—Y la pequeña es su hija.
—Sí. Pero ¿se puede saber qué ha pasado?
—Sólo quiero obtener una información de su hija, pero quería hablar con ella delante de usted para que no hubiera equívocos. —Parecía que la señora se había tranquilizado; sin embargo, al mismo tiempo, seguía sintiendo curiosidad por aquella extraña situación. Tancredi miró hacia el interior del coche—. ¿Cómo se llama esta niña tan guapa?
Antes de que la madre tuviera tiempo de contestar, la cría bajó decidida del coche.
—Me llamo Simona. ¿Y usted quién es? ¿Es de la tele? La niña tenía pocas ideas, pero las tenía muy claras.
—No…
—Ah… —Simona bajó la mirada, desilusionada. Entonces Tancredi se arrodilló delante de ella y le sonrió.
—Pero tú podrías ayudarme. —Simona decidió escucharlo—. La semana pasada había una señora en la iglesia; cuando acabasteis el coro se reunió contigo, te abrazó; debe de ser una mujer que toca bien el piano…
—¡Sí! ¡Es Sofia!
Tancredi sonrió. La Última Romántica ya tenía nombre. Era un pequeño paso adelante. Decidió dirigirse a la madre.
—Ya está, señora, era lo único que quería saber… Es que me gustaría enviar a mi sobrina, la hija de mi hermano, para que le diera clases. Tengo entendido que es muy buena. Y quiero darle una sorpresa a la niña, por su cumpleaños.
Simona sonrió.
—Entonces tú no tienes nada que ver con la tele.
Tancredi abrió los brazos.
—No, lo siento.
Entonces pensó que, si Simona podía darle la dirección, el número de teléfono o cualquier otro dato de Sofia, podría satisfacer su sueño de salir por la tele.
—¿Tú sabes dónde puedo encontrarla? —Simona no respondió. Sólo negó con la cabeza—. ¿Tu mamá no tendrá su número de teléfono? ¿La dirección de su casa?
Simona volvió a negar con la cabeza y después sonrió.
—¡Ahora me acuerdo de dónde te he visto! Eres ese tipo que estaba con las piernas al aire en la escalera de la iglesia la semana pasada.
Tancredi se puso de pie y le dedicó una sonrisa ligeramente avergonzada a Simona y otra a su madre; rápidamente intentó dar una explicación a lo que decía la niña:
—Sí, es verdad. Iba en pantalones cortos. Es que aquel día estaba haciendo
footing
… —Su mirada se cruzó con la de Savini, quien por toda respuesta se limitó a levantar una ceja. La verdad es que aquél no era el método que él solía utilizar. La niña, de todos modos, parecía no saber nada. Tancredi sonrió de nuevo—. Bueno, no importa. Gracias de todas formas. —Luego se dirigió a su madre—: Adiós, y perdone si la he molestado.
—No se preocupe.
Le habría gustado añadir: «No me ha molestado en absoluto… al contrario», pero, delante de su hija, no era el momento de decirlo.
Tancredi caminó hacia el Bentley sacudiendo la cabeza.
—No hay nada que hacer…
Gregorio Savini subió al coche, satisfecho. En cierto modo le había demostrado que sin él no iba a ninguna parte.
—¡Señor! —Simona se había zafado de la vigilancia de su madre y estaba frente a ellos. Savini se arrepintió de lo que acababa de pensar—. Sofia enseña en el conservatorio todas las tardes, y en los días impares en la iglesia dei Fiorentini, en la piazza dell'Oro. —Después sonrió—. Si va allí, seguro que la encuentra.
Tancredi subió al coche y le sonrió.
—Gracias… —Entonces le susurró muy bajo—: No le digas nada a tu madre, pero el domingo haré venir a una televisión para que te grabe sólo a ti.
Simona estaba entusiasmada.
—¿En serio? ¡Gracias! —Y se fue corriendo en dirección a su madre.
Tancredi subió detrás y cerró la puerta.
—Por la tarde está en el conservatorio o en la piazza dell'Oro… ¿Has visto, Gregorio? Y tú que no te fiabas de mí.
—Doctor Savini, por favor. —Y le lanzó una mirada por el retrovisor—. Me da cierta importancia.
Tancredi rio y se arrellanó en el asiento. Mientras, Gregorio aceleró e hizo que el Bentley se alejara velozmente.
«Sofia. Me gusta ese nombre. Nunca he conocido a nadie que se llamara así.» Y siguió fantaseando sobre aquella mujer, sobre lo poco que sabía de ella y sobre todo lo que estaba deseando descubrir.
—Doctor Savini, ¿puede obtener en seguida información sobre esa tal Sofia?
—Por supuesto, doctor Ferri Mariani.
—Oh, no, llámame siempre Tancredi, no me gusta parecer más importante de la cuenta.
—Como quieras…
Lo miró de nuevo por el espejo retrovisor. Sofia. Otro capricho que había que satisfacer. A saber qué era lo que habría impresionado a Tancredi en aquella ocasión. Savini se dijo que era imposible descubrirlo, pero estaba seguro de que aquella mujer acabaría archivada, como todas las demás. No sabía que, sin embargo, con ella todo iba a resultar mucho más complicado.
El propio Tancredi, por primera vez desde que era niño, pensaba en qué inventarse, en cómo dejarse caer por allí y que pareciera casual. «Y, además, ¿cómo tengo que presentarme? ¿Rico, deportista, otra vez en pantalón corto y camiseta? Me tomaría por uno de esos que viven obsesionados por su forma física.» Volvió a pensar en la niña, en Simona; era increíble que se hubiera fijado en él.
No se dio cuenta de que se había quedado en lo alto de la escalera y de que había presenciado toda la escena. Aquel tipo de detalles no se le habrían escapado en otro momento. Sofia lo había distraído.
Carla Francinelli conducía tranquila; miraba por el rabillo del ojo a su hija, que iba sentada detrás hojeando una revista que había encontrado en el coche. Al final, la madre se decidió a preguntárselo:
—Simona, ¿y qué te ha dicho ese señor cuando has ido a su coche?
Su hija dejó la revista y la miró sorprendida. No se había preparado una respuesta. Y entonces ¿qué iba a decirle?
—Oh, nada, que he sido muy amable. ¿Por qué me lo preguntas, mamá?
—No lo sé, cuando has vuelto parecías la persona más feliz del mundo… No será que te ha dicho algo que tiene que ver con la tele, ¿no?
Simona se puso un poco colorada, pero intentó que no se le notara.
—Mamá, pero ¿qué te piensas? Estás obsesionada.
—No, tú estás obsesionada.
—Me gusta la televisión y me gusta la música, ¿y qué? Saco buenas notas, así que no tienes motivos para meterte conmigo.
Carla Francinelli miró a su hija. «No tienes motivos para meterte conmigo. ¿Yo también le decía estas cosas a mi madre? No lo creo. ¡Cómo han cambiado los niños! Pero ¿es culpa nuestra? ¿O precisamente de esa tele que tanto le gusta?»
—Mamá, ¿tú crees que se habrá inventado la historia de su sobrina?
—¿Qué quieres decir?
Simona miró a su madre, divertida.
—Quizá es sólo porque le gusta Sofia y no sabe cómo encontrarla…
—Tienes demasiada imaginación.
Simona se encogió de hombros.
—A mí me parece que le gusta y nada más.
Se quedaron un rato en silencio.
—De todos modos… —dijo Simona—, si acaban juntos me pondré contenta. Sofia es simpática, la quiero mucho, y él… ¡está muy bueno!
—¡Simona!
—Pero mamá, es la verdad, ¿a ti no te lo parece? ¿Para ti no está muy bueno?
Carla siguió conduciendo con tranquilidad. Visualizó como por arte de magia una imagen de la última semana: su marido, Luca, estaba jugando a la PlayStation con unos amigos, todos ellos compañeros de la universidad; tenía entradas, barriga, llevaba una camiseta ancha y las gafas de ver caídas sobre la nariz. Inmediatamente después, se le apareció Tancredi con su americana azul, su camisa blanca, su bronceado, su sonrisa y sus ojos profundos. En efecto, estaba muy bueno, aquélla era la definición apropiada. Pero Carla Francinelli era diplomática y, sobre todo, una madre que debía ocuparse de una hija que estaba creciendo de prisa. Así que simplemente le sonrió.
—Bueno… digamos que no está mal.
—No, así no. ¿No ves que te has saltado dos notas? Aquí hay un mi y aquí hay un do. —Colocó de nuevo la mano de su alumno.
—Sí… —Tomó una larga inspiración—. Es verdad.
«Sólo me faltaba que no fuera verdad. No entiendo por qué algunos padres quieren que a la fuerza alguien de la familia sepa tocar el piano. Este chaval seguro que lo dejará. ¿Para qué malgastan el dinero? Un chico, sobre todo a su edad, tiene que sentir pasión; si no es así, en cuanto tenga la oportunidad, lo dejará todo», pensó Sofia.
—¿Cuántos años tienes, Saverio?
—Nueve.
—¿Alguien de tu familia toca algún instrumento?
—Oh, la abuela tocaba muy bien el piano, pero ya no está; la tía, la hermana de mi madre, es muy buena, pero se han peleado; y a mamá le habría gustado mucho tocarlo, pero nunca aprendió…
—Eres hijo único, ¿verdad?
—Sí…
—¿Y te gusta tocar?
Saverio permaneció un momento en silencio; agachó la cabeza y después la levantó sonriéndole.
—Bastante…
Sofia pensó que equivalía a un sincero: «En absoluto, pero lo tengo que hacer de todos modos.»
La joven miró el reloj sin que él se diera cuenta. Faltaban cinco minutos. Podía aguantar.
—Muy bien, Saverio, ¿y cuáles son las cosas que más te gusta hacer?
—Ah, bueno, me encanta ver la tele, jugar a la PlayStation y a la Wii, leer tebeos… Me gustan un montón «Bola de Dragón» y los «Gormiti». También me gusta ir al cine, jugar a la pelota… Ir a natación no tanto, porque es demasiado cansado y después hay que secarse. —Sofia escuchó aquella lista de diversiones que parecía que todavía no había acabado. En resumen, al niño le gustaban un montón de cosas, pero estaba claro que la música no era una de ellas. Aun así, su madre lo obligaba a pasar cuatro horas semanales al piano. Sólo porque ella no había aprendido a tocarlo y su hermana sí. ¿Y aquel pobre chiquillo tenía que compensar lo bien que lo hacía la tía? Bueno, tampoco era tan «pobre». Sus padres vivían en una preciosa villa en los Parioli y, según lo que él le había contado, el padre era cónsul y siempre estaba de viaje por el mundo—. Y también me gusta chatear con mis amigos y enviar mensajes.
Sofia observaba al muchacho mientras éste seguía completando la lista. Naturalmente, ya tenía ordenador y móvil, a pesar de su edad. Demasiado joven. El piano tal vez le aportara algo. Miró el reloj. Muy bien, ya era suficiente.
—Bueno, Saverio, se acabó la hora. Nos vemos el martes.
El chico cogió la chaqueta y la mochila y salió. Sofia colocó las partituras. Había estado ensayando con Allegra, una niña de diez años a la que le gustaba mucho tocar el «Preludio» de la
Suite inglesa en la menor
, de Bach, y le había salido bastante bien. Ella la había aprendido cuando tenía siete años. Lo recordaba como si fuera ayer. Abrió la partitura, leyó los primeros compases y cerró los ojos. El sonido del piano le resonó en la cabeza; las notas le llegaban llenas, redondas; los piececitos de una niña apretaban el pedal del piano; más arriba sus jóvenes manos corrían por el teclado. Tenía la cabeza, llena de rizos, inclinada hacia delante. Aquella muchacha se mordía el labio superior porque se esforzaba al máximo, pero sonreía; para ella aquello era coser y cantar. Después llegó su primer concierto. Fue en una gran sala, con mil espectadores y una niña de ocho años completamente tranquila.
—Mi, la, la…
Una voz a su espalda la rescató de aquel recuerdo de veinte años atrás.
—¿Habías llegado a esta parte? ¿Te acuerdas? Siempre te equivocabas.
Sofia todavía tenía los ojos cerrados y sonrió. Había reconocido la voz. Era Olja.
—Me has salvado. Todavía no había llegado ahí.
Cerró la partitura.
—Quizá esta vez hubieras dado en el clavo. Es más fácil no volver a cometer los mismos errores.
—Siempre me equivocaba porque me habría gustado que Bach hubiera escrito el fragmento justo de aquella manera.
Olja sonrió.
—Hay cosas que no se pueden cambiar, hay que aceptarlas tal como son. Otras, en cambio, sí pueden cambiarse.
Sofia se puso la chaqueta. Después se volvió hacia ella.
—No creo que vuelva a tocar, Olja. No insistas más.
La anciana profesora cerró los ojos.
—No me refería a eso. Pero no importa.
—Nos vemos.
—Pásate cuando quieras, yo estoy aquí. Si no, nos vemos el miércoles. Te quiero.
Sofia sonrió y salió a la calle. Había acabado más pronto que de costumbre. Domitilla Marini, la chica de la última clase, la de las ocho a las nueve, no había ido. Lástima, era dinero de menos, pero aun así había sido una jornada larga. Dar un buen paseo antes de ir al aparcamiento para coger el coche y volver a casa no sería una mala idea. Se puso a caminar de prisa hacia el Tíber; recorrió un trecho de corso Vittorio Emanuele y cruzó el puente que llevaba a via della Conciliazione. Iba rápido, pero la acompañaba una extraña sensación, como si alguien la estuviera siguiendo. Se detuvo y fingió que miraba un escaparate. Entonces se dio la vuelta de repente. Miró a la derecha, a la izquierda, luego hacia el final de la calle. Se había equivocado. Había unas cuantas personas —chicos y chicas, alguna pareja de turistas—. Un comerciante fumaba un cigarrillo delante de su escaparate, otro saludaba a una señora después de acompañarla hasta la puerta de su tienda en la que debía de haber hecho alguna compra. Pero nadie hizo ningún movimiento inesperado ni se escondió, nadie pareció estar interesado en ella. Sofia se tranquilizó.
Se metió por una pequeña bocacalle que le permitía acortar el camino. Llegó a una placita y vio un bar con algunas mesas fuera. Miró el reloj. Era temprano. Decidió tomar algo y se sentó. Atisbó el interior del local para llamar la atención del camarero, pero no había nadie. Entonces se volvió y se lo encontró delante.
—¿Quiere una foto? —Frente a ella había un chiquillo de diez años que le sonreía. Llevaba una camiseta estampada que le tapaba el trasero, tenía el pelo oscuro y los ojos de color avellana. Debía de ser de Bangladesh—. Sólo quince euros…
—¿Sólo? —preguntó Sofia con una sonrisa—. Las cobras demasiado caras; y deberías hacérselas a las personas adecuadas. Yo no soy una turista.
El chaval, durante un instante, pareció disgustarse, pero en seguida sonrió y se sacó unas baratijas del bolsillo de los pantalones.
—¿Quieres un encendedor? ¿Una linterna? ¿Un corazón de la suerte? Hace que te enamores…
Sofia negó con la cabeza.