Esta noche dime que me quieres (12 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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—No. —Andrea la contempló en silencio—. Me ha dado miedo. Era como si persiguiera la vida, como si quisiera estar lejos de aquí.

Sofia dejó los cubiertos.

—Andrea… Sencillamente quería hacer el amor contigo. —Exhaló un suspiro—. Durante un momento no he pensado en otra cosa. ¿Tan malo es?

—Perdóname. Es que estoy atado a esta cama, no sé qué hay detrás de la puerta, no sé adónde vas, con quién estás.

—Te preocupan las mismas cosas que a otros miles de hombres que, aunque no hayan sufrido un accidente, están con una mujer más o menos bonita y deseable… —Sofia se levantó para retirar los platos—. ¡No le des más vueltas!

Andrea la cogió por el brazo.

—Tienes razón. Perdóname.

—No pasa nada. La próxima vez lo haré con menos ímpetu.

Y se fue a la cocina.

—Venga, no te pongas así… Estaba bromeando…

Sofia metió los platos en el fregadero, abrió el grifo, esperó a que el agua saliera caliente y empezó a lavarlos. De golpe vio aquella mano sobre su brazo, igual que en la escalinata de la iglesia. «Pero ¿por qué huyes así? Espera…» Aquel hombre. Él la había detenido, ella se había reído. Y, sin embargo, no se había podido quitar de encima aquella mano. Se había acostado con él aquella noche, lo había deseado tocándose, tocándolo, cogiéndolo con la boca, haciendo el amor sobre aquel hombre y, al final, había tenido un orgasmo con él. El agua salía demasiado caliente, abrió un poco más el grifo del agua fría. Por primera vez le había sido infiel a Andrea, aunque sólo fuera de pensamiento. Y le había dicho una mentira, la primera en diez años. Algo se había roto.

13

—No. Hay que comprar.

Tancredi colgó el teléfono. Estaba seguro de las indicaciones que había dado. El mercado estaba a la baja y era preciso seguir comprando. Al cabo de uno o dos años las cotizaciones por las que más había apostado volverían a subir. Todas sus inversiones habían alcanzado un incremento del veinticinco por ciento neto a lo largo del último año y él lo había reinvertido en empresas importantes que tenían dificultades mediante la compra de la mayoría de sus participaciones. Había importado todo tipo de mercancías desde Sudamérica: café, fruta e incluso madera, papel y carbón. Había invertido en minas y en grandes terrenos de cultivo. A la cabeza de todo aquel sector puso a un jovencísimo analista financiero, un bróker que no había cumplido los cuarenta, al que respaldaba un economista. En cada uno de los sectores creaba lo que él llamaba el «trío mágico»: un especialista en la materia, un inversor competente y alguien que hiciera cuadrar las cuentas. Su secreto era cerrar siempre con un punto más a su favor. Desde el día en que adoptó dicha estrategia, su patrimonio había aumentado de manera exponencial.

Habían pasado doce años desde que recibiera en herencia el gran patrimonio de su abuelo; desde entonces no había hecho otra cosa que comprar y vender, capitalizar y volver a invertir. Todos los años se deshacía de alguna empresa improductiva y compraba otras que empezaban. Estudió la tendencia de los mercados, sintió una gran curiosidad por las nuevas economías y, a finales de los años noventa, ya había invertido en los nuevos mercados de China y la India. Desde el principio le entusiasmaron las redes sociales y cualquier otra novedad que diera dinero, aunque fuera virtual. En ese campo había doblado el número de colaboradores: seis. Contaba con dos especialistas para cada sector, que, hasta aquel momento, se habían comportado de manera impecable. Habían conseguido llevarle a casa unos beneficios equivalentes a mil quinientos millones de dólares, y el patrimonio invertido seguía dando frutos.

Tancredi se apoyó en el respaldo de su sillón y miró por la ventana. Desde lo alto de su villa de Lisboa, en la parte más verde y rica de la ciudad, se veía el océano. Un velero empujado por el viento atravesaba aquella extensión de mar a gran velocidad. Más lejos, en el horizonte, había un petrolero que parecía sólo un punto quieto. Se preguntó con curiosidad si sería uno de los suyos.

Hacer dinero era lo que mejor se le daba, le parecía la cosa más fácil y la más obvia. Una vez que sus colaboradores obtenían los datos que necesitaba, en seguida veía, siguiendo su instinto infalible, cuál sería la jugada ganadora. Y siempre resultaba ser un éxito. Había perdido la cuenta de las propiedades, empresas, coches, aviones, barcos o inmuebles que poseía. Sólo sabía que también tenía una isla y que no había querido comprar otra por miedo a confundirlas. Aquella tierra en medio del mar era su puerto, su rincón de tranquilidad. Sólo allí se sentía extrañamente sereno. Era como si, una vez en ella, toda su inquietud lo abandonara. ¿Tal vez por eso era el lugar que menos visitaba? Cuando se paraba, retrocedía en el tiempo hasta aquel día. El día de Claudine. Cuando el abuelo murió, abrieron el testamento. Cada uno de los tres nietos debía recibir cien millones de euros; la parte que le hubiera correspondido a ella se repartió entre su hermano Gianfilippo y él. Le pareció injusto: aquellos cien millones de euros pertenecían a Claudine, así que deberían haber servido para algo importante, significativo. Tendrían que haber honrado de algún modo el recuerdo de su hermana. Deberían haber creado una fundación o algo así, algo que permaneciera, que pudiera hablar siempre de ella.

Gianfilippo no estuvo de acuerdo.

—Lo decidió el abuelo. Él quiso que dividiéramos su parte entre nosotros. Cada uno recordará a Claudine como mejor le parezca. Así se ha decidido.

En efecto, el testamento planteaba la cuestión de aquella manera. Gianfilippo hizo que le ingresaran los cincuenta millones de euros en la cuenta y después quién sabe lo que hizo con ellos; tal vez los invirtió en algo especial. A Gregorio Savini no le habría costado más de una llamada obtener tal información, pero Tancredi se lo prohibió. No quería saberlo.

Él, por su parte, puso los cincuenta millones de euros de Claudine en un fondo separado de sus demás cuentas. Más adelante ya decidiría en qué emplearlo. Mientras tanto, tenía otras cosas en que pensar.

Miró el reloj; pronto lo sabría todo de ella. Le entró la risa. Ella. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Sentía curiosidad, pero al mismo tiempo estaba extrañamente preocupado. Aquella mujer de la iglesia, la que tocaba con las manos en el vacío, la que seguía la música con los ojos cerrados y anticipándose, con pasión. Aquella preciosa mujer. Aquella mujer de la escalinata, divertida, escurridiza, con carácter y una bonita sonrisa. Aquella mujer había hecho renacer sus ganas de vivir, de amar. ¿Y si ella fuera distinta por completo? ¿Cuántas veces nos hace soñar una imagen, se convierte en la posibilidad de realizar todos nuestros deseos, pero al final la realidad resulta ser muy distinta? La vida es una serie de sueños que acaban mal, es como una estrella fugaz que cumple los deseos de otra persona.

Sonrió a causa de aquel pesimismo repentino y estuvo a punto de detener las pesquisas sobre la mujer. Pero no tuvo tiempo de mirar el reloj. Demasiado tarde. Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Gregorio Savini entró y cerró la puerta tras él. Se quedó de pie un momento. Tancredi se acercó de nuevo al sillón.

—Siéntate, Gregorio.

—Gracias. —Tomó asiento frente a él; tenía una carpeta llena de hojas en la mano—. ¿Quieres que te la deje aquí?

Tancredi se volvió hacia la ventana que daba al océano. El velero había desaparecido; los petroleros simplemente estaban más lejos.

—No. Léeme el informe.

Cerró los ojos y se preparó para lo que estaba a punto de oír. No sabía bien lo que se esperaba; ni siquiera sabía qué quería escuchar. Gregorio abrió la carpeta y empezó a mirar rápidamente algunos apuntes sacados del ordenador.

—Bueno, hace poco que ha cumplido los treinta, está casada, no tiene hijos. Vive en una casa que le dejaron sus abuelos y hace algunos trabajos temporales; no pasa apuros pero tampoco vive en la abundancia. No puede permitirse gastos excesivos que no tenga programados… —Gregorio lo miró; Tancredi continuaba de espaldas e impasible, de modo que siguió leyendo—. Hizo el bachillerato humanístico con excelentes resultados; alguna relación con sus compañeros de clase, historias normales de cualquier chica de esa edad. Vive con su marido en el barrio de San Giovanni…

Tancredi escuchaba en silencio, con los ojos cerrados, la descripción de la vida de aquella chica. Le parecía todo normal, incluso demasiado, como si no perteneciera a la imagen que había conocido, a la fuerte sensación que le había despertado. En aquellas hojas se hablaba de una mujer corriente, sin ninguna particularidad. Sin ninguna pasión. De una vida en cierto sentido plana, ni blanco ni negro, sin ninguna luz.

—Ah, aquí está. —Gregorio parecía haber leído sus pensamientos. Hacía treinta años que se conocían. Era como si hubiera notado en él una cierta insatisfacción—. Hay una novedad. —Y no sabía si lo que iba a leer iba a gustarle—. Desde hace unas semanas, le es infiel a su marido.

Tancredi abrió los ojos, se quedó quieto, sin reaccionar. Fijó la vista en el azul del mar que tenía frente a él. Ludovica Biamonti había hecho un magnífico trabajo. Aquella ventana sobre el océano era un espectáculo. Había hecho pintar las paredes de la sala de un color azul índigo claro, pero los acabados de alrededor del cristal formaban una especie de marco blanco; así, la vidriera parecía un cuadro y al mismo tiempo resaltaba aún más la vista. En aquel momento el mar estaba plano. Ya no había nada, ni siquiera los petroleros, sólo su azul. Parecía una pintura, tal era la profundidad de aquel color.

Se acordó de la determinación de la mirada de aquella mujer; era todo un carácter, sin medias tintas, dispuesta a pelear por su mejor amiga aun sabiendo que se había equivocado, a no dar explicaciones en público, a tener sólo un hombre y, seguramente, para toda la vida. Por todo ello se le ocurrió ponerle un sobrenombre: la Última Romántica. Entonces sonrió y pensó en su vida: siempre dando vueltas por el mundo, sin detenerse, vendiendo, comprando, invirtiendo, jugándose el todo por el todo. Era un azar continuo. Siempre se salía con la suya porque se dejaba guiar por su instinto. ¿Era posible que en aquella ocasión su instinto se equivocara? Decidió arriesgarse.

Se dio la vuelta en el sillón para encararse a Gregorio Savini y lo miró a los ojos, divertido.

—Te has equivocado de persona.

Su colaborador dejó de leer; aquellas palabras le habían caído como una ducha de agua fría. Desde hacía más de diez años, le llevaba a Tancredi grabaciones telefónicas, escuchas puras y duras; documentos, fotografías; informes sobre inmuebles, personas comunes, políticos, directores, propietarios de empresas, empresarios e incluso sobre algunos jefes del hampa; y hasta aquel día nunca se había equivocado. Pero sabía que siempre había una primera vez y que podía ser precisamente aquélla. De modo que, con ademán imperturbable, guardó los papeles.

—Puede ser.

Le habría gustado añadir: «Es más, seguro que sí, porque esta persona no tiene absolutamente nada que ver contigo, por lo que te conozco», pero decidió que aquel comentario formaba parte de su informe personal y era del todo inútil.

Le pasó la carpeta a Tancredi, que la abrió con la curiosidad de un chiquillo. Hojeó los documentos. Miró unas cuantas fotos y al final sonrió. Había seguido su instinto y había dado en el clavo. La chica de la foto era morena, no era ella. Gracias a la Última Romántica, como la había bautizado, le había ganado la partida a Savini.

—Aquí está… —Volvió la carpeta hacia Gregorio y se la señaló—. Es esta otra mujer, en esta imagen, la del pelo castaño claro. Deben de ser amigas.

Gregorio Savini la miró con atención. Se había equivocado. También era cierto que había contado con pocas pistas. Sólo los números de una matrícula. Tancredi abrió los brazos.

—Puede pasar, Gregorio. Y añadiría que, después de treinta años, este error te hace más humano.

Savini se rio de la broma.

—Lo soy, incluso demasiado. —Y en seguida añadió—: De hecho, a mi parte más humana le gustaría tomarse unas vacaciones.

—Te irás cuando la hayamos encontrado.

Savini recogió la carpeta.

—Para saberlo todo de ella necesitaremos más tiempo.

—Tengo una idea. Sé cómo encontrarla, será facilísimo.

14

La vio a través de la vidriera. No podía creerse lo que veían sus ojos.

—Eh, ¿qué ocurre?

Sofia entró en el pequeño local cercano al Panteón, el Caffé della Pace. Lo había escogido Lavinia, era un sitio donde servían toda clase de tés.

Lavinia la miró sorprendida.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

Sofia se sentó frente a ella y dejó el bolso en la silla que quedaba entre las dos.

—Por lo general nunca eres puntual, pero esta vez has llegado incluso antes que yo.

—La gente cambia…

Sonrió como si, además de a la puntualidad, quisiera referirse a algo más. Sin embargo, Sofia no le hizo caso y abrió la carta.

—¿Qué vas a tomar?

Lavinia le echó un vistazo a la que estaba abierta junto a ella, encima de la mesa.

—Oh, yo tomaré un té verde…

Sofia sacó la cabeza, sorprendida, de detrás de su carta.

—¿Y nada más?

—No.

Sacudió la cabeza.

—No vamos bien… No vamos nada bien.

Lavinia se echó a reír.

—Sencillamente es que estoy a dieta, como la mayor parte de la gente de nuestro país, mejor dicho, de nuestro planeta, que ya ha cumplido los treinta.

Sofia se dejó convencer.

—De acuerdo, tienes razón. Pero como faltan más de tres meses para que yo los cumpla, me voy a tomar una buena crep de frutas del bosque.

—¡Mmm, qué envidia!

—Pues no te prives, date el capricho… Ya irás a un par de clases más en el gimnasio. A propósito, ¿cómo te va?

—Estupendamente.

Sofia vislumbró a una chica que servía entre las mesas y le hizo una señal para que se acercara.

—Hola, queríamos un té verde y un té negro con el limón aparte, ¿no? —Miró a Lavinia para ver si era lo que deseaba. Ella asintió—. Y también tráiganos dos creps, una de frutas del bosque y otra de marrón glasé.

La chica lo apuntó todo en su libretita y se alejó. Lavinia la miró con disgusto.

—Marrón glasé… Qué mala eres.

—¿Por qué? —Sofia hizo como si nada.

—Sabes perfectamente por qué. Es mi sabor preferido y lo has hecho a propósito; me lo pondrás delante de las narices y esperarás a ver si puedo resistirme…

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