«La quiero. Tengo que conseguirla.» Y casi sintió rabia, un hambre sexual. Creyó enloquecer. Su vida, en la que estaba acostumbrado a dar órdenes, se estaba derrumbando, se iba al traste y lo miraba en silencio. «¿Cómo es posible? —seguía gritando en su interior—. ¿Cómo es posible? ¿Qué te pasa, Tancredi?», repetía ya más despacio y sabiendo que no encontraría la respuesta. Estaba como bloqueado. Su despacho, la mesa, aquellas hojas, aquellas fotos, todo lo que había a su alrededor sabía a ella. Bebió un poco de ron con hielo y limón. Se lo había servido él mismo, no quería oír ni ver a nadie. Luego siguió leyendo, hojeando los informes, mirando otras fotografías. Y en un segundo volvió a estar sumido en la vida de aquella chica. El conservatorio, su vida en Florencia, un examen tras otro, y después de nuevo en Roma. Sofia empezó a tocar en las orquestas más importantes de Europa. Debutó en Viena con diecinueve años y ya no se detuvo: París, Londres, Bruselas, Zúrich, por todo el mundo. Conciertos con los directores de orquesta más importantes. Ya no hablaban de ella periódicos o fotos, sino filmaciones. Uno tras otro, Tancredi vio conciertos maravillosos. Por primera vez en su vida escuchaba a Chopin, Schubert y Mozart con un sentimiento distinto. Desde su camarote, una detrás de otra, se elevaban las piezas clásicas perfectamente interpretadas por una gran pianista: Sofia Valentini. No podía apartar los ojos de ella; como arrebatado, la observaba inclinada sobre las teclas de aquel piano. Una televisión austríaca, otra polaca, otra francesa, otra alemana y, al final, una escocesa; todas destacaban su calidad, su perfección, su control, la precisión de su interpretación. Tancredi se dedicó a seguir sus manos durante horas, fue poniendo un DVD tras otro, vivió sus éxitos alrededor del mundo y cada vez le parecía más bonita, tanto en Argentina como en Brasil, tanto en Canadá como en Japón. Estaba fascinado por lo extraordinaria que era aquella mujer, pero sobre todo lo sorprendía lo que sentía por ella. Primero la había deseado mucho físicamente. En aquel momento casi se avergonzaba de ello. Era como si el haber deseado sólo su cuerpo fuera un pecado. Sí, un pecado. Empezó a escuchar aquella palabra como un eco lejano que retumbaba en su cerebro y lo mantenía despierto y lúcido en aquella noche cerrada, en aquel yate en medio del mar, en la costa de México.
Se arrellanó en el sillón, cogió el mando a distancia y paró la grabación. ¿Dónde estaría Sofia? ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué hora sería en Roma? ¿Sería de noche? ¿Estaría durmiendo? Miró el último informe que le quedaba. Le faltaban los últimos ocho años. En cambio, era más breve que los demás. Se bebió él último sorbo de ron. ¿Qué habría pasado durante aquel período? ¿Por qué habría tan pocas páginas? ¿A quién habría conocido? ¿Con quién viviría? ¿Tendría hijos? ¿Por qué habría dejado de tocar? ¿Estaría casada? Y sobre todo, ¿sería feliz? Durante un instante Tancredi se mostró sorprendido. Le habría gustado quemarlo todo, no saber nada más de aquella mujer, olvidarla, no haberla conocido nunca. Pero sabía que haber entrado en aquella iglesia sería sólo el principio. Ya no podía volver atrás. Era demasiado tarde. Se sirvió un poco más de ron, tomó un largo sorbo y abrió la última carpeta. Empezó a leer. Vio otras fotos, otras filmaciones y, al final, lo entendió.
Estaba amaneciendo. Las gaviotas volaban bajo, sobre el agua. Sus cantos resonaban a lo lejos sobre el mar en calma. Los primeros rayos del sol iluminaron el yate. En el camarote de proa resonaban las notas de Schubert, su último concierto. Tancredi seguía allí, mirándola, bonita e impetuosa ante aquel piano. Ya sabía por qué un talento de aquellas proporciones había renunciado a la música. Y también sabía por qué la había conocido. Era como él. Un alma a la deriva.
—Y bien, ¿cómo estamos hoy?
—Mejor que ayer y peor que mañana.
Andrea le dedicó una sonrisa a Stefano. Se había convertido en su manera de darse los buenos días. Se veían tres veces por semana. Desde que se conocieran, su relación había cambiado mucho.
Después del accidente, las cosas no habían sido demasiado fáciles.
—Cariño… Ha venido el psicoterapeuta.
Sofia permaneció en la puerta mientras lo dejaba entrar. Andrea giró la cabeza con lentitud. En la penumbra, distinguió a un chico de su edad, quizá algo mayor. Era alto y delgado; llevaba el pelo corto, sonreía y, sobre todo, se mantenía de pie sobre sus piernas. Andrea lo miró durante un instante; después volvió de nuevo la cabeza hacia la ventana. La persiana estaba bajada. La luz apenas se filtraba a través de ella. Fuera debía de hacer sol. Se oían voces de niños, como un eco lejano.
—Venga, pásala, aquí arriba…
Se percibían su esfuerzo, su carrera, el sonido de aquellos pases en el campo de fútbol soleado. Se lo imaginó seco, blanco, polvoriento. Estaban jugando un partido. Vio las piernas de los chicos, alguno que otro con los calcetines caídos, unos llenos de pelo y otros imberbes, unos bronceados y otros algo mayores. Pero todos tenían una cosa en común: corrían. Con destreza o con dificultad, con una gran visión de juego o sin una gran condición física, pero todos corrían detrás de la pelota. Cosa que él ya no podría volver a hacer. Permaneció en silencio mirando hacia la ventana. Sintió que se moría por dentro, le faltaba el aire. Intentó mover las piernas. Con testarudez, como si sólo se tratara de una pesadilla, como si lo que había pasado tan sólo se lo hubiera imaginado. «Venga —pensó—, venga, lo conseguiré, sólo es un horrible sueño. Sólo es cuestión de voluntad. Empuja, empuja, como cuando jugabas a rugby en el Acqua Cetosa, cuando venía la pelota y al final la apretabas entre los brazos y era tuya. Entonces corrías, agachabas la cabeza y tus piernas volaban sobre el césped verde. Nadie conseguía alcanzarte, nadie lograba placarte. Aquellas piernas volaban, vaya si volaban…»
Andrea volvió a intentarlo. Empujó, apretó los dientes, e incluso rompió a sudar, concentrado como un loco en aquel esfuerzo. Las pequeñas gotas de transpiración le resbalaban por la frente, por las mejillas, bajo el cuello. Daba la sensación de que estaba llorando. Pero no era así. Por el rabillo del ojo, miraba el otro extremo de la cama. Esperaba ver un mínimo movimiento, un indicio, una pequeña arruga repentina en las sábanas, un signo de vida de sus piernas. Nada.
Una mano se apoyó justo en el punto al que miraba. Era la de aquel chico.
—¿Puedo sentarme? Me llamo Stefano.
No esperó respuesta. Cogió una silla y la acercó a la cama. Andrea seguía con el rostro vuelto hacia la ventana. Había oído que la puerta se cerraba. Sabía que se había quedado a solas con él en la habitación. Sofia lo había preparado para aquella visita.
—El hospital nos va a enviar a una persona. Me gustaría que intentaras hablar con él. Puede echarte una mano.
Apenas habían transcurrido tres meses desde el accidente. Había estado tendido en una cama; después había podido sentarse en una silla de ruedas y empezar a dar vueltas por los pasillos hasta encontrar al cirujano que lo había operado.
—¡Buenos días, doctor Riccio! —aquella mañana Andrea estaba contento—. ¿Cuándo podré levantarme?
El doctor lo miró con una sonrisa. Después le acarició la cabeza como si fuera el padre que hacía ya diez años que no tenía.
—Aún falta mucho, Andrea. Pero te veo en forma…
Y tras decir aquello, le dio la espalda y se fue con un joven ayudante que le preguntaba sobre el historial de un paciente. Se puso a hojear aquellas páginas, pero actuaba como si todavía sintiera la mirada de Andrea clavada en él, aquellos ojos insistentes, interrogantes. Al final el doctor se dio la vuelta y lo miró. Fue un segundo, pero Andrea detectó en sus ojos la tristeza de aquella mentira y lo comprendió. No se levantaría nunca más de aquella silla de ruedas.
—Ya hace tres años que trabajo en esto… —Andrea se dio cuenta de que el chico llevaba un rato hablando. No había oído nada de lo que le había dicho. En aquel momento le habría gustado estar en otra parte, en una isla; o mejor, en el agua, en el mar, tenía calor—. Y creo que ya sé lo que me empujó a escoger esta profesión. —Hizo una pausa, como si buscara su atención, despertar un poco de curiosidad, un atisbo de respuesta. Vio que no iba a obtenerla, así que continuó—: Una película. —Permaneció en silencio, como si aquella frase pudiera hacerle reaccionar. Sin embargo Andrea continuaba mirando hacia la ventana. Stefano retomó la historia—: Fue una película lo que me hizo decidirme por esta vida. Tal vez si aquella noche no me hubiera quedado en casa y no hubiera puesto la tele hoy no estaría aquí. Eso es… —Se rio—. Fue culpa de aquella película.
Intentaba ser gracioso. Pero Andrea no le prestaba atención. «¡¿Y yo?! ¿Qué película he visto yo, qué he hecho, qué posibilidad de elegir he tenido? Nadie me ha preguntado: ¿acaso te gustaría vivir así? ¿No podrían haberme dejado en el borde de aquella calle? ¿No podrían haber dejado que me estrellara contra aquel coche y ya está? ¿O que me quedara completamente incapacitado, sin entendimiento ni voluntad? Así hoy no sentiría, no sabría, ni siquiera entendería estas estúpidas palabras?» Una lágrima brotó de sus ojos. Pero Andrea pensó que podría confundirse fácilmente con el sudor y que aunque la hubieran descubierto le daba igual. Ya no le importaba nada de nada.
Aquel chico siguió hablando. Andrea ya no lo escuchaba; había cerrado los ojos, inundados por las lágrimas, y se encontraba en otra parte. Allí fuera, al sol, llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, estaba acalorado y corría; sí, corría en medio de aquellos chicos, con la pelota pegada al pie, y driblaba a uno y luego a otro. Lanzaba la pelota hacia delante y corría por la banda sin detenerse —rápido, más rápido que nadie—, sobre sus piernas, sobre sus bonitas piernas.
Cuando se despertó, no había nadie en la habitación. La silla volvía a estar en su sitio, la luz que entraba por la ventana era más tenue. Del campo de fútbol ya no llegaba ningún sonido: el partido había terminado. La puerta se abrió despacio y Sofia entró en la habitación con una bandeja. En ella llevaba una tetera con té caliente y un zumo de tomate condimentado, galletas dulces, patatas fritas y aceitunas. Andrea hizo palanca con los brazos y levantó la cadera para incorporarse. Sofia le arregló la almohada detrás de la espalda, y entonces lo soltó como si formara parte de una de las charlas que tenían todos los días:
—Stefano se ha ido. ¿Qué te ha parecido?
Andrea la miró con una sonrisa sarcástica en el rostro.
—Es la última persona del mundo a la que me habría gustado conocer. Detesto su fariseísmo y su presunción de inteligencia. Me ha tratado como si hubiera chocado con la cabeza y no con la espina dorsal, como si fuera un idiota de seis años que tiene miedo de lo que lo rodea… Si todavía tuviera piernas, le daría de patadas en el culo hasta mandarlo al hospital.
Después la miró durante un largo rato. Lo había dicho adrede, buscaba pelea; estaba lleno de rabia y reaccionaba así porque quería alejarla de él.
Sofia lo entendió y se sorprendió al ver que casi parecía otra la que respondía por ella:
—Tú todavía tienes piernas y ellos no han perdido la esperanza; dicen que algún día podrás moverte. Y además el hospital no está tan lejos. Quizá puedas llevarlo a patadas hasta allí en serio.
Ella también intentaba ser graciosa. En realidad ya no sabía qué hacer.
—Pero ¿quiénes son ellos? ¿Quién no ha perdido la esperanza? ¿Los médicos? Ésos no pueden hacer otra cosa que vivir de esperanzas, no tienen otra cosa que darles a sus pacientes, aparte de analgésicos, medicamentos antipánico, antiestrés y antidepresivos. Adormecen al mundo para follarse a las enfermeras sin que los vean, a las suyas o a las de los otros… Odio a los médicos. Y al psicoterapeuta de los cojones mejor ni te cuento.
Cogió el zumo de tomate con tal violencia que golpeó la tetera y todo el té caliente se derramó sobre la sábana y sobre sus piernas.
—Pero ¿qué haces?
—¿Que qué hago? ¡Qué mierda de pregunta! Me tiro el té por encima… ¡Total, no siento nada! ¿Me he quemado? ¡No sabes cuánto lo siento, pero no noto nada!
Y con aquellas palabras, cogió la taza y la arrojó con fuerza contra la ventana. A continuación, cogió el vaso y lo lanzó contra la pared; después hizo lo mismo con las patatas fritas y con el cuenco de las aceitunas. Acabó estampando la bandeja contra la lámpara de encima de la mesa. Empezó a tirar todo lo que tenía al alcance de la mano: el libro de la mesilla, el cajón. Luego se tendió en la cama y se agarró a las cortinas con las dos manos. Los ganchos de la pared aguantaron su peso durante un instante, pero en seguida se soltaron con toda la barra. Andrea se desequilibró y se cayó de la cama. Resbaló en el suelo, sobre el té y el tomate, entre las aceitunas, las patatas fritas y los trozos de cristal. Arrastró tras él el peso muerto de sus piernas, atrapadas entre las sábanas.
Sofia, que se había quedado petrificada, en seguida estuvo a su lado.
—Cariño, no hagas eso, te lo ruego, cariño, te lo ruego…
—Maldita vida, maldita sea. —Y empezó a darle puñetazos al suelo. Intentó levantarse apoyando las manos abiertas, pero se hirió las palmas, se cortó. Su sangre se mezcló con el tomate, el té y las galletas hechas migas hasta formar un emplasto dulzón—. Por qué… Por qué… —Andrea empezó a llorar. Sofia lo abrazó, lo estrechó con fuerza y se echó a llorar ella también—. ¿Por qué no me han dejado morir? ¿Por qué me han castigado de esta manera? Debería haber muerto, debería haber muerto, no debería estar aquí. Mírame…
Sofia se separó un poco de él. Lo mantuvo entre los brazos.
—Te miro y eres tan guapo como siempre…
—No es verdad, doy asco.
—Cariño, te lo ruego, no hables así. ¿Y de mi vida? ¿Qué habría sido de mi vida?, ¿no lo has pensado?
Andrea permaneció en silencio.
—También habría sido mejor para ti que ya no estuviera.
Sofia volvió a abrazarlo y lo estrechó todavía con más fuerza.
—No es verdad, ¿por qué dices eso?
Tenía el rostro escondido entre su pelo. Inhalaba el olor de su perfume mientras lloraba.
—Porque es así.
Sofia le acarició el cabello.
—Te quiero, es lo único que cuenta.
—Entonces, júrame una cosa.
Sofia se apartó.
—Te lo juro, cariño.
Andrea por fin sonrió.
—Pero si todavía no sabes qué es…
Sofia también sonrió.