—Exactamente —contestó Lowenstein.
—Pero ¿ahora quieren añadir una cláusula adicional al acuerdo?
—Exactamente —dijo Marty Bren—. Para ellos es un procedimiento bastante corriente. —Revolvió sus papeles—. Todas las organizaciones benéficas quieren disponer de plena capacidad de gestión del dinero que reciben, incluso cuando se destina a un objetivo en particular. Puede ocurrir que ese objetivo implique un coste mayor o menor de lo previsto, o se atrase, o se vea envuelto en un litigio, o se deje de lado por alguna otra razón. En este caso, el dinero va destinado concretamente a la demanda de Vanuatu, y la frase pertinente que el NERF desea añadir es «dicha suma se empleará en sufragar el coste del litigio de Vanuatu, incluidas minutas y gastos administrativos concomitantes, etcétera, etcétera… o para otros fines legales, o para todo aquello que el NERF considere oportuno en su facultad de organización ecologista».
—¿Esa es la frase que quieren? —preguntó Morton.
—Un procedimiento de rutina, como he dicho —repitió Bren.
—¿Constaba en los acuerdos de donación anteriores?
—Ahora mismo no lo recuerdo.
—Porque a mí me da la impresión —continuó Morton— de que quieren curarse en salud para retirarse de esta demanda y gastar el dinero en otra cosa.
—Ah, lo dudo —dijo Herb.
—¿Por qué? —preguntó Morton—. ¿Por qué iban a querer añadir esta cláusula de rutina? Teníamos un acuerdo firmado. Ahora quieren cambiarlo. ¿Por qué?
—En realidad no es un cambio —aclaró Bren.
—Claro que lo es, Marty.
—Si se fijan en el acuerdo original —explicó Bren con calma—, dice que cualquier suma de dinero que no se gaste en la demanda se destinará a otros proyectos del NERF.
—Pero solo si queda dinero después del juicio —dijo Morton—. No pueden gastarlo en ninguna otra cosa hasta que se dicte sentencia.
—Imaginan, sospecho, que puede haber largos aplazamientos.
—¿Por qué tendría que haber aplazamientos? —Morton se volvió hacia Evans—. ¿Peter? ¿Cómo están las cosas en Culver City?
—Parece que los preparativos de la demanda avanzan —respondió Evans—. Han organizado una operación de envergadura. Debe de haber cuarenta personas trabajando en el caso. Dudo que se propongan abandonarlo.
—¿Y hay algún problema con el proceso?
—Desde luego plantea desafíos —contestó Evans—. Se trata de un litigio complicado. Se enfrentan a una sólida asesoría en el bando opuesto. Están trabajando mucho.
—¿Por qué hay algo aquí que no me convence? —replicó Morton—. Hace seis meses Nick Drake me dijo que este maldito juicio era cosa hecha y una excelente ocasión para conseguir publicidad, y ahora quieren una cláusula preventiva.
—Quizá deberíamos preguntarle a Nick.
—Tengo una idea mejor. Solicitemos una auditoría al NERF.
En la sala se oyeron murmullos.
—No creo que tengas derecho a eso, George.
—Que sea parte del acuerdo.
—No estoy muy seguro de que pueda hacerse.
—Ellos quieren una cláusula adicional. Yo quiero una cláusula adicional. ¿Cuál es la diferencia?
—No sé si puedes solicitar una auditoria de toda la organización.
—George —dijo Herb Lowenstein—, tú y Nick sois amigos desde hace mucho tiempo. Eres su Ciudadano Consciente del Año. Solicitar una auditoria no parece propio de vuestra relación.
—¿Quieres decir que da la impresión de que no confío en ellos?
—Hablando en plata, sí.
—Pues así es. —Morton se inclinó sobre la mesa y miró a todos los presentes—. ¿Sabéis qué pienso? Quieren abandonar el litigio y gastar todo el dinero en ese Congreso sobre el Cambio Climático Abrupto que tanto entusiasma a Nick.
—No necesitan diez millones para un congreso.
—No sé cuánto necesitan. Nick ya extravió doscientos cincuenta mil dólares míos. Acabaron en Vancouver. Ahora ya no sé a qué se dedica.
—En ese caso, deberías retirar tu aportación.
—Eh, eh —intervino Marty Bren—. No tan deprisa. Creo que ellos ya han contraído compromisos económicos basándose en la expectativa razonable de que llegaría el dinero.
—Entonces dales cierta cantidad y olvidémonos del resto.
—No —respondió Morton—. No voy a retirar la donación.
Peter Evans~ aquí presente, dice que los preparativos para el litigio siguen adelante, y yo le creo. Nick sostiene que el asunto de los doscientos cincuenta mil fue un error, y le creo. Quiero que solicitéis una auditoria y quiero saber qué ocurre. Pasaré fuera de la ciudad las próximas tres semanas.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Me voy de viaje.
—Pero tendremos que ponemos en contacto contigo, George.
—Quizá no sea posible. Llamad a Sarah o pedidle a Peter que me localice.
—Pero, George…
—Eso es todo, chicos. Hablad con Nick, y a ver qué cuenta. Pronto estaremos en contacto. —Y salió de la sala, seguido apresuradamente por Sarah. Lowenstein se volvió hacia los otros.
—¿A qué ha venido todo esto?
Se oyó el amenazador retumbo de un trueno. Mirando por la ventana delantera de su despacho, Nat Damon dejó escapar un suspiro. Desde el principio sabía que el alquiler de ese submarino acarrearía problemas. Después de la devolución del cheque, había cancelado el pedido con la esperanza de poner fin al asunto. Pero no fue así.
Durante semanas no había vuelto a tener noticias, pero un día, inesperadamente, uno de los hombres, el abogado del traje lustroso, regresó y, señalándolo con un dedo, le recordó que había firmado un acuerdo de confidencialidad y no podía mencionar ningún aspecto del alquiler del submarino a nadie, o se arriesgaba a ser demandado.
—Quizá ganemos, quizá perdamos —dijo el abogado—. Pero en cualquier caso usted quedará fuera del negocio, amigo. Tiene la casa hipotecada. Está endeudado para el resto de su vida. Así que piénselo. Y mantenga la boca cerrada.
Durante esta conversación, Damon había tenido el corazón en un puño, porque de hecho ya se había puesto en contacto con él alguien de Hacienda, un tal Kenner, que lo visitaría en el despacho esa misma tarde. Para hacerle unas cuantas preguntas, había dicho.
Damon temía que el tal Kenuer se presentase mientras el abogado estaba aún en el despacho, pero este se marchaba ya. Su coche, un Buick con matrícula de Ontario sin ningún rasgo distintivo, atravesó el varadero y se fue.
Damon comenzó a ordenar el despacho preparándose para irse a casa. Consideró la posibilidad de marcharse antes de que llegase Kenner, una especie de inspector de Hacienda. Damon no había cometido ninguna irregularidad. No tenía por qué recibir a ningún inspector de Hacienda. Y si lo recibía, ¿qué haría? ¿Decir que no podía contestar a ninguna pregunta?
Acto seguido le llegaría una citación judicial o algo así. Lo llevarían a juicio.
Damon decidió marcharse. Se oyó otro trueno y a lo lejos se vio un relámpago. Se avecinaba una gran tormenta.
Cuando se disponía a cerrar, vio que el abogado se había dejado el teléfono móvil en el mostrador. Se asomó para ver si el hombre volvía a buscado. Todavía no, pero sin duda se daría cuenta de que lo había olvidado y regresaría. Damon decidió irse antes de que apareciese.
Apresuradamente se metió el teléfono en el bolsillo, apagó las luces y cerró la puerta con llave. Las primeras gotas de lluvia salpicaban la acera mientras iba hacia el coche, aparcado justo enfrente. Había abierto la puerta y se disponía a entrar cuando sonó el teléfono móvil. Vaciló, sin saber bien qué hacer. El teléfono sonó con insistencia.
Un zigzagueante relámpago cayó en el mástil de uno de los barcos del varadero. Al cabo de un instante se produjo una explosión de luz junto al coche y una furiosa onda de calor derribó a Damon. Aturdido, intentó levantarse.
Pensó que el coche había estallado, pero no era así; el coche estaba intacto, con la puerta ennegrecida. Entonces vio que le ardía el pantalón. Sin moverse, se miró estúpidamente las piernas. Oyó otro trueno y en ese momento comprendió que le había caído un rayo.
«Dios mío —pensó—. Me ha caído un rayo». Se incorporó e intentó apagar las llamas del pantalón con las palmas de las manos. No lo consiguió, y empezaba a sentir dolor en las piernas. Tenía un extintor en la oficina.
Tambaleándose, se puso en pie y se dirigió al despacho. Estaba abriendo la puerta con dedos torpes cuando se produjo otra explosión. Sintió un intenso dolor en los oídos, se llevó la mano a la cabeza y notó el contacto de la sangre. Se miró los dedos ensangrentados, se desplomó y murió.
En circunstancias normales, Peter Evans hablaba con George Morton a diario. En ocasiones dos veces al día. Así pues, después de una semana sin tener noticias suyas, telefoneó a su casa. Habló con Sarah.
—No tengo ni idea de qué está pasando —dijo ella—. Hace dos días estaba en Dakota del Norte. ¡Dakota del Norte! El día anterior en Chicago. Creo que hoy podría estar en Wyoming. Comentó vagamente que quizá iría a Boulder, Colorado, pero no lo sé.
—¿Qué hay en Boulder? —preguntó Evans.
—Ni idea. Aún es pronto para la nieve.
—¿Tiene una novia nueva?
A veces Morton desaparecía cuando iniciaba relaciones con una mujer.
—No que yo sepa —respondió Sarah.
—¿Qué ha estado haciendo?
—No lo sé. Parece que tiene una lista de la compra.
—¿Una lista de la compra?
—Bueno, algo así —contestó ella—. Quiso que le comprase una especie de unidad GPS especial. Para localizar la posición, ¿sabes? Luego quiso una videocámara especial que utilizase CCD o CCF o algo así. Hubo que encargada a toda prisa en Hong Kong. Y ayer me dijo que comprase un Ferrari nuevo a un tipo de Monterey y se lo mandase a San Francisco.
—¿Otro Ferrari?
—Sí, ya sé —dijo Sarah—. ¿Cuántos Ferraris puede usar un hombre? Y este no parece cumplir sus exigencias habituales. A juzgar por las fotos que llegaron por correo electrónico, está bastante maltrecho.
—Quizá va a hacerla restaurar.
—Si fuese así, lo habría mandado a Reno. Allí está su restaurador de coches.
Evans advirtió preocupación en su voz.
—¿Ocurre algo, Sarah?
—Entre tú y yo, no lo sé —respondió ella—. El Ferrari que ha comprado es un Daytona Spyder 365 GTS de 1972.
—¿Y?
—Ya tiene uno, Peter. Es como si no lo supiera. Y lo noto extraño cuando hablo con él.
—¿Extraño en qué sentido?
—Simplemente… extraño. No es el de siempre.
—¿Con quién viaja?
—Que yo sepa, con nadie.
Evans frunció el entrecejo. Eso no era normal. A Morton no le gustaba viajar solo. El primer impulso de Evans fue no creerlo.
—¿Y qué sabes de ese tal Kenner y su amigo nepalí?
—La última noticia que tuve fue que iban a Vancouver y de allí a Japón. Así que no están con él.
—Ajá.
—Cuando sepa algo de él, le diré que has llamado.
Evans colgó, descontento. Instintivamente, marcó el número del móvil de Morton. Pero saltó el buzón de voz. «Soy George. Al oír la señal…». Y al instante la señal.
—George, soy Peter Evans, solo llamaba para saber si necesitas algo. Telefonéame al despacho si puedo ayudarte.
Colgó y miró por la ventana. Luego marcó otro número.
—Centro de Análisis de Riesgos.
—Con el despacho del profesor Kenner, por favor.
Al cabo de un momento lo pasaron con la secretaria.
—Soy Peter Evans. Busco al profesor Kenner.
—Ah, sí, señor Evans. El doctor Kenner dijo que quizá llamaría.
—¿Eso dijo?
—Sí. ¿Quiere ponerse en contacto con el señor Kenner?
—Sí.
—En estos momentos está en Tokio. ¿Le doy su número de móvil?
—Por favor.
La secretaria se lo dictó, y él lo anotó en su bloc. Se disponía a telefonear cuando su ayudante, Heather, entró para informarle de que, en el almuerzo, algo le había sentado mal y se marchaba ya a casa.
—Que te mejores —dijo, y suspiró.
Sin ella, se vio obligado a atender él mismo el teléfono, y la siguiente llamada fue de Margo Lane, la amante de George, que quería saber dónde demonios estaba George. Evans pasó casi media hora al teléfono con ella.
Y a continuación Nicholas Drake entró en su despacho.
—Estoy muy preocupado —dijo Drake, de pie junto a la ventana, con las manos entrelazadas detrás de la espalda y la mirada fija en el bloque de oficinas de enfrente.
—¿Por qué?
—Por ese Kenner con quien George pasa ahora tanto tiempo.
—No me consta que estén juntos.
—Claro que sí. No creerás en serio que George está solo, ¿verdad?
Evans guardó silencio.
—George nunca está solo. Los dos lo sabemos. Peter, esta situación no me gusta. No me gusta en absoluto. George es un buen hombre, de más está que te lo diga, pero es muy susceptible a influencias. Incluso a malas influencias.
—¿Crees que un profesor del MIT es una mala influencia?
—He investigado al profesor Kenner —dijo Drake——, y lo rodean ciertos misterios.
—¿Sí?
—Según su currículum, trabajó varios años para la administración. Departamento del Interior, Comisión Negociadora Intergubernamental, etcétera.
—¿Y?
—En el Departamento del Interior no existe constancia de que haya trabajado allí.
Evans se encogió de hombros.
—Hace más de diez años. Teniendo en cuenta cómo son los archivos de la administración…
—Es posible —dijo Drake—. Pero hay más. El profesor Kenner vuelve al MIT, y trabaja allí durante ocho años con mucho éxito. Asesor de la EPA, asesor del Departamento de Defensa, y Dios sabe qué más… y de pronto solicita la excedencia y nadie vuelve a saber de él desde entonces. Sencillamente se pierde el rastro.
—No sé qué decirte —contestó Evans—. Según su tarjeta, es director de Análisis de Riesgos.
—Pero está en excedencia. No sé a qué se dedica en estos momentos. No sé quién lo financia. Tengo entendido que os reunisteis con él.
—Brevemente.
—¿Y ahora él y George son grandes amigos?
—No lo sé, Nick. No he visto a George ni he hablado con él desde hace más de una semana.
—Se ha marchado con Kenner.
—Eso no lo sé.
—Pero sí sabes que Kenner y él fueron a Vancouver.