Espadas entre la niebla (19 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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—Pero, Padre, esta recogida de cachivaches mágicos es una gran molestia —objetó Fafhrd—. ¿Por qué no podemos ir en seguida a la Ciudad Perdida?

—¿Sin el mapa en la mortaja de Ahriman? —murmuró Ningauble.

—¿Y no puedes decirnos el nombre del adepto que buscamos? —aventuró el Ratonero—. ¿Ni siquiera el nombre de la mujer? ¡Huesos para cachorros, desde luego! Te damos la perra y, cuando la devuelves, ha parido una camada.

Ningauble meneó la cabeza muy ligeramente y los seis ojos se retiraron bajo la capucha para convertirse en un brillo múltiple y amenazante. El Ratonero sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

—¿Por qué motivo nos das siempre la mitad del conocimiento, Vendedor de Enigmas? —le apremió enojado Fafhrd—. ¿Acaso en el último momento nuestros aceros pueden golpear con la mitad de la fuerza?

Ningauble rió entre dientes.

—Es porque os conozco demasiado bien, hijos míos. Si digo una palabra más, Grandote, atacarías con tu gran espada... a quien no debes. Y tu gatuno camarada prepararía su magia infantil... una magia errónea. No estáis buscando temerariamente a una simple criatura, sino un misterio, no es una mera identidad sino un espejismo, algo pétreo que ha robado la sangre y la sustancia de la vida, una pesadilla que ha salido reptando de un sueño.

Por un momento fue como si, en lo más profundo de aquella oscura caverna se agitara algo que había estado esperando, pero desapareció al instante. Ningauble añadió complacido:

—Y ahora tengo un momento de asueto que, para complaceros, dedicaré a escuchar esa historia que el Ratonero ha esperado pacientemente para contármela.

No había, pues, escapatoria y el Ratonero empezó, primero explicando que el relato tenía que ver con la concubina, los tres sacerdotes y la esclava, sólo superficialmente, mientras que la parte más profunda se refería sobre todo, aunque no por completo, a cuatro viles sirvientas de Ishtar y un enano a quien compensaron espléndidamente por su deformidad. El fuego disminuyó y una criatura semejante a un lémur se aproximó sigilosamente para echarle más madera. Las horas se alargaron, pues el Ratonero siempre se entusiasmaba con sus propias invenciones. En un momento determinado, Fafhrd tenía los ojos tan abiertos de asombro que parecían a punto de saltarle de las órbitas, y en otro momento la panza de Ningauble se estremeció como una colina sacudida por terremoto, pero por fin concluyó el relato, de súbito y, aparentemente, a la mitad, como una pieza de música extraña. Los dos amigos se despidieron de Ningauble, el cual se negó a responder a sus últimas preguntas, y emprendieron el camino de regreso. El encapuchado empezó a ordenar en su mente los detalles del relato que le había contado el Ratonero, y que le había gustado tanto más cuanto que sabía que era una improvisación y, como decía su proverbio favorito: «Quien miente artísticamente, se acerca más a la verdad de lo que imagina».

Fafhrd y el Ratonero casi habían llegado al pie de la escalera de piedra cuando oyeron unos débiles golpes y, al volverse, vieron a Ningauble asomado en lo alto, apoyado en lo que parecía un bastón y golpeando la roca con otro.

—Muchachos —les llamó, y su voz era tenue como la nota de la flauta solitaria en el templo de Baal—, se me ocurre que hay algo en los remotos espacios deseoso de algo que poseéis. Tenéis que vigilar estrechamente lo que de ordinario no necesita vigilancia.

—Sí, Padrino de la Mistificación.

—¿Tendréis cuidado? —preguntó la voz de elfo—. Vuestras vidas dependen de ello. —Sí, Padre.

Ningauble les saludó una vez más y se retiró cojeando hasta perderse de vista. Las pequeñas criaturas de su gran ámbito oscuro le siguieron, pero nadie podría saber con certeza si era para informar y recibir órdenes o para complacerle con sus amables carantoñas. Algunos decían que Ningauble era una creación de los Dioses Antiguos, con la finalidad de que los hombres pensaran en su origen y así agudizaran su imaginación para enigmas todavía más difíciles. Nadie sabía si tenía el don de la clarividencia o si se limitaba a preparar el escenario para futuros acontecimientos con una astucia tan asombrosa que sólo un ser mágico o un adepto podían esquivar el papel que les otorgaba.

3: La mujer que vino

Después de que Fafhrd y el Ratonero Gris salieran de las Grutas Insondables a la cegadora luz del sol, perdemos su pista durante algún tiempo. Los analistas han escatimado, en conjunto, el material referente a ellos, puesto que eran unos héroes demasiado desgarbados para el mito clásico, demasiado crípticamente independientes para permitir su incorporación a una tradición folklórica, demasiado tornadizos e inverosímiles en sus aventuras para complacer al historiador, implicados demasiado a menudo con una chusma de demonios dudosos, brujos privados de sus funciones y deidades desacreditadas, un verdadero inframundo de lo sobrenatural. Y resulta doblemente difícil reconstruir sus acciones durante un período en que se dedicaron a robos que requerían sigilo, secreto y audaz engaño. Pero de vez en cuando tropezamos con los hitos que dejaron en el tiempo.

Por ejemplo, un siglo después los sacerdotes de Ahriman recitaban, aunque eran demasiado inteligentes para creerlo ellos mismos, el milagro de la desaparición de la sagrada mortaja de Ahriman. Una noche, los doce espadachines vieron que la mortaja con sus negras inscripciones se alzaba del altar como una columna de telarañas, se alzaba a mayor altura que cualquier hombre mortal, aunque la forma de su interior parecía antropoide. Entonces Ahriman habló desde la mortaja, los guardianes le adoraron, él les replicó con abstrusas parábolas y, finalmente, salió del santuario secreto a grandes zancadas.

Un siglo después, los sacerdotes más astutos observaron: «Yo diría que un hombre con unos zancos, o bien (¡acertada suposición!) un hombre sobre los hombros de otro...».

Ocurrieron luego cosas que Nikri, la esclava personal de la infame Falsa Laodicea, contó al cocinero mientras ungía con ungüento los moratones de su última paliza, cosas relativas a dos desconocidos que visitaron a su ama, la juerga que ésta les propuso y cómo burlaron a los eunucos negros armados con cimitarras a los que ordenó que les mataran después de la juerga.

—Los dos eran magos —afirmó Nikri—, pues en el momento culminante de sus hazañas transformaron a mi ama en una cerda horrible, con unos cuernos que se contorsionaban, una horrenda quimera, mezcla de cerdo y caracol. Pero eso no fue lo peor, pues le robaron su baúl de vinos afrodisíacos. Cuando descubrió que había desaparecido la momia demoníaca con la que confiaba despertar la lujuria de Ptolomeo, aulló de rabia y empezó a atizarme con el rascador de la espalda. ¡Oh, cómo duele!

El cocinero rió entre dientes.

Pero no podemos estar seguros de quién visitó a jerónimo, el codicioso recaudador de impuestos a los campesinos y experto en arte de Antioquía, ni de qué guisa lo hicieron. Una mañana lo encontraron en su cámara del tesoro con los miembros rígidos y helados, como si hubiera tomado cicuta, y había una expresión de terror en su grueso rostro. La famosa copa que usaba con frecuencia en sus francachelas había desaparecido, aunque había manchas circulares sobre la mesa, delante de él. Se recuperó, pero nunca dijo lo que había ocurrido.

Los sacerdotes que cuidaban del Árbol de la Vida en Babilonia fueron un poco más comunicativos. Una noche, poco después de la puesta de sol, vieron que las ramas superiores se agitaban en el crepúsculo y oyeron el sonido de un cuchillo de podar. A su alrededor, sin ningún otro sonido ni movimiento, se extendía la ciudad desolada, cuyos habitantes habían sido conducidos a la cercana Seleucia tres cuartos de siglo antes, y a la que los sacerdotes regresaban sigilosamente con gran temor para cumplir con sus deberes sagrados. Se prepararon al instante, algunos de ellos para trepar al Árbol armados con hoces de oro templado y otros para derribar con flechas provistas de puntas de oro a cualquier blasfemo allí encaramado. Pero, de pronto, una gran forma gris parecida a un murciélago saltó del árbol y se desvaneció tras un muro. Naturalmente, sería concebible que se tratara de un hombre con un manto gris colgado de una cuerda delgada y resistente, pero se susurraban demasiadas cosas acerca de las criaturas que revoloteaban por la noche entre las ruinas de Babilonia para que los sacerdotes se atrevieran a perseguirlo.

Finalmente, Fafhrd y el Ratonero Gris reaparecieron en Tiro, y una semana más tarde estaban preparados para emprender la última etapa de su búsqueda. Se encontraban ya fuera de las puertas, en el lado de tierra del espigón de Alejandro, espina dorsal de un istmo cada vez más ancho. Mientras lo contemplaba, Fafhrd recordó que una vez un desconocido le había contado una historia sobre dos aventureros fabulosos que habían prestado una gran ayuda en la imposible defensa de Tiro contra Alejandro el Grande, más de un siglo atrás. El más corpulento había arrojado grandes bloques de piedra contra las naves atacantes, mientras el más pequeño se había zambullido para limar las cadenas con las que estaban ancladas. El desconocido dijo que los nombres de aquellos dos valientes eran Fafhrd y el Ratonero Gris. Fafhrd no hizo ningún comentario.

Era casi de noche, un buen momento para hacer una pausa en las aventuras, recordar travesuras pasadas y arriesgar nebulosas, descabelladas y rosadas especulaciones acerca de lo que les aguardaba.

—Creo que cualquier mujer serviría —insistió el Ratonero, porfiado—. Ningauble sólo quería confundirnos. Utilicemos a Cloe.

—Sólo si ella viene cuando esté preparada —respondió Fafhrd, con una sonrisa.

El sol teñía de rojo y oro el mar ondulante. Los mercaderes que habían levantado sus puestos en el lado de tierra, para ser los primeros en tratar con los agricultores y los mercaderes de tierra adentro el día de mercado, empaquetaban sus mercancías y bajaban sus toldos.

—Al final, toda mujer vendrá cuando esté preparada, incluso Cloe —replicó el Ratonero—. Lo único que hemos de hacer es conseguirle una tienda de seda y algunos artículos de belleza. No hay ningún problema.

—Sí —dijo Fafhrd—, probablemente podríamos arreglarlo con un solo elefante.

La mayor parte de Tiro se silueteaba oscuramente contra el arrebol del crepúsculo, aunque aquí y allá surgían destellos de los tejados, y la cúpula dorada del templo de Melkarth se reflejaba en el agua como un segundo sol. El puerto fenicio parecía sumido en un trance, soñando en glorias pasadas, escuchando sólo a medias las noticias del avance implacable de Roma hacia el este y la derrota de Filipo de Macedonia en el primer asalto de la batalla de las Cabezas de Perro, y ahora Antíoco se preparaba para el segundo, con la ayuda de Aníbal, que había acudido desde Cartago, la gran hermana caída, al otro lado del mar.

—Estoy seguro de que Cloe vendrá si esperamos hasta mañana —siguió diciendo el Ratonero—. En cualquier caso tendremos que esperar, porque Ningauble dijo que la mujer no vendría hasta que estuviera preparada.

Una brisa fresca llegó del desierto que era la antigua Tiro. Los mercaderes se dieron prisa; algunos de ellos ya se dirigían a sus casas a lo largo del espigón, y sus esclavos parecían jorobados y monstruos con otras malformaciones debido a los bultos que acarreaban sobre los hombros y la cabeza.

—No —dijo Fafhrd —. Nos pondremos en marcha. Y si la mujer no viene cuando esté preparada, entonces no es la mujer que vendrá cuando esté preparada. O, si lo es, tendrá que esforzarse para darnos alcance.

Los tres caballos de los aventureros se movieron inquietos, y el del Ratonero relinchó. Sólo el gran camello, del que colgaban los pellejos de vino y diversos cofres pequeños, así como las armas muy bien envueltas y disimuladas, permaneció obstinadamente inmóvil. Fafhrd y el Ratonero observaron con indiferencia la única figura en el espigón que avanzaba en dirección contraria a la corriente humana que regresaba a sus casas. No experimentaban precisamente sospechas, pero tras los sucesos de aquel año no podían dejar de lado la posibilidad de que les persiguieran con designios asesinos, ya fueran espadachines al servicio de un dios, eunucos negros armados con cimitarras, sacerdotes babilonios con armas de oro o agentes de jerónimo de Antioquía.

—Cloe habría llegado a tiempo, si me hubieras dejado persuadirla —arguyó el Ratonero—. Le gustas, y estoy seguro de que Ningauble se refería a ella, porque tiene ese amuleto que contrarresta la magia del adepto.

El sol ponía una franja cegadora en el borde del mar, pero pronto se disipó, y todos los brillos y resplandores sobre los tejados de Tiro se extinguieron. El templo de Melkhart se alzaba negro contra el cielo cada vez más oscuro. Desmontaron el último toldo, y la mayoría de los mercaderes estaban a medio camino del espigón. Una sola figura seguía avanzando hacia la costa.

—¿No han sido suficientes para ti siete noches con Cloe? —le preguntó Fafhrd—. Además, no es ella la que querrás cuando hayamos matado al adepto y este hechizo haya dejado de atormentarnos.

—Tal vez sea así —replicó el Ratonero—, pero recuerda que primero hemos de capturar a nuestro adepto. Y no es sólo a mí a quien podría beneficiar la compañía de Cloe.

Un débil grito atrajo su atención desde el otro lado del agua oscura, donde un barco con aparejo latino entraba en el puerto egipcio. Por un momento pensaron que el extremo del espigón en la parte de tierra había quedado desierto, pero entonces la figura que se alejaba de la ciudad se recortó nítida y negra contra el mar, una figura ligera, no cargada como los esclavos.

—Otro necio abandona la dulce Tiro en mal momento —observó el Ratonero—. Piensa tan sólo en lo que supondrá una mujer en esa frías montañas a las que nos dirigimos, Fafhrd, una mujer que preparará exquisiteces y te acariciará la frente.

—Estás pensando en tu frente, amigo mío —dijo Fafhrd.

Sopló de nuevo la fresca brisa, y la arena apelmazada gimió a su paso. Tiro parecía agazaparse como una bestia contra las amenazas de la oscuridad. Un último mercader examinó apresuradamente el suelo en busca de algún artículo perdido.

Fafhrd colocó la mano sobre el brazuelo de su caballo.

—Vámonos —dijo a su amigo.

Éste no iba a hacerlo sin plantear una última objeción.

—No creo que Cloe insistiera en llevarse a la esclava para que le unja los pies con aceite. No se empeñará si planteamos las cosas adecuadamente.

Entonces, vieron que el otro necio que abandonaba la dulce Tiro se dirigía hacia ellos, y que era una mujer, alta y esbelta, vestida con unas prendas que parecían fundirse con la luz menguante, de modo que Fafhrd se preguntó si venía realmente de Tiro 0 de algún reino etéreo cuyos habitantes sólo podían aventurarse en la tierra cuando se ponía el sol. Entonces, a medida que seguía acercándose con pasos ágiles y contoneantes, vieron que tenía el rostro blanco y el cabello negro como ala de cuervo. Al Ratonero le dio un gran vuelco el corazón y sintió que aquélla era la perfecta consumación de su espera, que era testigo del nacimiento de una Afrodita, no de las espumas del mar sino de la oscuridad; pues se trataba, en efecto, de la morena Ahura, la de las tabernas, que ya no les miraba con una curiosidad fría y tímida, sino que sonreía abiertamente.

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