Le sonrió.
—¿Y bien?
—¿Qué? —dijo ella al tiempo que se sentaba en la cama.
—No, decía… Tienes que escuchar a Bach más a menudo.
Sofia se echó a reír y se echó el pelo hacia atrás.
—No… Ha sido la palabra «embriagador».
Y ambos rieron, todavía saciados por aquel atracón físico. Sofia le sirvió un poco más de vino y de paso llenó también su copa. Continuaron hablando de naderías, escuchando música. Sofia puso un CD de Leonard Cohen y, al cabo de un segundo, mientras Andrea le hablaba de su trabajo, de los mil correos que había recibido, del hecho de que su proyecto estaba gustando y seguía adelante, ella abandonó aquellas palabras y se perdió en un recuerdo.
Grecia, Tinos, una isla desconocida. Habían ido allí con unos amigos nada más terminar los últimos exámenes de verano de la universidad. Aquella noche, en una pequeña hostería del puerto, comieron todos juntos
souvlaki
,
mousaká
y aquel
tzatziki
que a ella tanto le gustaba. Los hombres se bebieron al menos dos cervezas cada uno. Después dieron un paseo y acabaron en un pequeño pub a pocos pasos de la playa. Cuando entraron, el primero en verlo fue Andrea.
—¡Venga, no vas a librarte, Sofi! Es una señal del destino. Estoy seguro de que ayer no estaba…
En una esquina del local yacía un pequeño piano. Era de madera negra y, en la parte de arriba, tenía grabada alguna inscripción, como un simple recuerdo de fugaces amores de verano. Todos sus amigos empezaron a animarla de una manera tan ruidosa que, dentro del local, incluso otros turistas —ingleses, norteamericanos, alemanes y hasta una pareja de japoneses— se unieron al entusiasmo sin acabar de entender el motivo. Empezaron a dar palmas con los italianos, listos para recibir con alegría lo que fuera que pudiera ocurrir unos instantes después.
Sofia se dio cuenta al momento de que no podía prolongar más la espera, así que resopló y se encaró a Andrea.
—Maldito seas, maldito… ¡Incluso estando de vacaciones! Es como si yo te obligara a dibujar un mapa altimétrico de la isla, ¡uff!
Entonces se sentó en el taburete que había cogido de una mesa cercana y que había colocado delante del piano. Levantó la tapa. Se sorprendió al leer en el paño protector la frase en inglés
Life is music
. Sacudió la cabeza ante aquella invitación y empezó a tocar. Como se encontraba en un pub y el público estaba formado por una mezcla de turistas, evitó la música clásica y optó por una pieza de
jazz
. Tocó de memoria algunos fragmentos de St. Germain; intentó abarcar todas las procedencias, como una extraña mezcladora humana, tocando algunos temas alemanes, españoles, norteamericanos e incluso uno japonés. Tocaba de oído y se había puesto en la cabeza una gorra de béisbol que le había robado al vuelo a un chico que pasaba por su lado. Pidió que le llevaran también a ella una cerveza y, de un modo u otro, esperaba arreglar la noche, superar la emoción, la timidez y la vergüenza de exhibirse de aquella manera y con un piano con varias notas desafinadas. Para terminar y dar un toque clásico a su incongruente repertorio, decidió dejarse llevar con una pieza de Tony Scott. Ella lo consideraba el más grande
jazzista
italo-americano de todos los tiempos, estúpidamente ignorado en su país de origen. Quién sabe, quizá alguno de los presentes pudiera apreciar una elección artística tan refinada.
Tocó un poco de todo y concluyó su estrambótica exhibición con
Music for Zen Meditation
. Al final hubo una explosión de aplausos. Por turnos, todos se fueron acercando a la pianista para darle palmadas amistosas en el hombro en señal de gran reconocimiento. Alguien le ofreció otra cerveza. Cuando Sofia quiso devolverle la gorra a su propietario, el chico empezó a mover las manos con rapidez mientras sacudía la cabeza.
—
No, no… It's yours, it's yours
.
Y sonreía mientras le dedicaba un aplauso.
Al final Sofia le dio un empujón a Andrea.
—¿Has visto lo que me has hecho hacer?
—Pero si has estado estupenda. Ya he hablado con el propietario del local. ¡Darás dos conciertos cada noche y a nosotros nos saldrán las vacaciones gratis!
—Idiota…
Andrea la abrazó, divertido y realmente sorprendido de cómo Sofia, acostumbrada a dar conciertos por media Europa, que había tocado el
Concierto en do mayor
de Prokófiev dirigida por Chailly, podía avergonzarse de tocar por diversión ante unos cuantos turistas algo borrachos en un pub griego. Pero ella era así, con sus repentinos prontos y su carácter lunático: a veces una dulce y delicada niña y de pronto mujer, apasionada y salvaje. Y aquella mirada maliciosa y un poco achispada hizo que Andrea pensara que lo más probable era que se encontrara justo en aquella fase. Y así, sin que nadie se diera cuenta, se escabulleron del pub mientras los demás cantaban desafinando y siguiendo la vaga estela de la música que ella había tocado, entrechocando alguna que otra pinta casi vacía en un ambiente de gran euforia.
Andrea y Sofia pasearon por la playa, no muy lejos del puerto. Ella se quitó los zapatos; caminaba con los pies sumergidos en las pequeñas, lentas olas que el mar llevaba hasta la orilla esparciendo luminosas salpicaduras de plancton que en seguida se apagaban.
La joven se agachó y cogió un poco de agua entre las manos.
—Mira…
Unos extraños y diminutos seres brillantes habitaban aquella pequeña charca. Sofia volvió a tirarlos al mar. Poco después se hallaron en una zona más oscura, una lengua de arena situada al lado de las rocas. La luz del faro cercano pasó justo por encima de ellos e iluminó el resto de la playa. Andrea le levantó el vestido, le bajó las bragas, se desabrochó los pantalones y, en un instante, la tomó. Se amaron lentamente; sus bocas sabían a aquel aire salobre, la piel se notaba suave y cálida, la noche los envolvía y no tenían prisa, sólo ganas de amarse y todo el futuro por delante…
El futuro por delante. Sofia se levantó de la silla y fue hacia la cocina.
—Voy a preparar una ensalada. Ah, también he comprado un poco de atún para hacer a la plancha, ¿te apetece?
Andrea se quedó un poco contrariado. Estaba explicándole una cosa. Decidió no darle importancia.
—Sí, claro… ¡Pero no me lo hagas demasiado!
Sofia entró en la cocina y abrió la nevera; cogió la lechuga y el atún y los sacó. Puso la plancha en la cocina, encendió el fogón. El futuro por delante…
Aquella noche, después de hacer el amor, se desnudaron y se metieron en el agua. Después estuvieron persiguiéndose por la playa porque Sofia había salido la primera y le había robado la ropa a Andrea.
—¡Así aprenderás a no hacerme tocar a la fuerza! ¡Volverás a casa desnudo como un gusano!
Pero a continuación Andrea se le echó encima y la placó, derribándola sobre la arena. Estaba desnudo, todavía mojado. Con un físico acostumbrado a jugar al rugby, para él aquello había resultado un juego de niños.
—Ay, me has hecho daño…
—Pero, cariño…
—¡Cariño, y un pimiento! ¡Ni que fuera uno de tus compañeros de equipo!
Así que la noche terminó en discusión. Al día siguiente, él se había ganado tenerla de morros y ella un buen moratón en el muslo izquierdo. Pero con la complicidad de aquella preciosa isla, en seguida hicieron las paces de la mejor manera posible.
Pero aquella vida quedaba lejos. El atún ya se había chamuscado de un lado. Sofia cogió un tenedor y, rápidamente, le dio la vuelta en la plancha. Exhaló un suspiro. Era como si aquellos dos muchachos ya no existieran. Y en medio del humo, del olor de la carne quemada sobre la plancha, volvió a perderse en sus pensamientos.
Había transcurrido una hora desde que llegara a urgencias. La última enfermera que había salido de la sala de operaciones le había dicho que no sabía nada. Tal vez no pudiera decir nada. Tenía ganas de darse de cabeza contra la pared, o mejor aún, de emprenderla a puñetazos contra una de aquellas grandes vidrieras; necesitaba aire, se estaba volviendo loca. Empezó a caminar arriba y abajo por el pasillo. Abrió una puerta, luego otra. Fue recorriendo un pasillo tras otro. Cuando llegó hasta el que daba al patio, volvió atrás, hacia la sala de operaciones, y después volvió a empezar.
Había pasado otra hora; estaba amaneciendo cuando volvió a recorrer el pasillo y de repente se encontró ante aquella puerta abierta. Era la capilla del hospital. Entró despacio, de puntillas. En las primeras filas había una monja menuda, anciana, casi doblada sobre sí misma. Rezaba en silencio; quizá dirigía una súplica al Señor, o tal vez repetía mecánicamente un
Avemaría
o un
Padrenuestro
. Para Sofia, en cambio, aquello era una novedad. Con el tiempo se había ido alejando de la Iglesia sin razón aparente. Había ocurrido así, sin más motivo, como cuando, una vez terminada la escuela, empiezas a perder el contacto con los amigos.
Las primeras luces del día se colaban a través de los grandes dibujos de los vitrales. Las paredes blancas de la capilla empezaron a teñirse de violeta, de azul, de celeste. En aquel amanecer Sofia entendió que volvía a necesitar a todo el mundo, incluso al Señor, si es que existía, o a quien fuera que escuchara su plegaria. Comenzó desde el principio, como si retomara un discurso iniciado mucho tiempo atrás, justificando su alejamiento y pidiendo perdón.
«Perdóname, sé que desaparecí de repente, sin ningún motivo y, sobre todo, sin avisarte. —A Sofia le pareció oír respuestas, como si su silencioso monólogo se convirtiera en un diálogo, como si una persona generosa y buena la entendiera, la comprendiera y, de alguna forma, la justificara—. Sé que es de cobardes presentarse aquí sólo porque esta noche me haya pasado esto… —La joven levantó los ojos y miró hacia el fondo, encima del altar, al Cristo pintado. Parecía que la estuviera mirando—. Te lo ruego, ayúdame, no sé a quién más dirigirme. En este momento miles de personas te estarán pidiendo algo, pero, por favor, ocúpate sólo de mí y de Andrea. Estoy dispuesta a todo. Renunciaré a lo que me pidas si haces que viva. —Y de repente empezó a sonar una música lenta, las notas de un
Avemaría
. El sonido continuó, era bajo, apenas perceptible y, sin embargo, le pareció una señal incuestionable. Cerró los ojos y le entraron ganas de llorar, pero comprendió que su oferta no podía ser otra—. Sí. Si él vive, renunciaré a tocar.»
No supo añadir nada más. Le parecía la renuncia más grande que podía ofrecer. Con una súbita calma, se levantó del reclinatorio. La anciana monja ya no estaba e incluso la música había cesado.
Recorrió otra vez todos los pasillos hasta llegar ante la sala de operaciones. Se sentó en la silla y esperó. A las seis y veinticinco, el cirujano que había operado a Andrea salió de la sala, se bajó la mascarilla y se dirigió hacia ella. Seguro que lo habían avisado de que una chica estaba esperándolo. Caminaba lentamente, estaba cansado, exhausto, y su mirada no auguraba nada bueno. Sofia lo vio, miró su rostro y creyó morir. Sólo cuando estuvo a su lado el cirujano sonrió.
—Saldrá de ésta. Necesitará tiempo, pero lo conseguirá.
En aquel momento, Sofia se dobló sobre sí misma y se echó a llorar. Las lágrimas, enormes, resbalaban por su rostro demacrado por el cansancio, por la tensión, por el sentimiento de culpabilidad. Hacía un instante, había visto su propia vida terminar junto con la de Andrea. El cirujano la abrazó. Luego ella salió del hospital, caminó bajo el amanecer sin dudar ni por un segundo que mantendría su promesa. No volvería a tocar nunca más.
Hasta unos días más tarde, no comprendió lo largo y difícil que iba a ser aquel camino. Andrea se había quedado parapléjico. No podría volver a caminar. Había sufrido una fractura de las vértebras inferiores que le había afectado la médula ósea y le había dejado las piernas paralizadas. Recordó la mirada del Cristo pintado en la pequeña capilla del hospital. Se preguntó si renunciar al piano habría sido suficiente, si de verdad la habría oído tocar alguna vez, si sabía a qué pasión, a qué increíble amor había renunciado por salvar a Andrea.
—¡Eh, te había dicho vuelta y vuelta! ¡Sale un montón de humo de la cocina!
La voz de Andrea la devolvió una vez más al presente. Ocho años después de aquella noche. Habían cambiado pocas cosas.
—¡Tienes razón, cariño! ¡Perdona! Estaba lavando la lechuga y no me he dado cuenta, lo retiro en seguida.
Más tarde se sentó delante de la cama, preparó la bandeja plegable y puso un disco adecuado para aquella velada, un tema tranquilo de Diana Krall. A Sofia le encantaba aquella música, era una de sus cantantes favoritas. Empezaron a comer uno frente al otro. Andrea estaba de buen humor y empezó a bromear sobre el atún.
—Más hecho no podía estar…
—Tienes razón, perdóname. Ya te lo he dicho, me he distraído.
—¿No será que seguía resonando en tu cabeza… —Andrea levantó, alusivo, las dos cejas— la palabra «embriagador»?
Sofia se echó a reír.
—No… Tonto.
Andrea se limpió la boca, dejó la servilleta junto a él sobre la cama y la miró a los ojos.
—Me parece que no me lo has contado todo.
—¿Por qué? —Sofia también se limpió la boca con la servilleta, pero en realidad la usó para esconderse. Se había puesto colorada. Ya veía adónde quería ir a parar Andrea.
Se había puesto serio.
—Ni siquiera antes del accidente habías sido tan apasionada.
—Eres injusto.
—Soy realista. —Andrea se apoyó en la almohada que tenía a su espalda—. Tú hoy has estado con alguien.
Ella rompió a reír. Intentó convencerlo de todas las maneras posibles.
—Te aseguro que no. He estado con una docena de niños y con Olja. Si crees que ellos han sido mi motivo, como dices tú…, embriagador, quiere decir que soy muy perversa. —Sofia pensó que, quizá, aquello se lo podría haber ahorrado. Habría bastado con decir que no y nada más. Volvió a mirarlo a los ojos y entonces también ella se puso seria—. Andrea, te lo aseguro, no he estado con nadie.
Al final su actitud resultó más convincente. Andrea inspiró profundamente, volvió a ponerse la servilleta sobre las piernas y siguió comiéndose la ensalada.
—Me ha parecido raro. Era como si fueras otra mujer.
Sofia ya estaba más tranquila y se permitió bromear.
—Ahora la que está celosa soy yo. ¿La preferías a ella?