Esclava de nadie (39 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—¿Le quedan señales y cicatrices?

—Así es.

—¿Y qué ha pasado con los testículos?

Céspedes juntó los dedos pulgar e índice de las dos manos para formar sendos círculos y dijo:

—Eran los míos de esta conformación. Y fue la parte esponjosa la que primero se canceró, la que con su panículo está asida al vaso que se dice epidídimo, encerrada dentro del escroto.

El inquisidor se volvió hacia sus compañeros de tribunal y los tres se miraron sorprendidos. Luego, hizo un gesto al reo para que cesara en aquella jerigonza.

Céspedes pareció adivinar su confusión y se excusó:

—Si hubiera aquí un médico, él me entendería.

El inquisidor se revolvió en su asiento, incómodo y furioso: los estaba llamando ignorantes. Y pensó, para sí:

«Ya tendrás médico, ya. Y no uno, sino tres».

Pero nada manifestó en voz alta. Prefirió ignorar aquellas palabras para preguntar al reo:

—La dicha María del Caño, cuando se desposó con la acusada, ¿supo de su sexo de mujer?

—No. Porque antes de casarnos la retocé en un pajar y tuve su virginidad. Y como yacimos muchas veces y cumplí con ella como varón, no podía sospechar que yo tuviera sexo de mujer.

—Cuando la acusada accedía como hombre a su esposa o a otras mujeres, ¿tenía polución?

—Así es. Y al cumplir con ellas me venía la polución incluso en demasía.

—¿Cuánto tiempo tuvo acceso a María del Caño?

Entendió Céspedes el alcance de la pregunta, ya que su esposa debería haber notado sus problemas con el miembro en los últimos tiempos.

—Dejé de tener acceso antes de Navidad, desde el momento en que caí enfermo y se me comenzaron a llagar los testículos.

—¿Y ella no se extrañó?

—Me excusé como mejor pude hasta que entramos en Cuaresma, en que le dije que no tendríamos cuenta carnal, para mayor penitencia.

—¿Y pasada la Cuaresma?

—Sentía harto dolor, por lo que comencé a ir cortando el miembro como he dicho.

El inquisidor respiró hondo. Por mucho que insistiera en los puntos más desguarnecidos, el reo mantenía sus argumentos sin sombra de contradicción. Nunca había asistido a una defensa tan sólida. Le sorprendía la escueta propiedad con que se manejaba en los términos procesales, a causa del juicio ya padecido en Ocaña. Aquél era un toro muy toreado, que aprendía con una rapidez pasmosa y, a la hora de la verdad, podía acogerse a terreno y querencia propios: su cuerpo. Con todo el parapeto que le otorgaba su oficio de cirujano al referirse a asunto tan espinoso y enigmático como el hermafroditismo.

Pero el día había sido largo. Consultó con la mirada al inquisidor asistente, recorrió con la mano su fatigado entrecejo y alzó la voz para decir:

—Se levanta por hoy la sesión. Que el señor secretario lea a la acusada lo hasta aquí dicho. Y se ratifique y lo firme, habidos el entendimiento y conformidad sobre el modo en que sus confesiones quedan escritas y asentadas. Tras lo cual sea devuelta a la cárcel.

Cuando estuvo a solas con el otro miembro del tribunal, éste le preguntó:

—Decidme, don Lope, ¿qué pensáis hacer, además de amonestarla y que firme sus testimonios por escrito, de modo que no se os escurra? Habrá que ensayar otros ángulos de ataque para que esto no se eternice. Mirad que el caso corre de boca en boca, y hay muchos ojos pendientes de vos.

—Creo que ha llegado el momento de tantear el eslabón más débil.

E
L ESLABÓN MÁS DÉBIL

–J
ure la confesante decir la verdad, así en esta audiencia como en todas las que con ella se tuvieren hasta la determinación de su causa, y guardar secreto.

—Lo juro.

—Diga su nombre y filiación.

—María del Caño, vecina de Ciempozuelos, de veinticinco a veintiséis años de edad.

—Declare su linaje.

—Soy hija de Francisco del Caño, labrador de Ciempozuelos, y Juana de Gasco, su mujer, vecina del mismo lugar.

—¿Cuál es su estado?

—Casada con el cirujano Eleno de Céspedes.

—¿Desde cuándo?

—El último Miércoles de Ceniza hizo un año que nos desposaron.

—¿Qué diligencias hizo su marido para ello?

—Las que correspondían ante el vicario de Madrid.

Llegado este punto, Lope de Mendoza decidió preguntarle, muy a quemarropa:

—¿Es cierto que el dicho Eleno de Céspedes tiene dos sexos? ¿O más bien tiene uno? ¿Y cuál es éste?

—Yo por hombre lo tengo, pues nunca le he visto el de mujer.

Se miraron entre sí los inquisidores, asombrados: el eslabón que supusieron más débil se manifestaba con un aplomo a la altura del propio Céspedes.

—Explíquese mejor la testigo —le pidió Mendoza.

—Lo que puedo decir es que yo no conocía varón antes de casarme con él. Pero había oído a otras mujeres que holgaban con sus maridos. Y tenía también ese deseo.

Advirtió el inquisidor el rubor de María ante su apremio y, seguramente, ante la chispa de malsana curiosidad que asomaba a sus ojos. Le hizo un gesto que venía a expresar lo curados de espanto que estaban en aquel tribunal ante semejantes remilgos, ordenándole:

—Prosiga.

—Yo procuraba tentarle sus partes de hombre con cuidado, por ver qué cosa eran. Lo intenté algunas veces, rogándole que me dejase verlas. Pero él jamás consintió que le llegase con la mano, diciéndome que era poca honestidad para mujer. Y así nunca lo hice, salvo una noche, al descuido. Pareciéndome que estaba dormido, le tenté por encima de la camisa y sentí un bulto donde tienen sus vergüenzas los hombres y mujeres, aunque no vi la forma.

—¿Alguna vez le puso la mano sin camisa, para poder decir si el bulto era de carne o de alguna otra materia?

—Siempre fue por encima de la camisa.

—¿En alguna ocasión vio su miembro de hombre al dicho Eleno de Céspedes?

—Como yo le rogaba tanto y le pedía que me lo mostrase, así lo hizo, estando sentado él encima de la cama, mientras se vestía.

—¿Y…? —Aquí el inquisidor hizo un gesto de impaciencia—. ¿Dónde se encontraba la testigo, y qué es lo que vio?

—Yo andaba por el aposento, un poco apartada. Él alzó su camisa y me dijo que mirase. Luego, se la volvió a bajar, tapándose. Y cuando quise acercarme, llegándome hasta él, ya no me lo consintió.

—Así pues, ¿no se lo volvió a ver nunca, fuera de esta vez?

—No.

—Diga en qué forma yacía con el dicho Eleno de Céspedes y si éste se le llevó su virginidad, corrompiéndola.

—Él se ponía encima o de lado. Y se llevó mi virginidad antes de que nos desposáramos. De forma que no sé lo que puedan hacer otros hombres. Yo siempre he tenido al mío por varón, y creído que todos debían obrar así, sin sospechar que pudiera mediar engaño.

—¿Alguna vez pensó estar preñada de su marido?

—En una ocasión, al retrasarse la regla. Pero como luego me vino, se me quitó esta sospecha.

Tenía el inquisidor delante de él las declaraciones de María del Caño ante el tribunal de Ocaña, y sus respuestas coincidían punto por punto con lo que ahora confesaba. Se quitó los anteojos para preguntarle:

—¿Y el dicho Eleno de Céspedes? ¿Estaba algunas veces malo, le bajaba su regla o tenía sangre en sus partes?

—Algunas veces le hallé sangre en la camisa y le pregunté de qué era. Él me respondía que de una almorrana que se le quebraba cuando andaba a caballo.

—¿Cuándo fue la última vez que hizo uso del matrimonio con el dicho Eleno de Céspedes?

—No hemos tenido cuenta desde la Navidad. Aunque creo que entonces debía de estar enfermo, porque no lo sentí como otras veces. Y después ya no hemos vuelto a yacer.

El inquisidor pidió al secretario las actas de los últimos interrogatorios de Céspedes, se caló las gafas y comprobó si existía concordancia en las fechas alegadas por los dos cónyuges. Seguramente se habían puesto de acuerdo, de manera que permitieran al cirujano mantener su testimonio sobre el cáncer que le provocara la caída del miembro. Pero ella no tenía los conocimientos de su esposo y quizá cometiese errores al referirse a su dolencia y los remedios que se aplicaba.

—¿Por qué entendió esta testigo que su marido estaba malo? ¿Acaso lo vio curar? ¿Y de qué enfermedad?

—Entendí que estaba malo porque me pidió un poco de sebo de cabrito para untarse en sus partes.

—¿Le vio, pues, lavarse, curarse o ponerse ungüentos?

—No, aunque poco antes de que lo prendiesen me pidió algunas veces un paño mojado en vino. Yo se lo di, sin saber para qué lo quería.

Y como advirtiese la desconfianza en los ojos de los inquisidores, añadió:

—Eso es todo lo que puedo decir, pues siempre he tenido a mi marido por hombre y ha tratado conmigo como tal. De modo que si ha habido engaño yo lo he padecido más que ninguna otra persona.

No escapaba a los escrutadores ojos de Lope de Mendoza el modo en que la confesante se mantenía a la defensiva. Y quiso perseverar en aquel portillo, dándole un sesgo inesperado:

—Se ha referido la testigo a su trato carnal con Eleno de Céspedes después de las amonestaciones. Cuando éstas fueron alegadas por la viuda Isabel Ortiz, ¿no tuvo celos de que hubiese yacido con otra mujer? ¿Lo vio o lo supo esta testigo?

Tal y como había previsto, la joven perdió su aplomo. Dudó durante unos instantes. Y, al cabo, debió darse cuenta de la trampa que se le tendía. Al comunicarle que otras mujeres a las que Céspedes había prometido matrimonio podrían haber testificado contra él, la estaba tildando de ingenua. Sin embargo, no cayó en el cepo. Decidió confiar en su marido. Y trató de reponerse al contestar:

—Él mismo me contó que había tenido cuenta con otras mujeres. Pero nada más he visto ni sabido.

Lope de Mendoza tuvo que reconsiderar su opinión. No estaban ante una simple moza pueblerina obsesionada por casarse a toda costa. Debía haberlo supuesto, por su tenaz mantenimiento al lado del esposo. Lo que nunca se habría esperado era semejante dignidad. Hubo de plantearse por vez primera que aquellas dos personas se quisieran de veras, mucho más allá de los vínculos conyugales o los intereses comunes que las unían.

Decidió insistir antes de cambiar su estrategia, para que no cupiese duda de que la testigo tuvo ocasión de decir la verdad y la esquivó.

—Cuando desposó al dicho Eleno de Céspedes, como llama a la acusada, ¿sabía que era mujer?

—Yo siempre tuve a Eleno por hombre. Así lo confirmó el señor vicario al darle la licencia para casarse. Y en esa buena fe he convivido con él.

Una respuesta muy hábil: si todo un vicario había considerado varón a Céspedes, tras el examen de doctores tan entendidos como Francisco Díaz, médico del propio Rey, ¿cómo no iba a hacerlo una doncella de Ciempozuelos?

Llegaba ahora el momento de apretarla, de cara a la preceptiva amonestación:

—Es imposible que esta testigo se acostara tantos meses con quien llama Eleno de Céspedes y no advirtiese que no era hombre, dado el trato y familiaridad que se presume a unos recién casados. Y más viéndole sin barbas y con las orejas agujereadas como mujer, además de bajarle su regla.

Aquí hizo una pausa para mejor asestar el golpe que estaba reservando:

—Y pues la testigo dice que yació con su marido antes de desposarse, es de presumir que se casó con la dicha Elena de Céspedes a sabiendas de que era mujer.

Después, alzó la voz para proceder al apremio formal:

—Razón por la cual, y por reverencia de Dios, se la amonesta a que diga la verdad, porque esto es lo que le conviene para el descargo de su conciencia y para que se use de misericordia con ella.

Quedó a la espera de la reacción de la joven. Pero María no pareció amilanarse:

—Que Dios me desampare si no he dicho la verdad. Porque siempre tuve a mi marido por hombre. Y si él es mujer ninguna culpa me cabe, ni me casé a sabiendas de ello. Sino en el mismo entendimiento del señor vicario que extendió la licencia. Por lo que nunca pude imaginar que con ello cometiera falta alguna. Y tampoco es culpa mía que después de casada mi marido no me dejara ver ni tentar sus partes de varón. Por lo que nunca pude desengañarme si tenía dos sexos, como dicen algunas habladurías. Ni tampoco si era verdadero el de hombre, pues nunca pude hacerlo por la raíz de la carne, y la única vez que me lo mostró fue de lejos. Juro que ésta es la verdad.

Se estaba haciendo tarde. Por lo que Mendoza ordenó al escribano:

—Séale leído su testimonio a esta confesante, para que se ratifique en todo lo asentado. Y ella lo firme, en el entendimiento de que ha sido amonestada, y para que lo piense en descargo de su conciencia, en la cárcel a la que mando sea devuelta.

E
L VIL METAL

O
cho días después de la comparecencia de su esposa, cumplía tantear de nuevo a Céspedes y establecer las comprobaciones oportunas. Debido a su rigurosa incomunicación, éste no sabía qué nuevos datos incriminatorios obraban en manos del tribunal. De modo que acudiría con la natural ansiedad. Y ése sería el momento de intentar abrir algún boquete en su férrea defensa.

Para conferir mayor autoridad y aparato al acto, el inquisidor estaba flanqueado en aquella ocasión por Rodrigo de Mendoza. No sólo por ser miembro destacado de su poderosa familia, con el rango y parentesco que eso implicaba, sino también porque debía consultarle el rumbo del proceso.

Era hombre aún más experimentado que él. Canónigo de la catedral de Toledo, había ejercido la vicaría de la sede primada en ausencia de su titular, el arzobispo Carranza, procesado por la Inquisición. Los entresijos de aquellos juicios no tenían secretos para Rodrigo, quien percibía engranajes y alcances políticos que a él se le escapaban. No en vano, antes de regresar a Toledo, había integrado los tribunales del Santo Oficio de Barcelona, Zaragoza y la Inquisición del Mar.

Más allá de tan dilatada carrera, pretendía aprovechar la curiosidad del canónigo por el caso que se juzgaba. Y le rogó que asistiera a aquella sesión para contar con un observador que calibrara el desarrollo con ojos nuevos, no saturados. Quizá percibiese detalles que a él se le pasaban por alto, por prejuiciados o consabidos.

Cuando Céspedes entró en la sala, Lope reparó en su inicial reacción de desconcierto al advertir la presencia de su colega, el inquisidor Rodrigo de Mendoza. Pero cuando retomó las preguntas que afectaban a los puntos principales no logró que el reo se apartara en nada de sus anteriores respuestas. Ante lo cual, procedió a una amonestación formal y ordenó al alcaide que lo devolviera a su celda.

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