Él se acercó. Se había limpiado las marcas de carbón del rostro, y solamente le quedaba un leve olor a humo.
—Tal vez no sea seguro llevaros al saqueo. Un encuentro con los soldados siempre resulta peligroso, y en este caso existe un gran riesgo. —Desenlazando los dedos, me cogió ambas manos entre las suyas.
Era fácil asustarse. Y se me aceleraba el corazón cuando pensaba que, incluso estando en el refugio subterráneo, los soldados podían pasar por el terreno que nos cubría sin detectar nuestra presencia. Hubiera querido acurrucarme en el colchón, envuelta en un nido de mantas, y abandonarme, quedarme allí indefinidamente. Pero no era ninguna novedad: me perseguirían siempre. Las luces que iluminaban el lago eran las de ellos; los motores que runruneaban eran los de ellos, y eran ellos las figuras fantasmales que acechaban tras los árboles.
Había pasado la vida confinada entre los muros del colegio, comiendo lo que me ordenaban, bebiendo lo que me decían, tragando sin protestar las pegajosas pastillas azules que me revolvían el estómago. ¿Cómo era una noche en libertad? ¿Acaso no podía permitirme algo así?
—¿Y si, a pesar de todo, quiero ir?
—En ese caso irás. Pero prefiero que seas consciente del peligro.
—Siempre existe peligro. —Sus verdes ojos buscaron los míos.
Estaba empezando a entender lo que podía ocurrir: Caleb y yo. En medio de la naturaleza no había pensamientos, solo existía Califia en la distancia, el fugaz viaje que consumía los días. Pero bajo tierra, cuando enseñaba a los niños en la habitación de Benny, o cuando por las noches me apoyaba en la pared después de que Arden se durmiese, imaginaba que me quedaba allí. Necesitaba más tiempo para estar con Caleb y con los pequeños. Varias semanas o meses no me parecían suficientes. Quería más. ¿Y si salía bien? ¿Entonces qué?
Podíamos vivir juntos en el refugio; era una posibilidad. Al menos hasta que Moss hubiese reunido un número suficiente de rebeldes para enfrentarse a los soldados del rey, o hasta que yo lograse recuperar a Pip. Sería peligroso, pero procuraríamos permanecer escondidos. Caleb y yo construiríamos una vida, una vida pequeñita. Juntos.
—No te apartes de mi lado y, si sucede algo, abandonaremos el grupo. —Su mirada siguió las líneas de mi boca hasta que se posó en mis ojos; su aliento llenó mis oídos y, al acercarme, percibí de nuevo el olor a carbón. Estaba muy cerca, y los ojos de color verde claro seguían mirándome, estudiándome. No pude contenerme: uní mi boca a la suya. Una especie de calor se extendió por mi cuerpo hasta la punta de los dedos, mientras nos aproximábamos más y sus labios correspondían a los míos.
De repente me di cuenta de lo que había hecho y, retrocediendo, solté la mano que él retenía y me la llevé a la frente.
—Lo siento. Yo… —Pero me atrajo hacia sí. Apoyé la frente en su mejilla. Sus dedos me acariciaron la cabeza, se hundieron entre mis cabellos, y por fin se posaron en el sensible hueco de la nuca.
—No lo sientas —musitó abrazándome en la penumbra. Enlacé las manos tras su espalda y le acaricié los costados. No nos movimos hasta que oímos ecos de voces en el túnel, llamándonos para ir de saqueo.
Me agarré a Caleb, relajándome sobre su chaqueta acolchada que olía a humedad, mientras que Arden se aferraba a mis hombros cuando cabalgamos por el denso bosque; los árboles apenas se distinguían bajo la dispersa luz de las estrellas. Mi amiga me había interrogado antes de salir, tras reparar en el rubor que me teñía las mejillas y en la insistencia con que me llevaba los dedos a los labios, como si necesitase confirmar que seguían en su sitio. Se rio cuando monté con mucha decisión a caballo, ocupando el lugar intermedio para así poder apoyar la cabeza en la espalda de Caleb. Cualquiera se daría cuenta de que las cosas habían cambiado entre nosotros. Pero yo mantenía la noticia en secreto, deseando que fuese exclusivamente mía durante cierto tiempo más, para disfrutarla.
Delante de nosotros, Leif guiaba a sus caballos sobre rocas y entre ramas caídas de árboles, camino del puesto del sur, manteniendo un ritmo constante. Rodeamos la orilla rocosa del lago, en cuya superficie negra se reflejaba la luna.
—Falta poco —susurró Caleb. Un halcón planeó ante nosotros, dibujando un camino en el cielo.
A lo lejos se oyó el disparo de un cañón, que retumbó en las montañas. Arden se apretó contra mí, hundiéndome los dedos en la piel, y Leif condujo a su caballo hacia una zona de hierba muy crecida. Nos seguían otras seis monturas, siluetas negras sobre las que cabalgaban los chicos mayores y los cuatro nuevos cazadores. Silas, Benny y los más pequeños se habían quedado en el refugio, profundamente dormidos ante la promesa de recibir tabletas de chocolate y caramelos a la mañana siguiente.
Leif, cuyo rostro apenas se distinguía en la oscuridad, echó una ojeada alrededor y susurró:
—El puesto de avanzadilla está a menos de cien metros —susurró—. Si ocurre algo, no uséis la fuerza, sea lo que sea.
—¿Si ocurre algo? —repetí al oído de Caleb—. ¿A qué se refiere?
—Lo dice por precaución —respondió él, cuyos latidos percibí claramente, pues apoyaba la cabeza en su espalda—. Matar a un soldado de la Nueva América, aunque sea en defensa propia, es un delito que se castiga con la muerte. —Aminoró el trote del caballo—. Hace justo un año se produjo un incidente en otro puesto, y el rey se vengó ejecutando a un huérfano que había huido. —Me estremecí al imaginar a un chico, abandonado y asustado, enfrentándose a las tropas del monarca.
Dejamos los caballos pastando en el claro. Caleb me dio la mano, y sentí de nuevo aquel calor que ya me resultaba familiar. «Estoy bien, estamos bien, todo está bien.» La repetición de este mensaje me calmó. Tras los árboles distinguí una casa reformada, cuya fachada apenas era visible a la luz de la luna que se filtraba entre las ramas; las ventanas estaban tapiadas con chapas de zinc, y la puerta metálica tenía un candado con cadena. Leif inspeccionó el edificio por fuera y reapareció de nuevo.
—Todo despejado —dijo haciéndole un gesto afirmativo a Caleb.
Los chicos subieron al porche que rodeaba la casa. Michael levantó la chapa de la ventana con su cuchillo, y colocó debajo un desgastado guijarro. Por su parte, Kevin manipuló el candado, pero no consiguió abrirlo.
—Déjame a mí —se ofreció Arden, saltando sobre la barandilla del porche.
Kevin le sonrió, mientras ella movía la ganzúa y abría la cerradura con unos leves giros de muñeca.
—
Voilà
! —La puerta de la casa se abrió de golpe. Los chicos gritaron de alegría, y Aaron y Charlie se pelearon por entrar. Incluso Leif sonrió también cuando nos precipitamos a encender el generador del gobierno. Era igual al del colegio; el ruido aumentó poco a poco y las luces se encendieron una a una hasta que en la habitación se impuso un zumbido pesado y constante.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunté a Arden, asombrada.
—Es un truquito que aprendí en el colegio. —Se encogió de hombros con gesto juguetón.
Recorrimos el piso principal, del que se habían retirado los muebles para utilizarlo como almacén. Hasta en el último rincón había exquisiteces que no había visto en mi vida: latas de piña, mangos y una carne enlatada que se llamaba «fiambre de cerdo en dulce». Las paredes de la sala de estar se hallaban cubiertas de estanterías, una de cuyas baldas estaba totalmente ocupada por gran cantidad de jarras de plástico llenas de agua, de color celeste.
Michael se abalanzó sobre una caja de cartón y sacó unos paquetitos blancos, que repartió.
—¡Mmmmm! —dijo metiéndose en la boca la azucarada sustancia roja—. Palitos dulces.
—¡Al ataque! —gritó Caleb desde el otro extremo de la estancia. Trepó por el lateral de los estantes de madera y cogió una caja de lonchas de carne largas y finas, envueltas en plástico amarillo. Aaron se guardó un puñado en los vaqueros.
El atracón continuó casi una hora: cada caja, cada paquete de plástico, cada recipiente contenía otra deliciosa sorpresa. Leif repartió bolsas de tofes de chocolate que se me pegaban al cielo de la boca, y Michael abrió latas de cerveza, que yo solo conocía por haber leído las novelas de Joyce, y las repartió entre los chicos. En mi mente oía la débil voz de la profesora Agnes advirtiéndome: «El alcohol se creó para debilitar las defensas de las mujeres». Pero me tomé un trago.
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—No deja de mirarte —me espetó Arden, apoyándose en la pared. Nos sentamos en un rincón para comer todo lo que pudiésemos. Delante de nosotras teníamos latas de naranjada, gruesas y lustrosas galletas saladas y melocotones en almíbar—. Nunca creí nada de lo que decía la profesora Agnes —aseguró ladeando un poco la cabeza—. Pero tal vez la vieja bruja tuviese cierta razón: hay una especie de locura en los ojos de ese chico; es como si quisiese devorarte el alma o algo por el estilo.
Alcé la vista. Caleb estaba al fondo de la habitación, con los ojos fijos en mí.
—Jolín, Arden —dije, avergonzada—. Déjalo ya. —Pero me seguía obsesionando el recuerdo de sus labios posados en mi frente, y mis brazos rodeándole el pecho.
—Ni jolín ni rayos colorados; es verdad. ¿Qué le hiciste en la habitación? ¡Solo estuve fuera un segundo! —Me dio un codazo, y yo solté una risa nerviosa.
—¡Mirad lo que he encontrado! —gritó Charlie desde el cercano comedor. Retiró un polvoriento paño beis, como si fuera un mago, y dejó al descubierto un viejo piano. Posando los dedos sobre las amarillentas teclas, arrancó unas cuantas notas que sonaban como si estuviera aporreando una lata.
Me recliné en la pared, escuchando los acordes que resonaban en el piso bajo de la casa. Me recordaban los veranos en el colegio cuando la profesora Sheila nos daba clases de piano a Pip y a mí. Me sentaba en el banco ante el instrumento, y tocaba
Sublime gracia
mientras mi amiga daba vueltas detrás de mí, haciendo piruetas a cada estrofa.
Quise explicarle a Arden que, a veces, Pip representaba las palabras: se encorvaba cuando decía «desdicha», o se llevaba la mano al oído al hablar de «sonidos», pero ella miraba absorta las estanterías que teníamos delante, con la mente muy lejos de allí.
—¿Qué ocurre?
—Eve, hay algo que quería contarte. —Se frotó la frente con la mano—. Las cosas que decía en el colegio, ya sabes, las historias de cuando mis padres me llevaban al cine, la cena de Acción de Gracias, el apartamento en la ciudad… —susurró—. Bueno, pues, me las inventé.
—¿Cómo que te las inventaste?
Se miró los pies y, al hacerlo, los mechones de cabello negro le cubrieron la cara.
—Había algo de verdad: yo no era como las demás chicas del colegio —respondió. Tenía los labios muy rojos y agrietados—. Me quedé huérfana antes de la epidemia. No tengo padres, nunca los conocí.
Charlie arrancó unas cuantas notas más al piano, y Arden me observó, esperando mi reacción.
—Entonces, ¿las criadas que te preparaban la ropa por la mañana, el medallón de oro macizo que había prometido regalarte tu madre cuando acabases de estudiar, la casa con piscina y la bañera montada sobre garras de oro… (recordé las historias con las que nos había deslumbrado), todo era mentira?
Ella asintió. Al principio no entendí nada, pero luego me enfadé. Muchas noches, acostada en la cama, había llorado de rabia por no tener lo que Arden poseía. ¡Cuánto hubiese dado porque mi madre me esperase en la ciudad! Era como la ilusión del regalo sin abrir.
—¿Cómo pudiste hacer algo así? —la reprendí.
Se volvió hacia la ventana y contempló su reflejo en el cristal.
—No lo sé.
—Todo el mundo te envidiaba, y tú.
—¡Sí, ya lo sé! —gritó—. Pero todas hablabais de vuestros padres y de vuestra familia. Y yo ni siquiera sabía lo que era una familia. Tuve un abuelo, pero era más cariñoso con su pastor alemán que conmigo. Fue un alivio que se muriese.
La recordé, cuando tenía ocho años, describiendo las fiestas de cumpleaños que su padre le organizaba, su casita en el árbol, cómo su familia «se había situado» en la ciudad antes de que ella se reuniera con sus padres. Arden se mostraba entonces muy contenta y animada.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento muchísimo.
En mi fuero interno quería levantarme, apartarme de ella, pero el dolor de su mirada parecía real y el arrepentimiento sincero. Sí, yo había anhelado reencontrarme con mi madre, cosa que nunca sucedería. Pero al menos tenía recuerdos, imágenes que mi memoria conservaba: cuando ella me cogía en brazos para que alcanzase los bastoncitos de caramelo del árbol de Navidad, o cuando las dos pintábamos con los dedos. Y a diferencia de las de Arden, mis historias eran reales.
—Yo también lo siento —dije, aunque no soportaba mirarla.
Permanecimos un rato sentadas, una al lado de la otra, mientras los chicos devoraban el botín.
—Supongo que lo que intento decir… —Arden rompió el silencio al fin—. Lo que intento decir es gracias. —Sin dejar de mirar al frente, se protegió el cuello con el grueso jersey verde.
—¿Por qué? —pregunté sin poder reprimir la brusquedad del tono.
—Por salvarme la vida. —Me miró al fin a la cara—. Nadie ha sido nunca tan… tan bueno conmigo. —La barbilla le tembló casi imperceptiblemente, y pese a tener los ojos cerrados, le brotaron las lágrimas.
Le di unas palmaditas en la espalda para calmarla. Nunca la había visto disgustada, sino que era de las que tenían a gala no llorar, la que mataba los conejitos, la que nunca se quejaba cuando estaba enferma.
—No te preocupes. —Le acaricié la cabeza, enredándole los dedos en la negra maraña de su melenita—. No tienes nada que agradecerme. Tú habrías hecho lo mismo por mí.
Hizo un gesto dubitativo, como si no estuviese muy segura.
—A veces ni siquiera sabía dónde estaba. Solo recuerdo que me peinabas, me lavabas la cara y… —La voz se le quebró.
La atraje hacia mí y la abracé.
—No pasa nada. En serio. —Sentí su aliento en mi oreja, impregnado de algo húmedo. Su pecho se agitó debajo de mí, y entonces me di cuenta de que estaba llorando con verdadera desesperación. Sus lágrimas me calaron el jersey hasta mojarme los hombros—. No pasa nada —repetí.
—Ya lo sé. —Se sorbió la nariz, sin mirarme a los ojos. Después se apartó y, al secarse las mejillas con las manos, se ensució el contorno de sus enrojecidos ojos de color avellana—. Sí, lo sé.