Espadas entre la niebla (23 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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Ahura sollozaba y se estremecía, y apenas parecía escuchar las tonterías que le decía el Ratonero, pero fue sosegándose, la cordura se reflejó en sus ojos y pareció consolada.

Cuando Fafhrd regresó por fin con el camello, todavía embriagado, y la yegua ultrajada, no les interrumpió, sino que escuchó seriamente a su amigo, mirando de vez en cuando al adepto muerto, el negro monolito, la ciudad de piedra, o la pendiente del valle hacia el norte. Una bandada de pájaros que volaban muy alto se dirigían al mismo lugar. De repente, las aves se dispersaron bruscamente, como si un águila las hubiera atacado, y Fafhrd frunció el ceño. Un instante después, oyó un silbido en el aire. También el Ratonero y Ahura alzaron la vista y tuvieron un atisbo de un objeto largo y delgado que descendía hacia ellos. Se apresuraron a apartarse y al punto oyeron el golpe seco de una larga flecha blanca al clavarse en el suelo, apenas a un palmo de Fafhrd, donde quedó vibrando.

Al cabo de unos momentos, Fafhrd la tocó con mano temblorosa. El dardo estaba cubierto de hielo, las plumas rígidas, como si, de un modo increíble, hubiera viajado durante largo tiempo a través del gélido aire supramundano. En el palo había algo muy bien atado. El nórdico lo desprendió y desenrolló una hoja quebradiza de papiro, rígida a causa del hielo, pero que se ablandó bajo su tacto. Decía: «Debéis proseguir la marcha. Vuestra búsqueda aún no ha concluido. Confiad en los portentos. Ningauble».

Todavía temblando, Fafhrd empezó a maldecir ruidosamente.

Arrugó el papiro, arrancó la flecha del suelo, la partió en dos y arrojó lejos los fragmentos.

—¡Engendro espurio de un eunuco, un búho y un pulpo! —exclamó—. Primero trata de ensartarnos desde el cielo, luego nos dice que nuestra búsqueda no ha terminado... ¡Cuando acabamos de finalizarla!

El Ratonero, que conocía bien aquellos accesos de ira que tendía a sufrir Fafhrd después de un combate, sobre todo un combate en el que no había podido participar, empezó a hacer un frío comentario. Pero entonces vio que la cólera desaparecía bruscamente de la mirada de su amigo, dejando en su lugar un extraño fulgor que no le gustó.

—¡Ratonero! —exclamó ansioso—. ¿Hacia qué lado he arrojado la flecha?

—Pues... al norte —dijo el Ratonero sin pensar.

—Sí, y los pájaros volaban hacia el norte, ¡y la flecha estaba cubierta de hielo! —El extraño fulgor en los ojos de Fafhrd se convirtió en una brillantez frenética—. ¿Ha dicho portentos? ¡De acuerdo, confiaremos en los portentos! ¡Iremos al norte, al norte, y más al norte todavía!

El Ratonero se sintió anonadado, pues ahora sería especialmente difícil combatir el permanente deseo de Fafhrd de llevarle a «esa tierra maravillosamente fría donde sólo pueden vivir hombres fornidos y fogosos, y eso sólo gracias a la caza de animales salvajes y cubiertos de pelo», perspectiva muy desalentadora para un amante de los baños calientes, el sol y las noches meridionales.

—Ésta es una oportunidad única —siguió diciendo Fafhrd, recitando las palabras como un bardo—. Ah, revolcarte desnudo en la nieve, sumergirte como una morsa en el agua guarnecida de hielo. Alrededor del Caspio y por encima de montañas mayores que éstas, hay un camino que han seguido los hombres de mi raza. ¡Son las entrañas de Thor, pero te gustará! Nada de vino, sólo hidromiel caliente y sabrosas reses humeantes, pieles ajustadas al cuerpo para abrigarte, aire frío por la noche para mantener los sueños nítidos, y mujeres de fuertes caderas. Y luego, navegar en una canoa y reír bajo el rocío helado. ¿Por qué nos hemos retrasado tanto? ¡Vamos! ¡Por el miembro glacial que engendró a Odin, debemos ponernos en camino en seguida!

El Ratonero ahogó un gemido.

—Ah, hermano de sangre —recitó el Ratonero, con no menos descaro—, mi corazón salta de gozo incluso más que el tuyo al pensar en la nieve estimulante y en todos los demás encantos de la vida viril que anhelo saborear desde hace mucho tiempo, pero —la voz se le quebró y añadió entristecido— nos olvidamos de esta buena mujer, a quien en todo caso, aun cuando pasemos por alto la orden de Ningauble, debemos llevar de nuevo a Tiro, sana y salva.

Sonrió interiormente.

—Pero no quiero regresar a Tiro —le interrumpió Ahura, alzando la vista de las marionetas con una picardía tan similar a la de una niña, que el Ratonero se maldijo por haberla tratado como tal—. Este lugar solitario parece igualmente alejado de todos los sitios habitados. El norte es una dirección tan buena como cualquier otra.

—¡Carne de Freya! —exclamó Fafhrd, abriendo los brazos—. ¿Oyes lo que dice, Ratonero? ¡Por Idun que ha hablado como una auténtica mujer del país de las nieves! Ahora no debemos perder un solo momento. Oleremos el hidromiel antes de que termine el año. ¡Por Frigg, una mujer! Ratonero, tú que eres espabilado para ser tan pequeño, ¿has visto de qué manera tan elegante lo ha planteado?

Empezaron a preparar la partida, sin que hubiera manera de evitarla (al menos por el momento, concedió el Ratonero). El baúl de los afrodisíacos, la copa y la mortaja hecha jirones se cargaron en el camello, el cual seguía comiéndose con los ojos a la yegua y chasqueando sus grandes y correosos labios. Fafhrd saltaba, gritaba y daba palmadas al Ratonero en la espalda, como si no les rodeara una antiquísima ciudad en ruinas y un adepto sin vida que se calentaba al sol.

Poco después se pusieron en marcha por el valle. Fafhrd se puso a cantar sobre tormentas de nieve, cacerías y monstruos grandes como icebergs, gigantes altos como montañas heladas, mientras que el Ratonero se entretenía sombríamente imaginando su propia muerte a manos de una mujer «de fuertes caderas» demasiado afectuosa.

Pronto, el camino se hizo menos yermo. Los arbustos y la pendiente del valle ocultaron la ciudad tras ellos. El Ratonero experimentó una oleada de alivio cuando el último centinela pétreo se perdió de vista, sobre todo el monolito negro que se quedó allí reflexionando ante el cadáver del adepto, y volvió su atención a lo que tenía delante, una montaña cónica que cerraba la boca del valle, con la cumbre envuelta en la niebla, una cumbre solitaria y tormentosa en la que su imaginación colocaba increíbles torres y chapiteles.

Bruscamente, salió de su ensoñación. Fafhrd y Ahura se habían detenido y contemplaban algo totalmente inesperado: una casa de madera, baja y sin ventanas, que se alzaba entre unos árboles achaparrados, con un par de campos labrados detrás. Los espíritus guardianes toscamente tallados en los cuatro ángulos del tejado parecían persas, pero depurados de toda influencia meridional, persas antiguos.

Y persas antiguos parecían también los rasgos, la nariz recta, la barba blanca con hebras negras, del viejo que les miraba con circunspección desde el umbral. El rostro de Ahura era el que parecía mirar con más atención, o trataba de mirar, pues Fafhrd la ocultaba casi del todo.

—Te saludamos, padre —dijo el Ratonero—. ¿No es éste un día alegre para cabalgar y las tuyas buenas tierras que cruzar?

—Sí —replicó dubitativo el anciano, utilizando un antiguo dialecto—. Aunque nadie, o muy pocos, pasan por aquí.

—Es una suerte estar lejos de las ciudades hediondas —terció Fafhrd con entusiasmo—. ¿Conoces la montaña que está más adelante, padre? ¿Existe algún camino fácil más allá que conduzca al norte?

Al oír la palabra «montaña» el viejo pareció encogerse y no respondió.

—¿Hay algo censurable en el camino que estamos siguiendo? —preguntó rápidamente el Ratonero—. ¿O algo malo en esa montaña nebulosa?

El anciano empezó a encogerse de hombros, los mantuvo contraídos y miró de nuevo a los viajeros. En su rostro pareció entablarse un forcejeo entre la amabilidad y el temor, y ganó la primera, pues se inclinó hacia adelante y dijo con apresuramiento:

—Os aconsejo que no vayáis más lejos, hijos. ¿De qué sirve el acero de vuestras espadas, la velocidad de vuestros caballos, contra...? Pero recordad —añadió, alzando la voz— que yo no acuso a nadie. —Miró con rapidez a uno y otro lado—. No tengo nada de qué quejarme, y la montaña es para mí muy beneficiosa. Mis padres regresaron aquí porque tanto los ladrones como los hombres honrados evitan esta tierra. Aquí no hay que pagar tributos. Yo no pregunto nada.

—No temáis, padre, creo que no iremos más lejos —dijo el Ratonero arteramente—.Sólo somos personas ociosas que siguen a sus narices a lo ancho del mundo, y a veces llegan a nuestros oídos relatos fantásticos. Eso me recuerda algo en lo que podrías ayudar a unos jóvenes generosos como nosotros. —Hizo tintinear las monedas en una bolsa—. Hemos oído la historia de un demonio que vive aquí..., un joven demonio vestido de negro y plata, pálido y con barba negra.

Mientras el Ratonero decía estas palabras, el anciano retrocedía hasta que entró en la casa y cerró la puerta, aunque no antes de que vieran que alguien le tiraba de la manga. En seguida oyeron la voz de una niña que recriminaba al viejo.

La puerta se abrió de repente, y oyeron que el hombre decía: «... caerá sobre todos nosotros». Entonces, una niña de unos quince años salió corriendo hacia ellos. Estaba sonrojada y su mirada traslucía inquietud y miedo.

—¡Tenéis que regresar! —les gritó mientras corría—.Sólo los seres malvados van a la montaña... o los condenados. La niebla oculta un castillo grande y horrible, donde viven demonios poderosos y solitarios. Y uno de ellos...

Cogió el estribo de Fafhrd, pero antes de que sus dedos se cerraran sobre él, miró a Ahura y una expresión de terror abismal apareció en su rostro.

—¡Es él! —gritó—. ¡El de la barba negra!

Y se desplomó sin sentido.

La puerta se cerró de golpe y oyeron el ruido de una barra que la atrancó.

Desmontaron. Ahura se arrodilló junto a la niña y les indicó con una seña que sólo se había desmayado. Fafhrd se acercó a la puerta atrancada, pero ni golpes, ni súplicas, ni amenazas, pudieron abrirla. Finalmente resolvió el enigma derribándola. Vio al viejo que retrocedía hacia un rincón oscuro, una mujer que intentaba ocultar a un bebé en un montón de paja, una mujer muy anciana sentada en un taburete, ciega, sin duda, pero que de todos modos escudriñaba a su alrededor, atemorizada, y un joven que sostenía un hacha en sus manos temblorosas. El parecido de los miembros de la familia era muy marcado.

Fafhrd esquivó el débil hachazo del joven y le quitó suavemente el arma.

El Ratonero y Ahura llevaron a la niña al interior. Al ver a Ahura, aquella gente lanzó gritos de horror.

Tendieron a la niña sobre la paja, y Ahura fue en busca de agua y empezó a humedecerle la cabeza.

Entretanto, el Ratonero, aprovechando el terror de la familia y casi haciéndose pasar por un demonio de la montaña, logró que respondieran a sus preguntas. Primero les preguntó por la ciudad pétrea. Era un centro de antigua adoración al diablo, por donde nadie debía pasar. Sí, habían visto el negro monolito de Ahriman, pero sólo desde lejos. No, ellos no adoraban a Ahriman... ¿No veía el sagrario que cuidaban en honor de Ormadz, adversario de aquél? Pero temían a Ahriman, y las piedras de la ciudad demoníaca tenían una vida propia.

Entonces, les preguntó por la montaña envuelta en la niebla, y le resultó más difícil obtener respuestas satisfactorias. Insistieron en que las nubes siempre cubrían su cumbre. Sin embargo, el joven admitió que una vez, al ponerse el sol, había vislumbrado unas torres verdes y unos minaretes retorcidos, inclinados en ángulos absurdos. Pero allí arriba había peligro, un peligro horrible, aunque no podía decir cuál era.

El Ratonero se volvió hacia el viejo y le dijo en tono áspero:

—Me has dicho que mis hermanos demonios no os cobran tributos por esta tierra. Si no se trata de dinero, ¿qué clase de impuestos os hacen pagar?

—Vidas —susurró el anciano, poniendo los ojos en blanco.

—Vidas, ¿eh? ¿Cuántas? ¿Y cuándo vienen a cobrarlas?

—Ellos nunca vienen, sino que nosotros vamos. Quizá cada diez años, quizá cada cinco, una noche aparece una luz verde amarillenta en lo alto de la montaña y se oye en el aire una potente llamada. A veces, después de una noche así, uno de nosotros desaparece..., alguien que estaba demasiado lejos de la casa cuando apareció la luz verde. Estar en casa con los demás ayuda a resistir la llamada. Sólo he visto esa luz desde la puerta, con un fuego ardiendo a mis espaldas y alguien sujetándome. Mi hermano fue cuando yo era un muchacho. Luego, durante muchos años, la luz no apareció de nuevo, por lo que incluso empecé a preguntarme si no habría sido una leyenda o una ilusión de mi infancia.

»Pero hace siete años —prosiguió con voz temblorosa, mirando al Ratonero—, un día, al caer la tarde, llegaron cabalgando, en caballos flacos y extenuados, un hombre joven y otro viejo..., o más bien dos seres que tales parecían, pues supe sin que me lo dijeran, lo supe mientras permanecía agazapado y temblando detrás de la puerta, mirando a través de una grieta, que los amos regresaban al castillo llamado Niebla. El viejo era calvo como un buitre y no tenía barba, mientras que el joven tenía el inicio de una barba negra y sedosa. Vestía de negro y plata y su rostro era muy pálido. Sus rasgos eran como... —su mirada temerosa se posó en Ahura—. Cabalgaba rígidamente y su cuerpo delgado se balanceaba a uno y otro lado. Parecía muerto.

»Siguieron cabalgando hacia la montaña sin mirar a los lados, pero desde entonces, la luz verde amarillenta ha brillado casi todas las noches en la cima de la montaña, y muchos de nuestros animales han respondido a la llamada..., y los salvajes también, a juzgar por la disminución de su número. Hemos tenido cuidado, manteniéndonos siempre cerca de la casa. Mi hijo mayor fue allí hace sólo tres años. Fue demasiado lejos mientras cazaba y anocheció antes de que regresara.

»Y hemos visto al joven de la barba negra muchas veces, normalmente desde cierta distancia, caminando entre las rocas o de pie, con la cabeza inclinada sobre algún despeñadero, aunque una vez, mi hija estaba lavando en el arroyo y, al alzar la vista de la ropa vio los ojos muertos de ese hombre que la miraba entre juncos. Y una vez, mi hijo mayor, que estaba dando caza a un leopardo de nieve herido en una espesura, le encontró hablando con la fiera. Un día, en la época de la cosecha, me levanté muy pronto y le vi sentado junto al pozo, mirando nuestra casa, aunque no pareció verme salir. También hemos visto al viejo, aunque no tan a menudo, y en los dos últimos años no habíamos visto a ninguno de los dos, hasta que...

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