Espadas entre la niebla (25 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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»Comencé a salir después de que nuestra madre cambiara su estilo de vida, lo cual sucedió cuando yo tenía siete años. Fue siempre una mujer muy malhumorada, aunque a veces era afectuosa conmigo por un breve período, y siempre mimaba y consentía a Anra, aunque a distancia, por medio de los esclavos, casi como si le temiera.

»La adustez y la melancolía de su carácter fueron intensificándose. A veces, la sorprendía con la mirada perdida y una expresión de horror, o golpeándose la frente con los ojos cerrados y el bello rostro tenso, como si se estuviera volviendo loca. Tuve la sensación de que había retrocedido hasta el final de algún túnel subterráneo y debía encontrar una puerta por la que salir, o de lo contrario perdería el juicio.

»Entonces, una tarde, me asomé a su dormitorio y vi que se estaba mirando en su espejo de plata. Permaneció largo rato contemplándose el rostro, y me quedé mirándola sin hacer ruido alguno. Sabía que algo importante estaba ocurriendo. Al final, pareció hacer alguna especie de difícil esfuerzo interno y las líneas de inquietud y severidad desaparecieron de su rostro, dejándolo suave y hermoso como una máscara. Entonces abrió un cajón, cuyo interior yo nunca había visto hasta aquel momento, y sacó una serie de tarritos, frascos y pinceles, con los que coloreó y blanqueó su rostro, rodeó los ojos con un polvo negro y brillante y se pintó los labios de un color rojo anaranjado. Mientras hacía esto, el corazón me latía con fuerza y tenía un nudo en la garganta, sin que supiera por qué. A continuación, ella dejó los pinceles, se quitó la túnica corta, se palpó la garganta y los senos con una expresión pensativa, cogió el espejo y se contempló con fría satisfacción. Estaba muy bella, pero era la suya una belleza que me aterraba. Hasta entonces, siempre me había parecido dura y severa en el exterior, pero suave y amable interiormente, si una era capaz de percibir ese interior, pero ahora estaba totalmente volcada hacia afuera. Ahogando mis sollozos, corrí a decirle a Anra lo que había visto y descubrir lo que significaba. Pero esta vez, la inteligencia de mi hermano le falló, y quedó tan turbado y perplejo como yo.

»Poco después, mi madre se mostró todavía más estricta conmigo, y aunque siguió mimando a Anra a distancia, nos mantuvo apartados del mundo más que nunca. Ni siquiera me permitía hablar con la nueva esclava que había comprado, una muchacha fea, afectada y de piernas flacas llamada Friné, que le daba masajes y a veces tocaba la flauta. Ahora, por las noches, llegaban a casa toda clase de visitantes, pero Anra y yo siempre estábamos encerrados en nuestro pequeño dormitorio, en lo alto del jardín. Les oíamos gritar a través de la pared y, a veces, cantar a voz en cuello y dar saltos en el patio interior, acompañados por el sonido de la flauta de Friné. A veces, me tendía y escrutaba la oscuridad, presa de un terror inexplicable y enfermizo, durante toda la noche. Intenté de todas las maneras posibles que Berenice me contara lo que sucedía, pero por una vez, el temor de la vieja a la cólera de mi madre fue demasiado grande, y se limitó a mirarme de reojo, con una expresión lasciva.

»Finalmente, Anra ideó un plan para averiguarlo. La primera vez que me lo expuso, me negué a secundarlo, pues me aterraba. Fue entonces cuando descubrí el poder que mi hermano tenía sobre mí. Hasta entonces, las cosas que había hecho por él formaban parte de un juego del que yo disfrutaba tanto como él. Nunca había pensado en mí misma como una esclava que obedece órdenes. Pero ahora, cuando me rebelé, descubrí no sólo que mi hermano gemelo tenía un extraño poder sobre mis miembros, de manera que apenas podía moverlos, o imaginaba que no podía, en caso de que él así lo quisiera, sino que tampoco podía soportar la idea de que Anra fuera infeliz o se sintiera frustrado.

»Ahora me doy cuenta de que había llegado a la primera de las crisis de su vida en que el camino que seguía estaba bloqueado, y sacrificó sin piedad a su auxiliar más querida a los impulsos de su curiosidad insaciable.

»Se hizo de noche. En cuanto estuvimos encerrados en el dormitorio, solté una cuerda anudada por el ventanuco, a través del que salí contorsionándome, y descendí. Entonces, trepé al tejado por el olivo, y me arrastré sobre las tejas hasta el cuadrado de luz de la claraboya que daba al patio interior, logré deslizarme por el borde —y estuve a punto de caer— y acomodarme en un espacio estrecho, con telarañas, entre el techo y las tejas. El patio estaba desierto, pero se oía el débil murmullo de la conversación procedente del comedor. Permanecí tendida como un ratón y esperé.

Fafhrd exhaló una exclamación ahogada y detuvo su caballo. Los demás hicieron lo mismo. Un guijarro rodó por la pendiente, pero ellos apenas lo oyeron. Algo que no era exactamente un sonido, que parecía proceder de la cumbre, pero que llenaba todo el cielo nublado, les había detenido, algo que les llamaba como las voces de las sirenas a Ulises encadenado. Durante un rato escucharon sin dar crédito a sus oídos; luego Fafhrd se encogió de hombros y volvió a ponerse en marcha, seguido de los demás.

Ahura prosiguió su relato:

—Durante largo tiempo nada sucedió, excepto que de vez en cuando los esclavos entraban y salían corriendo, con platos llenos y vacíos, y se oían risas y la flauta de Friné. Las risas aumentaron de súbito y comenzaron los cantos, chirriaron los canapés corridos y se oyó un ruido de pisadas, y una multitud dionisíaca salió al patio.

»Friné iba delante, desnuda y tocando la flauta. La seguía mi madre, riendo, los brazos enlazados con los de dos jóvenes que bailaban, pero apretaba contra su pecho un gran cuenco de plata lleno de vino, que se derramaba por el borde y manchaba de púrpura su túnica blanca alrededor de los senos, pero ella no hacía más que reír y se tambaleaba más alocadamente. Les siguieron muchos otros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos cantando y bailando. Un joven muy ágil dio un salto formidable, tocándose los talones, y un viejo gordo y sonriente jadeaba y unas muchachas tenían que tirar de él, pero dieron tres vueltas al patio antes de dejarse caer en los canapés y los cojines. Entonces, mientras charlaban, reían, se besaban y abrazaban, hacían picardías y miraban la danza de una muchacha desnuda más bonita que Friné, mi madre ofreció el cuenco para que los demás sumergieran en él sus copas.

»Yo estaba asombrada y fascinada. Había estado a punto de morir de terror, esperando no se qué crueldades y horrores. Sin embargo, lo que veía era completamente encantador y natural. Tuve entonces una revelación: "De modo que esto es esa cosa tan maravillosa e importante que hace la gente". Mi madre ya no me asustaba. Aunque seguía presentando su nuevo rostro ya no había en ella ninguna dureza, interior o exterior, sino sólo alegría y belleza. Los jóvenes eran tan ingeniosos y alegres que tuve que ponerme el puño en la boca para no echarme a reír. Incluso Friné, acuclillada como un delgado muchacho mientras tocaba la flauta, parecía por una vez agradable y sin malicia. No podía esperar para decírselo a Anra.

»Sólo había una nota discordante, y era tan ligera que apenas reparé en ella. Dos de los hombres que más broma hacían, un individuo pelirrojo y otro mayor con el rostro como el de un sátiro enjuto, parecían tramar algo. Les vi cuchichear con algunos otros, y en seguida el más joven sonrió a mi madre y gritó: "¡Sé algo de tu pasado!", y el mayor le dijo burlonamente: "¡Sé algo de tu bisabuela, vieja persa!". En cada ocasión, mi madre rió e hizo un gesto burlón con la mano, pero me di cuenta de que en el fondo estaba molesta. Y en cada ocasión, algunos de los presentes hicieron una pausa momentánea, como si supieran algo pero no quisieran revelarlo. Finalmente, los dos hombres se marcharon, y a partir de entonces no hubo nada que estropeara la diversión.

»La danza se hizo más frenética, la risa más ruidosa, se derramó y bebió más vino. Luego, Friné dejó la flauta, echó a correr y aterrizó en el regazo del viejo gordo, con una sacudida que casi le cortó la respiración. Otros cuatro o cinco se desplomaron.

»En aquel momento se oyó un estrépito y un fuerte ruido de madera hendida, como si estuvieran rompiendo la puerta. Al instante, todos se quedaron inmóviles, como muertos. Alguien hizo un movimiento convulso y una lámpara se apagó, dejando en sombras la mitad del patio.

»Entonces, en la casa resonaron unas pisadas fuertes y vibrantes, como dos losas que caminaran, que se aproximaban más y más.

»Todos contemplaban la puerta como hipnotizados. Friné aún tenía el brazo alrededor del cuello del gordo. Pero era en el rostro de mi madre donde se evidenciaba un verdadero e insoportable terror. Había retrocedido hasta la otra lámpara, y allí estaba arrodillada, con los ojos en blanco. Empezó a lanzar unos gritos breves y rápidos, como un perro atrapado.

»Entonces, un gran hombre de piedra cruzó la puerta, desnudo, con los miembros cuadrados y una altura de siete pies. Sus facciones eran meros tajos negros e inexpresivos en una superficie plana, y tenía un miembro de piedra que parecía una mano de almirez. No podía soportar mirarle, pero tenía que hacerlo. Cruzó el suelo con pisadas resonantes hacia donde estaba mi madre, todavía gritando, la cogió por el pelo y con la otra mano le desgarró la túnica manchada de vino. Me desmayé.

»Pero la atrocidad debió de concluir así, pues cuando recobré el sentido, llena de terror, vi que todos ellos reían tumultuosamente. Algunos se inclinaban sobre mi madre, a la vez tranquilizándola y burlándose de ella, incluso los dos hombres que habían salido, y a un lado había un montón de ropas y tablas delgadas, ambas cosas revestidas de mortero. Por lo que dijeron, comprendí que el pelirrojo había llevado el horrible disfraz, mientras que el del rostro de sátiro había producido el ruido de pisadas golpeando rítmicamente el suelo con un ladrillo, simulando la rotura de la puerta por el procedimiento de saltar sobre una tabla apalancada.

»—¡Ahora dinos que tu bisabuela no estuvo casada con un estúpido demonio de piedra, allá en Persia! —le dijo burlonamente, agitando un dedo ante ella.

»Entonces ocurrió algo que me torturó como una daga oxidada y me aterró, de un modo muy sutil, tanto como la imagen. Aunque estaba blanca como la leche y apenas era capaz de tambalearse, mi madre hizo cuanto pudo para fingir que el horrible truco a que la habían sometido no era más que una broma bien representada. Yo sabía por qué: tenía un miedo horrible a perder la amistad de aquella gente, y habría hecho cualquier cosa antes que quedarse sola.

»Su esfuerzo tuvo éxito. Aunque algunos se marcharon, los demás cedieron a sus súplicas risueñas, y bebieron hasta quedar espatarrados y roncando. Esperé casi hasta el alba, y entonces hice acopio de mi valor, obligué a mis músculos rígidos a que me izaran a las tejas, frías y resbaladizas por el rocío, y con lo que parecían mis últimas fuerzas, regresé a nuestro dormitorio.

»Pero no para dormir. Anra estaba despierto y ávido de escuchar lo que había ocurrido. Le rogué que no me obligara a contárselo, pero él insistió y tuve que decírselo todo. Las imágenes de lo que había visto flotaban con tal vivacidad en mi mente extenuada, que me parecía como si todo aquello sucediera de nuevo. Anra me hizo toda clase de preguntas, dispuesto a no perderse el menor detalle, y tuve que revivir aquella primera revelación de alegría, que tanto me había emocionado, empañada ahora por el conocimiento de que la mayoría de la gente era artera y cruel.

»Cuando llegué a la parte sobre la imagen de piedra, Anra se excitó terriblemente, pero cuando le dije que todo había sido una broma repugnante pareció decepcionado, y hasta se enfadó, como si sospechara que le mentía. Finalmente me dejó dormir.

»A la noche siguiente, regresé a mi escondrijo bajo las tejas.

Fafhrd detuvo de nuevo su caballo. La niebla que enmascaraba la cumbre de la montaña había empezado a brillar de repente, como si se elevara una luna verde, o como si fuera un volcán que arrojara llamas verdes, tiñendo sus rostros alzados con aquel color. Atraía como una enorme joya nebulosa. Fafhrd y el Ratonero intercambiaron una mirada de asombro fatalista. Entonces, los tres emprendieron la marcha por el reborde cada vez más estrecho.

—Había jurado por todos los dioses que nunca lo haría, me había dicho a mí misma que antes preferiría morir, pero... Anra me obligó.

»Durante el día deambulaba como una sonámbula. La vieja Berenice estaba perpleja y suspicaz, y una o dos veces me pareció que Friné hacía una mueca de complicidad. Al final, incluso mi madre se dio cuenta e hizo que me viera el médico.

»Creo que habría enfermado e incluso muerto, o que me habría vuelto loca, si no fuera porque entonces, al principio por desesperación, empecé a salir de casa y todo un nuevo mundo se abrió ante mí.

A medida que hablaba, elevando la voz con el aumento de su excitación al recordar lo ocurrido, por la mentes de Fafhrd y el Ratonero pasaban imágenes de la ciudad mágica que Tiro debió de parecerle a la niña, los muelles, las riquezas, el ajetreo del comercio, el murmullo de chismorreos y risas, los barcos y los forasteros venidos de otras tierras.

—Aquella gente que yo había visto desde el tejado... ahora podía verla en todas partes. Cada persona que conocía me parecía un misterio maravilloso, alguien a quien sonreír y con quien charlar. Yo vestía como una esclava, y toda clase de gente llegó a conocerme y esperar mi llegada: otras esclavas, muchachas de tabernas, vendedores de dulces, mercaderes y escribas, recaderos, marineros, costureras y cocineros. Yo era servicial, hacía recados, escuchaba encantada sus conversaciones interminables, transmitía los chismorreos que escuchaba, repartía alimentos que robaba en casa, y así me convertí en una favorita de aquella población abigarrada. Tenía la sensación de que nunca me saciaría de Tiro. Me escabullía desde la mañana hasta el anochecer, y generalmente, no volvía a trepar la tapia del jardín antes del crepúsculo.

»No podía engañar a la vieja Berenice, pero al cabo de un tiempo descubrí la manera de evitar sus palizas. La amenacé con decirle a mi madre que era ella quien le había contado al pelirrojo y al de cara de sátiro lo de la imagen de piedra. No sé si mi suposición fue acertada o no, pero la amenaza surtió efecto. Después de aquello, la vieja se limitaba a murmurar maliciosamente cada vez que me escapaba de casa tras la puesta del sol. En cuanto a mi madre, cada vez estaba más alejada de nosotros, sólo vivía por la noche, sumida de día en profundas reflexiones.

»Cada noche vivía nuevas experiencias placenteras. Le contaba a Anra todo lo que había visto y oído, cada aventura nueva, cada pequeño triunfo. Como una cotorra, le repetía todos los brillantes colores, los sonidos y los olores. Como una cotorra, le repetía la jerigonza de las lenguas extrañas que había oído, los retazos de conversación ilustrada que escuchaba a sacerdotes y eruditos. Olvidé lo que mi hermano me había hecho. Volvíamos a jugar a nuestro juego, en la versión más maravillosa de todas. Él me ayudaba con frecuencia, sugiriéndome nuevos lugares a los que ir, nuevas cosas que contemplar, y en una ocasión, incluso evitó que me raptara una pareja de amables traficantes de esclavos de Alejandría, de los que nadie excepto yo había sospechado.

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