—Aquí es. Ya he llegado.
—¿Es tu coche?
—Sí.
Tancredi sonrió. Aquella vez no quería equivocarse con la matrícula.
—He estado muy a gusto contigo.
—Yo también. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—No volveremos a vernos.
—Pero has dicho que has estado muy a gusto conmigo.
—Por eso. —Sofia subió al coche. Después bajó la ventanilla—. Por favor, no me busques. —Y se fue.
Tancredi se quedó en medio de la calle. Lo había pillado por sorpresa, no se esperaba aquella reacción. Cogió la agenda y, antes de que se le olvidara, apuntó la matrícula del coche. Después se sacó una Polaroid del bolsillo de la americana. Se la había comprado al chico de Bangladesh. La miró. Sofia era bonita, pero tenía una expresión atónita y sorprendida. Aquel chico le había hecho una foto a traición y ella no se lo esperaba. Le molestaban las cosas que cambiaban sus planes, no le gustaban los imprevistos. Tancredi adoptó una expresión de satisfacción al pensar en su próxima jugada, pero sobre todo en cómo se lo tomaría ella.
Unos años antes…
En el césped de la gran villa, el jardinero podaba las ramas de la magnolia.
Hacía muchos años que se erguía en el centro del jardín y había crecido mucho, hasta alcanzar los siete metros de altura. Bruno se sentía muy orgulloso de ella: la había plantado cuando empezó a trabajar en la casa y reflejaba los cuidados, la atención y la pasión que había puesto en aquel jardín. Un fragor lejano anunció que el momento de éxtasis estaba a punto de terminar. Un Aston Martin rojo llegó a la plaza a toda velocidad y frenó bruscamente, de forma que desplazó la mayor parte de la grava blanca que había tenido la mala suerte de quedar bajo aquellas ruedas. También apareció un Maserati descapotable.
Tancredi se bajó de un salto del Aston Martin.
—Hola, Bruno. ¿Puedes decir que nos laven los coches?
También bajó Olimpia, una chica preciosa que lucía un vestido veraniego de lino blanco estampado con rosas rojas. Llevaba un bolso pequeño con una cadenita verde y unos zapatos rojos de suela de esparto. Un conjunto de aire bucólico, ideal para principios de junio, lleno de sol y de las espigas maduras de los campos de trigo de alrededor.
Del otro coche bajaron dos chicos y una chica, Giulietta. Uno de los dos la cogió del brazo y le señaló la casa.
—¿Has visto? ¿Es como te la había descrito o no?
—Sí, es preciosa.
—¡Venid!
Todos se dirigieron corriendo hacia el interior.
—Mamá, ¿estás en casa? —Tancredi atravesó algunas estancias, seguido de los demás, hasta que la encontró en el salón—. ¡Estás aquí! ¿Te molestamos? He venido con unos amigos.
—Buenas tardes, señora. Yo soy Riccardo y ella es Giulietta.
El otro chico también se presentó.
—Francesco, mucho gusto.
—Y ella es Olimpia, mamá. ¿Te acuerdas? Te he hablado de ella.
Emma, la madre de Tancredi, los saludó a todos. Luego se detuvo un poco más en Olimpia. Su hijo había salido con muchas chicas desde que iba al instituto, pero aquélla era la primera que parecía haber encendido su entusiasmo de verdad y de la que no se había cansado en seguida.
—Por fin te conozco. —La miró con más atención—. Eres todavía más bonita de como te había descrito Tancredi.
Olimpia sonrió, segura de su belleza.
—Gracias, señora.
Tancredi decidió interrumpirlas, preocupado por lo que su madre pudiera añadir.
—¿Papá no está?
—Ha ido a Milán por trabajo. A lo mejor regresa esta noche.
La presencia de Vittorio en su vida y en la de sus hijos era muy vaga. Tancredi se encogió de hombros.
—¿Y Claudine dónde está?
—Tu hermana está en la piscina, leyendo.
—Muy bien, pues nosotros también vamos.
Tancredi y los demás se despidieron de ella, bajaron a coger las bolsas de los coches y se encaminaron hacia la piscina.
—Hay vestuarios, nos cambiaremos allí…
—De acuerdo.
Tancredi, sin que los demás se dieran cuenta, cogió a Francesco del brazo y le dijo en voz baja:
—Ya verás como va a gustarte mi hermana.
Francesco, al principio, no respondió y le sonrió con indecisión. Después se lo pensó un momento e intentó parecer gracioso.
—¡Esperemos que yo le guste a ella!
Tancredi le dio un golpe en el hombro.
—Seguro que sí…
Pero no estaba convencido del todo.
Su hermana Claudine estaba atravesando una época extraña y no quería ver a nadie. Tenía ya diecinueve años y, por lo que Tancredi sabía, ni había salido todavía con ningún chico ni le gustaba alguno en particular. Tancredi miró a Francesco por el rabillo del ojo. Sí, él le iría perfecto. Era bastante tranquilo y lo suficientemente ingenuo como para ser su posible primer novio. Aquel pensamiento le provocó una sonrisa. Se imaginó a Claudine con su amigo yendo al cine o al teatro y luego a una pizzería o a un buen restaurante; un segundo después se los imaginó en la cama. Casi se echa a reír, pero por suerte ya habían llegado a la piscina.
—¿Claudine? ¿Estás aquí? Vístete, que vengo con unos amigos que van supercalientes.
Giulietta le lanzó una mirada asesina. Riccardo se rio. Francesco replicó:
—Bueno, no está mal como tarjeta de visita…
—Así dejas las cosas claras desde el principio… ¿No?
Claudine se levantó de la hamaca; estaba bajo un árbol, a la sombra.
—Hola idiota. Menos mal que me has avisado, estaba desnuda.
—Lástima. La próxima vez no diré nada… —Pasaron a las presentaciones—: Ellos son Riccardo y Giulietta, y él es Francesco… —Tancredi quiso percibir en su hermana un rápido signo de agrado, pero fue inútil: Claudine se mostró indiferente—. Y ella es Olimpia.
Su hermana sonrió por primera vez.
—¡La santa! ¡Por fin! —Olimpia pareció molestarse ante aquel apelativo. Claudine se dio cuenta y en seguida quiso explicarse—: ¡En el sentido de que tienes mucha paciencia! La verdad es que no consigo entender cómo puedes aguantar a mi hermano. ¡No se está quieto ni un segundo, es un alborotador, tiene que decidirlo todo él y, encima, siempre hay que hacer lo que él quiere!
—¡Eh, gracias por la propaganda! Si me deja, ya me buscarás tú una igual.
A Olimpia no le gustó aquella frase. Le dedicó una sonrisa forzada.
—Imposible…
Tancredi quiso arreglarlo de inmediato.
—Tienes toda la razón, no hay en el mundo otra como tú. Precisamente por eso es tan grave lo que ha dicho, si te pierdo estoy acabado…
Intentó abrazarla. Pero Olimpia se zafó de sus brazos con rapidez.
—Eh, así no vas a arreglarlo. No va a hacerse siempre lo que tú quieras… ¿Qué te has creído? Nos cambiamos y nos damos un baño en la piscina, ¿no?
Giulietta se mostró de acuerdo.
—¡Sí, sí! —respondieron a coro los demás.
Olimpia miró a su novio con una falsa sonrisa.
—Tú también deberías dártelo, así refrescas un poco tus ardientes ánimos. Es más, deberías hacerlo en seguida, ¡vamos!
Le dio un empujón a traición e hizo que cayera al agua. Todos se rieron de Tancredi. Entonces, Giulietta aprovechó la situación y empujó a Riccardo con fuerza. Él, cogido por sorpresa, movió los brazos en círculo hacia delante para recuperar el equilibrio, pero no lo consiguió y cayó al agua junto a Tancredi. De los hombres sólo quedaba Francesco. El joven miró a sus amigos. Éstos, a causa del peso de la ropa mojada, movían las piernas velozmente para mantenerse a flote. Francesco notó algo a su espalda y se volvió de golpe. Claudine iba corriendo hacia él.
—Ahora te toca a ti…
Intentó tirarlo al agua empujándolo con las dos manos, pero él se movió hacia un lado, esquivó la sacudida y empezó a luchar. Olimpia y Giulietta fueron corriendo a ayudar a Claudine. Empezaron a empujarlo las tres juntas. Francesco se mantenía cogido a la hermana de su amigo, pero las otras la liberaron y él acabó en el agua como los otros.
—¡Eh, muchas gracias, hermanita, en nombre de mis amigos! —exclamó Tancredi desde el agua.
—Era mi deber… —contestó ella. Luego, dirigiéndose a Olimpia ya Giulietta, añadió—: Venga, vamos, os acompaño a poneros el bañador… ¡No entiendo la prisa que tienen estos hombres, que se bañan antes de cambiarse!
—Sí…
—Es cierto… Siempre tienen demasiada prisa.
Y se encaminaron hacia los vestuarios entre risas.
Poco más tarde, ya estaban todos en la piscina. Pasaron una tarde estupenda, con sol, chapuzones y alguna que otra broma. Riccardo se durmió en la colchoneta hinchable en medio de la piscina y, a la hora del té, a sus amigos no se les ocurrió otra cosa que volcarlo para que se despertara. Maria Tondelli, la camarera, les llevó té frío verde, de menta, de melocotón y de grosella, y unas galletas caseras. Las había de chocolate, de crema, de vainilla y también de canela. Maria lo dejó todo sobre una pequeña mesa blanca de hierro forjado que había al lado de las hamacas; después miró a Claudine.
—También he hecho las que tanto te gustan.
La chica le sonrió.
—Gracias.
Se llevaba especialmente bien con Maria Tondelli, hecho que había sorprendido un poco a todos los que conocían el carácter cerrado de Claudine. En cuanto la camarera se alejó, los chicos se lanzaron en seguida sobre las galletas.
—Mmm, qué buenas.
Tancredi había cogido una de chocolate.
—¿Sabes, Francesco, que Claudine también es capaz de hacerlas?
Su amigo no sabía si se trataba de una broma o no.
—¿En serio eres tan buena?
—¿Todavía te crees todo lo que dice mi hermano? Pero ¿cuánto hace que lo conoces? Y la verdad es que no, no sé hacer absolutamente nada en la cocina…
Tancredi no quiso dejar pasar aquella ocasión.
—Pero tiene muchísimas otras cualidades que cualquier hombre con un poco de cerebro podría adivinar…
Claudine se echo a reír.
—Te está liando, quiere convencerte de que soy muy buena haciendo no sé qué…
—Ya… —Francesco, sin querer, pensó en el sexo, y aquello lo excitó.
Claudine se dio cuenta, pero hizo como si nada. Prefirió cambiar de tema.
—¿Has hablado con Gianfilippo?
Tancredi le daba de vez en cuando un pequeño empujón a Olimpia y bromeaba intentando hacer las paces con ella, pero la joven seguía enfurruñada.
—No, ¿y tú?
—Sí, este fin de semana no ha podido venir porque tenía que estudiar; ha hecho dos exámenes más. ¿Sabes que ya casi ha terminado la universidad?
—Sí. —Tancredi intentó besar a Olimpia, que, riendo, se escabulló de aquel enésimo intento—. Debe de haber salido a papá. En cambio nosotros llevamos los genes de mamá: preferimos divertirnos.
Aquella vez, Tancredi consiguió por fin darle un beso a traición a Olimpia. Ella se resistió un poco con la boca cerrada, pero al final se rindió.
—Sí… —comentó Claudine—. Puede ser…
Dicho aquello, se entristeció y se alejó mientras se comía una galleta. Se detuvo en un extremo del jardín, se quitó las enormes gafas de sol, las tiró sobre una hamaca y se zambulló en la piscina. Realizó una entrada perfecta: con las piernas juntas y sin levantar demasiada agua. Emergió poco después en medio de la piscina. Llevaba el pelo, entonces más oscuro, echado hacia atrás. Empezó a nadar a braza perfectamente. Desde donde se encontraba, Francesco podía observar cómo recogía y estiraba las largas y bronceadas piernas. Al llegar al final de la piscina hizo una voltereta, tocó la pared con los pies, se dio impulso y siguió nadando por debajo del agua. Volvió a salir un poco más adelante y continuó nadando un rato más. Después, de repente, se paró. Volvió a sumergirse de cabeza y, cuando salió, exhaló el aire por la nariz con lentitud. Estaba a ras del agua. Aquellos ojos verdes impactaron a Francesco. Era realmente bonita, sexy y extraña, con sus silencios, con sus secretos. No acababa de adivinar qué tipo de persona era, pero le gustaba muchísimo. Claudine, de repente, se puso contenta por una idea que acababa de ocurrírsele.
—Eh, Tank, ¿por qué no os quedáis a cenar tus amigos y tú?
Tancredi le hizo una caricia a Olimpia; después miró a los demás.
—¿Y por qué no vamos todos juntos a comer algo por aquí cerca? ¡Está lleno de sitios donde cocinan muy bien!
—¡Pero si tenemos a Franca! ¡Es la mejor cocinera que pueda existir! Puede prepararnos lo que queramos… Ya sabes lo importante que es la cocina para papá. ¡Y además a mí no me apetece moverme!
Tancredi resopló. Era la misma historia de siempre. Conseguir que saliera de casa era lo más difícil del mundo. Pero no era apropiado empezar a discutir delante de los demás.
—Muy bien. Como quieras —concedió Tancredi—. ¿Vosotros también estáis de acuerdo?
—Sí, sí, claro.
—Por mí sí.
—¡Por mí también!
Ninguno de ellos tuvo nada que objetar y Claudine se puso aún más contenta.
—¿Tenéis alguna preferencia? ¿Queréis una cena piamontesa, lombarda?, ¿cocina toscana, siciliana?, ¿o queréis algo francés? Yo se lo diré a Franca… Os lo juro, cada noche intento ponérselo más difícil, pero nada, nunca lo consigo. ¡A fuerza de leer nuevas recetas, incluso yo me estoy convirtiendo en cocinera!
Las chicas optaron por una cena exclusivamente francesa, con creps saladas para empezar y un postre dulce para terminar. También le preguntaron si podía preparar alguna receta de caza de segundo. Olimpia y Giulietta se acordaban de unos platos muy especiales que habían probado en un restaurante francés.
—Era civet de ciervo.
Pero Franca no se amilanó, también lo conocía.
—¿Lo preferís con salsa roja o blanca?
Las chicas, evidentemente, no supieron qué responder. Así que fueron a ducharse. Claudine se quedó en su habitación, Francesco y Riccardo en un cuarto de invitados y Giulietta en otro para ella sola. Tancredi, que ya se había hecho perdonar, acompañó a Olimpia a la habitación que había elegido especialmente para ella, pero antes la secuestró y se la llevó hasta la suya con una excusa:
—Mi baño es más elegante, me gustaría enseñártelo…
Después cerró la puerta. Olimpia sonrió, se dejó quitar el bañador y, poco después, ya estaban besándose bajo el agua caliente. Caía abundantemente de la gran ducha y cubría las caras de los dos, pero a ellos no les importaba, tal era el deseo de aquellas bocas llenas de pasión. Las manos de Tancredi buscaron, hurgaron, acariciaron delicadamente hasta empujar a su novia contra la pared, levantarle las piernas…