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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (16 page)

BOOK: Estado de miedo
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—Creo que sí. Va a llevar allí un avión lleno de amigos.

—¿Estás seguro?

—Eso dice Sarah.

—¿Puedo hablar con George? ¿Puedes organizar una reunión?

—Según tengo entendido —dijo Evans—, acaba de marcharse de la ciudad otra vez.

—Es ese maldito Kenner. Él está detrás de todo esto.

—No sé qué le pasa a George, Nick. Solo sé que irá al banquete.

—Quiero que me prometas que nos lo traerás.

—Nick, George hace lo que quiere.

—Eso me temo.

CAMINO DE SAN FRANCISCO
LUNES, 4 DE OCTUBRE
13.38 H

A bordo de su Gulfstream, Morton llevaba a algunas de las más destacadas celebridades que daban apoyo al NERF. Incluían dos estrellas del rock, la esposa de un cómico, un actor que hada el papel de presidente en una serie de televisión, un escritor que recientemente se había presentado a las elecciones para gobernador y dos abogados especializados en medio ambiente de otros bufetes. Ante unos canapés de salmón ahumado y vino blanco, la animada conversación giró en torno a lo que Estados Unidos, cómo mayor potencia económica del mundo, debía hacer para promover la sensatez ecológica.

Contra lo que tenía por costumbre, Morton no participó. En lugar de eso, permaneció repantigado al fondo del avión con expresión sombría e irascible. Evans se sentó a su lado para hacerle compañía. Morton bebía vodka solo. Iba ya por el segundo.

—He traído los papeles para cancelar la donación —dijo Evans mientras los sacaba del maletín—. Si es que aún quieres hacerlo.

—Eso es lo que quiero. —Morton plasmó la firma sin apenas mirar los documentos—. Guárdalos a buen recaudo hasta mañana.

Miró a sus invitados, que en ese momento intercambiaban datos estadísticos sobre la desaparición de especies a medida que se talaban las selvas tropicales del mundo. A un lado, Ted Bradley, el actor que hacía el papel de presidente, comentaba que él prefería su coche eléctrico —que, añadió, tenía desde hacía muchos años— a los nuevos híbridos que tan de moda se estaban poniendo.

—No hay comparación —decía—. Los híbridos están bien pero no son lo auténtico.

En la mesa del centro, Ann Garner, que pertenecía a los consejos directivos de varias organizaciones ecologistas, afirmaba que Los Ángeles necesitaba más transporte público para que la gente prescindiese del coche. Los estadounidenses, explicó, despedían más dióxido de carbono que cualquier otra nación del planeta, y era vergonzoso. Ann era la bella esposa de un famoso abogado y se mostraba siempre muy vehemente, sobre todo en cuestiones ecologistas.

Morton dejó escapar un suspiro y se volvió hacia Evans.

—¿Sabes cuánta contaminación estamos creando en este preciso momento? Consumiremos mil setecientos litros de carburante de aviación para llevar a doce personas a San Francisco. Solo con este viaje están generando más contaminación por cabeza de la que generarán la mayoría de las personas de este planeta en un año.

Apuró el vodka e, irritado, hizo tintinear los cubitos en el vaso antes de entregárselo a Evans. Este, servicialmente, dirigió una seña a la auxiliar de vuelo para que le sirviese más.

—Si hay algo peor que un liberal en limusina —dijo Morton—, es un ecologista en un Gulfstream.

—Pero, George, tú eres un ecologista en un Gulfstream —señaló Evans.

—Lo sé, y ojala me molestase más. Pero ¿sabes?, no me molesta. Me gusta ir de un lado a otro en mi propio avión.

—Me he enterado de que estuviste en Dakota del Norte y Chicago.

—Allí estuve, sí —contestó Marton.

—¿Qué hiciste?

—Gasté dinero. Mucho dinero. Mucho.

—¿Compraste alguna obra de arte? —preguntó Evans.

—No. Compré algo mucho más caro que el arte. Compré integridad.

—Siempre has tenido integridad.

—Ah, no mi integridad —respondió Morton—. Compré la integridad de otra persona.

Evans no supo qué contestar a eso. Por un momento pensó que Morton bromeaba.

—Iba a contártelo —prosiguió Morton—. Tengo una lista de cifras, muchacho, y quiero que se la hagas llegar a Kenner. Es muy… Luego seguimos. ¡Hola, Ann!

Ann Garner se acercaba a ellos.

—¿Y bien, George? ¿Has vuelto para quedarte una temporada? Porque ahora te necesitamos aquí. Están la demanda de Vanuatu, que gracias a Dios tú respaldas, y el Congreso sobre el Cambio Climático que Nick ha organizado, y es tan importante… Dios mío, George. Es un momento crucial.

Evans hizo ademán de levantarse para cederle el asiento a Aun, pero Morton lo obligó a seguir sentado.

—Ann, debo decir que estás más encantadora que nunca, pero Peter y yo mantenemos una conversación de trabajo.

Ella echó un vistazo a los papeles y al maletín abierto de Evans.

—Ah, no me había dado cuenta de que interrumpía.

—No, no, basta con que nos dejes un minuto.

—No faltaría más. Perdonad. —Sin embargo no se fue—. Estás irreconocible, George, tú trabajando en el avión.

—Ya lo sé —contestó Morton—, pero, si quieres que te diga la verdad, últimamente yo mismo no me reconozco.

Ante esto, Aun Garner parpadeó. No supo cómo tomado, así que sonrió, asintió y se marchó.

—Está magnífica —comentó Morton—. Me pregunto quién le habrá hecho el trabajo.

—¿El trabajo?

—Le han hecho otros en los últimos meses. Creo que los ojos.

Quizá la barbilla. En fin, da igual —dijo, agitando la mano—. En cuanto a esa lista de cifras… no debes contárselo a nadie, Peter. A nadie. Tampoco a nadie del bufete. Y menos a nadie de…

—Maldita sea, George, ¿qué haces escondido aquí detrás? Evans miró por encima del hombro y vio a Ted Bradley acercarse a ellos. Ted bebía ya sin control, pese a que era solo mediodía.

—No ha sido lo mismo sin ti, George. Dios mío, el mundo sin Bradley es un mundo aburrido. ¡Eps! Quería decir, sin George Morton. Vamos, George. Levántate de ahí. Ese hombre es abogado. Ven a tomar una copa.

Morton, dejándose arrastrar, lanzó una mirada a Evans por encima del hombro y dijo:

—Luego.

SAN FRANCISCO
LUNES, 4 DE OCTUBRE
21.02 H

El gran salón de baile del hotel Mark Hopkins había quedado en penumbra para los discursos posteriores a la cena. Los asistentes vestían con elegancia: los hombres con esmoquin, las mujeres con traje de noche. Bajo las recargadas arañas de luces, la voz de Nicholas Drake resonó desde el podio.

—Señoras y señores, no es exagerado afirmar que nos enfrentamos a una crisis medioambiental de una magnitud sin precedentes. Nuestros bosques desaparecen. Nuestros lagos y ríos se contaminan. Las plantas y animales que componen nuestra biosfera se extinguen a un ritmo nunca visto. Cada año se pierden cuarenta mil especies. Eso equivale a cincuenta especies al día. A este paso, habremos perdido la mitad de las especies del planeta en cuestión de décadas. Es la mayor extinción en la historia de la Tierra.

»¿Y cuál es la textura de nuestras propias vidas? Los alimentos nos llegan contaminados de pesticidas letales. Nuestros cultivos no rinden a causa del calentamiento del planeta. El clima empeora y se vuelve cada vez más severo. Inundaciones, sequías, huracanes, tomados. En todas partes del mundo. El nivel del mar sube… ocho metros a lo largo del siglo que acaba de empezar, y quizá más. Y lo más temible de todo, las nuevas pruebas científicas señalan el espectro del cambio climático abrupto como consecuencia de nuestra conducta destructiva. En pocas palabras, señoras y señores, nos hallamos ante una auténtica catástrofe global.

Sentado en la zona central de la mesa, Peter Evans echó un vistazo a los presentes. Mantenían la mirada fija en el plato, bostezaban o se inclinaban para charlar. Drake no recibía mucha atención.

—Ya lo han oído antes —gruñó Morton. Cambió de posición su pesado cuerpo y contuvo un eructo. Había bebido sin cesar durante toda la velada y estaba ya bastante borracho.

—… la pérdida de la biodiversidad, la reducción del hábitat, la destrucción de la capa de ozono…

Nicholas Drake parecía demasiado alto y desgarbado y le sentaba mal el esmoquin. El cuello de la camisa se le había vuelto hacia arriba en torno de la descarnada garganta. Como siempre, ofrecía la imagen de un académico dedicado pero empobrecido, una réplica actual del maestro de escuela Ichabod Crane, el personaje de Washington Irving. Evans pensó que nadie adivinaría que Drake cobraba un tercio de millón de dólares al año por dirigir el fondo, más otros cien mil en concepto de dietas. O que no poseía el menor bagaje científico. Nick Drake era un abogado procesal, uno de los cinco que habían fundado el NERF muchos años antes. Y como todos los abogados procesales conocía la importancia de no vestir demasiado bien.

—… la erosión de los biodepósitos, la propagación de enfermedades cada vez más exóticas y letales.

—Ojalá se dé prisa —dijo Morton. Tamborileó con los dedos en la mesa. Evans permaneció en silencio. Había asistido a suficientes actos corno aquel para saber que Morton siempre se ponía tenso cuando tenía que hablar.

En el podio Drake decía:

—… destellos de esperanza, leves rayos de energía positiva, y ninguno más positivo y esperanzador que el hombre cuya larga dedicación honramos aquí esta noche…

—¿Puedo tomar otra copa? —preguntó Morton, apurando el Martini. Era el sexto. Dejó el vaso en la mesa con un ruidoso golpe. Evans se volvió para buscar al camarero y levantó la mano. Tenía la esperanza de que el camarero tardase en acercarse. George ya había bebido lo suficiente.

—… durante tres décadas ha dedicado sus considerables recursos y energía a convertir nuestro mundo en un lugar mejor, más saludable, más cuerdo. Señoras y señores, el Fondo Nacional de Recursos Medioambientales se enorgullece…

—Bah, ni caso —comentó Morton. Tensó el cuerpo, dispuesto a apartarse de la mesa—. Detesto ponerme en ridículo, aunque sea por una buena causa.

—¿Por qué ibas a ponerte en…? —empezó a decir Evans.

—… mi buen amigo y colega y Ciudadano Consciente de este año… el señor George Morton.

Una salva de aplausos llenó la sala y un foco iluminó a Morton cuando se levantó y se encaminó hacia el podio, un hombre encorvado con aspecto de oso, físicamente fuerte, solemne, con la cabeza gacha. Evans se alarmó cuando Morton tropezó en el primer peldaño, y por un momento temió que su jefe cayese de espaldas, pero Morton recuperó el equilibrio, y cuando subió al escenario, parecía en buen estado. Estrechó la mano a Drake y se acercó al podio, donde se sujetó a ambos lados con sus grandes manos. Morton, volviendo la cabeza, recorrió la sala con la mirada y observó a los presentes. No habló.

Se limitó a permanecer allí, sin decir nada.

Aun Garner, sentada al lado de Evans, le dio un codazo.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, está perfectamente —contestó Evans, asintiendo con la cabeza. Pero en realidad no estaba muy seguro.

Finalmente George Morton empezó a hablar.

—Me gustaría dar las gracias a Nicholas Drake y el Fondo Nacional de Recursos Medioambientales por este galardón, aunque no creo merecerlo. No con tanto trabajo como queda por hacer. ¿Saben ustedes, amigos míos, que conocemos mejor la Luna que los océanos de la Tierra? Ese sí es un verdadero problema medioambiental. Poseemos un conocimiento insuficiente del planeta del que dependen nuestras vidas. Pero como dijo Montaigne hace trescientos años: «En nada se deposita una fe tan firme como en aquello que menos se conoce».

Evans pensó: «¿Montaigne? ¿George Morton citando a Montaigne?».

Bajo el resplandor del foco, Morton se balanceaba perceptiblemente, agarrándose al podio para mantener el equilibrio. La sala permanecía en absoluto silencio. Nadie se movía. Incluso los camareros permanecían inmóviles entre las mesas. Evans contuvo la respiración.

—Cuantos nos hemos comprometido con el movimiento ecologista —continuó Morton— hemos vivido muchas victorias extraordinarias a lo largo de los años. Hemos presenciado la creación de la EPA. Hemos visto cómo se ha conseguido un aire y un agua más limpios, cómo se ha mejorado el tratamiento de las aguas residuales, cómo se han depurado los vertidos tóxicos, y cómo han aparecido normativas destinadas a regular el uso de venenos tan corrientes como el plomo para la seguridad de todos. Estas son victorias auténticas, amigos míos. Nos enorgullecemos de ellas, y con razón. Y conocemos otras necesidades que deben afrontarse.

El público empezaba a relajarse. Morton entraba en un terreno conocido.

—Pero ¿se llevará a cabo el trabajo necesario? No estoy seguro. Sé que no he estado bien de ánimo desde la muerte de mi querida esposa, Dorothy.

Evans se irguió de pronto en su silla. En la mesa contigua, Herb Lowenstein parecía atónito. George Morton no tenía esposa. O mejor dicho, tenía seis ex esposas, y ninguna se llamaba Dorothy.

—Dorothy me instó a gastar el dinero sabiamente. Siempre he pensado que eso había hecho. Ahora ya no estoy tan seguro. He dicho antes que nuestros conocimientos son insuficientes. Pero me temo que hoy día la consigna del NERF es: «No demandamos lo suficiente».

Se oyeron exclamaciones ahogadas en toda la sala.

—El NERF es un bufete. No sé si se han dado ustedes cuenta de eso. Lo fundaron abogados y lo dirigen abogados. Sin embargo, ahora yo considero que es mejor gastar el dinero en investigación que en litigios. Y por eso vaya retirar mi financiación al NERF, y por eso…

Durante los momentos siguientes las palabras de Morton dejaron de oírse a causa del agitado parloteo de la gente. Todo el mundo hablaba en voz alta. Se produjo un disperso abucheo; algunos invitados se levantaron para marcharse. Manan continuó con su discurso, en apariencia ajeno al efecto que suscitaba. Evans captó unas cuantas frases:

—… una organización ecologista está siendo investigada por el FBI… total ausencia de control…

Ann Garner se inclinó hacia Evans y susurró:

—Llévatelo de aquí.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó él.

—Ve a buscarlo. Es evidente que está borracho.

—Es posible, pero no puedo…

—Tienes que acabar con esto.

Pero en el escenario, Drake se dirigía ya hacia Morton, diciendo:

—Muy bien, George, gracias…

—Porque, a decir verdad, en estos precisos momentos…

—Gracias, George —repitió Drake, acercándose a él. Empujó a Morton intentando apartado del podio.

BOOK: Estado de miedo
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