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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (48 page)

BOOK: Estado de miedo
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—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Evans—. ¿Volver a Washington con tu novio?

—No lo creo.

—¿Y entonces?

—En realidad había pensado irme contigo.

—¿Conmigo?

—Trabajas con John Kenner, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? —dijo Evans.

Ella se limitó a sonreír.

Al salir por la puerta trasera, oyeron la rueda de prensa por el altavoz. En ese momento hablaba Drake, y daba gracias a los periodistas por su presencia, los animaba a asistir al inminente congreso y declaraba que el verdadero peligro del calentamiento del planeta residía en el riesgo potencial de cambio climático abrupto. Y a continuación dijo:

—Discúlpenme, pero por desgracia me veo obligado a anunciar un hecho sumamente triste. Acaban de entregarme una nota donde se me comunica que se ha hallado el cuerpo de mi querido amigo George Morton.

CULVER CITY
MARTES, 12 DE OCTUBRE
14.15 H

Los noticiarios de la tarde ofrecieron la noticia completa. El cadáver del financiero multimillonario George Morton había llegado a la costa arrastrado por el mar cerca de Pismo Beach. La identificación se llevó a cabo a partir de la ropa y el reloj encontrado en la muñeca de la víctima. El cuerpo estaba mutilado como consecuencia de los ataques de los tiburones, explicó el locutor.

La familia del filántropo había sido ya informada, pero no se había fijado aún la fecha del funeral. Incluyeron unas declaraciones de Nicholas Drake, íntimo amigo de Morton y director del NERF. Drake decía que Morton había consagrado su vida al movimiento ecologista y a la labor de organizaciones como el NERF, que recientemente lo había designado su Ciudadano Consciente del Año.

«Si alguien era consciente de los atroces cambios que se están experimentando en todo el planeta, ese era George Morton —dijo Drake—. Desde que supimos que había desaparecido, albergamos la esperanza contra todo pronóstico de que se lo encontrara con buena salud y buen ánimo. Me entristece saber que no ha sido así. Lamento la pérdida de mi querido y abnegado amigo. Sin él, el mundo es un lugar peor».

Evans iba al volante de su coche cuando Lowenstein lo telefoneó.

—¿Qué estás haciendo?

—Vuelvo de la rueda de prensa a la que se me ordenó asistir.

—Bien, pues ahora irás a San Francisco.

—¿Por qué?

—Han encontrado a Morton. Alguien tiene que identificar el cuerpo.

—¿Y su hija?

—Está en rehabilitación.

—¿Y su ex mujer? ¿Y…?

—Evans, te han designado a ti oficialmente. Arréglatelas como puedas. El equipo forense no quiere retrasar la autopsia, así que necesitan una identificación antes de la cena.

—Pero…

—Mueve el culo y llega allí cuanto antes. No sé a qué viene tanta queja. Coge su avión, por Dios. Por lo que he oído, ya te has servido de él bastante en los últimos tiempos. Ahora que ha muerto, mejor será que te andes con cuidado. Ah, otra cosa. Como no eres de la familia, es necesario que lo identifiquen dos personas.

—Bueno, puedo llevar a Sarah, su secretaria…

—No. Drake quiere que lleves a Ted Bradley.

—¿Por qué?

—¿Y a mí qué me cuentas? Bradley quiere ir. Drake quiere complacerle, tenerlo contento. Seguramente Bradley piensa que allí habrá cámaras. Al fin y al cabo es actor. Y era íntimo amigo de George.

—Más o menos.

—En el banquete, estuvo en la mesa de cabecera contigo.

—Pero Sarah sería…

—Evans, ¿qué parte de esto no has entendido? Vas a ir a San Francisco y vas a llevar a Bradley. Punto.

Evans dejó escapar un suspiro.

—¿Dónde está Bradley?

—En Secuoya. Tienes que pasar a recogerlo.

—¿En Secuoya?

—El parque nacional. Te cae de camino.

—Pero…

—Bradley ya está avisado. Mi secretaria te dará el número del depósito de cadáveres de San Francisco. Adiós, Evans. No la cagues.

Un chasquido.

—¿Algún problema? —preguntó Jennifer.

—No. Pero tengo que ir a San Francisco.

—Te acompaño —propuso ella—. ¿Quién es Sarah?

—La secretaria particular de Morton. Su vieja ayudante.

—He visto fotos suyas. No parece muy vieja.

—¿Dónde has visto fotos?

—En una revista. Eran de un torneo de tenis. Ha jugado en campeonatos o algo así, ¿no?

—Supongo.

—Habría pensado que, como pasabas tanto tiempo con Morton, la conocerías bien.

—En realidad no —contestó él, encogiéndose de hombros—. Bueno, hemos pasado más tiempo juntos estos últimos días.

—Ajá. —Jennifer lo miró, sonriente—. Peter, no me importa.

Es preciosa. Me parece natural.

—No, no —dijo Evans, y alargó la mano para coger el teléfono—. No es eso. —Impaciente por poner fin a esa conversación, marcó el número de la policía de Beverly Hills y preguntó por el inspector Perry. El inspector aún no había vuelto del juzgado. Evans dejó un mensaje y colgó. Se volvió hacia Jennifer—. ¿Cuál es el proceso cuando dictan una orden de detención contra ti?

—Derecho penal. No es mi especialidad. Lo siento.

—La mía tampoco.

—¿Van a detenerte?

—Espero que no.

A continuación telefoneó Lisa, la locuaz secretaria de Herb Lowenstein.

—Hola, Peter. Tengo los números del señor Bradley y del depósito de cadáveres de San Francisco. Cierran a las ocho. ¿Puedes llegar antes de esa hora? Herb quiere saberlo. Está muy nervioso.

—¿Por qué?

—Nunca lo he visto así. Es decir, no desde hacía unas semanas.

—¿Qué ocurre?

—Creo que está alterado por lo de George. Semejante conmoción. Y además Drake no deja de agobiado. Hoy debe de haber llamado cinco veces. Y creo que han hablado de ti…

—¿De mí?

—Sí. —Lisa bajó la voz y adoptó un tono de complicidad—. Herb tenía la puerta cerrada mientras hablaba pero… esto… he oído alguna que otra cosa.

—¿Cómo qué? —preguntó Evans.

—No digas nada.

—No te preocupes.

—Quiero decir que yo estaba muy… simplemente he pensado que te interesaría saberlo.

—Me interesa.

—Porque aquí se ha hablado mucho —dijo Lisa bajando aún más la voz— de si tendrías que irte.

—¿Irme del bufete?

—Esto… si convendría dejarte marchar. He pensado que querrías saberlo.

—Sí. Gracias. ¿Quién ha hablado de eso?

—Bueno, Herb. Y Don Blandings, y otro par de socios mayoritarios. Bob y Louise. Porque resulta que Nick Drake, por alguna razón, está furioso contigo y con alguien a quien tú has visto últimamente, un tal Kanner o Connor.

—Entiendo.

—El señor Drake está muy molesto con ese señor Connor.

—¿Yeso por qué?

—Dice que es un espía. Al servicio de la industria, de los contaminadores.

—Entiendo.

—El caso es que aquí se considera que el señor Drake es un cliente importante y tú lo has sacado de quicio. Aun así, no se atreverían a despedirte si Morton estuviese vivo. Pero ya no lo está. Además, no te dejas ver por aquí. Y la policía llama para preguntar por ti, cosa que, debo decirte, no es nada bueno. Pone nervioso a todo el mundo. Y… por cierto, ¿qué haces con ese señor Connor?

—Es una larga historia.

—Peter, yo te lo he contado.

—Parecía ofendida.

Evans sabía que debía intercambiar información.

—Está bien —dijo, procurando mostrarse reacio—. Llevo a cabo un encargo que me hizo el señor Morton antes de morir. —¿En serio? ¿Qué es?

—Es un secreto. Todavía no puedo decírtelo.

—¿George Morton te hizo un encargo?

—Por escrito —contestó Evans, pensando: «Eso la aplacará».

—Vaya. No se atreverán a despedirte si estás ocupándote de los asuntos del bufete.

—Lisa, tengo que dejarte.

—Y si lo hiciesen, sería un despido tan improcedente…

—Lisa…

—Está bien, está bien. Ya sé que no puedes hablar. Pero… ¡buena suerte!

Evans colgó. Jennifer sonreía. —Has estado muy hábil —dijo.

—Gracias.

Pero no le devolvió la sonrisa. Desde su punto de vista, el mundo estrechaba su cerco en torno a él. No le gustaba. Y seguía muy, muy cansado.

Telefoneó a Sarah para que organizase el viaje en avión, pero le salió el buzón de voz. Llamó al piloto y le dijeron que estaba en el aire.

—¿Qué quiere decir?

—Está volando en este preciso momento.

—¿Dónde?

—Eso no se lo puedo decir. ¿Quiere dejarle un mensaje de voz?

—No —contestó Evans—. Necesito encargar un avión.

—¿Para cuándo?

—Dentro de media hora. Para ir a San Francisco, con una parada en el aeropuerto más cercano a Secuoya. Con regreso esta noche.

—Veré qué puedo hacer.

Y de pronto la fatiga venció a Evans. Se detuvo en el arcén de la carretera y salió del coche.

—¿Qué pasa? —preguntó Jennifer.

—¿Sabes cómo llegar a Van Nuys?

—Claro.

—Pues conduce tú.

Evans se dejó caer en el asiento del acompañante y se abrochó el cinturón de seguridad. La observó por un momento mientras se reincorporaba a la circulación y luego cerró los ojos y se durmió.

SECUOYA
MARTES, 12 DE OCTUBRE
16.30 H

El lecho del bosque estaba oscuro y fresco. Los haces de luz se filtraban a través de los magníficos árboles que se alzaban alrededor. Olía a pino. La tierra se notaba blanda bajo los pies.

Era un lugar agradable, con el suelo moteado de sol; aun así, las cámaras de televisión tuvieron que encender sus focos para filmar a los colegiales de tercer curso sentados en círculos concéntricos en torno al famoso actor y activista Ted Bradley. Este vestía una camiseta negra que realzaba su maquillaje y su moreno natural.

—Estos maravillosos árboles son vuestro derecho inalienable —dijo, señalando alrededor—. Llevan aquí desde hace siglos, desde mucho antes de que vosotros nacieseis, de que naciesen vuestros padres, vuestros abuelos, vuestros bisabuelos. Algunos estaban ya antes de que Colón llegase a América. Antes de que llegasen los indios, antes de todo. Estos árboles son los seres vivos más viejos del planeta. Son los guardianes de la Tierra. Son sabios y tienen un mensaje que ofrecemos: dejad en paz al planeta. No lo estropeéis, y tampoco a nosotros. Y debemos escuchados.

Los niños lo miraban boquiabiertos, inmóviles. Las cámaras enfocaban a Bradley.

—Pero ahora estos magníficos árboles, después de sobrevivir a la amenaza del fuego, la amenaza de la tala, la amenaza de la erosión del terreno, la amenaza de la lluvia ácida, se enfrentan a la mayor amenaza de todas: el calentamiento del planeta. Vosotros, niños, sabéis qué es el calentamiento del planeta, ¿no?

—Se alzaron muchas manos en el círculo.

—¡Yo lo sé, yo lo sé!

—Me alegro —dijo Bradley, haciendo señas a los niños para que bajasen las manos. Allí el único que hablaría sería Ted Bradley—. Pero quizá no sepáis que el calentamiento del planeta va a provocar un cambio muy repentino en nuestro clima. Quizá pasen solo unos meses o unos años, y de pronto hará mucho más calor o mucho más frío, y llegarán hordas de insectos y enfermedades que acabarán con estos extraordinarios árboles.

—¿Qué clase de insectos? —preguntó un niño.

—Insectos malos —contestó Bradley—. De los que se comen los árboles, se meten dentro y los devoran.

—Movió las manos imitando el avance de los parásitos.

—Un insecto tardaría mucho tiempo en comerse todo un árbol —dijo una niña.

—No, nada de eso —respondió Bradley—. He ahí el problema, porque el calentamiento del planeta implica que llegarán muchos insectos, una plaga de insectos, y se comerán los árboles de prisa.

De pie a un lado, Jennifer se inclinó hacia Evans.

—¿Puedes creerte esta mierda?

Evans bostezó. Había dormido durante el vuelo, y había vuelto a adormilarse en el viaje en coche desde el aeropuerto hasta esta arboleda del parque nacional de Secuoya. Mientras miraba a Bradley, se sentía amodorrado. Amodorrado y aburrido.

A esas alturas los niños empezaban a moverse inquietos, y Bradley se volvió de cara a las cámaras. Habló con la autoridad desenvuelta que había adquirido interpretando el papel de presidente durante largos años en la televisión.

—La amenaza del cambio climático abrupto —dijo— es tan devastadora para el género humano, y para la vida en este planeta, que en todas partes del mundo se celebran congresos para abordar el tema. Mañana empieza en Los Ángeles un congreso donde los científicos estudiarán cómo mitigar esta terrible amenaza, pero si no hacemos nada, la catástrofe es inminente. Y estos árboles poderosos y magníficos serán un recuerdo, una postal del pasado, una instantánea de la falta de humanidad del hombre para con la naturaleza. Somos responsables del cambio climático catastrófico. Y solo nosotros podemos impedirlo.

Concluyó, volviéndose un poco para mostrar su mejor perfil, y dirigió una penetrante mirada a la lente con sus ojos azules.

—Tengo pipí —dijo una niña.

El avión despegó y se elevó sobre el bosque.

—Perdona las prisas —dijo Evans—. Pero tenemos que llegar al depósito de cadáveres antes de las seis.

—No importa, no importa. —Bradley esbozó una sonrisa de condescendencia. Después de su charla, había dedicado unos minutos a firmar autógrafos para los niños. Las cámaras filmaron también eso. Se volvió hacia Jennifer y le dirigió su mejor sonrisa—. ¿Y usted a qué se dedica, señorita Haynes?

—Formo parte del equipo jurídico para el caso del calentamiento del planeta.

—Estupendo, es uno de los nuestros. ¿Cómo va la demanda?

—Bien —contestó ella, lanzando una mirada a Evans.

—Tengo la sensación de que es usted tan brillante como hermosa —dijo Bradley.

—La verdad es que no —respondió ella.

Evans advirtió que el actor la irritaba.

—Es usted muy modesta, rasgo que resulta encantador.

—Soy sincera, y debo decirle que no me gustan los halagos.

—En su caso no puede decirse que sea un halago.

—Y en el suyo, no puede decirse que sea sincero —replicó Jennifer.

—Créame cuando le digo que admiro sin reservas la labor que llevan a cabo —insistió Bradley—. Espero con impaciencia su embestida contra la EPA. Tenemos que mantener la presión. Por eso he dado la charla a esos niños. Es un segmento de audiencia televisiva infalible para cuestiones como el cambio climático abrupto. Y me parece que ha salido muy bien, ¿no le parece?

BOOK: Estado de miedo
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