Esclava de nadie (31 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Al parecer, Neroni había tenido la misma idea.

«¿Qué hacer? —se preguntó—. Es demasiado tentar a la suerte».

¿No sería mejor echarse atrás? ¿No le bastaba con aquel aviso de que las cosas se estaban torciendo irremediablemente?

N
UEVO EXAMEN

A
quella posada madrileña no le resultó barata. Necesitaba una habitación decente para esperar la visita de los médicos.

Ignoraba si vendrían juntos o separados. Y, en este caso, quién acudiría primero.

Lo atormentaban los fuertes dolores en la entrepierna. De cara al examen, había reforzado la cruenta cura hecha en Yepes, aplicando remedios aún más enérgicos para arrugar su sexo de mujer. Se lo jugaba todo a una carta.

No iba a ser un reconocimiento rutinario. Venían prevenidos. En su certificación se les iba a exigir de modo explícito que hicieran constar si tenía o no dos sexos, o si era capón. Palparían sus partes pulgada a pulgada.

A través de la ventana que daba a la calle de Toledo, vio aparecer a un hombre solo, sin ningún juez ni notario. Supuso que sería el doctor Mantilla.

Cuando lo llamaron, bajó a buscarle y subieron a la habitación. Aunque la luz era suficiente, encendió un cirio, sosteniéndolo en una mano mientras lo examinaba con la otra.

Se mantuvo largo rato en este cometido. Hasta que se alzó, apagó la vela y le dijo:

—Podéis vestiros.

Le interrogó Eleno con la mirada, que Mantilla rehuyó, advirtiéndole:

—Nada puedo deciros hasta informar al vicario Neroni… —Hizo una pausa para añadir—: Me debéis ocho reales. Es el estipendio fijado en estos casos.

Acudió al día siguiente a la vicaría, donde el notario le leyó el informe depuesto por el médico:

—«En la villa de Madrid, a ocho días del mes de febrero de mil quinientos ochenta y seis años, el doctor don Antonio Mantilla, residente en esta Corte, compareció ante el ilustre señor Juan Bautista Neroni, vicario general en la dicha villa. Y recibido juramento en forma de derecho, y habiéndole preguntado por Eleno de Céspedes, declaró que le ha examinado sus partes naturales y miembro viril, el cual tiene bueno y perfecto con sus dos testículos. Por lo demás, sólo le ha visto una verruguilla arrimada al ano, la cual dice el tal Eleno que le quedó de un apostema que tuvo. Asimismo, lo ha tocado y no ha percibido con el tacto nada penetrante. Y ésta es la verdad que se le alcanza por el juramento que hizo. Así lo firma y suscribe ante mí, Francisco de Gámez Ayala, notario».

Tras aquella lectura, se le apercibió:

—En breve os verá en vuestro aposento el doctor Díaz. Librado el informe, emitirá su resolución el vicario.

Tan pronto fue advertido de la visita del segundo médico, volvió a hacerse aquellas curas que le ocluían las partes femeninas. Pero se temió que nada de esto fuera suficiente con alguien tan entendido como Francisco Díaz.

Estas inquietudes se redoblaron cuando lo vio aparecer seguido por aquel criado con el que se peleara en el mesón, el desnarigado. Cuando uno de los muchachos de la posada subió a anunciarle que preguntaban por él, le dio tres reales, advirtiéndole:

—Dos son para ti. El otro real, para que sirvas algo al criado, de modo que espere abajo. Procura que el médico suba solo a esta habitación.

Rezó para que el muchacho consiguiera cumplir el encargo.

Llamaron a la puerta, y cuando fue a abrir se encontró al doctor Díaz. No pareció reconocerlo ni asociarlo a León.

Desde el mismo momento en que se despojó de su capa y abrió el maletín supo que aquel examen no resultaría tan sencillo como los anteriores. En especial cuando le vio echar mano de aquel instrumento. Era una candelilla, usada para el tratamiento de las carnosidades en la vía de la orina y dilatar las estrecheces uretrales.

Bajados los calzones, el doctor se aplicó al minucioso examen de sus partes genitales. Lo más delicado fue cuando llegó a los residuos de su sexo femenino, y los tentó:

—¿Qué es esta arrugación y dureza que tenéis aquí, cerca del ano?

—El apostema de una almorrana, que quedó así al ser cauterizada.

Por mucho que quiso, no pudo meter los dedos. Ni tampoco la candelilla.

—Me estáis haciendo daño —le advirtió.

Cesó en sus intentos, y Eleno dio gracias a los productos astringentes que se había aplicado.

—Está bien, podéis vestiros. Sabréis de mi informe por la vicaría —le dijo secamente.

Cuando acudió allí, no las tenía todas consigo. El notario le mandó tomar asiento y procedió a la lectura:

—«El doctor Francisco Díaz, médico y cirujano de Su Majestad, declara bajo juramento ser verdad que ha visto a Eleno de Céspedes su miembro genital y partes vecinas, y le ha tocado con las manos. Declara que tiene su dicho miembro bastante y perfecto, con sus testículos formados como cualquier hombre. Y que en la parte inferior, junto al ano, tiene una manera de arrugación que a su parecer —y por lo que tocó y vio— no guarda semejanza ni traza que pueda presumirse ser sexo de mujer, porque no pudo hallarle perforación alguna. Y ésta es la verdad por el juramento que hizo. Lo firma con su nombre ante mí, Francisco de Gámez Ayala, notario».

Respiró Eleno, aliviado. Ahora sólo faltaba la certificación del vicario. Aquellos informes no eran vinculantes. Pero esperaba que Neroni tuviera en cuenta que en lugares, tiempos y circunstancias diferentes había sido examinado por hasta dieciséis personas, de las que cuatro eran médicos, y todos sin excepción habían reconocido su naturaleza masculina.

Cuando lo mandaron llamar, tras más de una hora de espera, el vicario ordenó al escribano que le fuera leído el informe, para que firmara su conformidad:

—«Visto este proceso, declaro al dicho Eleno de Céspedes libre del impedimento que se le puso de tener dos sexos, de varón y de mujer. Por lo cual ordeno se le dé licencia para que el cura de la villa de Ciempozuelos lo despose
in facie ecclesiae
con María del Caño, conforme a lo decretado por la constitución sinodal. Así lo proveo y mando. Y lo firmo siendo testigos Juan Gutiérrez Zaldívar y Francisco de Gámez Ayala, ambos notarios. De lo que se saca copia y traslado para los contrayentes».

Eleno estaba exultante. Larga había sido la lucha por conseguir aquel mandamiento que autorizaba la boda y ahora llevaba bien a resguardo contra su pecho. Ante él se abría una nueva vida, para compartirla con la mujer que amaba.

E
SPONSALES Y VELACIONES

N
o podían esperar. Ni tentar a la suerte. Tantos meses tratando de obtener la licencia de matrimonio los había vuelto impacientes. No sólo pretendían evitar los nuevos impedimentos que pudieran surgir, sino también vencer las objeciones del cura de Ciempozuelos. Y las de los padres de María. Deseaban celebrar la ceremonia de los esponsales lo antes posible.

Lo lograron tres semanas después de la autorización del vicario Neroni. Cuando estaban apalabrando con el párroco la primera fecha libre, él les advirtió:

—Es Miércoles de Ceniza.

—¿No es día hábil?

—Cualquiera lo es para los esponsales. Pero no para las velaciones
in facie ecclesiae
, que suelen hacerse inmediatamente después y en el mismo lugar donde se celebra la boda, en la parroquia de la novia.

—Lo que cuentan son los esponsales, ¿no es cierto?

—Sin las velaciones no se puede hacer la entrega de la mujer al marido ni cohabitar los cónyuges.

—¿Y por qué se prohíben a partir del Miércoles de Ceniza?

—Para conservar el recogimiento y la abstinencia de la Cuaresma, evitando las diversiones que acompañan a las bodas. Los esponsales pueden ser privados. Las velaciones, no. Requieren padrinos, testigos y ceremonias públicas. Son la parte solemne de la liturgia.

—Pero sólo incumpliríamos el plazo por un día.

—El concilio de Trento lo ha puesto todo muy estricto en cuestión de sacramentos. No se pueden celebrar velaciones desde el martes anterior a Cenizas hasta pasado el Domingo de Resurrección. La multa es severa, dos mil maravedíes.

De ese modo, pudieron hacer los esponsales el Miércoles de Ceniza, pero hubieron de aplazar las velaciones hasta seis semanas después. Para mejor apurar las fechas, evitaron las escrituras de la dote y otras pruebas de solvencia económica. Se quedó admirado el cura de tanta confianza recíproca de los contrayentes, cuando nadie daba un real por aquel matrimonio. Aunque, conociendo a la novia desde hacía tanto tiempo, aceptó seguir adelante, muy en contra de sus convicciones.

Nunca admiró Eleno a su futura esposa como en aquellos tiempos de prueba, cuando se hallaban a merced de las murmuraciones, insoportables en pueblo tan pequeño. No había dudado en ponerse de su lado incluso a costa de enfrentarse al parecer del párroco.

Por no hablar de sus padres. Se daba cuenta de la incomodidad de los suegros. Entendía su temor. Sabía que lo apreciaban. Sin embargo, aquello los desbordaba. Los arredraba ese acobardamiento propio de las gentes humildes. Se sentían ya muy mayores para afrontar todo aquello, tan fuera del alcance de sus costumbres. Y la salud de la madre no se recuperaría de tales quebrantos.

En medio de las turbulencias, era un consuelo ver a Inesilla, la hermana de María, revoloteando alrededor. Mientras Céspedes se engalanaba para los esponsales, vino la muchacha a buscarlo:

—Date prisa —lo apremió desde fuera, llamando a la puerta—. María ya está vestida.

Y sin esperar su respuesta, entró en la habitación. Apenas le dio tiempo a taparse con la camisa y subirse los calzones.

Ella se dio la vuelta y le dijo:

—¿Puedo preguntarte algo, Eleno?

Asintió él, preparándose para lo peor: la curiosidad de una chiquilla.

—¿Por qué dicen que eres hombre y mujer?

Se quedó desconcertado. Probó a responder con otra pregunta:

—¿No te lo ha explicado tu hermana?

—Dice que eres varón, y que como tal cumples.

—¿Y tú no la crees?

—Es que ella se ha vuelto muy rara con todo esto. Nada dice, pero yo la conozco y sé lo que siente.

Esperaba Céspedes a que se fuera, porque debía terminar de vestirse. Sin embargo, la muchacha siguió allí.

—¿Qué sucede? —le preguntó.

—¿Me llevaréis con vosotros?

—Tú también te quieres ir de Ciempozuelos, ¿verdad? Pero tus padres tienen aquí sus tierras y otras posesiones. Has de cuidar a tu madre. Ya vendrás a vernos cuando haya mejorado y estemos establecidos en casa propia.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Aún no se iba Inesilla, que escondía algo. Finalmente, se lo alargó, diciéndole:

—Toma, mi regalo.

Y se marchó trotando.

Era una caja pintada. La abrió y vio que dentro iba la flauta de caña hecha por la muchacha con sus propias manos. Su mayor tesoro.

Agradeció con toda su alma aquel gesto de apoyo, cuando los recibía tan tasados.

Los esponsales resultaron desangelados, casi clandestinos. El cura de Ciempozuelos no mostró ningún entusiasmo.

Por ello, prefirieron celebrar las velaciones en Yepes, donde pensaban establecerse. Céspedes encontraba esta población más acogedora: semanas atrás, hasta diez personas habían informado favorablemente sobre su masculinidad.

La despedida de la familia fue triste. Todos lloraban. La madre había aprovechado el paso por el pueblo de un ollero y lañador para ponerle unas grapas a un barreño de mucho ornato, que les entregó. Y también dos sillas, un colchón y un ajuar completo, con todas sus mantelerías y ropas de cama. Pero si algo les conmovió fue la cuna en la que crio a sus hijas.

—Que no se entere tu padre —había dicho a María al entregársela.

Sin embargo, la pequeña Inés, que los acompañó un buen trecho saltando tras el carromato donde transportaban sus enseres, les hizo una confidencia:

—La cuna es también cosa de nuestro padre, yo lo vi arreglándola en el corral.

—Anda, vuélvete al pueblo —le ordenó María.

Mientras la imagen de su hermana se iba volviendo cada vez más diminuta, agitando la mano allá a lo lejos, dijo a Eleno:

—Ya ves. Mi padre espera que prolonguemos su linaje.

Afincados en Yepes, anhelaban que pasase la Cuaresma para celebrar las velaciones, recibir la bendición nupcial y poder vivir juntos en el aposento que habían alquilado a uno de los pacientes de Lleno.

Llegó al fin el día de la ceremonia. Tuvo ésta otro calor que los esponsales. Y, tras la firma en el registro del libro sacramental, invitaron al cura, al sacristán y a los testigos a la comida que habían apalabrado en la posada de Manrique, donde se alojaban hasta ese momento.

Fue un día espléndido. No podían comenzar su nueva vida con mejor pie. Cuando esa noche estrenaron su alcoba, María y Eleno dieron por bien empleados todos sus esfuerzos.

En los meses siguientes fueron haciéndose con los muebles que les faltaban: un vasar con sus lozas y cubiertos y hasta una cuba con vino añejo que trajo a Céspedes un cliente en pago a sus servicios y que pensaba utilizar como madre para irla rellenando.

Habían allegado sus escasos bienes, juntando sus posesiones y recuerdos más preciados. Pero la joya de la casa era la biblioteca. Pocos cirujanos tenían algo parecido. A los volúmenes adquiridos en Madrid y otros lugares se sumaron los que le vendiera un colega de Yepes jubilado, al que en buena medida sustituía. Y el corazón de aquella librería era el Vesalio heredado de León. Con el acicate de su ejemplo pensaba seguir perfeccionando sus conocimientos. No quería limitarse a vegetar como un simple barbero o sangrador.

Cuando salían a tomar la fresca, en las noches de verano, hacían planes para el futuro. Se sentaban bajo las estrellas, arrullados por el murmullo de las hojas de los álamos y el crepitar de los grillos. Y entre susurros se tanteaban las vidas, los recuerdos y anhelos. Céspedes apenas podía dar crédito a su suerte: haber encontrado a aquellas alturas una mujer de las cualidades de María.

—¿Cómo es posible que otros hombres no te pretendieran? —le preguntó.

Sonrió ella, dejando descansar la cabeza sobre su hombro:

—Algunos lo hicieron.

—¿Del pueblo, o de paso por vuestra casa?

—De todo hubo. Y uno de ellos no disgustaba ni a mis padres ni al párroco. Pero tú eres distinto.

—¿En qué?

—En todo. Sabes cómo tratar a una mujer, de un modo que no he visto en ningún otro hombre. Creo que tus clientes también lo notan cuando los atiendes como cirujano. Y en cuanto te conocí supe que no volvería a llamar a mi puerta alguien así.

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