sanguinariamente a la Camarada Sobrada. Y lo que el fantasma de ella hizo para vengarse.
Nadie la ve bajar las escaleras. Nadie la oye caminar por la moqueta del foyer del segundo rellano. Nadie levanta la vista hasta que ella dice:
—¿Tenéis comida?
Es la Camarada Sobrada. Vestida con sus capas amontonadas de vestidos de bailarina de madrina de las hadas. Con sus capas apiladas de chales y pelucas. Se detiene al pie de la majestuosa y ancha escalera del vestíbulo, con las manos lívidas perdidas en los pliegues de su falda. Su mirada guía al resto de su cuerpo hasta la sala, sus ojos y su nariz tiran de ella hacia delante.
—¿Qué estáis cocinando? —dice—. Dadme un poco…
Nadie dice nada. Todos tenemos la boca llena. Nos estamos hurgando las bocas con los dedos para sacarnos trocitos de carne que tenemos entre los dientes.
La Camarada Sobrada ve el plato de cartón lleno de virutas de carne marrón que está humeando sobre la barra del bar.
A nadie se le ocurre detenerla.
La Camarada Sobrada cruza dando bandazos el vestíbulo azul, se cae una vez en el suelo de mármol rosa, con sus faldas arrastrándose detrás de ella, y luego extiende un brazo para agarrarse al borde de la barra del bar y ponerse de pie otra vez. Y allí de pie, su cara y su montón de pelucas se abalanzan sobre el plato de carne.
Detrás de ella, descendiendo los escalones cubiertos de moqueta azul, se ven sus pisadas en sangre.
El fantasma intermitente de este sitio.
Lo único que podemos ver es cómo sus rizos grises y altos se mueven y rebotan sobre el plato de cartón que está en la barra del bar. En el trasero de su vestido está floreciendo una flor roja y enorme que crece por momentos. Luego su peluca se retira hacia atrás y toda ella se aparta del plato vacío. Con una viruta marrón de carne todavía agarrada en una mano lívida, la Camarada Sobrada se relame y dice:
—Dios, está dura y amarga.
Alguien necesita decir algo. Ser… amable.
El flaco San Destripado dice:
—Yo no suelo comer carne, pero esta estaba... deliciosa. —Y mira a su alrededor.
Levantando la palma grasienta de una mano como si fuera una señal de stop, y con los ojos cerrados, el Chef Asesino dice: