Estado de miedo (17 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—De acuerdo, de acuerdo —contestó Morton, aferrado al podio—. He dicho lo que acabo de decir por Dorothy. Mi querida difunta esposa…

—Gracias, George. —Drake había empezado a aplaudir, con las manos a la altura de la cabeza, indicando con gestos al público que lo imitase—. Gracias.

—… a quien echo mucho de menos…

—Señoras y señores, demos las gracias…

—Sí, de acuerdo, ya me voy.

En medio de apagados aplausos, Morton abandonó el escenario arrastrando los pies y Drake ocupó el podio de inmediato e hizo una seña a la banda. Los músicos acometieron una briosa versión de «You May Be Right» de Billy Joel, porque alguien les había dicho que era la canción preferida de Morton. Lo era, pero no parecía una elección muy acertada dadas las circunstancias.

Herb Lowenstein se inclinó hacia Evans desde la mesa contigua y, agarrándolo del hombro, lo atrajo hacia sí.

—Oye —susurró con vehemencia—. Sácalo de aquí.

—Enseguida —respondió Evans—. No te preocupes.

—¿Sabías que iba a ocurrir esto?

—No, te lo juro.

Lowenstein soltó a Evans en cuanto George Morton regresó a la mesa. Los asistentes no salían de su asombro. Pero Morton tarareaba alegremente al son de la música:

—«Puede que tú tengas razón y yo esté loco…».

—Vamos, George —dijo Evans, poniéndose en pie—. Salgamos de aquí.

Morton no le prestó atención.

—«… pero quizá sea un chiflado lo que buscas…».

—¿George? ¿Qué dices? —Evans lo cogió del brazo—. Vamos.

—«… apaga la luz, no intentes salvarme…».

—No pretendo salvarte —dijo Evans.

—¿Y entonces por qué no nos tomamos otro maldito Martini? —preguntó Morton, dejando de cantar. Tenía una mirada fría, un tanto dolida—. Creo que me lo he ganado, joder.

—Harry te servirá uno en el coche —contestó Evans, alejando a Morton de la mesa—. Si te quedas aquí, tendrás que esperar a que te lo traigan. Y en este momento no te conviene esperar para una bebida… —Evans continuó hablando, y Morton se dejó guiar afuera de la sala.

—«… demasiado tarde para luchar —cantó—, demasiado tarde para cambiarme…».

Antes de que saliesen de la sala, los focos de una cámara de televisión les iluminaron las caras y dos periodistas plantaron pequeñas grabadoras frente a Morton. Todo el mundo hacía preguntas a gritos. Evans agachó la cabeza y dijo:

—Discúlpennos, lo siento, nos vamos, discúlpennos… Morton no dejó de cantar. Se abrieron paso a través del vestíbulo del hotel. Los periodistas corrían frente a ellos, tratando de situarse a cierta distancia por delante para filmarlos mientras avanzaban. Evans sujetó a Morton con firmeza del codo mientras él canturreaba:

—Solo estaba pasándomelo bien, no hacía mal a nadie, y todos nos hemos divertido este fin de semana para variar…

—Por aquí —dijo Evans, dirigiéndose hacia la puerta.

—Me quedé aislado en la zona de combate…

Finalmente cruzaron las puertas de vaivén y salieron a la noche. Al notar el aire frío, Morton dejó de cantar repentinamente. Aguardaron a que llegase la limusina. Sarah salió y se colocó junto a Morton. Sin hablar, le apoyó la mano en el brazo.

A continuación salieron los periodistas y los focos se encendieron otra vez. Y entonces irrumpió Drake a través de las puertas, diciendo:

—Maldita sea, George…

Se interrumpió al ver las cámaras. Lanzó una mirada de ira a Morton, se dio media vuelta y entró de nuevo. Las cámaras siguieron grabando, pero los tres permanecieron allí inmóviles. La espera resultó incómoda. Después de lo que se les antojó una eternidad, la limusina se detuvo ante ellos. Harry rodeó el coche y le abrió la puerta a George.

—Adelante, George —dijo Evans.

—No, esta noche no.

—Harry espera, George.

—He dicho que esta noche no.

Se oyó un ronco gruñido en la oscuridad y un Ferrari descapotable plateado paró junto a la limusina.

—Mi coche —dijo Morton. Empezó a bajar por la escalera, tambaleándose un poco.

—George, no creo… —dijo Sarah. Pero él empezó a cantar otra vez:

—Y me aconsejaste que no condujese, pero llegué vivo a casa, y tú dijiste que eso solo demuestra que estoy looooooco.

—Está loco, desde luego —masculló uno de los periodistas. Evans, muy preocupado, siguió a Morton.

Morton dio cien dólares de propina al mozo del aparcamiento, diciendo:

—Uno de veinte para usted, buen hombre. —Manipuló torpemente la puerta del Ferrari—. Estos coches de importación italianos tan pequeños… —Se sentó al volante, revolucionó el motor y sonrió—. Vaya, un sonido viril.

Evans se inclinó junto al coche.

—George, deja conducir a Harry. Además —añadió—, ¿no tenemos que hablar de algo?

—No.

—Pero pensaba…

—Muchacho, sal de mi camino. —Los focos de las cámaras seguían iluminándolos, pero Morton se apartó para quedar a la sombra que proyectaba el cuerpo de Evans—. No sé si sabes que los budistas tienen un dicho.

—¿Cuál?

—Recuérdalo, muchacho. Es este: «Lo que importa no está a mucha distancia de donde se encuentra el Buda».

—George, de verdad creo que no deberías conducir.

—¿Recordarás lo que acabo de decirte?

—Sí.

—Sabiduría ancestral. Adiós, muchacho.

Y aceleró, abandonando con un rugido el aparcamiento mientras Evans retrocedía de un salto. El Ferrari chirrió en la esquina, haciendo caso omiso a un stop, y desapareció.

—Vamos, Peter.

Evans se dio la vuelta y vio a Sarah de pie junto a la limusina.

Harry se sentaba ya al volante. Evans ocupó el asiento trasero con Sarah, y siguieron a Morton.

El Ferrari torció a la izquierda al pie de la cuesta y se perdió de vista. Harry aceleró, manejando la enorme limusina con pericia.

—¿Sabes adónde va? —preguntó Evans.

—Ni idea —contestó Sarah.

—¿Quién le escribió el discurso?

—Él mismo.

—¿De verdad?

—Ayer estuvo trabajando en casa todo el día y no me dejó ver qué hacía.

—Dios santo —dijo Evans~. ¿Montaigne?

—Tenía un libro de citas.

—¿De dónde sacó eso de Dorothy?

—No tengo la menor idea —contestó ella, negando con la cabeza.

Dejaron atrás el Golden Gate Park. El tráfico era fluido; el Ferrari avanzaba deprisa, serpenteando entre los coches. Delante se hallaba el puente del Golden Gate, vivamente iluminado. Morton aceleró. El Ferrari iba casi a ciento cuarenta kilómetros por hora.

—Va a Marin —dijo Sarah.

Sonó el móvil de Evans. Era Drake.

—¿Quieres decirme a qué ha venido eso?

—Lo siento, Nick, pero no lo sé.

—¿Lo ha dicho en serio? ¿Eso de que iba a retirar el apoyo?

—Me parece que sí.

—Es increíble. Obviamente ha sufrido una crisis nerviosa.

—No sabría decirte.

—Ya me lo temía —dijo Drake—. Me temía que algo así podía ocurrir. ¿Recuerdas el viaje en avión desde Islandia? Yo te lo dije, y me contestaste que no debía preocuparme. ¿Mantienes la misma opinión? ¿No debo preocuparme?

—No entiendo tu pregunta, Nick.

—Ann Garner dice que George firmó unos papeles en el avión.

—Así es.

—¿Tienen relación con esta repentina e inexplicable retirada del apoyo a la organización que amaba y respetaba?

—Parece haber cambiado de idea —respondió Evans.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Porque esas eran sus órdenes.

—Vete a la mierda, Peter.

—Lo siento.

—No tanto como deberías.

La línea quedó en silencio. Drake había colgado. Evans cerró el teléfono.

—¿Drake se ha enfadado? —preguntó Sarah.

—Está furioso.

Tras cruzar el puente, Morton se dirigió al oeste, alejándose de las luces de la autopista por una carretera oscura que bordeaba los acantilados. Conducía a mayor velocidad.

—¿Sabe dónde estamos? —preguntó Evans a Harry.

—Creo que es un parque estatal.

Harry procuraba no rezagarse, pero en aquella carretera estrecha y tortuosa la limusina no era rival para el Ferrari. Sacaba cada vez más ventaja. Pronto ya solo verían las luces de posición que desaparecían en las curvas quinientos metros por delante de ellos.

—Vamos a perderlo —dijo Evans.

—Lo dudo —contestó Harry.

Pero la limusina perdió terreno gradualmente. Cuando Harry tomó una curva demasiado deprisa, la enorme parte trasera derrapó y se desplazó hacia el borde del acantilado; se vieron obligados a reducir la marcha. Aquella era una zona despoblada. La noche era oscura y los acantilados estaban desiertos. Una luna naciente proyectaba una veta de plata en las negras aguas.

Delante, no veían ya las luces de posición. Daba la impresión de que estaban solos en la carretera oscura.

Al doblar un recodo, vieron la curva siguiente a unos cien metros, desdibujada por una nube de humo gris.

—¡Oh, no! —exclamó Sarah, y se llevó una mano a la boca.

El Ferrari había derrapado, chocado contra un árbol y dado una vuelta de campana. Volcado, era ahora una masa arrugada y humeante. No se había despeñado por muy poco. El morro del coche asomaba sobre el borde del acantilado.

Evans y Sarah corrieron hacia allí. Evans se agachó y, avanzando de rodillas por el borde del acantilado, intentó distinguir algo en el interior del compartimento del conductor. Apenas se veía nada; el parabrisas se había aplastado y el bastidor del Ferrari yacía casi a ras de la calzada. Harry se acercó con una linterna, y Evans la utilizó para escrutar dentro.

El compartimento estaba vacío. La pajarita negra de Morton colgaba del tirador de la puerta, pero él había desaparecido.

—Debe de haber salido despedido.

Evans dirigió el haz de luz acantilado abajo, una escarpada pendiente de unos veinticinco metros hasta el mar formada por rocas amarillas desprendidas. No vio el menor rastro de Morton.

Sarah lloraba en silencio. Harry había ido a buscar un extintor a la limusina. Evans recorrió una y otra vez la pared rocosa con la luz. No vio el cuerpo de George, no vio indicio alguno de George. Ninguna alteración, ningún sendero, ningún trozo de ropa. Nada. A sus espaldas oyó el ruido del extintor. Se apartó del borde del acantilado.

—¿Lo ha visto? —preguntó Harry con semblante afligido.

—No. No he visto nada.

—Quizá… por allí. —Harry señaló hacia el árbol. Y estaba en lo cierto; si Morton había salido despedido en el impacto inicial, podía hallarse veinte metros más atrás, en la carretera.

Evans retrocedió y volvió a iluminar el precipicio con la linterna. Se agotaban las pilas y el haz era cada vez más débil. Pero casi de inmediato vio el reflejo de un zapato de charol, encajado entre las rocas a la orilla del mar.

Se sentó en la carretera y apoyó la cabeza en las manos y lloró.

POINT MOODY
MARTES, 5 DE OCTUBRE
3.10 H

Cuando la policía acabó de hablar con ellos y un equipo de rescate hubo descendido en rappel por el acantilado para recuperar el zapato, eran las tres de la madrugada. No hallaron ningún otro rastro del cuerpo, y los agentes, hablando entre sí, coincidieron en que las corrientes dominantes probablemente arrastrarían el cuerpo hacia el norte hasta Pismo Beach.

—Lo encontraremos dentro de una o dos semanas —dijo uno—. O al menos lo que dejen los tiburones blancos.

Estaban ya retirando los restos del coche y cargándolos en la plataforma de un camión. Evans deseaba marcharse, pero el policía de carretera que le había tomado declaración volvía una y otra vez a pedir más detalles. Era un chico de poco más de veinte años. Al parecer, no había rellenado muchos de esos formularios.

La primera vez que volvió a acercarse a Evans, preguntó:

—¿Cuánto tiempo cree que había pasado desde el accidente cuando ustedes llegaron al lugar?

—No estoy seguro —respondió Evans—. El Ferrari nos llevaba unos quinientos metros de ventaja, quizá más. Probablemente íbamos a unos sesenta y cinco kilómetros por hora, así que… tal vez un minuto.

El chico pareció alarmado.

—¿Iban a sesenta y cinco kilómetros en esa limusina? ¿Por esta carretera?

—Bueno, no me haga mucho caso. Más tarde, regresó y preguntó:

—Me ha dicho que ha sido usted el primero en llegar. ¿Me ha comentado que se ha acercado de rodillas al borde de la carretera?

—Así es.

—Siendo así, habrá pisado cristales rotos en la calzada.

—Sí. El parabrisas estaba hecho añicos. También lo he notado en las manos al agacharme.

—Eso explica porque la hierba estaba alterada.

—Sí.

—Es una suerte que no se haya cortado las manos.

—Sí.

La tercera vez preguntó:

—Según sus cálculos, ¿a qué hora se ha producido el accidente?

—¿A qué hora? —Evans consultó su reloj—. No tengo la menor idea. Pero déjeme ver… —Intentó remontarse en el tiempo. El discurso había empezado a eso de las ocho y media. Morton debía de haber salido del hotel a las nueve. Había cruzado primero San Francisco y luego el puente… _. Quizá a las diez menos cuarto o las diez de la noche.

—¿Hace unas cinco horas, pues? ¿Poco más o menos?

—Sí.

—Ah —dijo el chico como si se sorprendiese.

Evans dirigió la mirada hacía el camión, donde se encontraban ya los restos deformes del Ferrari. Había un policía de pie en lo alto de la plataforma junto al coche. En la carretera, otros tres conversaban animadamente. Un cuarto hombre, en esmoquin, hablaba con los agentes. Cuando el hombre se volvió, Evans advirtió, para su asombro, que era John Kenner.

—¿Qué pasa? —preguntó Evans al chico.

—No lo sé. Simplemente me han pedido que compruebe la hora del accidente.

A continuación, el conductor del camión subió a la cabina y puso el motor en marcha. Uno de los policías gritó al chico:

—¡Déjalo ya, Eddie!

—Bueno, da igual —dijo el chico a Evans—. Parece que todo está en orden.

Evans miró a Sarah para ver si había advertido la presencia de Kenner. Estaba apoyada en la limusina, hablando por teléfono. Evans volvió la vista atrás a tiempo de ver a Kenner entrar en una berlina oscura conducida por el nepalí y alejarse.

La policía se marchaba. El camión cambió de sentido y enfiló la carretera en dirección al puente.

—Parece que es hora de irse —dijo Harry.

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