Mientras Evans aguardaba, echó un vistazo a su izquierda. En la calle, a una manzana, vio acercarse el Prius azul. Pasó de largo sin aminorar la marcha y desapareció tras una curva.
Quizá no le seguían.
Respiró hondo y dejó escapar el aire poco a poco. La verja se abrió por completo, y Evans entró.
Eran casi las cuatro cuando Evans recorrió el camino de acceso hasta la casa de Morton. Numerosos guardias de seguridad pululaban por la finca. Varios buscaban entre los árboles cerca de la verja de entrada y había más en el camino, agrupados en torno a unas cuantas furgonetas con el rótulo
SERVICIO DE SEGURIDAD ANDERSON
.
Evans aparcó junto al Porsche de Sarah y fue hacia la puerta delantera. Le abrió un guardia de seguridad.
—La señorita Jones le espera en la sala de estar.
Atravesó el amplio vestíbulo y dejó atrás la escalera curva que ascendía a la planta superior. Entró en la sala de estar, previendo encontrarse con el mismo desorden que había presenciado en su propio apartamento, pero allí todo parecía en su sitio. Daba la impresión de que la habitación continuaba tal como Evans la recordaba.
La disposición de la sala se había concebido con el propósito de exhibir la amplia colección de antigüedades asiáticas de Morton. Por encima de la chimenea había un gran panel chino con relucientes nubes doradas. Junto al sofá se alzaba un pedestal sobre el que descansaba un gran busto de piedra del yacimiento camboyano de Angkor, con una media sonrisa dibujada en los gruesos labios; contra una pared, se hallaba un
tansu
japonés del siglo XVII, de lustrosa madera noble. Tallas sumamente raras de doscientos años de antigüedad realizadas por Hiroshige colgaban de la pared del fondo. Un Buda birmano, labrado en madera descolorida, montaba guardia a la entrada de la habitación contigua, la sala de audiovisual.
En el centro, rodeada de estas antigüedades, estaba Sarah, repantigada en el sofá, con la mirada fija en la ventana y semblante inexpresivo. Se volvió hacia Evans en cuanto entró.
—¿Han forzado tu apartamento?
—Sí. Es un caos.
—También en esta casa han entrado por la fuerza. Debió de ser anoche. Los de seguridad intentan averiguar cómo pudo ocurrir. Fíjate en esto.
Se levantó y empujó el pedestal que sostenía la cabeza camboyana. Teniendo en cuenta el peso de la cabeza, el pedestal se desplazó con sorprendente facilidad y dejó a la vista una caja fuerte empotrada en el suelo. La puerta estaba abierta. Apilados ordenadamente en el interior, Evans vio unos sobres marrones.
—¿Qué se han llevado? —preguntó.
—Que yo sepa, nada —respondió Sarah—. En apariencia, todo sigue en su sitio. Pero no sé qué guardaba George exactamente en estas cajas fuertes. Eran sus cajas. Yo rara vez tenía acceso.
Se acercó al
tansu
y, tras correr primero un panel central y luego un falso panel posterior, dejó a la vista otra caja en la pared de detrás. También estaba abierta.
—Hay seis cajas en la casa —dijo ella—. Tres aquí abajo, una en el despacho del piso de arriba, una en el sótano y otra en el armario de su dormitorio. Las abrieron todas.
—¿Por la fuerza?
—No. Alguien conocía las combinaciones.
—¿Lo has denunciado a la policía? —quiso saber Evans.
—No.
—¿Por qué no?
—Antes quería hablar contigo.
Sarah tenía la cabeza muy cerca de la suya. Evans olía su suave perfume. Preguntó:
—¿Por qué?
—Es evidente. Alguien conocía las combinaciones, Peter.
—Quieres decir que ha sido alguien cercano.
—Forzosamente.
—¿Quién hay en la casa por la noche?
—Dos amas de llaves duermen en el lado opuesto. Pero anoche libraban, así que no estaban aquí.
—¿No había nadie en la casa, pues?
—No.
—¿Y la alarma?
—La conecté yo misma antes de salir ayer hacia San Francisco.
—¿La alarma no se activó?
Sarah negó con la cabeza.
—Es decir que alguien conocía el código —dedujo Evans—. O sabía cómo aludida. ¿Y las cámaras de seguridad?
—Las hay por toda la finca, dentro y fuera de la casa. Las imágenes se graban en un disco duro guardado en el sótano.
—¿Las has visto?
Ella asintió.
—Solo se ve estática. Borraron el disco. Los de seguridad están intentando recuperar algo, pero… —Se encogió de hombros—. No creo que lo consigan.
Borrar un disco duro no estaba al alcance de un ladrón cualquiera.
—¿Quién tiene los códigos de la alarma y las combinaciones de las cajas fuertes?
—Que yo sepa, solo George y yo. Pero salta a la vista que también los conocía alguien más.
—Creo que deberías avisar a la policía —sugirió Evans.
—Buscan algo. Algo que George tenía. Algo que creen que ahora tiene uno de nosotros. Piensan que George nos lo dio.
Evans arrugó la frente.
—Pero si eso es verdad, ¿por qué actúan con tan poca discreción? Arrasaron mi apartamento, así que inevitablemente tenía que darme cuenta. E incluso aquí han dejado las cajas abiertas, para asegurarse de que tú supieses que habían entrado a robar.
—Así es —dijo Sarah—. Quieren que sepamos qué están haciendo. —Se mordió el labio—. Quieren asustamos para que corramos a recuperar eso, sea lo que sea, y luego nos seguirán y nos lo quitarán.
Evans se quedó pensando.
—¿Tienes idea de qué podría ser?
—No —contestó Sarah—. ¿Y tú?
Evans se acordó de la lista de la que George le había hablado en el avión. La lista cuya explicación no llegó a darle antes de su muerte. Pero sin duda cabía deducir que Morton había pagado mucho dinero por esa lista. Sin embargo, por alguna razón, Evans no se decidió a mencionarla.
—No —dijo.
—¿Te dio algo George?
—No.
—A mí tampoco. —Sarah volvió a morderse el labio—. Creo que deberíamos irnos.
—¿Irnos?
—Marchamos de la ciudad durante un tiempo.
—Es lógico sentirse así después de un robo —dijo él—. Pero creo que en este momento lo correcto sería avisar a la policía.
—A George no le gustaría.
—Sarah, George ya no está entre nosotros.
—George detestaba a la policía de Beverly Hills.
—Sarah…
—Nunca los llamaba. Siempre utilizó un servicio de seguridad privado.
—Es posible, pero…
—No harán más que tomar nota de la denuncia.
—Quizá, pero…
—¿Tú has avisado a la policía por lo de tu apartamento?
—Todavía no, pero lo haré.
—Muy bien, pues llámalos. Es una pérdida de tiempo, ya lo verás.
El teléfono de Evans emitió un pitido. Era un mensaje de texto.
Miró el visor. Rezaba:
VEN AL DESPACHO INMED. URGENTE. N. DRAXE
.
—Oye —dijo—, tengo que ir a ver a Nick.
—No te preocupes por mí.
—Volveré en cuanto pueda —aseguró Evans.
—No te preocupes —repitió Sarah.
Evans se puso en pie, y ella se levantó también. Dejándose llevar por un impulso, la abrazó. Era casi tan alta como él.
—Todo irá bien —dijo—. Descuida. Todo irá bien. Ella le devolvió el abrazo, pero cuando él la soltó, dijo:
—No vuelvas a hacer eso, Peter. No estoy histérica. Nos veremos cuando vuelvas.
Evans se apresuró a marcharse, se sentía como un estúpido.
Cuando llegaba a la puerta, ella preguntó:
—Por cierto, Peter, ¿tienes un arma?
—No. ¿Y tú?
—Solo una Beretta de nueve milímetros, pero es mejor que nada.
—Ah, bien.
Mientras salía, pensó: «Eso lo dice todo sobre la necesidad de una tranquilizadora presencia masculina para la mujer moderna».
Entró en el coche y se dirigió hacia el despacho de Drake.
Solo cuando ya había aparcado y se encaminaba hacia la puerta de entrada del bloque de oficinas, reparó en el Prius azul estacionado al final de la manzana con dos hombres dentro.
Lo observaban.
—¡No, no, no!
Nicholas Drake estaba de pie en la sala audiovisual del NERF, rodeado por media docena de diseñadores gráficos con semblante atónito. En las paredes y mesas había carteles, banderines, folletos, tazas de café y numerosos comunicados de prensa y material para los medios. Todo llevaba estampado un emblema verde y rojo donde se leían, superpuestas, las palabras:
CAMBIO CLIMÁTICO ABRUPTO: LOS PELIGROS DEL FUTURO
.
—No me gusta —declaró Drake—. Esta mierda no me gusta.
—¿Por qué?
—Porque es aburrido. Parece un programa especial de la televisión pública. Aquí necesitamos un poco de garra, un poco de dinamismo.
—En fin —respondió uno de los diseñadores—, no sé si lo recuerda, pero en un principio usted deseaba evitar todo tipo de exageración.
—¿Ah, sí? Pues no, no es verdad. Era Henley quien quería evitar la exageración. Henley pensaba que debía presentarse exactamente como cualquier congreso académico normal. Pero si hacemos eso, los medios no nos prestarán atención. Joder, ¿saben cuántos congresos sobre el cambio climático se celebran cada año? ¿En todo el mundo?
—No. ¿Cuántos?
—Pues, mmm, cuarenta y siete. Pero la cuestión no es esa. —Drake golpeó el emblema con los nudillos—. Fíjese en esto:
«Peligros». Es muy vago. Podría hacer referencia a cualquier cosa.
—Pensaba que era eso lo que usted quería: que hiciese referencia a cualquier cosa.
—No, yo quiero «crisis» o «catástrofe». «La crisis del futuro». «La catástrofe del futuro». Eso es mejor. La «catástrofe» es mucho mejor.
—Ya utilizó «catástrofe» en el último congreso, el de la extinción de las especies.
—Me da igual. Lo usamos porque es eficaz. Este congreso debe llamar la atención sobre una catástrofe.
—Señor Drake —dijo uno de ellos—, con el debido respeto, ¿es exacto decir que el cambio climático abrupto nos llevará a una catástrofe? Porque el material de fondo que nos dieron…
—Sí, maldita sea —prorrumpió Drake—, nos llevará a una catástrofe, créame. Y ahora introduzcan los cambios.
Los artistas gráficos examinaron el material reunido en la mesa.
—Señor Drake, el congreso empieza dentro de cuatro días.
—¿Cree que no lo sé? —repuso Drake—. ¿Cree que no lo sé, joder?
—No estoy muy seguro de hasta qué punto seremos capaces…
—¡Catástrofe! Quiten «peligros»; añadan «catástrofe». Solo les pido eso. No puede ser tan difícil.
—Señor Drake, podemos rehacer el material visual y los emblemas del material para los medios, pero las tazas de café son un problema.
—¿Por qué son un problema?
—Nos las hacen en China, y…
—¿Hechas en China? ¿El país de la contaminación? ¿De quién ha sido la idea?
—Siempre hemos encargado en China las tazas de café para…
—Pues desde luego no podemos utilizadas. Esto es el NERF, por amor de Dios. ¿Cuántas tazas tenemos?
—Trescientas. Se entregan a los corresponsales asistentes, junto con el material para la prensa.
—Pues consiga tazas eco aceptables —ordenó Drake—. ¿No fabrican tazas en Canadá? Nadie se queja nunca de lo que llega de Canadá. Consiga tazas canadienses y estampe en ellas «catástrofe».
—Eso es todo.
Los diseñadores cruzaron miradas.
—Hay un proveedor en Vancouver —dijo uno.
—Pero sus tazas son de color crema…
—Por mí como si son de color verde manzana —replicó Drake levantando la voz—. Ustedes háganlo. ¿Y qué pasa con los comunicados de prensa?
Otro diseñador levantó una hoja.
—Vienen en banderines de cuatro colores impresos con tintas biodegradables en papel reciclado.
Drake cogió una hoja.
—¿Esto es papel reciclado? Tiene muy buen aspecto.
—En realidad es papel nuevo. —El diseñador parecía nervioso—. Pero nadie se dará cuenta.
—Eso no me lo ha dicho, yo no sé nada —repuso Drake—. Es esencial que los materiales reciclados tengan buen aspecto.
—Y lo tienen, señor Drake. No se preocupe.
—Sigamos adelante, pues. —Se volvió hacia los relaciones públicas—. ¿Cuál es la agenda de la campaña?
—Es el habitual lanzamiento explosivo para despertar la conciencia del público ante el cambio climático abrupto —dijo el primer relaciones públicas, poniéndose en pie—. La aparición en prensa inicial será en los programas de entrevistas del domingo por la mañana y en los suplementos dominicales de los periódicos. Hablarán sobre la ceremonia inaugural del congreso el próximo miércoles y entrevistarán a la gente más fotogénica: Stanford, Levine, y otros que ofrecen una buena imagen ante las cámaras. Nos han concedido espacio suficiente en los principales semanarios de todo el mundo:
Time
,
Newsweek
,
Der Spiegel
,
Paris Match
,
Oggi
,
The Economist
. En conjunto, cincuenta revistas para informar a los líderes de opinión. Hemos solicitado reportajes de fondo, accediendo a contratar publicidad en hojas centrales con el emblema y un gráfico. Por menos de eso, no querían saber nada. Esperamos reportajes al menos en veinte.
—Muy bien —dijo Drake moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento.
—El congreso empezará el miércoles. Está prevista la aparición de ecologistas carismáticos y muy conocidos y de importantes políticos de naciones industrializadas. Tenemos delegados de todo el mundo, para que las imágenes con las reacciones del público presenten una satisfactoria mezcla de razas. Hoy día los países industrializados incluyen India, Corea y Japón, naturalmente. La delegación china participará pero no tendrá ponentes.
»Los doscientos periodistas de televisión invitados se alojarán en el Hilton, y dispondremos de salas para entrevistas tanto allí como en el palacio de congresos a fin de que los ponentes puedan difundir el mensaje a las audiencias televisivas de todo el mundo. También contamos con numerosos corresponsales de los medios impresos para transmitir el contenido a los líderes de opinión de la élite, los que leen pero no ven la televisión.
—Estupendo —dijo Drake. Parecía complacido.
—El tema de cada uno de los días se identificará mediante un icono característico, poniendo de relieve las inundaciones, el fuego, el aumento del nivel del mar, la sequía, los icebergs, los tifones, los huracanes, etcétera. Cada día asistirá un nuevo contingente de políticos de todo el mundo y concederá entrevistas para explicar su gran entrega y preocupación ante este problema naciente.