Espadas entre la niebla (24 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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Y una vez más, su mirada se volvió hacia Ahura.

Entretanto, la niña había vuelto en sí, y esta vez, el terror que le inspiraba Ahura no fue tan extraño. No pudo añadir nada a lo que había contado el anciano.

Prepararon su partida. El Ratonero observó cierta hostilidad velada hacia la muchacha, especialmente en los ojos de la mujer con el niño, por haber tratado de advertirles. Así pues, antes de cruzar la puerta se volvió y dijo:

—Si tocáis un solo cabello de la niña, regresaremos, y el de la barba negra vendrá con nosotros. La luz verde nos guiará y la venganza será terrible.

Arrojó unas monedas de oro al suelo y partieron.

(Y así, aunque su familia la miraba como una alianza de demonios, o quizá debido a ello, a partir de entonces la muchacha llevó una vida regalada y llegó a considerar su sangre como superior a la de los demás, aprovechándose con descaro del miedo que sentían hacia el Ratonero, Fafhrd y el de la barba negra, y finalmente, les obligó a que le dieran todas las monedas de oro, con las que se compró vestidos seductores tras un viaje afortunado a una ciudad lejana, donde mediante hábiles estratagemas, se convirtió en la esposa de un sátrapa y vivió suntuosamente para siempre jamás..., algo que suele ser el destino de las personas románticas, con sólo que lo sean en grado suficiente.)

Al salir de la casa, el Ratonero encontró a Fafhrd muy impaciente y esforzándose por recuperar su frenesí anterior.

—¡Date prisa, pequeño aprendiz de demonio! —le gritó—. ¡Tenemos una cita con la buena tierra de la nieve y no podemos rezagarnos!

Se pusieron en camino y el Ratonero le replicó de buen humor:

—¿Y qué me dices del camello, Fafhrd? No podemos llevarlo a un país helado. Se moriría de flema.

—No hay ningún motivo por el que la nieve no haya de ser tan buena para un camello como lo es para los hombres —respondió Fafhrd. Entonces, irguiéndose en su silla y mirando hacia la casa, agitó un brazo y gritó—: ¡Muchacho! ¡El que blandía el hacha! Cuando en los años futuros sientas un extraño anhelo en tus huesos, vuelve el rostro hacia el norte. Allí encontrarás una tierra donde puedes ser un hombre de veras.

Pero en el fondo sabían que toda esta charla era un pretexto, que ahora otros planetas dominaban en sus horóscopos..., en particular, uno que brillaba con una luz verde amarillenta. Mientras avanzaban por el valle, su silencio y la ausencia de animales e incluso de insectos lo hacían siniestro, y tuvieron la sensación de que los misterios se cernían sobre ellos. Sabían que algunos de esos misterios estaban encerrados en Ahura, pero ambos evitaban interrogarla, debido a las vagas aprensiones de los trastornos aterradores que había sufrido la mente de la muchacha.

Finalmente, el Ratonero expresó los pensamientos de ambos.

—Sí, mucho me temo que Anra Devadoris, quien trató de convertirnos en sus aprendices, no era más que un aprendiz y, como tal, intentó atribuirse el mérito de su amo. El de la barba negra ya no está, pero el que no tiene barba sigue ahí. ¿Qué es lo que dijo Ningauble?... No una simple criatura, sino un misterio..., no una sola identidad, sino un espejismo.

— ¡Por todas las pulgas que pican al Gran Antíoco y todos los piojos que hacen cosquillas a su mujer! —exclamó una voz aguda e insolente a sus espaldas—. Condenados caballeros, ya sabéis lo que contiene esta carta que os traigo.

Los dos amigos se volvieron. De pie, al lado del camello —era concebible que hubiera estado oculto tras una roca cercana había un muchacho moreno, gracioso y sonriente, tan típicamente alejandrino que parecía como si acabara de salir de Rakotis con un perro mestizo husmeándole los talones. (E1 Ratonero casi había esperado que apareciera en seguida uno de tales perros.)

—¿Quién te envía, muchacho? —le preguntó Fafhrd—. ¿Cómo has llegado aquí?

—A ver, ¿quién creéis que me envía y cómo? —replicó el chiquillo—. Toma. —Arrojó al Ratonero una tablilla encerada—. Seguid mi consejo y alejaos de aquí mientras todavía es posible. Por lo que respecta a vuestra expedición, creo que Ningauble está levantando los vientos de su tienda para volver a casa. Siempre es un amigo necesitado, mi querido patrón.

El Ratonero cortó los cordeles, abrió la tablilla y leyó:

«Saludos, mis valientes aventureros. Lo habéis hecho todo bien, pero queda lo último por hacer. Escuchad la llamada y seguid la luz verde, pero luego tened mucho cuidado. Ojalá pudiera prestaron más ayuda. Entregad al muchacho la mortaja, la copa y el baúl como primer pago.»

—¡Mocoso de Loki! ¡Engendro de Regin! —exclamó Fafhrd.

El Ratonero alzó la vista y vio que el chiquillo se alejaba bamboleándose hacia la Ciudad Perdida, a lomos del ansioso camello fugitivo. Su risa descarada se oyó aguda y débil.

—Ahí se va la generosidad del pobre e indigente Ningauble —comentó el Ratonero—. Ahora sabemos qué hacer con el camello.

—Que se quede con la bestia y los juguetes —dijo Fafhrd—. ¡En buena hora nos libramos de su chismorreo!

Una hora después, el Ratonero observó:

—No es una montaña de altura extraordinaria, pero sí bastante alta. Me pregunto quién abrió este caminillo y quién lo mantiene expedito.

Mientras hablaba, iba enrollando sobre el hombro una cuerda larga y delgada, de las que utilizan los escaladores, con un gancho en un extremo.

El sol se ponía y el crepúsculo les pisaba los talones. El sendero, que parecía haber surgido de la nada, revelándose sólo gradualmente, les conducía ahora sinuosamente alrededor de grandes rocas y a lo largo de cuestas cada vez más empinadas y sembradas de piedras. La conversación, que mantenían al tiempo que extremaban su cautela, se había centrado en los métodos de Ningauble y sus agentes, y especularon acerca de si se comunicaban directamente, de una mente a otra, o lo hacían mediante ligeros silbidos que emitían una nota demasiado alta para que pudieran percibirla los humanos, pero capaz de producir un temblor en el silbato de otro hermano o en el oído del murciélago.

Todo el universo pareció detenerse en aquel momento. Una luz verdosa espectral brillaba en la cima envuelta en nubes..., pero quizá no era más que el brillo del sol reflejado en el cielo. Había en el aire una sutil vibración, un susurro por debajo del umbral auditivo, como si un ejército de insectos invisibles aforaran sus instrumentos. Estas sensaciones eran tan intangibles como la fuerza que les hacía avanzar, una fuerza tan débil que podrían romperla como un solo hilo de araña, y, aunque eran conscientes de ello, no querían hacerlo.

Como si respondieran a una palabra no pronunciada, Fafhrd y el Ratonero se volvieron hacia Apura, la cual pareció cambiar momentáneamente bajo su mirada, abriéndose como una flor nocturna, volviéndose todavía más infantil, como si algún hipnotizador estuviera desprendiendo los pétalos externos de su mente, dejando sólo un pequeño estanque límpido pero de cuyas profundidades desconocidas emergían oscuras burbujas.

Los dos sintieron de nuevo la atracción de aquella mujer, pero con una timidez capaz de contener cualquier impulso. Y sus corazones quedaron tan silenciosos como las alturas envueltas en nubes cuando les dijo:

—Anra Devadoris era mi hermano gemelo.

7: Apura Devadoris

—No conocí a mi padre, pues murió antes de que yo naciera. En uno de sus raros momentos comunicativos, mi madre me dijo: «Tu padre era griego, Apura, un hombre muy amable e instruido, y reía mucho». Recuerdo que cuando decía eso parecía muy severa, aún más que hermosa, con la luz del sol brillando en su pelo rizado y teñido de negro.

»Pero tuve la impresión de que recalcaba ligeramente el posesivo al decir "tu padre". Veréis, incluso entonces Anra me intrigaba, y por eso interrogué a Berenice, el ama de llaves. Ella me dijo que había estado presente cuando mi madre nos trajo al mundo, a ambos en la misma noche, y me contó también cómo había muerto mi padre. Casi nueve meses antes de que naciéramos, una mañana lo encontraron en la calle, delante de nuestra casa, muerto a palos. Una banda de estibadores egipcios que se dedicaban a violar y robar de noche fueron los principales sospechosos, aunque nunca los llevaron ante la justicia, pues eso ocurrió cuando los Ptolomeos ocupaban Tiro. Mi padre tuvo una muerte horrible; casi le redujeron a una pulpa contra los adoquines.

»En otra ocasión, la vieja Berenice me contó algo acerca de mi madre, tras hacerme jurar por Atenea y por Set Moloch, los cuales me devorarían si desobedecía, que nunca lo revelaría. Dijo que mi madre procedía de una familia persa que en los tiempos antiguos tuvo cinco hijas, todas ellas sacerdotisas, destinadas desde su nacimiento a ser las esposas de un dios persa maligno, negadas a los abrazos de los mortales y condenadas a pasar sus noches en soledad con la imagen de piedra del dios en un templo solitario, "en la mitad del mundo". Aquel día mi madre estaba ausente y la vieja Berenice me llevó a un sótano bajo su dormitorio y me mostró tres ásperas piedras grises colocadas entre los ladrillos: me dijo que procedían del templo. A la vieja Berenice le gustaba asustarme, aunque mi madre le inspiraba un temor cerval. Naturalmente, en seguida le conté todo aquello a Anra, como hacía siempre.

Ahora el camino ascendía por una cuesta empinada, en la vertiente de una cresta. Los caballos iban al paso, primero el de Fafhrd, luego el de Ahura y, por último, el del Ratonero. La expresión de Fafhrd se había suavizado, aunque aún seguía muy vigilante, y el Ratonero casi parecía un chiquillo curioso. Ahura prosiguió:

—Es difícil haceros comprender mi relación con Anra, porque era tan íntima que ni siquiera la palabra «relación» la define bien. Solíamos dedicarnos a un juego en el jardín. Él cerraba los ojos y trataba de adivinar lo que yo estaba mirando. En otros juegos cambiábamos los papeles, pero no en aquél.

»Mi hermano inventaba toda clase de variaciones del juego y no quería jugar a ningún otro. A veces yo trepaba por el olivo hasta el tejado, cosa que Anra no podía hacer, y me quedaba allí mirando durante una hora. Entonces bajaba y le contaba lo que había visto: unos teñidores extendiendo telas verdes húmedas al sol para que se volvieran púrpura, una procesión de sacerdotes alrededor del templo de Melkarth, una galera de Pérgamo con la vela desplegada, un funcionario griego que explicaba con impaciencia algo a su escriba griego, dos damas con alheña en las manos, riéndose de unos marineros vestidos con faldas, un judío solitario y misterioso... y él me decía qué clase de personas eran, lo que estaban pensando y lo que se proponían hacer. Tenía una clase de imaginación muy especial, pues luego, cuando empecé a salir, descubrí que normalmente tenía razón. Recuerdo que por entonces me parecía como si él mirase las imágenes de mi mente y viera más de lo yo podía ver. Eso me gustaba, me producía una sensación muy agradable.

»Naturalmente, nuestra intimidad se debía en parte a mi madre, sobre todo después de que cambiara su estilo de vida, porque no nos dejaba salir de casa ni mezclarnos con otros niños. Había para ello un motivo, aparte de su severidad. Anra era muy delicado, hasta tal punto que una vez se rompió la muñeca y tardó mucho tiempo en curarse. Mi madre hizo venir a un esclavo hábil en esos menesteres, quien le dijo a mi madre que temía que los huesos de Anra se volvieran demasiado quebradizos, le habló de niños cuyos músculos y tendones se convertían gradualmente en piedra, hasta volverse estatuas vivientes. Mi madre le golpeó y le arrojó de la casa..., acción que le costó la pérdida de una buena amiga, porque aquél era un esclavo importante.

»Y aunque Anra hubiera tenido permiso para salir, no habría podido hacerlo. Cuando yo empecé a salir, le persuadí para que me acompañara. Él no quería, pero me reí de él, y no podía soportar la risa. En cuanto saltamos la valla del jardín, cayó al suelo sin sentido y no pude hacerle volver en sí por más que lo intentara. Finalmente, salté de nuevo la valla para abrir la puerta y arrastrarle adentro, la vieja Berenice me vio y tuve que decirle lo que había ocurrido. Ella me ayudó a entrarle, pero luego me dio una paliza porque sabía que nunca me atrevería a decirle a mi madre que había sacado a mi hermano al exterior. Anra volvió en sí mientras ella me pegaba, pero luego estuvo enfermo durante toda una semana. Creo que desde entonces no volví a reírme de él.

»Encerrado en la casa, Anra se pasaba la mayor parte del tiempo estudiando. Mientras yo miraba desde el tejado o sonsacaba relatos a la vieja Berenice y los demás esclavos, o cuando más adelante salía en busca de información para él, mi hermano permanecía en la biblioteca de nuestro padre, leyendo o aprendiendo algún nuevo lenguaje con las gramáticas y traducciones de aquél. Mi madre nos enseñó a leer griego, y yo aprendí un poco de arameo y fragmentos de lenguas eslavas, y le transmitía Anra ese conocimiento. Pero él era mucho más hábil que yo en la lectura, y amaba las letras con tanta pasión como yo amaba el exterior. Para él, las letras estaban vivas. Recuerdo que me mostró unos jeroglíficos egipcios y me dijo que todos ellos eran animales e insectos, y luego me enseñó frases en caligrafía egipcia hierática y demótica y me dijo que eran los mismos animales disfrazados. Pero, según él, el hebreo era el mejor idioma de todos, pues cada letra era un amuleto mágico. Eso fue antes de que aprendiera el persa antiguo. A veces, transcurrían años antes de descubrir cómo pronunciar las lenguas que aprendía. Ésa fue una de mis tareas más importantes cuando empecé a salir en busca de información para él.

»La biblioteca de nuestro padre permanecía tal como él la había dejado al morir. Pulcramente colocados en unas cajas, estaban todos los rollos que contenían las obras de filósofos, historiadores, poetas, retóricos y gramáticos de renombre. Pero en un rincón, junto con tablillas de arcilla y fragmentos de papiro, que parecían desperdicios, había unos rollos de una especie muy diferente. Al dorso de uno de ellos mi padre había escrito, estoy segura que burlonamente, con su letra grande e impulsiva: "¡Sabiduría secreta!" Y esos libros llamaron la atención de Anra desde el principio, picaron su curiosidad. Leería los libros respetables amontonados en las cajas, pero lo haría principalmente para poder volver, coger un rollo quebradizo del rincón, soplarle el polvo y dedicarse a desentrañar algún misterio.

»Eran aquéllos unos libros muy extraños que me asustaban y disgustaban, y que en seguida me provocaban una risa tonta. Muchos de ellos estaban escritos en un estilo pobre e ignorante. Algunos contaban el significado de los sueños y daban instrucciones para practicar magia: toda clase de cosas repugnantes que debían mezclarse y cocerse. Otros, rollos judíos escritos en arameo, trataban del fin del mundo y de las descabelladas aventuras de espíritus malignos y monstruos atolondrados y chapuceros, seres con diez cabezas y que tenían por pies carretas enjoyadas, o cosas por el estilo. Estaban luego los libros de astrología caldeos, los cuales contaban cómo estaban vivas todas las luminarias celestes, sus nombres y cómo afectaban a las personas. Y un rollo escrito en un griego torpe, semianalfabeto, hablaba de algo horrible, que durante largo tiempo no pude comprender, relacionado con una mazorca y seis semillas de granado. En otro de aquellos sensacionales libros griegos, Anra se informó por primera vez de Ahriman y su eterno imperio de maldad, y entonces no pudo esperar hasta haber dominado el persa antiguo. Pero ninguno de los pocos rollos en persa antiguo que estaban en la biblioteca de nuestro padre trataba de Ahriman, por lo que Anra tuvo que aguardar hasta que pude robar tales cosas para él en el exterior.

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