Espadas entre la niebla (28 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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»Nunca pude separarme totalmente de él. La cadena que había forjado entre nuestras mentes era demasiado fuerte para eso. No importaba cuánto nos alejáramos, no importaba qué barreras alzara, yo siempre podía ver algún sector de su mente, tenuemente, como una escena al final de un corredor largo, estrecho y sombrío.

»Vi su orgullo, que era como una herida recubierta de plata. Observé que su ambición acechaba entre las estrellas como si fueran joyas sobre terciopelo negro en la que sería su casa del tesoro. Percibí, casi como si fuera el mío propio, el odio sofocante hacia los dioses imperturbables y mezquinos, padres todopoderosos que encierran los secretos del universo, sonreían a nuestros ruegos, fruncían el ceño, meneaban la cabeza, prohibían, castigaban; y su furor por las limitaciones del tiempo y el espacio, como si cada codo que no podía ver y pisar fuera una manilla de plata en su muñeca, como si cada momento antes o después de su propia vida fuera un clavo de plata en su crucifixión. Caminé por los pasillos en los que soplaba el viento de su soledad y vislumbré la belleza que él estimaba: formas imprecisas y destellantes que cortaban el alma como cuchillos... Y en cierta ocasión llegué a la mazmorra de su amor, donde no apareció ninguna luz para mostrar que eran cadáveres lo que acariciaba y huesos lo que besaba. Me familiaricé con sus deseos, que exigían un universo de milagros poblados por dioses sin velos. Y su lujuria, que temblaba ante el mundo como si fuera una mujer, desesperado por conocer cada parte oculta.

»Por suerte, pues al fin estaba aprendiendo a odiarle, observé que, a pesar de que poseía mi cuerpo, no podía usarlo con tanta facilidad y valentía como yo lo había hecho. No podía reír, ni amar, ni realizar acciones arriesgadas, sino que debía mantenerse rezagado, escudriñar, fruncir los labios, aislarse.

Habían rebasado la mitad de la rampa, y al Ratonero le pareció que el gemido se repetía, más intenso y silbante.

—Mi hermano y el Anciano iniciaron un nuevo ciclo de estudios y experiencias que, según creo, les llevó a todos los rincones del mundo, y estoy segura de que confiaban en que les abriría todos esos reinos sombríos en los que sus poderes serían infinitos. Desde mi sofocante punto de observación, contemplé ansiosamente cómo maduraban sus investigaciones y luego, para mi placer, cómo se pudrían. Sus dedos extendidos no lograron encontrar el siguiente asidero en la oscuridad. Había algo que les faltaba a los dos. Anra estaba amargado y culpaba al Anciano de su falta de éxito. Se pelearon.

»Cuando vi que el fracaso de Anra era definitivo, me burlé de él con mi risa, no de los labios sino de la mente. Desde aquí hasta las estrellas no habría podido rehuirla... Fue entonces cuando habría podido matarme, pero no se atrevía a hacerlo mientras yo estaba en su propio cuerpo, y ahora tenía el poder de impedírselo.

»Tal vez fue mi débil risa mental lo que le hizo volverse en su desespero hacia vosotros y el secreto de la risa de los Dioses Antiguos..., eso y su necesidad de ayuda mágica para recuperar su cuerpo. Entonces, durante un tiempo casi temí que hubiera encontrado una nueva forma de huida, o de avance, hasta esta mañana ante la tumba, cuando, con una alegría cruel, os vi rechazar sus ofertas, desafiarle y, ayudados por mi risa, matarle. Ahora sólo hemos de temer al Anciano.

Pasaron de nuevo bajo la maciza arcada múltiple con su dovela curiosamente ahuecada, y aquella especie de lamento silbante se repitió de nuevo; esta vez era innegable su realidad, su cercanía y su dirección. Corrieron a un rincón de la sala umbrío y donde la humedad era mayor, y descubrieron una ventana interna abierta al nivel del suelo. Enmarcada en ella había un rostro que parecía flotar inmaterial en la espesa niebla. Sus facciones eran indefinibles, como si fueran una destilación de todos los rostros ancianos y desilusionados del mundo. Las mejillas hundidas carecían de barba.

Al aproximarse más, todo lo que se atrevieron, comprobaron que aquella inmaterialidad o falta de apoyo no era absoluta. Había una sugerencia de espectrales jirones de ropa o de carne, un saco pulsátil que podría haber sido un pulmón y unas cadenas de plata con ganchos o garras.

Entonces el único ojo que quedaba en aquel horrible fragmento se abrió y miró a Ahura, y los labios hundidos se contorsionaron en la caricatura de una sonrisa.

—Como a ti, Ahura —murmuró el fragmento en la más elevada voz de falsete—, me envió a un recado que no quería hacer.

Impulsados por un temor que no se atrevían a formular, Fafhrd, el Ratonero y Ahura dieron media vuelta y miraron por encima de sus hombros hacia la puerta cubierta por la niebla que daba al exterior. Escudriñaron durante tres o cuatro latidos de corazón. Luego oyeron el débil relinchar de uno de sus caballos. Entonces, giraron en redondo, pero no antes de que una daga, arrojada por la mano todavía firme de Fafhrd, se hubiera clavado en el único ojo del torturado ser enmarcado en la ventana interior.

Permanecieron juntos, Fafhrd con una expresión frenética, el Ratonero tenso y Ahura con el aspecto de quien, habiendo coronado la ascensión de un precipicio, resbala cuando está en la cumbre.

Una delgada y sombría figura apareció en el resplandor al otro lado del umbral.

—¡Ríe! —ordenó Fafhrd ásperamente a Ahura—. ¡Ríe! —Y la agitó, repitiendo la orden.

La cabeza de la muchacha osciló de un lado a otro, los tendones del cuello dieron una sacudida y movió los labios, pero no emitieron más que un gemido áspero. Hizo una mueca de desesperación.

—Sí —dijo una voz que todos reconocieron—, hay lugares y momentos en los que la risa es un arma despuntada con facilidad, tan inocua como la espada que me atravesó esta mañana.

Pálido como siempre, con el pequeño grumo de sangre en el pecho, sobre el corazón, la frente hundida y su indumentaria negra cubierta de polvo por el viaje, Anra Devadoris se enfrentó a ellos.

—Y así volvemos al principio —dijo lentamente—, pero no espera delante ningún círculo más amplio.

Fafhrd intentó hablar, reír, pero las palabras y la risa se ahogaron en su garganta.

—Ahora sabéis algo de mi historia y mi poder, como quería que supierais —continuó el adepto—. Habéis tenido tiempo para reflexionar y considerar de nuevo las cosas. Sigo esperando vuestra respuesta.

Esta vez fue el Ratonero quien trató de hablar o reír, pero no lo consiguió.

El adepto siguió mirándoles un momento, sonriendo confiadamente. Entonces, desvió la mirada y la fijó en un punto más allá de ellos. De repente, frunció el ceño y se adelantó, pasó por su lado y se arrodilló junto a la ventana interior.

En cuanto les dio la espalda, Ahura tiró de la manga del Ratonero y trató de susurrarle algo, sin más éxito que si fuera sordomuda.

Entonces oyeron sollozar al adepto.

—Era el que más quería —musitó.

El Ratonero sacó una daga, dispuesto a deslizarse hacia el adepto por detrás, pero Ahura se lo impidió, señalando en una dirección muy diferente.

El adepto se volvió hacia ellos.

—¡Estúpidos! —gritó—. ¿No tenéis visión interna para las maravillas de la oscuridad, el menor sentido de la grandeza del horror, ningún sentimiento hacia una investigación al lado de la cual todas las demás aventuras se desvanecen en la nada, hasta el punto que destruís mi mayor milagro, matáis a mi oráculo más querido? Os dejé venir aquí, a la Niebla, confiando en que su música poderosa y sus gloriosos panoramas os harían compartir mi punto de vista... y así me lo pagáis. Los poderes celosos e ignorantes me rodean, vosotros sois la gran esperanza frustrada. Hubo portentos desfavorables cuando salí de la Ciudad Perdida. El brillo blanco, idiota, de Ormadz, levemente ensuciado por el cielo negro. Escuché en el viento la risa senil de los Dioses Antiguos. Hubo una manipulación torpe, como si incluso el incompetente Ningauble, el último y más estúpido de la jauría de caza, me estuviera dando alcance. Tenía un encantamiento en reserva para impedírselo, pero era preciso que el Anciano lo llevara. Ahora se aproximan para la matanza, pero aún me quedan algunos momentos de poder y no carezco totalmente de aliados. Aunque estoy condenado, hay todavía algunos unidos a mí por tales vínculos que deben responderme si les llamo. No veréis el fin, si es que lo hay. —Entonces, alzó la voz y emitió un grito espectral—: ¡Padre! ¡Padre!

Los ecos no se habían extinguido antes de que Fafhrd se abalanzara hacia él, con la espada desenvainada.

El Ratonero le habría seguido, de no haber sido porque, al quitarse de encima a Ahura, vio lo que ella señalaba con tanta insistencia: la cavidad en la dovela sobre la gran arcada.

Sin vacilar, desenrolló la cuerda de trepar, echó a correr por la estancia y lanzó con ímpetu la soga silbante. El gancho se fijó en la cavidad, y el pequeño espadachín trepó por la cuerda.

Oyó detrás de él el choque desesperado de los aceros, y oyó también otro sonido, mucho más distante y profundo.

Su mano aferró el borde de la cavidad y, tomando impulso, introdujo la cabeza y los hombros, afirmándose con la cadera y el codo. Un instante después, extrajo su daga con la mano libre.

La cavidad tenía forma de cuenco y estaba llena de un líquido verdoso. La superficie estaba incrustada con minerales brillantes. En el fondo, cubiertos por el líquido, había varios objetos, tres de ellos rectangulares y los otros de formas redondeadas irregulares y con una pulsación rítmica.

Levantó su daga, pero de momento no pudo golpear. El peso de las cosas que debía comprender y recordar era demasiado aplastante..., lo que Ahura le había contado sobre el matrimonio ritual en la familia de su madre; la sospecha que tenía la muchacha de que, aunque ella y Aura habían nacido juntos, no eran hijos del mismo padre; cómo había muerto el padre griego (y ahora el Ratonero sospecha a manos de quién); la extraña afinidad con la piedra que el médico esclavo había observado en el cuerpo de Anra; lo que ella había dicho sobre una operación a la que sometieron al muchacho; por qué no le había matado una estocada en el corazón; por qué el cráneo se había roto con un sonido tan hueco y con tanta facilidad como una cáscara de huevo; el hecho de que aquel hombre nunca parecía respirar; antiguas leyendas de otros brujos que se habían hecho invulnerables ocultando sus corazones; y, por encima de todo, la profunda relación que todos ellos habían percibido entre Anra y su castillo semivivo, el monolito negro con forma de hombre en la Ciudad Perdida...

Vio que Anra Devadoris, ensartado en el acero de Fafhrd, avanzaba más a lo largo de la hoja, mientras el nórdico se defendía desesperadamente de la fina espada del otro con una daga.

Como si estuviera paralizado por una pesadilla, oía impotente cómo el ruido de las espadas ascendía hacia un punto culminante, lo oía amortiguado por el otro sonido, unas pétreas pisadas gargantuescas que parecían seguir su curso montaña arriba, como un terremoto... El Castillo llamado Niebla empezó a temblar, y el Ratonero seguía sin descargar su golpe...

Entonces, como si surgiera del otro lado del infinito, desde el borde remoto más allá del cual los Dioses Antiguos se han retirado, cediendo el mundo a deidades más jóvenes, oyó una risa poderosa que parecía estremecer las estrellas, una risa que se reía de todo, incluso de aquella situación. Una risa que contenía poder, y el Ratonero supo que aquel poder estaba a su alcance para usarlo.

Hundió la daga en el liquido verde y desgarró el corazón, el cerebro, los pulmones y las entrañas incrustados de piedra de Anra Devadoris.

El líquido espumeó y entró en ebullición, el castillo se tambaleó hasta que casi se desprendió de sus cimientos, la risa y las pisadas pétreas ascendieron hasta un pandemónium.

Entonces, pareció que fue en un instante, cesó todo sonido y movimiento. El Ratonero sintió los músculos debilitados y estuvo a punto de caer al suelo. Miró asombrado a su alrededor, sin intentar levantarse, y vio que Fafhrd extraía su espada del adepto caído y retrocedía tambaleándose hasta que su mano se apoyó en el borde de una mesa; vio a Ahura, todavía jadeando por la risa que la había poseído, que se inclinaba junto a su hermano y apoyaba la cabeza de éste en sus rodillas.

No dijeron nada y el tiempo transcurrió. La niebla verde parecía diluirse lentamente.

Entonces, una pequeña forma negra penetró en la habitación a través de una ventana alta y el Ratonero sonrió.

—Hugin —le llamó suavemente.

La criatura descendió obediente, posándose en su manga, y permaneció allí con la cabeza baja. El Ratonero extrajo un trozo de pergamino de la pata del murciélago.

—Fíjate, Fafhrd, es del comandante de nuestra retaguardia —anunció alegremente—. Escucha: «A mis agentes Fafhrd y el Ratonero Gris, ¡fúnebres saludos! A mi pesar, he abandonado toda esperanza por vosotros, y no obstante, en prueba de mi gran afecto, arriesgo a mi querido Hugin a fin de que os llegue este último mensaje. Entre paréntesis, Hugin, si se le da oportunidad, regresará desde Niebla, lo cual me temo que vosotros no podréis hacer. Así pues, si antes de morir veis algo interesante —como estoy seguro de que lo veréis— tened la amabilidad de enviarme un memorándum. Recordad el proverbio: "El conocimiento tiene prioridad sobre la muerte". Adiós por dos mil años, mis más queridos amigos. Ningauble».

—Eso exige un trago —dijo Fafhrd, y se internó en la oscuridad.

El Ratonero bostezó y estiró los brazos, Ahura salió de su inmovilidad y estampó un beso en el rostro cerúleo de su hermano, alzó la cabeza de éste de su regazo y la depositó suavemente sobre el suelo de piedra. Desde algún lugar en lo alto del castillo les llegó el sonido de un ligero crepitar. Fafhrd regresó entonces, con zancadas más briosas, sosteniendo dos jarras de vino.

—Amigos —anunció—, ha salido la luna y a su luz este castillo parece notablemente pequeño. Creo que la niebla debía de estar espolvoreada con algún ingrediente verde que nos hacía ver los tamaños magnificados. Sin duda hemos estado drogados, pues no vimos algo que está al pie de la escalera, con un pie en el primer escalón, una estatua que es hermana gemela de aquella que vimos en la Ciudad Perdida.

El Ratonero enarcó las cejas.

—¿Y si regresáramos a la Ciudad Perdida? —preguntó.

—Entonces quizá descubriríamos que esos estúpidos granjeros persas, que admitieron odiarla, han derribado aquella estatua, la han despedazado y han ocultado los fragmentos. —Permaneció un momento en silencio y luego añadió—: Bebamos para aclarar la droga verde de nuestras gargantas.

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